Julio Verne, hacedor de lectores

Verne, por NadarA Julio Verne —el único autor cuyo nombre de pila no consigo acostumbrarme a no traducir— le debo, sin lugar a dudas, mi iniciación a la lectura. Tuve la suerte de ser niño en un momento en que no existían esas colecciones, tipo Barco de Vapor o Gran Angular, especialmente «pensadas» para público infantil y juvenil, y que además estructuraban las lecturas según edades (a cada edad un color de tapa para que los padres no se desorientasen al adquirirlas). Sí existían autores especializados, como las inglesas Enyd Blyton («Los cinco») o Richmal Crompton (con su inolvidable Guillermo Brown). Pero lo que hacían los padres, por lo común, era confiar en las mismas lecturas que ellos habían disfrutado en su niñez y adolescencia, empezando por ediciones adaptadas (o sea, reducidas) de los autores de aventuras (también, eso sí, y por desgracia, conceptuados para público juvenil y por tanto desdeñados por mucho adulto sesudo). O sea, Robert Louis Stevenson, Emilio Salgari, Rudyard Kipling y Julio Verne. La gracia de esas ediciones reducidas era descubrir, de pronto, que había una versión «extendida» (concepto hoy tan de moda en el cine comercial) que contenía la misma historia que nos había fascinado, pero con más páginas y, por tanto, más maravillas. Nunca olvidaré que ese descubrimiento me llegó a mí, precisamente, con una novela de Verne, La isla misteriosa, en su añeja edición en Molino, que encima contenía, oh tesoro, un plano de la isla con todos los topónimos acuñados por sus náufragos (que preferían llamarse colonos).

Es más, el primer ensayo literario que leí en mi vida fue un análisis biográfico y artístico del autor nacido en Nantes (Bretaña) en 1828. Se trata de Julio Verne, ese desconocido, escrito por Miguel Salabert, uno de sus mayores entusiastas españoles (y traductor de muchas de sus mejores novelas). El estudio de Salabert, además, insiste en convertir en Verne en el prototipo del escritor de una obra en apariencia diáfana, incluso plana, pero plagada de claves ocultas, de secretos. Un modelo de escritor iniciático, casi esotérico, cuyo gran tema, en el fondo, es precisamente el del desciframiento de la gran obra que es la naturaleza. Es una forma atractiva de mirarlo, eso sí, sin dejarnos arrastrar ni convencer a la fuerza por la magia que siempre tienen este tipo de teorías que descubren lo que nadie ha sabido descubrir. Años después, J.J. Benítez lo estropeó escribiendo su propio libro sobre Verne, y empeñándose en descubrir todo tipo de mensajes ocultos en su obra y en su vida, incluida la inscripción que puede leerse en su tumba.

De todos los autores de aventuras, Julio Verne siempre ha pasado por ser el «gran educador de la juventud». Y lo cierto es que él mismo fue gran responsable de ese encasillamiento por su decidida implicación en el proyecto que lo consagró como escritor. Estudiante de Derecho, modesto agente de bolsa en París, desde su juventud Verne intentó convertirse en escritor profesional, pero sólo lo consiguió cuando encontró un editor y un proyecto. El editor, Jules Hetzel, un hombre recién regresado del exilio por su oposición a Napoleón III. El proyecto, concebido por el editor ante la lectura del primer manuscrito que le envía Verne (Cinco semanas en globo), realizar «un paseo completo por el cosmos del hombre del siglo XIX», o sea, un conjunto de novelas que divulguen geografía, ciencia e historia para la formación de la juventud francesa: los Viajes Extraordinarios. El resto es historia: todavía hoy, el segundo novelista más traducido del mundo, después de la incombustible Agatha Christie.

Y a fe que Verne cumplió el proyecto concebido por Hetzel (en condiciones, eso sí, de enorme explotación, como tantos otros escritores de una época que todavía no había soñado con los derechos de autor). Pues el bretón, nada menos, descubrió tanto el polo norte como el polo sur, alcanzó el centro de la tierra, viajó a la luna, surcó África en globo del Índico al Atlántico, exploró las profundidades oceánicas, atravesó el corazón de las junglas africana, sudamericana y asiática, recorrió el mundo en 80 días o siguiendo un concreto paralelo, el 37 sur, a la busca de unos náufragos. Incluso surcó el Sistema Solar, en la novela suya más propia del género del que nos aseguran que fue uno de sus padres, la ciencia-ficción, en Héctor Servadac, donde hace que un meteorito «rebañe» un trozo del Mediterráneo (¡incluido Gibraltar, qué estupenda forma de solucionar el famoso contencioso que tanto parece preocupar a algunos!).

