Porco Rosso es, al mismo tiempo, una inolvidable película de aventuras, una comedia sobre unos adultos que se resisten con uñas y dientes a aceptar la «responsabilidad» del mundo civilizado, una maravillosa historia de amor nunca expresado, una atractiva reflexión histórica y, sobre todo, un canto sobre el concepto de héroe en su sentido más romántico, más libertario y menos autoconsciente. La espontaneidad con que combina todas estas dimensiones dentro de la historia, a ratos equilibrándolas y a ratos desequilibrándolas, despierta una inigualable sensación de ligereza en el espectador. La historia que tiene lugar ante sus admirados ojos pasa como un suspiro, evanescente pero imborrable, multiplicado este efecto por un final bellísimo en el que, de acuerdo con una de las máximas que rige la descripción del protagonista, se deja a la imaginación del espectador el que deba rellenar huecos. Porco Rosso es pues una película irrepetible, que no habla al cerebro sino al corazón y que por tanto, aunque las líneas siguientes vayan a contradecirme, es mejor no interpretar o analizar: sólo puede ser amada, con esa tranquila pasión que nos despiertan los lugares donde hemos sido muy felices y donde siempre querremos volver.
Eso sí, las circunstancias que motivaron su ejecución son de lo más curiosas: partiendo de unas pequeñas historietas publicadas en una revista sobre maquetas de vehículos, el Studio Ghibli llegó al acuerdo con las Líneas Aéreas Japonesas de rodar un mediometraje para ser proyectado en los vuelos de trayectos cortos de la compañía. Es evidente que, conforme Miyazaki fue pensando el proyecto, éste fue hinchándose cada vez más a medida que su alma mater fue apreciando en él sus posibilidades para dar pie a un vehículo mucho más personal de lo planteado en un primer momento. Finalmente, Porco Rosso se saldó con un gran éxito en su país y obtuvo una apreciable repercusión internacional, salvo en España, donde su exhibición duró un suspiro: al menos rompió la barrera del estreno y animó a recuperar otras obras del autor en formato doméstico, hasta que la llegada de La princesa Mononoke (1997) normalizó nuestro acceso a la filmografía del gran autor nipón.
De todas las películas que había rodado hasta ese momento (incluso de toda su filmografía), Porco Rosso es la menos fantástica: el único elemento irreal es precisamente que el protagonista sea un hombre transformado en cerdo, aunque, claro, es lo que de entrada singulariza al personaje. Constituye, además una clara bisagra en su obra, como señala de modo significativo que entre ésta y su siguiente realización pasó más tiempo que entre ninguna de las otras cuatro de Ghibli: cinco años, hasta el estreno en 1997 de Mononoke. Es significativo que si el presente film apenas llega a los 90 minutos, los siguientes La princesa Mononoke y El viaje de Chihiro (1992) —las películas que impusieron definitivamente su obra como genio mundial, recuérdese— superan sobradamente las dos horas y contienen una cantidad de elementos, referencias y ejes dramáticos que resulta abrumadora. Es evidente que Miyazaki, concluido Porco Rosso, se detuvo a mirar hacia atrás, a apreciar el lugar adonde ya había llegado y, de la mano de su madurez creativa, decidió emprender un nuevo rumbo, más ambicioso.
Vayamos a esta historia, que en el fondo es sencilla, muy sencilla. Por primera y única vez (es significativo…), Miyazaki sitúa su película en el lugar espacial y cronológico que tantas veces antes y después ha representado de forma idealmente indeterminada: la Europa de entreguerras, con sus clásicas máquinas aéreas y su arquitectura, vestimenta y utillería tecnológica. El lugar es el Adriático, a finales de los años 20 o principios de los 30 (se hace referencia a la gran crisis mundial), y su protagonista es un antiguo piloto de la Fuerza Aérea italiana llamado Marco Pagotto que, a consecuencia de una misteriosa maldición, se transformó en un cerdo humano, abandonó su vida anterior y se dedica a ejercer la profesión de cazarrecompensas, a bordo de su rutilante hidroavión escarlata, bajo el nombre de Marco Porcellino/Porco Rosso. Las referencias socio-históricas son muy concretas: la Italia del fascismo. En mitad de la película, y para reparar su hidroavión, Porco acude a Milán para encargar el trabajo a su viejo amigo Piccolo, y allí acaba siendo seguido y perseguido por la policía secreta fascista, sin que llegue a concretarse cuál es el delito cometido: sencillamente, un sistema totalitario no puede permitir la rutilante libertad a un individualista que encima lo desprecia profundamente y lo ha abandonado sin el menor remordimiento.
