Ponyo en el acantilado o el amor en tiempos del agua

Poster del estreno español de Ponyo en el acantiladoEn su momento, Ponyo en el acantilado sorprendió considerablemente. Acostumbrados a la grandiosidad de los tres largometrajes consecutivos que habían terminado por extender a Occidente su gran éxito en Japón —La princesa Mononoke (1997), El viaje de Chihiro (2001) y El castillo ambulante (2004)—, he aquí de pronto que el maestro nipón se descolgaba con una película que, en apariencia, parecía tratarse de una reducción para públicos infantiles de las constantes de su filmografía, en especial de las desarrolladas en los tres títulos previos. De hecho, en la edición actual del film en bluray aparece un marbete que reza: «Película especialmente recomendada para la infancia». ¿Acaso el anciano Miyazaki —en un momento en que, por edad, cada película que iba estrenando casi podía pensarse que sería su testamente cinematográfico— se propuso realmente hacerle un «regalo» a sus nietecitos e infantes en general, sin mayor ambición? La respuesta, evidentemente es que no: nunca debe confundirse la apariencia de una obra con su verdadera esencia (por mucho que las etiquetas pretendan reducir su condición). Eso sí, como tantos otros ejemplos en la memoria de todos, Ponyo en el acantilado es una de estas obras que poseen la preciada cualidad de poder ser comprendidas a cualquier edad, permitiendo a quienes la conocieron en sus años infantiles ir redescubriéndola al tiempo que se produce la propia maduración, descubriendo otras lecturas, otros matices. ¿Infantil Ponyo? ¿Infantil una película que viene a proponer, de modo desarmante, una historia de amor entre dos niños de cinco años?

No se olvide que en El castillo ambulante Miyazaki ya habría narrado la atracción sentimental de una anciana hacia un jovenzuelo. Es cierto que la protagonista de esta historia es, en realidad, una muchacha a quien una bruja ha castigado con la maldición de la vejez, pero en cualquier caso el reto era convencer, en términos visuales y dramáticos, de esta posibilidad en principio tan chocante. En este sentido, Ponyo en el acantilado sería otro reto: equilibrar la dimensión de un tipo de amor que asociamos a la edad adulta (la protagonista sacrifica literalmente todas sus circunstancias —entorno, capacidades mágicas; es más, apariencia— a la persona de quien queda prendada desde el mismo momento en que lo ve) con el hecho de que sus personajes centrales son niños pequeños. Con elegancia, Miyazaki evita cualquier contenido morboso (hubiera sido impensable, de todos modos: el mismo autor no ha dejado de insistir en que el primer destinatario de su película son los niños) y hace que ese amor de Ponyo hacia Sosuke se revista, en primera instancia, del tono naif asociado a la edad. Mientras uno ve el film, lo que creemos ver es el típico amor como juego entre niños; es más tarde, cuando las imágenes reposan en nuestra memoria, cuando advertimos la sutilidad de la propuesta.

No en vano, el film es una muy particular versión del inmortal cuento de Hans Christian Andersen La sirenita (que, a todo esto, da sopas con honda a la muy mediocre versión que la Disney moderna estrenó en 1989, que algunos —claro, los que conocen la literatura por sus adaptaciones al cine— señalaron que era su fuente principal), solo que sustituyendo el trágico hálito del original por una gentileza blanca que no elude ni la emoción ni, desde luego, el sustrato romántico, sino todo lo contrario, como ya he señalado.

