Tom Sawyer, Huck Finn y el Padre de Todas las Aguas

Edición de Tom Sawyer en la Colección Laurín, de AnayaAl contrario que otros autores «devorados» por la fama de un personaje famoso, el nombre de Mark Twain ha sido recordado siempre por todas las generaciones de lectores que han crecido con sus novelas. Es más, para tratarse de un novelista cuyas obras suelen encontrarse en los catálogos de la llamada literatura juvenil, misteriosamente ha conseguido escapar a tan reductora etiqueta: Twain sigue siendo leído en la edad adulta. La clave, quizá, está en que es un escritor asociado a una etiqueta que, esta sí, otorga carta de naturaleza para mayores: la crítica acerada de la estupidez humana a través del humor. Y es irónico, porque su categoría narrativa es inferior a muchos otros autores que siguen encasillados, de Emilio Salgari a Julio Verne pasando por Henry Rider Haggard. Pongo un ejemplo: ninguno de los anteriores ha merecido una edición en la colección Letras Universales de Cátedra, que para mí, desde muy corta edad (y gracias a sus cuidados estudios previos y notas a pie de página), siempre ha sido la que otorga patentes de literatura seria; Twain sí, y en más de una ocasión. No es cuestión, sin embargo, de ponerse quisquillosos: aunque las relecturas suelen jugarle a Twain una mala pasada —y precisamente porque es un escritor que, en general, carece de aquello que distingue a los grandes de la literatura «juvenil»: el pulso narrativo—, sí es evidente que su literatura posee algo que obliga, precisamente, a releerlo. Tom Sawyer, Huckleberry Finn, el príncipe y el mendigo que intercambiaron sus posiciones o el yanqui que hizo realidad nuestro sueño de viajar a la corte del rey Arturo habitarán siempre nuestra memoria. De los primeros voy a hablar en este artículo.

La creación más famosa de Twain sigue siendo Tom Sawyer, ese niño de eternos doce años que vive en San Petersburgo, no la antigua capital de los zares, claro, sino una pequeña población a orillas del Padre de Todas las Aguas, es decir, el río Mississippi. Twain lo dio a conocer en el año 1876, cuando él mismo acababa de rebasar esa barrera tan simbólica que son los cuarenta años, a partir de los cuales (al menos hoy) se suele considerar que se entra definitivamente en eso que llamamos madurez. Es buen momento, puede decirse, para echar la vista atrás, a ese territorio que, por mucho que nos alejemos geográficamente de él, en el fondo nunca llegamos a abandonar del todo, y al que, en sueños, solemos regresar unas cuantas veces: la infancia.

En el proemio a su novela, el mismo Twain señala que tanto la mayor parte de las aventuras como los personajes principales de su libro están basados en la realidad. El niño bautizado como Samuel Langhorne Clemens se crió a orillas del mismo río que sus personajes más famosos, en un pueblecito del estado de Missouri llamado Hannibal, que sería transmutado en su famoso San Petersburgo. Como bien se sabe, el seudónimo que lo haría inmortal no es sino una de las expresiones de la jerga de la navegación fluvial de ese río que era el grito mediante el cual el sondador indicaba que la profundidad alcanzaba dos brazas (la marca dos, mark twain), la ideal para esos barcos de vapor de ruedas que constituyen la imagen visual asociada indeleblemente al Mississippi.

La clásica imagen de Mark Twain en su ancianidad con su pelambrera blancaEl hecho que marcó su infancia (mejor dicho, que le puso fin) fue la muerte de su padre, a los doce años, lo que lo obligó a tener que aportar un sueldo a casa. Su primer oficio fue el de aprendiz en una imprenta, entrando así en contacto con el mundo al que luego consagraría su vida. Sin embargo, la poderosa llamada del río fue más fuerte y acabó enrolándose en uno de sus barcos y consiguiendo el título de piloto. La guerra civil puso fin a esta etapa, iniciando unos años de cambios vertiginosos en los que se enrola brevemente como soldado (del Sur, claro: su estado natal era uno de los confederados), participa en la famosa conquista del Oeste, llegando a hacerse buscador de minas y, por último, descubre su talento como periodista. Twain se hará un nombre gracias a las crónicas que envía, como enviado especial, desde los lugares más variopintos y lejanos, destacando en el campo de la literatura de viajes: su libro Inocentes en el extranjero (1867), en el que relata con transgresor desparpajo su recorrido por Europa y el Cercano Oriente, será todo un éxito.