Como Sandokán, como el capitán Nemo y tantos otros proscritos del mundo por decisión propia que son sus modelos, Porco Rosso vive en una isla, una isla rocosa que apenas permite el acceso por una grieta en su acantilado por donde penetra con el hidroavión (en este sentido —una isla-fortaleza inaccesible salvo por una afortunada oquedad que la naturaleza permite franquear con el vehículo que portan sus habitantes— posee otra evocación, la de una modesta novelita de Julio Verne titulada Frente a la bandera, sustituyendo el avión por un submarino: recuérdese la filiación verniana de varios de los films primerizos de Miyazaki).
Y al igual que esos referentes literarios, si Porco ha elegido una vida que lo convierte en un outsider es por decisión propia antes que por haber contravenido las leyes de la sociedad. De hecho, Porco se sitúa justo en medio (o en ninguna parte), sin querer saber nada del mundo civilizado pero poniendo sus habilidades en el aire para torcer los designios de quienes hacen lo mismo pero de modo innoble: es un cazarrecompensas odiado por los piratas del aire (abundantísimos, a lo que parece) que pueblan el Adriático. Por otro lado, hay algo que une a Porco, a Curtis el americano (su antagonista en el film por todo: la gloria, el amor de Gina primero, el de Fio después) y a todos los piratas del aire: el sentimiento de la profesionalidad como una forma de concebir el mundo.
En este sentido, Porco Rosso remite a una nueva referencia, el cine de Howard Hawks, otro amante de los grupos masculinos (salpimentados por mujeres tan fuertes como los hombres y a la vez muy femeninas) unidos por una profesión común que reverencian y que los dota de un código ético especial, distinto al de la sociedad convencional y por ello libre de hipocresías, aunque en determinados momentos pueda ser muy duro. La sombra, claro, de la maravillosa Sólo los ángeles tienen alas (1939) brilla de modo muy particular mientras contemplamos la película. Que, como los films de Hawks (y los de Ford, otro nombre que tarde o temprano aparece ligado a Miyazaki), también manifiesta una muy deliciosa debilidad por el humor viril, ese tipo de humor fanfarrón y físico (pero no cruento) que convierte a los hombres en niños grandes, y por ello aún más infantiles. En este sentido, el clan de los Mamma Aiuto resulta entrañablemente divertido, y en cada momento en que aparecen en pantalla se les coge un inmenso cariño, ya estén secuestrando a unas niñas que resultan casi más «temibles» que los pequeños secuestrados por los últimos piratas del Caribe en Viento en las velas (1965, Alexander MacKendrick) o dejándose rendir por la belleza y las palabras de Fio que saben cómo enaltecer su orgullo…
La maldición que ha convertido a Marco Porcellino en cerdo tiene que ver con lo peor del ser humano: vio cara a cara a la Muerte tras una dantesca matanza aérea en la que murieron todos sus compañeros. (Bellísimo episodio onírico que Porco narra a Fio en la quietud de su noche en la isla: su avión se desliza por una interminable llanura lechosa de la cual acaban emergiendo los aviones, con sus pilotos muertos, que flotan hacia una lejana nube, compuesta por miles de aviones semi-destrozados.)