Sosuke encuentra a PonyoLa sirenita de Andersen es aquí otra criatura marina, sí, pero bien particular: es un ser de naturaleza híbrida, al tratarse del vástago de un hombre (un sabio enamorado del mar que renunció mucho tiempo atrás a la vida sobre la superficie, horrorizado por el maltrato dado a las aguas por quienes una vez fueron sus semejantes), Fujimoto, y una diosa de los océanos, Gran Mammare. Aunque todos se refieran a ella como un «pececillo», su aspecto inicial es más bien el de un bebé con camisón y muñoncillos por manos, justo como las casi infinitas hermanas —todas como ella, pero más pequeñitas— que tiene. Un buen día, y como al personaje de Andersen, el más humano de los sentimientos (sin duda, heredado del progenitor), esto es, la curiosidad, la lleva a asomarse a la superficie del mar, atraída por las luces que proceden de arriba. En el consiguiente viaje de exploración que emprende, arrastrada por la corriente, acaba viéndose atrapada en un tarro de cristal (uno de los restos de esa basura que degrada el mar y contra los que lucha su padre). Un niño, Sosuke, la libera de su encierro y se la lleva a su casa.

Desde el primer momento en que la pequeña criatura abre los ojos y ve a Sosuke, nada más existirá para ella (justo como la sirenita). El niño, además, le da enseguida un nombre, Ponyo, que ella asumirá con alborozado orgullo, renunciando al suyo propio que le puso su padre (y que es nada menos que el wagneriano —la cita no es casual, como se verá— de Brunilda). A partir de aquí, lo que narra la película es la lucha de Ponyo, primero contra su propio progenitor (horrorizado al descubrir cómo despiertan en ella los genes que él no ha podido evitar legarle, es decir, su humanidad, adquiriendo la apariencia de una niña de la misma edad que Sosuke) y luego contra la transgresión que provoca esa elección en el delicado equilibrio de la naturaleza: primero, un enorme tsunami que inunda casi por completo el pueblecito donde vive el niño y, cuando las aguas parecen serenarse, la destrucción de la Tierra, como indica el progresivo acercamiento de la Luna a nuestro planeta azul.

El barniz presuntamente infantil del film procede, en primer lugar, de su apariencia visual. He leído en distintas fuentes que, en el aspecto gráfico, Ponyo es una especie de «cura de reposo» por los cuantiosos esfuerzos que había provocado el manejo de la más avanzada tecnología en CGI en la previa El castillo ambulante. Por ello, decidió volver a rodar una película de animación mediante el dibujo a mano (únicamente en el coloreado se decidió a recurrir al soporte informático). Ahora bien, hablar de sencillez es relativo: como bien saben los especialistas en el género, la animación completamente a mano se ha abandonado casi del todo por la minuciosidad que exige y la lentitud consiguiente.

En cualquier caso, el aspecto visual de Ponyo disiente claramente del resto de sus películas (sobre todo las previas, de una complejidad verdaderamente notable). Miyazaki opta aquí por un diseño mucho más sencillo (lo que no quiere decir menos complejo), que otorga a los fondos, a las casas y a los objetos un aire de ilustración de cuento infantil, cuyo color, que posee la textura de las ceras, incluso parece trazado por un niño con los clásicos lápices. Pues bien, no se trata de un capricho artístico sino de una idea coherente con el planteamiento dramático de una historia que adopta en casi todo momento la perspectiva de dos niños pequeños. Así, el aspecto visual del film sería una traducción del mundo visual de aquellos: minucioso en determinados aspectos, simple en otros, jubilosamente colorista siempre.

Un nuevo mundo acuático ante los ojos de Ponyo y SosukePero, en concreto, el film brilla sobremanera en el tratamiento de los elementos de la naturaleza: tanto los inactivos (los numerosos espacios verdes que jalonan el pueblecito donde viven los protagonistas) como, sobre todo, los activos (las fuerzas desatadas primero por Fujimoto mientras trata de recuperar a su hijita y luego, sin advertirlo, por la propia Ponyo). En especial, son inolvidables todas y cada una de las secuencias marinas, en el fondo y en la superficie, con las aguas en calma (la maravillosa secuencia de apertura, sin palabras, mecida solo por una música de Joe Hisaishi con ecos de los Pinos de Roma de Ottorino Respighi, en la que, mientras Fujimoto procede a purificar el agua con unas gotas de algún elixir de su creación, todo un catálogo de fauna marina, coetánea y pretérita —aparecen ejemplares del entrañable trilobites—, desfila exuberante alrededor del sabio) o desatadas de modo furibundo (la genial secuencia en que Ponyo cabalga sobre las olas para reunirse con su amado, sin advertir que pone en peligro su vida y la de su madre, quien a su vez «cabalga» sobre su automóvil huyendo de las furias acuáticas: escena, no por nada, para cuya música Hisaishi se inspira, de modo nada disimulado, en la archifamosa La cabalgata de las valquirias, de Wagner).