Puede decirse que Mark Twain (como Jack London o Joseph Conrad, aunque a escala más modesta que estos, que vagaron azarosamente por el mundo antes de registrarlo en su literatura) es uno de los escritores cuya formación fue activa antes que lectora (a diferencia, por ejemplo, de Salgari o Verne). Es a partir de 1870, al alcanzar la estabilidad profesional, cuando instala sus cuarteles en la acomodada Nueva Inglaterra y se convierte en un evocador de sus viejos días en un río junto al cual ya nunca volverá a vivir.

Las aventuras de Tom Sawyer es su primera novela (hasta ese momento, dentro del campo de la ficción, solo había escrito cuentos), y en el formato de la narración larga es donde el escritor descubriría una nueva y fértil tierra por explorar. Twain se sitúa en torno a 1840 y relata la vida cotidiana (para su protagonista, sus «aventuras») de un niño de doce años, huérfano, que vive en compañía de su tía Polly, su hermanastro Sid (a quien le toca el ingrato papel de niño repelente) y su prima Mary. El escenario donde viven es un pueblecito, San Petersburgo, tan pequeñito que parece que en dos pasos sus habitantes ya se encuentran en la naturaleza: sobre todo, en ese río que es marco de sus principales andanzas. Los personajes secundarios están todos subordinados, claro, a Tom, y entre ellos ya figura el paria oficial de la chavalería del lugar, Huckleberry Finn, a quien todos los demás niños envidian porque vive con total libertad (es decir, medio abandonado: su padre es el borracho del pueblo), sin tener que ir a la escuela y fumando cuanto quiere.

Ilustración de True Williams para el frontispicio de la primera edición de Las aventuras de Tom SawyerLa trama es un conjunto de pequeñas situaciones en que el niño hace honor a la consideración que su tía Polly tiene de él como un auténtico diablillo: el modo en que resuelve algún castigo (el famoso episodio inicial de la valla que su tía Polly le obliga a pintar y cuya ejecución endosa a todos sus amigos por el sencillo medio de fingir que su realización es una tarea apasionante); travesuras revestidas bajo el honorable epíteto de aventura (los días que él y varios de sus amigos pasan en una isla del río, unas pocas millas al sur del pueblo, donde los dan por desaparecidos y muertos, hasta su resurrección final en su propia misa de difuntos); las tribulaciones románticas que atraviesa para conquistar el corazón de Becky Thatcher… Como nudo conductor que puntea la trama de principio a fin hay una leve intriga casi policiaca que gira en torno a un asesinato que presencian los niños en el cementerio local y cuyo protagonista, el Indio Joe, se convierte en su constante pesadilla (Twain, por cierto, le reserva una muerte terrible, atrapado y reducido por hambre en la cueva donde se esconde el tesoro que convierte, al final de la novela, a los niños Tom y Huck en ricos, haciendo por una vez realidad la fantasía).

Uno de las sensaciones más gratas que me ha deparado la relectura del libro ha sido la confirmación de que Tom Sawyer es el evidente modelo de un personaje mucho mejor, el inmortal aunque mucho menos recordado Guillermo Brown que creara la gran Richmal Crompton. En Tom ya se agazapa nuestro Guillermo: en ambos están por igual la capacidad natural para el liderazgo de sus iguales (y que se basa no ya en su firme voluntad e inteligencia natural, sino ante todo, en su capacidad para ficcionalizar con convicción la realidad), su alergia a las instituciones que han inventado los adultos solo para reprimir a los niños (la escuela, claro, pero también ese engendro tan ajeno a la cultura católica que es la escuela dominical, que tortura a Tom y, más de medio siglo después y a un océano de distancia, al mismo Guillermo), la inclinación nata por complicar cualquier situación cotidiana para convertirla en una aventura, la condición enamoradiza que es perfectamente compatible con la indiferencia viril (si bien, en este sentido, Tom es mucho más blando que Guillermo: este nunca hubiera permitido que una niña como Becky Thatcher perturbara más de unos días todo su mundo), el gusto por las novelas baratas de acción que luego se empeñan en reproducir en la realidad… Sobre todo, y este es para mí el mayor acierto de Twain, en la novela se encuentra el descubrimiento de esa forma particular de razonar que tienen los niños, y que convierte su lenguaje en único, espontáneo, irresistible.