Pero sea como fuere, el rostro porcino (embutido siempre en un recio mono de piloto, jamás veremos otra parte de ese presunto cuerpo de cerdo) del protagonista lo que hace ante todo es singularizarlo, de un modo que en Occidente los aficionados llamaríamos inequívocamente pulp, o de cómic, sin más explicaciones: otorga una envoltura diferente y llamativa a un personaje, le proporciona una máscara o un emblema frente al mundo, lo hace único, en un sentido a la vez físico y moral. Lo cual no impide que a su vez posea gran riqueza polisémica: la maldición porcina es el símbolo de la soledad de un misántropo, de un hombre que ha renunciado a la compañía de sus semejantes (o casi…), que desprecia la debilidad humana (pero que la comprende, e incluso la ampara si no viene acompañada de la mezquindad) y que, por lo tanto, no necesita más que su avión y su isla para poder vivir. En este sentido, el amor de Hayao Miyazaki por las máquinas voladoras y la capacidad de volar nunca ha encontrado mejor personaje en el que constituirse en símbolo de la libertad en su sentido más puro y menos pretencioso.
Ahora bien, si algo caracteriza emocionalmente el cine de Miyazaki es su profundo humanismo. Se da así el caso (y no es nada paradójico, sino que se funde con riqueza en la idiosincrasia del personaje) que el mayor misántropo que aparece en su filmografía parece poseer una misteriosa capacidad, un tremendo carisma, para merecer adhesiones; debe ser el héroe solitario al que más gente ayuda en una historia: Gina, el viejo Piccolo y su interminable retahíla de parientes, empezando por la joven Fio, su viejo camarada del ejército Ferrari, los sencillos pobladores del Adriático; incluso, al final, sus redomados enemigos, los piratas del aire, no pueden evitar ponerse de su lado, aun cuando sea porque estar a su lado es también estar al lado de la señorita Fio… Porco pertenece, también, a la tipología de los héroes cansados, pero tratándose de un personaje de Miyazaki esto no significa que la autocompasión (desde el personaje o desde el director hacia los espectadores) aparezca en momento alguno. Porco se sabe ya veterano y testigo de muchas batallas, ha visto la muerte de cara y realmente sólo quiere seguir disfrutando de su soledad, sin más compromisos ni compañías aunque puntualmente acepte alguna ayuda o la breve presencia a su lado de la muchacha Fio. Es por lo tanto un héroe romántico: lo sería sin necesidad del personaje de Gina, pero la existencia de éste añade un matiz de melancolía a la historia.
Pues Porco Rosso también es la historia de un amor silencioso y no declarado, desde luego de Gina hacia Marco Pagotto, y quién sabe si de éste hacia ella, a la que renunció finalmente a causa de su maldición. Es significativo que sepamos que los tres maridos de Gina fueron pilotos de avión, el primero de ellos además el mejor amigo de Marco. Un pequeño flash-back —en la preciosa secuencia en que Gina se sincera ante el entrometido americano Curtis, ante quien de pronto se siente con muchos años, más teniendo en cuenta que aquél no es sino un niño grande— muestra una imagen de la infancia de Marco y Gina, con él ya pilotando un avión en el que ella iba como asombrada pasajera. Casi se sugiere que Gina, como después Fio, fue una niña fascinada por ese piloto que no necesita sentir la solidez de la tierra bajo sus pies, sólo que esa fascinación se convirtió en un amor inmune al paso del tiempo: ¿el destino futuro de Fio?
Los paralelismos entre los dos viejos amigos no acaban ahí: como Porco, también Gina vive en una isla en medio del Adriático, sólo que a diferencia de la de aquél (y es, una vez más, una significativa diferencia), la isla-hotel Adriano está abierta a todos, a imagen de su dueña, quien sigue abierta a una esperanza, la que le formula a Curtis en voz alta, que alguien a quien ella ama la visite en su pequeño jardín íntimo a declararle su amor (pero también sabremos que Porco nunca ha ido a la isla salvo de noche, cuando las sombras protectoras ayudan a mantener la coraza de éste frente al mundo). El hotel Adriano, además, hace las veces, que tanto apreciamos los amantes de este tipo de historias, del santuario aceptado por todos, amigos y rivales, que comparten un modo de vida caracterizado por la acción: un equivalente al café Americano de Rick en Casablanca (1943), donde la mera presencia de su dueña sirve para que todas las rencillas queden en un segundo plano, al menos en ese suelo neutral y respetado por todos.
