Woody Allen, 50 años haciendo «siempre» la misma película (I)

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Inimitable Woody AllenLos tópicos cinéfilos siempre han tenido siete vidas. Una galería básica de ellos hablaría de John Huston como el ilustrador por excelencia del mito del perdedor, de Howard Hawks y la guerra de sexos o la reivindicación del profesional, de Federico Fellini y el circo, de Ingmar Bergman y el drama existencial o de Kubrick como el gran «dignificador» del cine de género. Pues bien, el que toma el nombre de Woody Allen nos lleva diciendo, desde hace muchas décadas, que siempre hace la misma película. Y hablamos de un hombre que debutó como realizador en 1969 y que ha mantenido desde entonces una carrera ininterrumpida con una media casi de una película por año, hasta acumular, ahora mismo y después del estreno de la muy reciente (y muy estimable) Café Society (2016), la cifra de ¡46 realizaciones! Y, como todos los tópicos y etiquetas de este mundo, no deja de tener una parte de razón: la incuestionable verdad de que Allen es un cineasta con un muy reconocible mundo propio, que durante muchos años (hasta que envejeció y dejó de ser su principal actor protagonista) se tradujo a través de un personaje que todos hemos dado por sentado que era él mismo y que expresaba todas sus particulares inquietudes sobre la vida y la muerte, el amor, el sexo, la religión o la cultura (incluyendo sus dos grandes y conocidas pasiones, el cine y el jazz). Sin embargo, en mi opinión (y no descubro nada: antes que yo lo han señalado magníficos críticos como Tomás Fernández Valentí), la gran cualidad de Allen es su encomiable propósito de ensayar nuevas direcciones formales, temáticas, visuales y argumentales quizá porque, teniendo muy presente la tentación de la repetición a que tendía su cine, ha rehuido desde siempre la monotonía.

Que aun así no ha conseguido que esta idea arraigue —ni entre aquellos que se han cansado de él o que lo contemplan con indiferencia, ni (y esto es peor) entre sus incondicionales)— es evidente. Sin embargo, voy a intentar razonarlo a lo largo de un artículo que no he podido evitar que se extendiera a lo largo de dos entregas. En la primera hablaré del prototipo de personaje (por lo común, encarnado por él mismo) que asociamos a su cine, así como de las características básicas de su así llamado universo personal. En la segunda, de la evolución de su carrera desde los años 70. Por encima de estas líneas, el lector verá un tercer enlace, que lo llevará al artículo que escribí hace un par de años y que analiza la excelente etapa coetánea del director a partir del film que lo «alejó» de Nueva York, o sea, Match Point (2005).

La idea de la inmutabilidad de su cine deriva, es evidente, del momento en que Woody Allen se consagra como un autor completo a través de dos películas que todavía hoy siguen siendo consideradas como la quintaesencia de su cine (aunque yo no me incluyo entre sus entusiastas). Se trata de Annie Hall (1977) y Manhattan (1979).

Bob Hope, el cómico que tanto gustaba a Woody AllenHoy es difícil ponerse en la situación de quien fuera a ver la primera en el momento de su estreno, pero entonces tuvo que suponer una gran sorpresa. No era la obra de un novato: Allen contaba ya con cinco películas como realizador (que incluían el protagonismo y el guion), desde su debut en 1969 con Toma el dinero y corre (1969). Pero esas películas son todavía trabajos humorísticos en la estela de los vehículos al servicio de los cómicos más populares del Hollywood clásico. En concreto, y aunque parezca mentira (desde luego, no cuando se conocen sus películas), el modelo de Allen, como él mismo reconoce, es un comediante que hoy no posee ningún prestigio. Bob Hope fue (y supongo que lo seguirá siendo) inmensamente popular en su país de origen, pero fuera de él se halla bastante olvidado. (¿Quién recuerda la serie Ruta de…, que protagonizó durante dos décadas junto a Bing Crosby —otra estrella olvidada—, o films que nuestros padre todavía evocan con devoción como Rostro Pálido o La gran noche de Casanova, por la enorme diversión que les deparó en su niñez?).