De la Tierra a la LunaEl conocimiento vulgar de Verne lo ha convertido en un gran anticipador, sobre todo de la ciencia (aunque en una de sus obras menos conocidas, Los 500 millones de la Begum, incluso se vislumbra el totalitarismo nazi). Ciertamente, Verne consiguió hacer que la ciencia, hoy día tan ignota para el hombre sin estudios específicos, se fundiera con fluidez con la aventura, pero sus famosas predicciones, en realidad, lo que hicieron fue llevar al terreno de lo práctico invenciones que ya eran plausibles en su día (por ejemplo, el submarino). Es verdad que su intuición fue notable: en la famosa De la Tierra a la Luna acertó con muchos de los cálculos, ubicaciones geográficas y soluciones técnicas necesarias para el viaje a nuestro satélite, empezando por el acierto al pensar que había de ser Estados Unidos el país que lo consiguiera y casi clavando el emplazamiento más idóneo para el lanzamiento, muy cerca del luego muy real Cabo Cañaveral, en Florida. ¿O la NASA primero leyó la novela y luego tomó sus decisiones?

Hace pocas fechas publicaba en el blog un comentario sobre Emilio Salgari, durante muchos años parangonado con Julio Verne por su idéntica consagración a la literatura de aventuras. Sin embargo, pocos autores del género se me ocurren más opuestos que el francés y el italiano. Allí donde Salgari destaca por la completa anarquía estructural, Verne ofrece en cambio un esquema compositivo que se caracteriza por su férrea rigidez. En Salgari casi no hay momento en que los acontecimientos, por parafrasear a Baroja, no marchen al galope; en Verne, se dosifican sabiamente a lo largo de una trama en la que hay abundantes momentos, si no inactivos, sí al menos propios para el «descanso». En Salgari siempre es fundamental el elemento romántico, cuanto más borrascoso mejor; a Verne cualquier personaje femenino siempre se le dio muy mal, no digamos sus torpes intentos de mostrar una relación sentimental en sus páginas. No: Verne se encuentra en las antípodas del escritor pulp, sobre todo porque ha habido pocos autores de género más sobrios, incluso más secos, que él.

En cuanto a la primera de esas características, es un rasgo notable de Verne el cuidado casi maniático por la estructura. Digo maniático porque llega al extremo de que, si su novela está dividida en dos partes, cada una de ellas suele tener el mismo número de capítulos. La apertura verniana de sus obras principales es clásica. Un primer capítulo nos introduce en el inicio de la aventura (el hallazgo del pez con la botella que encierra el mensaje de los náufragos en Los hijos del capitán Grant, el naufragio aéreo en La isla misteriosa o la presentación de la invasión tártara en Miguel Strogoff), y en el siguiente se realiza una minuciosa descripción de los personajes que van a protagonizar la historia. La disposición narrativa de la aventura, como señalaba, tiene el cuidado de no acumular acción tras acción: Verne era consciente de que el impacto de un momento fuerte es mayor si se va preparando poco a poco o si surge, de repente, del modo más inesperado. Pero una continua sucesión de momentos fuertes, para él, hubiera sido algo anticlimático.

Dos años de vacacionesPues la clave narrativa de Verne se halla en la paradoja de convertir la aventura y el viaje a los lugares más remotos de la tierra en una increíble vindicación del orden (y no del desorden, como Salgari). Orden expresado del modo más delirante: haciendo que sus aventuras sean un canto a la comodidad. En el polo norte, en la isla más desierta del océano, en globo o en submarino, en el proyectil que se dirige a la luna o a lomos de un elefante, sus viajeros por lo primero que se preocupan es por «humanizar» el espacio, es decir, hacerlo confortable, rehuir el caos, espantar lo indeterminado, señalar claramente los límites que permite la entropía. Esa vindicación del orden es la que marca la atmósfera de sus historias. Cualquiera que se haya asomado a sus grandes novelas recordará la enorme cantidad de datos que Verne ofrece al paso de sus viajeros por el recorrido elegido. La escrupulosa consignación de los exploradores previos o el catálogo de las riquezas naturales, tanto animales como minerales, son la forma de fijar ese dominio de un medio que, si por algo se caracteriza, incluso en el rincón más pavorosamente aislado, es porque, siempre, siempre, va a ser humanizado.

Salgari, por seguir la comparación entre los novelistas, también incluye muchos párrafos de descripción natural, pero en él (casi) siempre parece una mera digresión, o un brevísimo respiro antes de volver a la acción desbordante. En el fondo, ser Sandokán sólo exige cerrar los ojos para sentirnos en la oscilante cubierta de un prao, respirando el aroma del salitre. En cambio, uno de los rasgos más atractivos de Verne es que, para disfrutarlo, exige algo más que el dejarse llevar por la narración. Implica la comprensión exacta de toda la naturaleza científica y geográfica del viaje (de lo contrario, las minuciosas páginas que le dedica aburrirán mortalmente), y una herramienta imprescindible: un atlas.  Los lectores vernianos encontramos nuestro mejor símbolo en uno de los grandes personajes del autor, Michel Ardan, el pionero espacial, alguien como nosotros, pues él también lee acerca del proyecto del Gun Club (en la prensa de su país) y decide unirse a la empresa, en nuestro nombre.

