Viaje dantesco del infierno a la gloria

Fragmento del cuadro de Domenico di Michelozzo La Divina Comedia ilumina Florencia, en el Duomo

La Divina Comedia —al igual que Los Cuentos de Canterbury de Chaucer, Gargantúa y Pantagruel de Rabelais o El Quijote de Cervantes— es una de estas obras que simbolizan el triunfo de la literatura moderna en lengua vernácula de sus respectivos países. Una de esas obras que para la mayor parte de los lectores parecen existir solo en los libros de texto y cuyo mero nombre impresiona tanto (o mejor dicho, se relaciona tanto con un tipo de literatura anclada en el tiempo y, por tanto, ilegible hoy día) que, salvo que el escolar de cada país correspondiente haya sido obligado a hacerlo en el colegio, no son leídas nunca. No soy distinto a los demás: también a mí me ha pasado. Sin embargo, siempre he tenido la sensación de que cerrarme a la obra de Dante Alighieri era cerrarme a mí mismo la puerta de una cueva del tesoro. Todas las glosas que he leído de la Comedia me señalaban que, de no hallarme ante un clásico remoto e intocable, no habría tenido nunca la menor duda en leerla, no en vano su trama la he frecuentado en multitud de películas, libros y tebeos: un viaje al Otro Mundo. En particular, he devorado con sugestión los muchos artículos que el escritor Jorge Luis Borges (el autor que me ha abierto más caminos literarios en mi vida) ha dedicado a la que considera la más alta obra literaria de todos los tiempos —en especial, sus Nueve ensayos dantescos—, de tal modo que antes de leerla ya me consideraba un iniciado en su magia. Este verano, y bajo el influjo inevitable de un viaje a Italia (y a la amada Florencia de Dante), por fin, tras varios intentos previos, he completado la lectura íntegra de la obra. Mi intención al escribir este artículo, por supuesto, no es la de analizar la misma (para lo que no estoy preparado), sino referir a quienes tomen en sus manos, dubitativos, libro tan reverente por qué leerlo es mucho más que un mero ejercicio de arqueología literaria. Tratar de contagiar, en fin, mi propio entusiasmo.

Dante Alighieri (1265-1321) nació en la Florencia anterior al predominio de los Médicis, cuando la península italiana, por entonces dividida en toda una serie de estados de muy diverso tamaño, estaba desgarrada por las pugnas entre los gibelinos (o partidarios del Imperio, es decir, del Sacro Imperio Romano Germánico en sus pretensiones del dominio temporal sobre la península y, más aún, sobre la cristiandad) y los güelfos (o partidarios del Papado), a su vez divididos en su ciudad natal en dos banderías, los blancos y los negros. Dante, integrado en los primeros, progresivamente hostiles a la política del papa Bonifacio VIII —pontífice dispuesto a unir el poder espiritual con el temporal—, encomendado además a diversos puestos y misiones de importancia, sería desterrado en el año 1302, e incluso condenado a muerte en ausencia. Desde entonces, y aun cuando nunca dejaría de preocuparse por la suerte de su tierra, se consagraría a la literatura.

Retrato de Dante, por Sandro BotticelliLa Divina Comedia es un largo poema dividido en cien cantos cuyos versos endecasílabos adoptan la forma de los tercetos encadenados. Es decir, en cada estrofa riman entre sí el primero y el último verso, pero el segundo lo hace a su vez con el primero y el tercero sucesivo, formando esa cadena que le da nombre. El conjunto se divide, a su vez, en tres partes —el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso—, cada una de las cuales está compuesta por 33 cantos, más el inicial que sirve como introducción argumental, dando así la centena. Según los expertos, Dante comenzó su redacción hacia 1304 y fue dándola a conocer por partes, completándola en vistas de su muerte.

El rasgo fundamental sin el cual la Comedia perdería su plenitud dramática es el protagonismo del propio Dante, sin ningún avatar ni narrador interpuesto: un elemento de considerable modernidad que tiene la virtud de implicar al lector tanto por el punto de vista subjetivo como por la implicación de esta figura que es algo más que una ficción, que existió. Es más, lo que cuenta la Comedia es el proceso de purificación (simbólico a la vez que literal) que emprende el escritor, sorprendido en un momento de desorientación vital. Cuando inicia la redacción del Infierno lleva ya dos años desterrado de Florencia, e ignora que en el resto de vida que le queda no volverá a ver su amada ciudad. Ha roto, asimismo, con los dirigentes de su propia facción, en desacuerdo con los proyectos de estos para volver al poder en ella. Está a punto de cumplir cuarenta años y la sombra de la amargura parece proyectarse sobre sus años futuros. Él mismo lo expresa de forma inmejorable en el imborrable terceto con que comienza su obra:

En mitad del camino de la vida

me hallé en el medio de una selva oscura

después de dar mi senda por perdida.