En general, también puede parecer que el infantilismo viene dado por la inclusión en el film de más de uno de los elementos temáticos tan caros a su obra por parte de Miyazaki, una vez más, atenuados, tamizados de su complejidad original. Por ejemplo, al igual que en Mi vecino Totoro —tal vez el título más cercano a Ponyo—, el entorno cotidiano del pequeño Sosuke viene condicionado por la ausencia de uno de sus progenitores, en este caso el padre. Sin embargo, es una ausencia relativa: nada «malo» le sucede, sino que es capitán de barco, de ahí su falta, y aun así el padre se comunica a distancia con su familia por la noche, desde el mar, mediante señales lumínicas (como indica la bonita escena en que este método, al tiempo despersonalizado pero muy personal en su particularidad —¿qué niño aprende códigos morse para hablar con su padre?—, sirve para dar cuerpo al enfado de la madre debido a que el esposo no ha cumplido su promesa de volver esa noche a tierra, sugiriéndose bien que no debe ser la primera vez que lo hace, ni la última). Eso sí, hay un detalle que no puede pasar desapercibido, y que sugiere que el pequeño siente que ese núcleo familiar que forman no es precisamente convencional: tanto a la madre como al padre los llama por su nombre de pila.

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También aparece el clásico personaje del villano que, conforme avanza la historia, revela una maldad imperfecta, o si se quiere, va siendo revestido de una serie de matices que hace que sus actos nos resulten comprensibles, mitigándose así su villanía. En este caso, Fujimoto acaba siendo un personaje entrañable: un alquimista del mar (produce toda serie de pócimas y elixires) caracterizado por un extravagante desaliño (largos cabellos despeinados, profundas ojeras, una vestimenta llamativa), que en algún momento declara que planea traer al mundo una «nueva era precámbrica» (o sea, que pretende borrar la imperfección de la era del hombre), pero que acaba siendo más bien un padre preocupado por lo que siempre será preocupación de todos los padres: el momento en que sus hijos intentan volar fuera del hogar y, sobre todo, sienten su primera atracción sentimental (¿cómo no comprenderlo, si tenemos en cuenta, vuelvo a repetirlo, la edad de su pequeña?).

Pero el principal tema que el film recoge del acervo miyazakiano es la preocupación por mantener el equilibrio entre hombre y naturaleza. Podría pensarse que, en esta ocasión, el conflicto se simplifica mucho (para que así «pueda entenderlo un niño»). Sin embargo, y es otra de las claves de su filmografía, Miyazaki parte de la sencillez de conceptos para revestirla de una notable densidad en el plano dramático. Es una magnífica idea que el desequilibrio, y por tanto el cataclismo, por una vez no se produzca por el maltrato del ser humano hacia su entorno, sino por el sentimiento más sublime de que este es capaz: el amor, y además entre dos seres en teoría contrapuestos. En manos de otro autor, esta idea habría degenerado en una irredimible cursilería, pero lo que aquí la salva es, precisamente, la edad de los dos enamorados. ¿El amor infantil es capaz de conmover hasta tal punto al mundo entero? Ponyo en el acantilado demuestra que sí: no hay ningún ser más absoluto en sus sentimientos que un niño, y en especial un niño vulnerable.