Los personajes de Verne, incluso cuando marchan a lugares donde ningún hombre ha estado, no parten del vacío ni se dirigen a ningún lugar inconcebible. En ese sentido, Verne ha sido el menos fantástico de los autores de género: si ni siquiera hizo aterrizar a sus viajeros lunares en nuestro satélite (¡recuerdo que, cuando leí de niño la novela, su conclusión supuso una enorme decepción para mí!), por el pudor que le daba no tener solución para el regreso sin recurrir a alguna invención plausible. H.G. Wells, bautizado en los inicios de su carrera como el «Verne británico», en cambio, no tuvo el menor empacho en idear una sustancia, la cavorita, que permite el tránsito de nuestro planeta a su satélite en su obra Los primeros hombres en la luna (1901). Ignoro si Verne llegó a leerla (murió en 1908 y en sus últimos años se vio afectado por graves problemas de visión), pero seguro que le hubiera enfadado mucho.

Y, sin embargo, si sólo hubiera sido ese narrador doméstico, Verne no habría perdurado. La clave de la fascinación que provoca el francés radica en esa tensión, muchas veces subterránea, entre la necesidad del orden y el imperio del instinto. Incluso por debajo del héroe más sereno hasta la exasperación, ese Phileas Fogg que da la vuelta al mundo, se intuye que existe un maniaco de la voluntad. Verne, cuya vida fue desarmantemente burguesa en todos sus órdenes, cuya obra tantas veces gira sobre el dominio de la naturaleza, en el fondo fue uno de los mayores cantores de la libertad en su sentido menos reflexivo, incluso más inquietante. Acaso intuyó ese descubrimiento del siglo XX, las obsesiones, los monstruos que puede encerrar nuestro subconsciente: en sus novelas, a ratos de modo soterrado, de pronto del modo más subyugante (hay que leer una de sus obras maestras menos conocidas, Las aventuras del capitán Hatteras, para saberlo, o recordar al capitán Nemo y al mismo Fogg), esos monstruos estallan incontrolables, destruyen el orden, la necesidad de lo doméstico, el control del caos… recordándonos que en la presunta literatura para niños y jóvenes es donde se refugiaron algunos de los escritores más «peligrosos» del mundo.

Viaje al centro de la Tierra

P.D. Con este artículo inicio una sección del blog dedicada íntegramente a este autor para mí tan especial, al que vuelvo una y otra vez, del que me quedan tan pocas obras por leer. En ella, hablaré de sus novelas (un objetivo, aunque a muy largo plazo, es completar un «libro» sobre el conjunto de todas ellas), de las adaptaciones que han tenido (a veces sufrido) en el cine, de sus temas y formas narrativas, de su capacidad para crear personajes imborrables, de su intuición a la hora de abordar el concepto de mito.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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6 respuestas a Julio Verne, hacedor de lectores

  1. benariasg dijo:

    Qué estimulante tu artículo para volver a esa garantía de felicidad en las lecturas de la juventud; a diferencia que tú yo no he vuelto desde entonces a Verne; pero seguro que al hilo de tus artículos sobre su obra «caigo» ahora alguna vez, ya que estoy en revisión de estos clásicos de aventuras. Creo que tu preferida es La isla misteriosa; pero a mí su Viaje al centro de la Tierra me despierta tanta añoranza que ni veo las adaptaciones al cine (salvo la clásica de Levin) para no enturbiar ese recuerdo de cuando leíamos sin contaminación de imágenes en la televisión. Me ha entrado curiosidad por ese Hatteras.

    • johncobble dijo:

      Cierto, «La isla misteriosa» es mi favorita entre las novelas de Verne; de pequeño yo hubiera dado algo por ser uno de los colonos de esa isla. Pero «Viaje al centro de la tierra» es otra de sus maravillas, en el grupo de obras maestras indiscutibles del autor, junto con «Los hijos del capitán Grant», «20.000 leguas de viaje submarino», «La vuelta al mundo en 80 días» y unas cuantas más. Una de ellas, «Hatteras» añade a su maestría su condición de obra menos conocida. Una maravilla, fascinante y a la vez inquietante, sobre la que tengo pensado publicar algo en el blog en breve. ¡Anímate con ella o con «La isla…».

  2. esta historia es fenomenal y un buen libro es com u viaje se empieza con entuciasmo y se termina con melancolía

  3. Christian dijo:

    «Ignoro si Verne llegó a leerla (…), pero seguro que le hubiera enfadado mucho.»
    En una entrevista dijo: «Que Wells me muestre esa cavorita…»

    • Dos conceptos muy distintos del relato de aventuras científicas, claro. En Verne, la escrupulosidad en el dato como una carta de naturaleza ética. En Wells, la ciencia como deus ex machina para una reflexión ética de otra naturaleza. Ambas legítimas, claro, pero entre los dos viajes lunares no hay comparación posible a favor del francés…

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