En ese mezzo del camin di nostra vita, a punto de dejarse atrapar por la oscuridad, acechado por lo que hoy llamaríamos la incertidumbre existencial, Dante se encomienda al cielo y recibe la respuesta. Y la respuesta tiene nombre de mujer: Beatriz, o sea, Beatriz Portinari, el gran amor de su vida, a quien conoció en su ciudad natal cuando él tenía nueve años y ella ocho, y de quien se enamoró para siempre, aun cuando estaban destinados a no poder ser el uno para el otro, primero porque en la Florencia de su época eran las familias quienes concertaban los matrimonios (el de Dante se proyectó cuando tenía tan solo doce años) y segundo porque, probablemente, en las escasas ocasiones en que se encontraron, Beatriz jamás le prestara atención. De hecho, la joven murió de parto a los 25 años, ignorante de la fortuna literaria que le depararía aquel joven que, en algunas borrosas jornadas de su pasado, la contempló con ojos embobados. Desde la Vita nuova (1292), la primera obra de Dante, Beatriz pasaría a convertirse en el símbolo del amor sublime, el que existe sin esperar la correspondencia del ser amado, el que nace para no morir nunca desde el primer momento en que se contempla.

Dante y Beatriz, por el prerrafaelita Henry HolidayBorges, en uno de sus inolvidables ensayos dantescos, El encuentro en un ensayo, señala que Dante escribió en realidad la Comedia solo para poder reunirse, por fin, en el amor con Beatriz. Y como no pudo hacerlo en la vida, lo hizo en la ficción (es decir, en la única realidad en la que, muertos todos, todo se convierte en real e invariable). Y ese es el motor argumental de su obra. Perdido en esa selva oscura, que se encuentra justo en la antesala del Infierno, Dante recibe el auxilio de nada menos que Virgilio, tal vez el más grande poeta romano y autor de La Eneida, enviado desde el Paraíso por Beatriz —cuya pureza le impide penetrar en esa tierra hostil— para conducirlo hacia la salvación, hacia el encuentro con la gloria divina (y también con ella misma). Así, la Divina Comedia es la minuciosa crónica del viaje de Dante a través de esa triple división del otro mundo cristiano, guiado primero por Virgilio en el Infierno y en parte del Purgatorio, y luego finalmente por la misma Beatriz hasta llegar a la presencia de Dios y de los seres bienaventurados. Un viaje hacia la Luz, por tanto.

Entiendo que el primer obstáculo para atreverse con la Comedia (además de su nada desdeñable longitud) sea su condición de poema, de obra versificada. Particularmente, creo que la poesía carece de sentido cuando es traducida, de ahí que apenas me haya atrevido alguna vez con obras en el único idioma que puedo comprender (y siempre teniendo a mano la edición bilingüe), el inglés. Sin embargo, la condición narrativa de la Comedia, su sustancia argumental, permite, al modo de los poemas homéricos, su exacta comprensión mediante su traslación a la prosa.

Edición italiana antigua de la Divina ComediaAhora bien, en español contamos con dos versiones poéticas, es decir, que respetan la misma estructura rítmica que, con las libertades que no pueden evitarse, ayudan al lector a situarse en el trance lírico del original. En concreto, pertenecen a Ángel Crespo (no he leído su traducción, que se encuentra en Seix-Barral, pero sí su excelente Dante y su obra, en Acantilado, breve y sustanciosa guía del autor, y en especial de la Comedia), y a Abilio Echevarría. Esta última, publicada en Alianza, es la versión con la que llevo ocupado desde hace años. Además de las magníficas características de edición (un pequeño resumen de cada canto a modo de encabezamiento; un prólogo de Carlos Alvar que nos sitúa en las coordenadas de la obra; un prolijo y espléndido conjunto de notas que informan, aclaran e interpretan; un útil índice onomástico-temático), el trabajo de Echevarría, al menos en mi humilde y sin duda poco preparada opinión, es deslumbrante. Con sabrosos resabios arcaizantes, un evidente y concienzudo conocimiento de las dos lenguas (y del trasfondo cultural que requiere una obra de tal aliento) y un buen sentido del ritmo, solo exige del lector que acepte que una versión poética sin duda es lectura más difícil que una versión en prosa.