Miyazaki relata esa historia de amor con un saludable desparpajo que, por su franca espontaneidad, tiene la virtud de arrebatar cualquier malvenida tentación morbosa, pero que, como señalaba, no carece de malicia. Así, Ponyo, todavía bajo su forma de «pececillo», reacciona como una mujer celosa a la presencia de Kumiko, la pequeña amiga de guardería de Sosuke, arrojándole un chorro de agua sobre su rostro que la hace llorar. Poco después, sus primeras palabras al niño no dejan lugar a dudas: «¡Ponyo quiere a Sosuke!», y aun cuando este le dice acto seguido lo mismo, es evidente que el significado no es el mismo, de un modo muy parecido a la ingenuidad con que Peter Pan, en el inmortal libro de J. M. Barrie, no llega a comprender nunca los requerimientos de Campanilla, otro ser diminuto como Ponyo pero, en el fondo, mayor que su amado (a todo esto, aun cuando la protagonista sea una niña, lo es en los términos relativos a su «especie» —sea cual sea esta—, pero parece claro que ha vivido mucho más tiempo que Sosuke). Es muy sugerente, y es uno de los elementos que pasarán desapercibido a un niño, que lo que permite al «pececillo» despertar su naturaleza humana es un intercambio de fluidos: al lamer la sangre que Sosuke vierte por una pequeña herida en el dedo, «despiertan» dentro de sí lo que su padre, Fujimoto, denomina los genes inferiores de su cuerpo.

Lisa coge a tiempo a SosukeComo suele suceder con todas las grandes películas, Miyazaki dota de espesor a su dramaturgia gracias a la magnífica utilización atmosférica de los escenarios. En particular, resulta encantador ese pueblecito costero que parece reducirse a dos colinas unidas por una carretera que, en su parte más baja, linda con el mar: en una colina se encuentra la casa de Sosuke; en la otra, la residencia donde trabaja Lisa y la guardería, contigua, donde el niño permanece hasta el fin del turno de aquella. Esos dos mundos (el trabajo, el hogar) no se contraponen, por cuanto el mismo amor que se tienen madre e hija baña a las ancianas que Lisa cuida, y que componen un entrañable coro de personajes secundarios. En particular, el personaje de Lisa me parece espléndido: ¿a quién no le gustaría tener una madre como ella, cariñosa pero no relamida, moderna pero bien consciente de sus deberes maternales, y que acepta la fantasía sin titubear —la presencia de Ponyo— al par que mantiene el espíritu pragmático que debe poseer toda progenitora? Y que además, es valiente hasta la temeridad, como simboliza de modo entrañable su forma de conducir en medio de la tormenta, haciéndole una auténtica carrera a las olas, pero sin dudar en detenerse cuando su pequeño afirma haber visto a una niña en medio del mar, por mucho que los elementos se desaten sobre ellos y el viento esté a punto de arrojar a Sosuke al océano: ah, pero una madre siempre da la mano a tiempo.

Ponyo en el acantilado tiene la virtud de relatar lo que podía haber sido una tremenda apoteosis de romanticismo y tragedia bajo la atmósfera de un cuento íntimo, al tiempo emocionante y distendido. Miyazaki nunca pierde de vista que sus protagonistas, por matices que se pongan al menos a uno de ellos, son niños cuyo universo precisa de la estabilidad que otorga un entorno cotidiano, donde cada día han de suceder las mismas cosas: la armonía de la repetición. Este canto a la magia de la cotidianeidad brilla con luz propia en la larga secuencia en que Ponyo descubre las delicias de la vida doméstica cuando, ya refugiados de la tormenta, empieza a pasearse por la casa y Lisa le prepara un riquísimo té con miel y una deliciosa cena.

Ponyo y Sosuke en su barco de vela

Ese escenario quedará transmutado en un bellísimo edén acuático en el día que sucede a la tormentosa noche del tsunami, cuando los pequeños descubren que las aguas lamen el umbral de la casa: el plano submarino del jardín y la carretera, ahora poblados por una exuberante fauna acuática, merece figurar en cualquier antología de Miyazaki. La escena del recorrido de los dos niños a bordo del barco de juguete que Ponyo, con sus poderes sobrenaturales, ha aumentado de tamaño, destila una serena belleza que demuestra la versatilidad del maestro: allí donde, en otros títulos, en su parte final deslumbraba una secuencia de catártica acción, Ponyo en el acantilado no necesita más que dejar fluir las imágenes.