Ese modelo de Hope, que Allen retomó a su manera —es decir, añadiéndole ya esas connotaciones que todos asociamos a él: sus obsesiones públicas y privadas, y su gusto por las referencias intelectuales—, es el clásico personaje que se embarca en todo tipo de empresas disparatadas cuando en realidad no tiene temperamento para ello, ya que es medroso y cobardica, y suele enredarse con cualquier objeto que se atraviese en su camino. Un tipo enamoradizo, además, y con dificultades para que le correspondan las chicas guapas en las que suele fijarse. Por supuesto, en ese modelo también se encuentran rasgos de otros cómicos, por ejemplo del gran Jerry Lewis, otro hombre en perpetua guerra con los objetos: curiosamente, en España la vinculación entre Allen y Lewis vino siempre rodada por cuanto la voz que doblaba a ambos era la misma, la del genial Miguel Ángel Valdivieso (a su muerte en 1988 —lo dobló hasta Días de radio, pues—, Allen tuvo el detalle de enviarle el pésame a su viuda).

Mi amor de décadas por el doblaje —ahora bastante disminuido— me conduce a hacer una digresión. Dos han sido las voces que han monopolizado casi por completo a Allen en estos 50 años. Valdivieso en 13 películas, y su sucesor, Joan Pera, en 24 (por el momento). Y es curioso que aun cuando en rigor sea Pera quien reproduce con más fidelidad los tonos y las cadencias del trabajo vocal original de Allen, por estimable que sea su trabajo, no ha conseguido hacernos olvidar a su primer doblador: escuchar la unión de ambos sigue produciendo un singular escalofrío de placer.

Póster de Annie HallAnnie Hall (1977) es el punto de inflexión, por tanto, en la carrera de Allen: es ahí donde tiene lugar el salto adelante en la ambición, planteando una propuesta que ya no pretende solo hacer reír, sino expresar una visión del mundo, y que además lo hace mediante recursos expresivos que van más allá de la mera eficiencia narrativa. El éxito fue notable: el aplauso de la crítica, la rendición de la taquilla, y la obtención de dos Oscars a la mejor dirección y al mejor guion original (ya puestos, también a la película y a la actriz principal, Diane Keaton). En Annie Hall, Allen selló para siempre ese personaje al que todos lo asociamos. Un cómico televisivo (la profesión variará de un film a otro, pero por lo común está relacionada con la cultura y el entretenimiento), obsesionado por la muerte, rotundamente cinéfilo, adicto al psicoanálisis, hipocondriaco, que guarda una muy particular relación con la religión de sus mayores, el judaísmo (los gags que se ha permitido a costa de ella siempre han sido descacharrantes), enredado en sempiternos problemas sentimentales por su dificultad para mantener una relación estable…

En rigor, este personaje aparece, en sus rasgos básicos (aunque todavía trufado por el modelo Bob Hope), en una película de cinco años atrás, Sueños de seductor (1972), que él no había dirigido pero que se basaba en una obra teatral suya y de gran éxito, Tócala otra vez, Sam, que fue llevada al cine con el mismo cásting de Broadway: es decir, él mismo más dos rostros fundamentales de su primer cine, Diane Keaton (que había mantenido con él una breve relación sentimental, ya concluida en la época en que se convirtió en su compañera recurrente en las películas) y su fiel Tony Roberts, que en ellas siempre hará justo este mismo papel, el de mejor amigo. En Sueños de seductor, Allen encarna a un crítico de cine abandonado por su mujer y al que la pareja de amigos formada por Keaton y Roberts trata de buscar una nueva chica, con el previsible resultado de que acaba surgiendo una atracción entre los dos primeros. La famosa peculiaridad de esta película (que no ha resistido nada bien el paso del tiempo) es que, en su fragilidad emocional, Allen toma como guía nada menos que al espíritu de Humphrey Bogart, en especial el Bogey de Casablanca (como ya delata el título original, absurdamente modificado en España). Profesión intelectual, ubicación social en una clase media que vive sin problemas, cinefilia, hipocondría, zozobra sentimental, contradicciones derivadas de su judaísmo… En esta película ya están todos los elementos que Woody Allen hará triunfar en Annie Hall y en Manhattan, y que todavía repetirá alguna que otra vez (pero no tantas como parece).

¿Es Woody Allen un actor o una personalidad? Dicho de otro modo, ¿es capaz de interpretar otro tipo de papeles o está irremediablemente encadenado a un rol prototípico? Es la pregunta que tarde o temprano se hace todo cómico, para quien la tentación de un papel dramático siempre está en el horizonte. Por ejemplo, Jerry Lewis, en su madurez, demostró que podía hacer estupendos papeles serios, como en El rey de la comedia (1982), a las órdenes de Scorsese.

En el caso de Allen, cuando ha trabajado para otros, por lo general ha repetido el mismo modelo. Sin embargo, hay una excepción a esta regla, en que podemos encontrarlo interpretando un personaje sin nada que ver con el suyo habitual.