No me cabe duda: la mejor puerta de entrada a la Divina Comedia, lo que sin duda durante muchos años me ha hecho flirtear con ella hasta decidirme a su lectura integral, es saber que en ella se encierra una fascinante topografía del Otro Mundo. Una topografía, huelga decirlo, marcada por la visión cristiana que dominaba al autor y a su época, de ahí su triple división en Infierno, Purgatorio y Paraíso. Pero una topografía singularmente fascinante, atravesada tanto por la religión cristiana como por la mitología clásica.

Dante imagina el Infierno como un enorme abismo en forma de cono invertido que se precipita hacia el centro de la tierra y que se divide en nueve círculos, el primero de los cuales es el Limbo, en el que se encuentran todos aquellos grandes nombres del paganismo que, por meras razones históricas, no pudieron ser bautizados pero poseyeron la nobleza de los justos: es el círculo donde moran el propio Virgilio o el mismísimo Homero, pero también algún infiel del prestigio del sultán Saladino, el noble oponente de Ricardo Corazón de León. En los siguientes círculos se reparten los condenados (los «réprobos», señala siempre Borges de modo entrañable) en función de sus culpas, correspondiendo a las más graves los estratos inferiores. Así, en los iniciales se encuentran los lujuriosos, los glotones, los avaros o los iracundos; en los últimos, en los cuales se enclava la ciudad infernal de Dite (uno de los nombres de Lucifer), los herejes, los violentos (contra otros o contra sí mismos: los suicidas), los hipócritas, los ladrones. El último círculo, significativamente, corresponde a los traidores (por supuesto, ahí es donde encontramos a Judas y a Bruto, emblemas de la traición en la religión y el mundo clásico respectivamente). Finalmente, en el vértice del abismo, inmovilizado eternamente sin poder escapar, se encuentra el mismo Lucifer.

Un útil mapa para viajar por el infierno de Dante

Por debajo de él, y a través de un largo túnel, se emerge al hemisferio austral y comienza el Purgatorio, espacio que Dante imagina como el espejo opuesto al recinto anterior: una montaña, la más alta del mundo, dispuesta asimismo en nueve cornisas (las dos primeras forman el Antepurgatorio) en las cuales las almas que murieron sin la purificación completa esperan la definitiva redención de sus pecados (mediante el rezo de aquellos que los recuerdan en la tierra) para poder subir al Paraíso. Una vez más, el poeta distribuye cada división según la importancia de los pecados, que en muchos casos repiten los del Infierno pero en su grado más venial: los negligentes en el Antepurgatorio y dentro del recinto, los soberbios, los envidiosos, los perezosos, etcétera.

Finalmente, por encima del Purgatorio comienza el Paraíso, ya sin sustrato corpóreo puesto que se extiende a lo largo de los nueve cielos de la astronomía clásica (la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter, Saturno, las Estrellas Fijas y el Primer Motor) hasta llegar por fin a la cúspide, al Empíreo, donde Dante alcanzará la contemplación del sumo bien, de Dios rodeado por las cohortes de los bienaventurados bajo la forma de una rosa celestial.

El talento narrativo, y no meramente poético, de Dante permite que la Comedia, entre sus múltiples niveles de acceso, pueda leerse como una sugestiva novela de aventuras organizada en torno al tema del viaje a un lugar desconocido, considerablemente tratado tanto en la literatura antigua como en la moderna. Por ello, es fundamental el detalle con que el autor y protagonista describe todos los espacios que atraviesa o el estado de ánimo que le merecen: así, en el Infierno lo vemos aterrorizarse en más de un momento, así como henchirse de alegría, admiración o comprensión en función de la identificación de las almas con que se va encontrando, y con las que entra en rico diálogo. Detalles de notable «realismo» sazonan su jornada: así, los habitantes del otro mundo se sorprenden de que ese visitante proyecte una sombra o arroje su respiración, señal inconcebible de que un no muerto está atravesando los parajes solo reservados a quienes ya no poseen sustancia material. Incluso, se encuentran astucias narrativas muy modernas: en más de una ocasión, un canto concluye con un acontecimiento que deja la acción en un hilo (un enorme ruido, un encuentro que sobresalta al narrador) y que exige la rauda reanudación de la madeja, al estilo de un serial pulp.