No quiero tampoco decir que estemos ante un film redondo: encantador sí, inolvidable en suma, pero no redondo. No termina de convencerme el misticismo con que se rodea al personaje de la diosa del mar; al del padre, creo que se le podría haber sacado mejor partido, sobre todo por su profesión marina; y sobra la escena en que este y su tripulación avistan un sobrenatural cementerio de barcos, pues nada aporta y es más bien una innecesaria autorreferencia a la memorable secuencia, casi idéntica, de Porco Rosso (1992), en que el protagonista se asomaba al otro mundo rodeado por los espectrales aviones de sus compañeros muertos.

Sin embargo, en la carrera de todos los grandes directores no puede faltar ese título que representa la quintaesencia de las cualidades de su autor con una espontaneidad superior a la de otras películas más grandes. Es el caso de Escrito bajo el sol (1957) en la carrera de John Ford, de El proceso Paradine (1947) en la de Hitchcock o de La muchacha que sabía demasiado (1962) en la de Mario Bava. Ponyo en el acantilado supone, ante todo, una sencilla filigrana, que se contempla con una perenne sonrisa y que admira y emociona del modo más noble. Y que, para esta fábula sobre el amor a cualquier edad y entre seres de cualquier condición, no merecía otro final que el emblemático de estas fábulas: el radiante beso mediante el cual Ponyo renuncia a sus poderes mágicos, a su singularidad, por la promesa de pasarse la vida junto a su amado Sosuke en el convencional, pero también mágico a su manera, mundo de la superficie. Como el mencionado John Ford, autor con el que tantas cosas comparte, Hayao Miyazaki también lo ha sabido siempre: la mayor aventura es la vida de todos los días.

El beso final de Ponyo y Sosuke

Posdata sobre el doblaje. Unas notas finales sobre el excelente doblaje de esta película. Después de los excelentes resultados que ya ofreciera en la previa El castillo ambulante, Alfonso Laguna recibió el encargo de hacerse cargo del nuevo proyecto de Ghibli (no entiendo por qué luego no se le encomendó el de El viento se levanta, cuyos monocordes resultados obligan a consumir únicamente la versión original). El reparto de voces escogido por Laguna es magnífico, acertando al optar por la anticuada opción de que los niños sean doblados por actores adultos (aun jóvenes: Ana Esther Alborg y Pilar Martín hacen un magnífico trabajo doblando a Ponyo y Sosuke respectivamente). Leyendas vivas del doblaje como María Romero, Pilar Gentil o Selica Torcal aportan su talento para hacer entrañables a las ancianas de la residencia (y de paso, personalizarlas: se olvida que esa es una de las cualidades del doblaje, algo especialmente necesario en los dibujos animados). El mismo Laguna, con su peculiar voz, muy difícil de clasificar (lo cual, por desgracia, en más de un caso ha resultado perjudicial en la carrera de un actor de doblaje), otorga al sabio Fujimoto una extraordinaria personalidad. Un trabajo espléndido, por tanto: son ya varias las veces que he visto esta película, y aun cuando alguna de ellas he comenzado escuchando la versión original, al final siempre vuelvo a la española.

 

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: Ponyo en el acantilado / Gake no ue no Ponyo. Año: 2008.

Dirección y guion: Hayao Miyazaki. Fotografía: Atsushi Okui. Música: Joe Hisaishi. Reparto (doblaje español): Ana Esther Alborg (Ponyo), Pilar Martín (Sosuke), Alfonso Laguna (Fujimoto), Mercedes Cepeda (Lisa), Licia Calderón (Gran Mammare). Dur.: 100 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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