Las aventuras de Tom Sawyer, sin embargo, es un libro muy irregular: incluso, en más páginas de la cuenta, discreto. Las mejores son aquellas en las que Twain consigue traducir la magia cotidiana (aunque sus protagonistas casi nunca se den cuenta) que poseen esos momentos de la infancia en que no parece que esté pasando nada, o que directamente estén capeando como pueden momentos de franco aburrimiento. A este respecto, destacan el regocijante capítulo V de la novela, con la asistencia de Tom a la Iglesia o los episodios que transcurren en la escuela. Por desgracia, en muchas ocasiones la novela se lee por pura inercia, sin que interese gran cosa lo que sucede en sus páginas. Si Twain acierta rotundamente cuando hace hablar a sus niños, su voz adulta (el relato está escrito en tercera persona) subraya más de la cuenta: por ejemplo, la insistencia en dejar bien claro que la gracia de cualquier tentación, a ojos de un niño, se pierde cuando deja de estar nimbada por la aureola de lo prohibido.

Casi desde el primer momento, Twain decidió hacer una continuación de su libro (de hecho, modificó su final y señaló claramente en sus últimas líneas que algún día valdría la pena reanudar la crónica de sus personajes. La redacción del libro le llevó muchos años, abandonándolo y retornando a él, escribiendo unos cuantos más en el entretanto (por ejemplo, El príncipe y el mendigo, de 1881).

Edición de Huckleberry Finn en Cátedra Letras UniversalesFinalmente, en 1884 dio a la imprenta Las aventuras de Huckleberry Finn, la novela que hoy se considera, y con toda la razón del mundo, su mejor obra. Por desgracia, la corrección política que ha invadido el mundo desde los Estados Unidos se ha empeñado, en las últimas décadas, en intentar silenciarla o, incluso, transformarla. El problema es su visión racial del mundo: Twain, como es lógico, recoge la perspectiva de un niño que vive en el racista Sur y está acostumbrado a ver a los negros, en el mejor de los casos, bajo un paternalismo condescendiente que considera natural. En particular, molesta a los paladares delicados de nuestro tiempo el uso continuo por parte de los personajes del término negger, entonces cotidiano y hoy, claro, despreciativo, que algún inquisidor dispuesto a hacer realidad la pesadilla orwelliana ha propuesto cambiar en las modernas ediciones del libro.

Y es absurdo, porque Huckleberry Finn no es, ni mucho menos, una novela racista, aunque sí deje bien claro cómo era el mundo racista en que se mueven sus protagonistas (y que es el de la infancia del mismo Twain: como suele suceder, los malos lectores tienden a considerar que las ideas que expresan sus personajes se corresponden exactamente con las de su autor). Por otro lado, tampoco quiero que me tomen por uno de esos superficiales hooligans de un gran creador que se empeñan en ignorar —o dulcificar comprensivamente lo que en otros se rechaza con el ceño adusto— los rasgos que el tiempo ha convertido en más negativos de sus ídolos. Es evidente que Twain es un producto natural de su época, y como mucho, la visión que da de ese conflicto racial que todavía sigue tan presente en la realidad social estadounidense está bañada de sentimentalismo paternal: otra cosa hubiera sido un anacronismo.

Las aventuras de Huckleberry Finn, sí es, y ya sin la menor duda, una denuncia de la mezquindad humana, por lo común asociada a la estupidez (la bestia negra por excelencia del escritor, que a lo largo de toda su vida hizo blanco de ella, con deleite pero también con amargura, conocedor de lo imposible de su erradicación). Al mismo tiempo, es una bella crónica del camino hacia la luz interior por parte de un muchacho que, debido a las penosas condiciones de su vida (es un claro marginal que se resiste a los deseos de la buena sociedad por llevarlo a la senda de las virtudes cristianas), amenaza con crecer y convertirse en uno de esos embrutecidos ejemplares del «pueblo» de los que tanto abominó Twain. Y es, como muchos críticos han señalado con perspicacia, una fenomenal novela picaresca, que sin duda los lectores españoles sentimos muy cercana por razones evidentes.