Woody Allen en La tapaderaHablo de La tapadera (1976, Martin Ritt), un título que, como puede deducirse por la fecha, rodó entre su último film cómico —el mediocre La última noche de Boris Grushenko (1975)— y Annie Hall, y que fuera puesto en marcha por antiguos blacklisted del macarthismo (el director, el guionista, el coprotagonista Zero Mostel y algunos secundarios) para contar por primera vez en cine, y sin tapujos, en qué consistió aquel deleznable método de expurgación de los elementos rojos de Hollywood. Allen encarna a un tipo que se gana la vida como cajero en un bar y haciendo pequeños chanchullos con apuestas, y a quien un día un amigo de la infancia (escritor televisivo de éxito, que acaba de ser represaliado) le ofrece ser su tapadera: es decir, el hombre que, a cambio de un pequeño porcentaje, dé la cara y firme los guiones que él seguirá escribiendo (deleznable hipocresía que obligó a situaciones tan lamentables como que Carl Foreman y Michael Wilson no pudieran recoger sus Oscars por El puente sobre el río Kwai, que había firmado Pierre Boullé, el autor de la novela original). Pues bien, Allen da vida a un pobre diablo sin ninguna formación cultural (en determinado momento, señala que casi no sabe ni escribir), al que la inesperada fuente de ingresos (al descubrir la ventaja de la fórmula, es ya él mismo quien ofrece el mismo trato a otros dos escritores en la lista negra) le otorga una prosperidad desconocida y le proporciona un aura «intelectual» de la que disfruta sin ningún complejo, puesto que incluso le permite ganarse el amor de una chica que lo admira intensamente… hasta que poco a poco su adormecida conciencia va despertando y le obliga a tomar posición cuando él mismo es llamado a declarar por el tristemente célebre Comité de Actividades Antiamericanas.

La película apenas tuvo repercusión (¿la mala conciencia de Hollywood y del público estadounidense?, ¿el poco atractivo comercial de un proyecto de tema nada espectacular y además de medios económicos modestos?), y Allen no volvió a repetir una experiencia similar. No es fácil encontrar, por ello, críticas del film, pero las pocas que he leído coinciden en afirmar que es imposible aceptar a Woody en un rol anti-intelectual, porque inevitablemente la impresión que da es la contraria. Sin embargo, a mí me parece que (sin exagerar sus méritos) su interpretación es muy estimable: el poco agraciado aspecto físico del cineasta siempre ha denotado a un tipo infeliz e inseguro, de tal modo que se ajusta bien a la caracterización básica de su personaje. Por otra parte, en esta ocasión, el Woody Allen actor refrena sus tics y (sin duda, bien dirigido por el director Martin Ritt) trata de potenciar aspectos de la interpretación a los que en general él presta poco atención en sus propios títulos: me refiero a la mirada (en mi opinión, la cualidad que distingue al buen actor del malo). Y no hay sino que ver lo bien que sostiene los momentos en común con un roba-escenas nato como el veterano Zero Mostel, y que reposan en la exuberancia de éste, para advertir que en el Allen actor había otras direcciones que podía haber explorado pero que no hizo al consagrarse tan exclusivamente a sus propias películas.

Broadway Danny Rose, uno de los films más entrañables de Woody Allen¿Y en ellas? ¿Se puede encontrar algún papel distinto a ese rol que ya hemos descrito? En cuanto al registro interpretativo utilizado, es evidente que no: Allen lo repetiría de film en film, con mínimas variantes. Pero eso no quiere decir que todos sus papeles hayan sido iguales. Dejando a un lado su rol atípico en Zelig (película a la que dedicaré más espacio en la siguiente entrega), pero donde por razón de su formato (un falso documental en el que apenas se da pie a escenas elaboradas que permitan lucir la interpretación de un papel atípico) es difícil apreciar las posibilidades que podían haberse extraído de él, el gran título en que Allen se escribió un rol diferente fue Broadway Danny Rose (1984), uno de sus títulos menos conocidos, más modestos y, paradójicamente, más admirables de su carrera. En ella, vuelve a encarnar a un pobre diablo, en este caso un agente artístico de medio pelo cuyas desventuras (provocadas siempre por su extenuante entrega hacia sus representados) son evocadas con cariñosa sorna por algunos de los miembros de la misma fauna que lo conocieron. Y Allen brinda un personaje entrañable, arrebatado por la charlatanería en grado aun mayor que sus roles habituales (¿cómo no sonreír cada vez que recordamos su recurrente latiguillo «¿Puedo introducir un concepto en esta coyuntura?»), pero sutilmente diferente a aquellos, en cuanto que consigue transmitir una desnudez vital verdaderamente extraordinaria al tiempo que una humanidad que, las cosas como son, no denota ninguno de sus otros papeles.