Es más, el erudito Dante se preocupa por precisar las indicaciones cronológicas y astrológicas, incluso geográficas, bajo las cuales transcurre su empresa, y que han permitido a los expertos datar el inicio del viaje en la noche del Jueves Santo de 1300, y establecer su duración en ocho días (durante los cuales, otro detalle sabroso, solo sentirá la necesidad del sueño en el Purgatorio, el único de los recintos donde el tiempo todavía está en vigor, puesto que sus habitantes, al vivir allí de modo transitorio, todavía están sometidos a aquel).

La contemplación de la gloria, grabado de Doré para la Divina ComediaAhora bien, justo es señalar que, en mi opinión, la obra es sublime mientras se recorre el Infierno, baja el tono en el Purgatorio y resulta mucho más árida en el Paraíso, aun conteniendo pasajes admirables también en estos últimos escenarios. ¿Se debe acaso a que, ayer como hoy, el mal no es que sea más atractivo, pero desde luego sí más interesante? Lo cierto es que, en el Paraíso, acaban cansando las descripciones de tanto espíritu sublime, y las narraciones que estos intercalan sobre seres tan ejemplares como san Francisco o san Domingo (los fundadores de las dos grandes órdenes religiosas que ya marcaban buena parte de la vida de la cristiandad) o las largas enseñanzas que las criaturas angélicas dan al poeta acerca de sus razonables dudas teológicas (¿es lícito negar la gloria a quien no fue cristiano porque no puede serlo, esto es, porque vivió antes de Cristo?), pues carecen de la viveza de lo precedente, e interesan más al teólogo o al historiador que al puro lector.

En cambio… ah el Infierno. George Minois, autor de una excelente Historia del infierno, define esta creación como la «catedral del mal». Leyendo la galería de condenados que elige para su obra, antes que nada destaca la increíble osadía de Dante para erigirse en juez y decidir qué personajes del mito y de la historia, del cristianismo y del paganismo, merecen el castigo eterno. (¿Acaso su indiscutible soberbia —intelectual y moral— no le hace acreedor también a condena? Por si acaso, él eligió para los soberbios el Purgatorio…) Y es que el poeta cita a héroes clásicos (Ulises, como urdidor de engaños: el caballo de Troya, por ejemplo), pero también a papas (a su gran enemigo Bonifacio VIII, sin citarlo) y a múltiples figuras coetáneas de las intrigas políticas italianas, cuya memoria por lo tanto ha conseguido empañar para siempre: repito una vez más que, frente al arte, la realidad siempre tendrá que agachar la cabeza.

El infierno de Dante es un infierno lógico, geométrico, a la medida de su muy racional topografía. Y del que no hay escapatoria, como indica el memorable aviso que está grabado sobre su puerta, Lasciare ogni speranza, voi ch’entrate, «A los que aquí entráis, abandonad toda esperanza». El poeta aprovecha sobremanera el infierno de los clásicos, por el que ya habían paseado Homero y Virgilio, es decir, Ulises y Eneas, no dejando en falta sus clásicas corrientes acuáticas (el Aqueronte, que franquea su entrada; la laguna Estigia, a través de la cual el barquero Caronte lleva a las almas al inframundo) o las figuras que lo presiden, como Minos, el implacable juez infernal que, en la entrada del Infierno, asigna a cada condenado el círculo que le corresponde según su falta.

Los suicidas convertidos en árboles, según Doré para la Divina ComediaEl gran hallazgo de Dante es establecer una relación entre el pecado y el tormento: así, los herejes arden en sus sepulcros, al modo en que ardieron al perder la vida bajo el fuego del inquisidor; los asesinos penan en un río de sangre hirviente; los suicidas han sido convertidos en árboles y plantas picoteados sin cesar por las monstruosas Arpías (ver izq.); los sembradores de discordias están hendidos de arriba abajo; los adivinos caminan hacia atrás eternamente, pues quienes creyeron ver mejor que nadie hacia delante ahora tienen vuelta para siempre la cabeza; los traidores se hallan sumergidos en un río helado, con solo la testa asomando para mayor contemplación de sus desdichas… La invención más original la reserva para el vestíbulo infernal, donde, condenados a seguir a ciegas cualquier bandera, sin esperar nada (ni la muerte ni la gloria ni la esperanza), se encuentran aquellos que, dice el poeta, no sirvieron ni a Dios ni al diablo: los que no dieron objeto alguno a su vida. Minois, con sagacidad, los define como los mediocres. De ser así, terrible el castigo a la mediocridad que reserva ese hombre que tan consciente de estar por encima de los mortales ordinarios.