El primer acierto de Twain radica en una doble decisión: el cambio de protagonista (Huck Finn, personaje secundario en Tom Sawyer, incluso comparsa al lado de éste) y de punto de vista (la novela está contada en primera persona). En cuanto a lo primero, las características de Huck dan pie a un personaje mucho más rico e interesante, entre otras razones por carecer de ese absolutismo que a ratos tanto perjudicaba a Tom. Por otro lado, el punto de vista protege al autor de la redundante intervención personal en la narración, al tiempo que demuestra su habilidad para un registro que reproduce con brillantez: la forma de hablar y pensar de un muchacho de escasa formación pero inteligencia instintiva. De hecho, el triunfo de Twain, lo que otorga a la novela y al personaje su imborrable densidad humana es la forma en que —recordando a otros admirables creadores (como el gran director de cine John Ford) que eran capaces de describir psicologías sencillas sin paternalismo y consiguiendo además el difícil arte de demostrar que la complejidad no depende de la complicación— sabe mantenerse en todo momento dentro de la perspectiva mental de su protagonista, sin intentar condicionarla nunca. No en vano lo que distingue a un buen escritor de otro malo es la completa comprensión de su propio personaje y de cómo se ha de comportar en todo momento según las cualidades que él mismo le ha otorgado: en esto, Huckleberry Finn es una obra maestra.

Huck Finn, ilustrado por E. W. Kemble para la primera edición de la novelaEl nudo argumental de la novela versa en torno a la fuga/viaje que, a bordo de una balsa, realizan por el Mississippi, el muchacho Huck y un esclavo negro, Jim, que ante la perspectiva de ser vendido por su ama emprende la fuga hacia los estados del norte. Tres son, por tanto, los personajes centrales: el niño, el adulto (caracterizado por Twain según el modelo que todos hemos aprendido de Lo que el viento se llevó, es decir, como un niño grande) y el río, a quien el autor rinde verdadero homenaje en páginas de un lirismo nada meloso, revelando tanto su amor como el profundo conocimiento de sus características: de sus paisajes, de sus colores, de sus ruidos, de sus silencios también. Durante ese viaje son múltiples las peripecias que viven, pero en especial son importantes las que sufren bajo la impuesta compañía de dos trapisondistas sin escrúpulos que, para recibir trato de favor por parte de los dueños de esa balsa que tan generosamente los han acogido, alegan ser un duque y un rey (el segundo, para superar el embuste del otro, que habló en primer lugar, declara ser nada menos que el mismísimo Luis XVII, el hijo del monarca ajusticiado durante la Revolución Francesa, que murió en prisión).

Al contrario que su amigo Tom, Huck Finn es un niño que no necesita confundir la ficción con la realidad, es decir, novelar esta, lo que no quiere decir que no sepa que hay momentos en que es conveniente hacerlo: a lo largo del viaje, en muchas ocasiones tiene que fingir otra identidad (lo cual no se le da del todo bien: su primera suplantación, nada menos que de una niña, es desastrosa). Como señalaba, Huck es un marginal cuyo único deseo en la vida es preservar justo lo que esa condición de paria le concede de sobras: la libertad para hacer lo que le viene en gana sin tener que sufrir las encorsetadas reglas de los adultos.

No se olvide que, en el final de Tom Sawyer, y gracias al descubrimiento del famoso tesoro, Huck se convertía en un niño de posibles y, en consonancia, era adoptado por la ricachona del pueblo, la bienpensante viuda Douglas, cuyo único pensamiento desde ese momento, para horror del muchacho, es «domesticarlo» y convertirlo en un hombrecito de pro. Precisamente, el motor dramático de la historia gira en torno al conflicto entre civilización (en el sentido de regulación de la vida bajo unas normas no solo legales sino, ante todo, morales) y libertad (que, en el libro, encarna no solo el protagonista sino también los desagradables pícaros que se unen en su viaje). La hondura del libro se encuentra en el mágico descubrimiento que hace Huck: civilizarse, esto es, sustituir el egoísmo que nos viene dado de naturaleza por la comprensión del otro (en este caso, el esclavo Jim), y la necesidad de la convivencia en pie de igualdad, es un proceso ante todo interior sin el cual la otra civilización, la «exterior», la que recibe el rimbombante nombre de sociedad, es una mera fachada.