Con el tiempo, Allen iría reduciendo el peso específico que tenía en las películas que lo consagraron. En parte, porque una de sus estrategias de renovación a las que aludía líneas arriba fue la diversificación de sus tramas entre varios personajes, presentando una estructura coral: es el caso de Hannah y sus hermanas (1986) o Delitos y faltas (1989). Pero también porque la edad le hizo ver que era difícil mantener ese rol, al menos en su dimensión sentimental. Así, si hubo películas en las que su personaje «envejece» con él (Misterioso asesinato en Manhattan, de 1993, o Scoop, de 2006, su último protagonista absoluto), la opción que comenzó a manejar —a partir de Celebrity (1998)— es la de confiar su personaje a actores más jóvenes. Kenneth Branagh, Will Ferrell o los incluso mucho más jóvenes Jason Biggs y Jesse Eisenberg (protagonista de su última película, Café Society) han sido algunos de ellos, con los matices y las variaciones lógicas en función de sus condicionantes propios: en el caso de Eisenberg, el aire físico, los tics y la forma de expresarse (por ser, hasta es judío), reproducen de forma escalofriante la imagen de Allen.

Larry David en Si la cosa funcionaA este respecto, quizá la variante más curiosa de los últimos tiempos tiene lugar en uno de sus films acogidos con mayor indiferencia, Si la cosa funciona (2009). Su personaje protagonista es un tipo que Allen podría haber interpretado perfectamente y con la edad adecuada —otro intelectual neoyorquino con sus obsesiones corrientes, que de pronto ha de confrontar su sarcástica misantropía con el amor que surge en él, ya al borde de la ancianidad, hacia una jovencita a la que tiene por una completa boba—, y sin embargo se lo entregó a un cómico y guionista televisivo (completamente desconocido en España: Larry David). En parte, se debe a que este guion lo había concebido en los años 70 para que lo protagonizara su compañero de La tapadera, Zero Mostel, y su repentino fallecimiento hizo que lo guardara durante tres décadas. Pero, sobre todo, a la excelente variación que Allen hace sobre ese prototipo tan familiar. Sin duda porque las características de Mostel nada tenían que ver con las suyas, el cineasta dotó a este personaje de una forma mucho más agresiva de enfrentarse al mundo, carente de la vulnerabilidad que él le habría transmitido: es más, David cultiva una notable antipatía (lo cual, en el fondo, es lo que acaba haciéndolo vulnerable y, por tanto, humano). Las posibilidades de este juego de variaciones sobre su propio rol permiten insuflarle a esta película (de las más modestas de su carrera, y que parece haber gustado a muy pocos) una inesperada riqueza dramática, por lo menos para quienes hemos seguido la evolución del cine de su autor.

El universo alleniano estuvo fuertemente condicionado, al menos hasta 1993, por la permanente entrega del principal papel femenino —y Allen es uno de los cineastas de la mujer por excelencia del cine— a dos actrices, Diane Keaton y Mia Farrow. La primera, como ya he señalado, tuvo una breve relación con el director a principios de los años 70 pero mantuvo su amistad y confianza artística y fue su actriz principal hasta 1979 (Manhattan), participando luego en alguna otra, hasta completar 8 títulos. La segunda fue su pareja sentimental y Allen la incluyó en 13 películas hasta su traumática ruptura en 1992, con Maridos y mujeres. El desorientado director, que ya la tenía prevista también para su siguiente realización, Misterioso asesinato en Manhattan (1993), la sustituyó por su vieja amiga Keaton para, al menos, obrar en terreno seguro en un momento tan inseguro (la polémica que generó el conocido caso Allen-Farrow fue deleznable, tanto si se tomó partido por el uno como por la otra), y así es como aquella colaboró por última vez con él.