El personaje de la joven Fio añade un tercer vértice a ese triángulo, una segunda mujer que amará a Porco, si bien con un matiz más bien de admiración muy juvenil, muy romántica, hacia quien para ella es más un ser mítico que una persona real. Además de constituirse en el segundo personaje imborrable del film después del protagonista, Fio —quintaesencia de todas las heroínas de Miyazaki, tengan la edad que tengan: noble, indomable, sencilla y encantadora— introduce en la historia una saludable revitalización en su segunda mitad (es absolutamente genial la forma en que consigue rendir a los temibles Mamma Aiuto e impedir que el hidroavión sea destruido y Porco sea apalizado, dirigiéndose a esos gañanes con una impagable combinación de energía, inesperada en una frágil muchacha, y adulación, convirtiendo a los piratas en nobles paladines) y además aporta un matiz imprescindible: la rehumanización del protagonista. Pues resulta muy evidente que el momento que Miyazaki elige mostrar de las aventuras de su héroe es aquél en que, forzado por las circunstancias o porque en cualquier caso ese es su destino, Porco se ve obligado a dejar atrás su autoimpuesta soledad. Por un instante, que bien puede ser una ensoñación o una prefiguración, Fio lo verá con su rostro humano…
Porco Rosso es, también, la más perfecta muestra de la fascinación de Miyazaki por los artefactos aéreos y por las escenas de vuelo: el virtuosismo de todas ellas es inigualable (teniendo en cuenta, además, que todos los dibujos de la película fueron hechos a mano). La brillante paleta de colores (con el azul, del cielo y el mar, y el rojo, el color de Porco, como signos de identidad cromática), así como la suavización de contornos y el aire casi televisivo (me refiero, y para bien, a los conocidos trabajos de Miyazaki para TV, de Heidi y Marco a Sherlock Holmes) de su impronta visual nos sitúan en un ambiente más claramente onírico incluso que en otras realizaciones, sobre todo las que rodaría a continuación, y que no recuperaría hasta Ponyo en el acantilado (2008), donde incluso lo llevaría a un extremo, «caramelizando» el dibujo.
Del mismo modo, hay que señalar que Joe Hisaishi realiza una de sus más afortunadas partituras para el Maestro, en especial el bellísimo tema central asociado al amor imposible y a la soledad romántica de sus personajes principales. También destaca la inclusión de la conocida canción francesa «El tiempo de las cerezas», que Gina canta en su presentación en la película. No hay belleza sin delicadeza, y con el personaje de Gina y la música a ella asociada, Miyazaki tamiza de modo sublime el irremediable dinamismo «masculino» que impregna todo el resto de elementos: ¡he ahí el equilibrio, he ahí la magia de quien no se deja desbordar por su incontenible creatividad! Ese divertidísimo instante en que el jefe de Mamma Aiuto, con una rauda lluvia de golpes, se deshace de todos sus compañeros para ser el único que comparta la fotografía con la adorada Fio (ver imagen bajo este párrafo), y el precioso y sereno momento en que Porco llega con su avión al Hotel Adriano mientras Gina canta «El tiempo de las cerezas» y el universo parece suspenderse bajo un hilo de sublime melancolía… son obra del mismo hombre y en el fondo son las dos caras de un mismo espíritu, de un concepto de vida donde caben ambas dimensiones: la poesía que deja el curso de una larga y rica existencia humana y la espontánea consideración de que la vida empieza a cada momento y por tanto cada uno debe ser vivido, y plasmado, con la misma intensidad.