Sin embargo, no se piense que el paseo de Dante por el Infierno sea el de un moralista ceñudo. Resulta admirable la dignidad con que trata a muchos de los réprobos que dirigen a él sus lamentos, pues se puede haber incurrido en el error del pecado pero no en la ignominia. Ese es el sentido del famoso episodio en que escucha los lamentos de los cuñados adúlteros Francesca y Paolo Malatesta (esposa y hermano del celoso tirano de Rimini), que sufren sus penas en comunión sin arrepentirse en ningún momento de la pasión que los ha conducido hasta allí, se ha visto un nostálgico símbolo del amor sublime que el poeta hubiera querido vivir, de verdad, con Beatriz.

Borges siempre destacó un episodio del todo inesperado, que asimismo constituye una de las grandes invenciones de Dante: el encuentro del poeta con Ulises (recuérdese: condenado entre los falsarios y mendaces), quien le refiere cómo perdió la vida en el curso de su última y apócrifa empresa. Cuenta así cómo el impenitente viajero que fue Odiseo, roído ya en los años de la decadencia física por la llamada del mar, convenció a sus hombres de Ítaca, tan ancianos como él, para ir en busca de lo que hay más allá de los confines conocidos de la Tierra, es decir, al otro lado de las Columnas de Hércules. Surcados los mares ignotos durante cinco meses, por fin avistan una montaña, grande como no han visto otra en el mundo, pero entonces se desata una tormenta y el barco y sus tripulantes son engullidos por el mar (por el abismo: por el Infierno).

Magnífica estatua de Dante en la plaza de la Santa Croce, de FlorenciaComo ya he ido indicando, el elemento a través del cual el escritor consigue que su odisea nos incumba de modo íntimo es por su estremecedora implicación, teniendo en cuenta sus circunstancias personales. Entre otras muchas cosas, la Divina Comedia es una amarga diatriba del autor contra sus contemporáneos, comenzando por sus mismos conciudadanos, una imprecación por el desdichado presente de Italia, señalando directamente como gran culpable al venal propósito del papado por adueñarse del poder temporal en toda la península. Dante no duda en comprometerse públicamente con la única solución que espera, la actuación de Enrique VII, el joven titular del Sacro Imperio Romano Germánico, elegido en 1308 y que enseguida acudió Italia, concitando las esperanzas de quienes lo veían como el pacificador soñado, pero que murió en 1313, convirtiendo en cenizas las esperanzas de quienes lo habían considerado el pacificador que requería Italia. Ahora bien, hay que tener en cuenta que, puesto que la acción se ubica en 1300, el poeta (que, dentro de la lógica de la obra que protagoniza, no puede conocer el destino de aquellos en que depositó esperanza o reprobación), sin embargo asimismo introduce señales proféticas de sus destinos (y de su propio exilio), por ejemplo reservando un lugar de honor en el Empíreo al mismo Enrique VII para cuando Dios lo llame a su seno.

Dicho de otro modo: con su obra, y con la repercusión que enseguida obtuvo, Dante quema todos sus puentes con aquellos de los que, al menos en ese momento, dependía su perdón y su regreso a la amada ciudad (moriría en 1321, sin haber vuelto a verla, a punto de cumplirse los veinte años de ausencia). Eso sí, la gloria futura le estaba deparada, y el reconocimiento en la misma Florencia: hay que recordar, por ejemplo, el lugar de honor que dentro del emblemático Duomo ocupa un bello lienzo de Domenico de Michelozzo titulado La Divina Comedia ilumina Florencia, que es el que preside todas estas líneas.

Como todos, Dante anheló la felicidad y la gloria, el amor y la plenitud, pero fue bien consciente de que la vida es, ante todo, amargura: que el Infierno hace mucho que invadió el mundo de los vivos. Él lo supo bien y de ahí que lo describiera de modo tan vívido. Beatriz, por desgracia, solo fue un sueño.

El diablo en la cúpula del baptisterio de Florencia

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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