Diane Keaton y su supuestamente divertida-estilosa manera de vestir en Annie HallPara mí, ambas constituyen uno de los principales lastres de su cine durante esas dos décadas. Diane Keaton era una intérprete muy típica de la generación que en los años 70 cambió el star-system de Hollywood: para «compensar» su aspecto de gente corriente (el paradigma de atractivo físico de las estrellas del ayer pasó a mejor vida en esa década: el glamour fue sustituido por el aspecto de gente normal), apostaron por un tipo de actuación, supuestamente «espontánea», que se traduce en la necesidad de querer ser expresivos hasta para beber un vaso de agua, con lo cual la práctica totalidad de ellos —Dustin Hoffman, Richard Dreyfuss, Sally Field, Meryl Streep, por ejemplo— hizo uso y abuso de la sobreactuación más desatada. En el caso de Keaton, el resultado siempre me pareció espantoso: de hecho, mi principal problema ante Annie Hall es que no comprendo tantas tribulaciones en el protagonista por una mujer que para mí no tiene atractivo ninguno, en ningún sentido. Keaton, además, tenía el inconveniente de abusar de una forma insufrible de reír (y en las películas de Allen, ríe muchísimo).

El problema de Mia Farrow es otro. Al contrario que aquélla, Farrow adolece de gran inexpresividad, y su propio físico le otorga un aire de pajarillo indefenso. Tras un intento de que «hiciera» de Diane Keaton (en La comedia sexual de una noche de verano), Allen aceptó su registro y le confió una galería de personajes que se caracterizan, precisamente, por su infelicidad, por su mediocridad vital o, sencillamente, por su bobería. El problema es que sus enormes limitaciones como actriz hacen que la mayor parte de las veces parezca simplemente embobada ante la cámara. Con todo, por lo menos su presencia no resulta tan molesta como la de su antecesora y en ocasiones resulta muy adecuada.

A partir de mediados de los 90, Allen dejó de aferrarse al «colchón» de tener al menos dos actores de confianza en el reparto (Keaton o Farrow y él mismo, que fue apareciendo cada vez menos). Lo compensó mediante el concurso de buena parte de los intérpretes más relevantes de cada época, siempre deseosos de rebajar su caché a cambio de ser dirigidos por él (y la carrera de Allen está prolongándose tanto tiempo, que algunos de estos ya están entrando en el olvido: Helen Hunt, Juliette Lewis, John Cusack, Demi Moore…), y potenciando todavía más las estructuras corales de sus historias. El resultado, en más de una ocasión, fue chirriante, quizá (y aquí entono un mea culpa) por cierta debilidad por las elecciones heterodoxas. Por ejemplo, y por hablar de una de sus buenas películas, no consigo encajar al gran Michael Caine —cuya interpretación fue muy alabada, consiguiendo incluso un Oscar por ella— en el mundo de Allen y en el tipo de papel que le dio.

Woody Allen sigue teniendo la capacidad de convocar a casi cualquier actor que pretenda, revelando en especial una gran capacidad para extraer magníficas interpretaciones de los más jóvenes. De ello dan fe actores como Jonathan Rhys-Meyers, Ewan McGregor, Josh Brolin o Emma Stone. En particular, me fascina la forma en que, cuando los actores contratados me parecen malos, diríase que Allen comparte mi impresión, pero considera necesaria esa característica para extraer de ellos un sarcástico juego dramático que pone aún más de relieve la mediocridad de los personajes que interpretan: es el caso de Scarlett Johansson, Colin Farrell, Owen Wilson, Joaquin Phoenix, Javier Bardem o Naomi Watts. Por supuesto, olviden mi petulancia: no existe ninguna «comunicación» especial entre Woody Allen y yo, pero sin detalles como éste la cinefilia sería bastante aburrida.

Woody Allen y Mia Farrow en La comedia sexual de una noche de verano

En la próxima entrega hago un pequeño recorrido por las películas del autor, en especial las que conformaron ese «universo alleniano» en el periodo comprendido entre Annie Hall y Delitos y faltas, donde se encuentran las claves de toda su carrera posterior.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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Una respuesta a Woody Allen, 50 años haciendo «siempre» la misma película (I)

  1. Muchas gracias por tus palabras, Resiliente. La segunda parte, ya está en cocina (de hecho, puede que la estés leyendo antes que esta respuesta). En cuanto a Diane Keaton, cierto, es un icono, aunque para mí poco comprensible. A falta de recuperar algún «Buscando al señor Goodbar», de Richard Brooks (película que me gustó mucho la primera vez que la vi y donde incluso recuerdo que Diane no me molestó), en el resto de sus películas, sobre todo las allenianas, confieso mi incapacidad para conectar con el «feeling» que, me consta, produce en muchos cinéfliso.

    Un abrazo.

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