[El lector que quiera conocer por sí mismo el final de esta inolvidable película debe dejar de leer aquí]
En el final de la historia, después de que Fio le dé un beso —recuérdese que la primera noche en la isla expresó en voz alta la clásica idea de que pudiera ser que a Porco le hiciera falta ese beso de princesa para conjurar la maldición, como en los cuentos de hadas—, su rostro, al menos según lo expresa Curtis, parece haber vuelto a cambiar, pero los encuadres no nos permiten comprobarlo a los espectadores. Esa bonita inconcreción (¿ha finalizado la maldición que convirtió en cerdo al piloto Marco Pagotto?, ¿se materializó por fin el amor entre éste y Gina, la elegante dueña y cantante del Hotel Adriano, situado en una pequeña isla en medio del Adriático?, ¿volverán a encontrarse Porco Rosso y la muchacha que rediseñó su hidroavión y que también se enamoró de él, en un sentido más admirativo que sentimental?) constituye para mí la mejor de las conclusiones de toda la filmografía de Miyazaki, encima porque entonces suena la bellísima canción compuesta por Joe Hisaishi Toki ni wa mukashi no hanashi wo (=no hay tiempos como los viejos tiempos), cantada por la misma voz de Gina, contra el fondo de unos esbozos a lápiz que retoman los personajes y escenarios que han desfilado ante nuestros empañados ojos, para finalmente aparecer el hidroavión escarlata de Porco perdiéndose en un mar de nubes…
Título: Porco Rosso / Kurenai no buta. Año: 1992
Dirección y guión: Hayao Miyazaki. Fotografía: Atsushi Okui. Música: Joe Hisaishi. Reparto (ficha de doblaje): José Luis Sansalvador (Porco Rosso), Nuria Trifol (Fio), Silvia Vilarrasa (Gina), Juan Carlos Gustems (El americano), Miguel Ángel Jenner (Líder de los Mamma Aiutto). Dur.: 94 min.
Nota sobre el doblaje. La terrible decadencia del doblaje español parece «perdonar», al menos en parte, las películas estrenadas en cine de Miyazaki (salvo El viaje de Chihiro, que es insoportable en español). En este caso particular, me resulta indisociable del personaje su inolvidable voz española, José Luis Sansalvador, un grande del doblaje clásico, capaz de darle a Porco el lúcido escepticismo, el elegante carisma y la sabia nobleza que demandaban. No prescindan de él.
IMPECABLE critica. Excelentemente referenciada, sublimemente escrita y sumamente placentera de leer y releer. Fue un placer pasar por tu blog y encontrarme con esto. Muchas gracias. Comparto en un 100% tus apreciaciones sobre la pelicula, solo que no habria podido acercarme a tu exactitud.
Gracias a ti por tus palabras. Si, como veo, amas esta película tanto como yo, en el fondo es hablar demasiado sobre algo que posee a la vez tal ligereza y tal profundidad que no necesita mayores explicaciones. Pero, en el fondo, escribir el artículo supuso volver a revivirla, y de ahí que, de todo lo que he escrito en blog, pueda decirte que es el comentario al que más cariño tengo.
Un abrazo.
Totalmente de acuerdo con Carlos, muy buen análisis de esta magnifica película. Me ha permitido revivirla y descubrir algunos detalles que no conocía. Gracias.
Qué mejor elogio que el que haces: abrir de nuevo la puerta de su recuerdo y de su emocionada rememoración es para mí suficiente premio. Muchas gracias.
Acabo de ver la película. Y de inmediato me sumergí en la internet para «exigir una explicación», al uno de los finales más inexplicables que he visto en mi vida. La historia me encantó y a la vez me ha dejado un hueco en el alma; leer tu crónica sobre esta obra de Miyasaki ha servido de «pomada» para mi alma. Te felicito por tu lucidez, recursos técnicos y tu amor por las buenas películas.
Muchas gracias por tus palabras, David, pero sobre todo por la emoción con que hablas de la que para mí también es una película que deja una huella imborrable en el alma. Un abrazo, y por supuesto, te recomiendo el resto de la filmografía de tan gran autor.