Es verdad que Twain está a punto de arruinar su novela con su casi desastroso giro final, que coincide con la aparición en escena del mismísimo Tom Sawyer. Es como si el escritor se diera cuenta entonces de que tal vez el lector del libro pueda reprocharle que, si lo ha comprado, es porque esperaba hallarse con el protagonista de la anterior aventura, a fin de cuentas su principal reclamo, y ahora lo mete casi con calzador. Encima, la presencia de Tom reclama cederle el rol de protagonista, y de modo muy fastidioso, por cuanto se subraya la condición fabulista del personaje imponiendo ahora a la aventura real una «aventura» fingida que, de modo muy cansino, por momentos incluso absurdo, dilata durante varias semanas la liberación del negro Jim, que podía haberse resuelto (según el «método Huck Finn») a una noche. Atribuyendo a Twain unas sarcásticas intenciones reflexivas que no creo que estuvieran en su mente, casi podríamos decir que, mediante esta egocéntrica invasión por parte de Tom en una novela que le era ajena, el mismo autor nos está indicando cuál es es el personaje verdaderamente auténtico. No en vano el mismo Huck asiste con gran escepticismo a esta gigantesca farsa que Tom (eso sí, con su convicción habitual) pone en marcha.

Como sucedía en Tom Sawyer, Twain incurre en un exceso de blandura en su conclusión: no solo todo le sale bien a los muchachos, sino que resulta que la dueña del propio Jim hace meses que le concedió la libertad, lo cual, evidentemente, trivializa un tanto el rico proceso interior vivido por la pareja protagonista. Aun así, Las aventuras de Huckleberry Finn posee una inolvidable hondura humanista y es tan divertida (los diálogos entre Huck y Jim son sencillamente hilarantes) que justifica el enorme cariño que, aun en sus momentos menos afortunados, no podemos evitar sentir por Mark Twain y sus personajes.

Poster de la estimable versión de Huckleberry Finn realizada por Michael Curtiz en 1960

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Unas palabras, para acabar, sobre los otros dos libros con que el autor retomó la saga de sus personajes: Tom Sawyer alrededor del mundo (1894) y Tom Sawyer, detective (1896). Twain los escribió en el periodo en que atravesaba grandes dificultades económicas (que le obligaron a vender su casa de Connecticut y trasladarse a Europa con su familia) a causa del desastre financiero con que concluyó su generoso apoyo al inventor de una nueva máquina de composición tipográfica que no llegó a buen puerto. Es más que posible, por tanto, que intentara aprovechar con claras intenciones alimenticias la fama de sus obras más célebres. Las dos son novelas muy menores que solo con generosidad por parte del lector merecen alguna redención. Ambas tienen a Huck como narrador, pero siendo Tom el protagonista y líder absoluto, sin que en ningún momento los dos muchachos alcancen la entidad de sus respectivas novelas: quien se asome a ambos por primera vez con estos títulos, es difícil que decida seguir con los otros.

El primero cuenta una historia muy improbable (Tom, Huck y Jim se ven arrastrados a un viaje en globo que, eso sí, no les lleva por el mundo, como indica el rebautizo español, sino a atravesar el Sahara) que se reviste de inesperados toques vernianos sin que interese nada de lo que sucede en ella. El segundo es algo mejor. Es un relato policiaco-rural que el mismo Twain señala que está inspirado en un caso real sucedido en Suecia, cuya clave se encuentra en la confusión entre dos hermanos gemelos. El escenario es el mismo del final de Huckleberry Finn, con lo que volvemos al río Mississippi, y aunque la novela se deja leer con agrado, se olvida con rapidez. En todo caso, lo más llamativo es que deja bien claro la fijación que tuvo el escritor por el tema del doble (tal vez sugestionado él mismo por su propia duplicación en Samuel Clemens y Mark Twain), y los a él asociados del fingimiento o del disfraz que atraviesan tanto, por ejemplo, sus dos novelas mayores sobre los personajes, El príncipe y el mendigo o uno de sus libros menos conocidos y mejores, Wilson Cabezahueca (1894), también centrado en un intercambio de personas.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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