Personajes Películas Ep. IV-VI Ep. I-III Star Wars Disney
Uno de los elementos más llamativos de la saga Star Wars es que su principal creador, George Lucas, cediera los bártulos de la dirección en los hoy conocidos como Episodios V y VI. El Imperio contraataca fue firmada por Irvin Kershner; El retorno del Jedi, por Richard Marquand. En ambos casos se trataba de directores especializados en la ejecución de proyectos de encargo, que no habían revelado ninguna inquietud «artística» y que habían iniciado su carrera en la televisión. Siempre se ha señalado que, después del considerable gasto de energía que supuso La guerra de las galaxias, George Lucas decidió reservar esfuerzos para el control final de sus productos sin tener además que encargarse del más absorbente trabajo de realización. En cualquier caso, es significativo que su «ausencia» no se note en la narración, dejando bien claro tanto su falta de dotes especiales para la dirección (en todo caso, su mejor cualidad es la limpieza de su puesta en escena, clásica en el sentido de no haberse dejado llevar por las modernas modas de la planificación caótica para las escenas de acción) como que el atractivo de la saga radica en razones de concepto, argumento y estructura visual. Quince años después del cierre de la primera trilogía, Lucas inició la segunda, y ahora sí volvió a ocuparse de la dirección de todos los títulos que la componen… sin dejar ninguna huella en este cometido. Cabe, por tanto, hacer el mismo análisis: la mediocridad de los Episodios I a III, insisto, no se debe a su discreto trabajo de realización sino a su muy inferior interés en los campos antedichos. Hago a continuación un breve recorrido por todos los títulos.
A cuarenta años de su estreno, La guerra de las galaxias (1977) mantiene íntegra toda su frescura, gracias al inmarchitable encanto que todavía convierte en una delicia su visionado. Sigue siendo no solo la mejor película de la saga sino la más equilibrada y la que maneja con mayor síntesis expositiva el elevado número de personajes con que cuenta. Esto último se debe, en gran parte, a un considerable acierto de George Lucas en su faceta de guionista: la progresiva aparición de los personajes positivos a partir de un ingenioso hilo conductor (para el cual, eso sí, se inspiró en el magnífico film japonés La fortaleza escondida, de Akira Kurosawa), cual es hacer que sean dos personajes secundarios y de función sobre todo cómica, el entrañable dúo robótico encarnado por C3PO y R2 D2, los que conduzcan inicialmente la acción y vayan presentando tanto los escenarios como a los tipos que habitan en ellos. Esto permite, sin necesidad de recurrir a narraciones paralelas (salvo para hacernos recordar, de cuando en cuando, la formidable amenaza de los villanos desde la Estrella de la Muerte, el lugar a donde todos acabarán acudiendo), que la película se tome el tiempo necesario para ir describiendo personajes, sin pasar al siguiente hasta que el dibujo básico de cada uno de ellos está lo suficientemente trabado en la retina del espectador.
En el curso de un periplo aventurero bañado por un notable sentido de la maravilla casi propio de las antiguas películas de Ray Harryhausen (pues a cada paso se tropiezan con seres fantásticos de toda laya), los robots huyen de la nave donde Darth Vader ha atrapado a la princesa, llegan a Tatooine sin saber que son perseguidos a causa del mensaje de auxilio que portan, conocen al joven al que su suerte estará ligada en los tiempos siguientes, Luke Skywalker, y después al hombre al que buscan para entregar el mensaje, Obi-Wan Kenobi, descubriendo ahora sí, debido a la destrucción de la granja de los tíos de aquel (uno de los momentos más emotivos del film: el plano de Luke contemplando con desolación el final de su infancia), que los buscan los soldados imperiales. En fin, el cuarteto, buscando una nave espacial con la que abandonar ese planeta perdido, se tropiezan con el aventurero Han Solo, su fiel Chewbacca y parten en el Halcón Milenario hacia su destino. Todo ello en una hora de metraje, sintética pero no abrupta, divertida al tiempo que emocionante, que fascina y al mismo tiempo construye un entorno doméstico y entrañable. Sin lugar a dudas, los mejores sesenta minutos de toda la saga.
El tramo central en la Estrella de la Muerte, inolvidable laberinto futurista, ya sí utiliza, y de forma admirable, la narración paralela, dividiendo la acción en tres y hasta cuatro peripecias a medida que los personajes se separan y reencuentran, y los antiguos maestro y discípulo, Obi-Wan y Vader, se eluden y se buscan hasta acabar entablando un duelo a muerte. Por último, es de destacar cómo la parte final —la que podía haber envejecido peor por cuanto, en rigor, se trata de una batalla entre maquetas que amenazaba con perder de vista a los personajes de carne y hueso— mantiene un notable espesor, en buena medida por el magnífico montaje, y un considerable dinamismo, todo ello para reservar un festivo happy end que termina por darle a la película el aura de cuento lúdico que sigue siendo su principal rasgo. Era difícil imaginar el progresivo oscurecimiento que descendería sobre la aventura a continuación.
No es de extrañar que El Imperio contraataca (1980) sea para muchos la obra maestra de toda la saga. En primer lugar, es admirable el sentido de la progresión con que retoma todas las tramas abiertas y hace progresar a todos los personajes en direcciones muchas veces inesperadas: no creo que ningún espectador fuera capaz de imaginar, a priori, cuanto iba a ver en pantalla, hasta tal punto rebosa el guion de creatividad. Además, también sabe avanzar varios peldaños en la profundización dramática, de modo que el aire de aventura lúdica de La guerra de las galaxias cede paso (sin perder jamás un sentido del humor que es consustancial a sus personajes, sobre todo a Han Solo y C3PO) a un tono progresivamente sombrío, hasta concluir incluso de modo trágico, con uno de los finales más pesimistas que nunca ha visto el cine de aventuras «para toda la familia». Véase si no. El carismático Solo desaparece de escena, aprisionado en un bloque de carbono y entregado a un cazador de recompensas que se lo lleva al otro confín de la galaxia sin dar tiempo a rescatarlo. Luke descubre aterrado lo que tal vez sospechaba: que Vader, la encarnación del mal absoluto, es su padre, todo ello en el curso de un combate que está a punto de acabar con su vida (no digamos con su cordura…) y lo deja mutilado. Por último, después de la rutilante victoria del capítulo anterior, la Alianza Rebelde queda de lo más maltrecha, no en vano la película es la crónica de una continua derrota que acaba llevando a que sus líderes más notorios sean sometidos a una persecución sin respiro, lo cual baña el film en una espléndida atmósfera de incertidumbre. Es más, el final no supone sino una tregua, un respiro entre tanta adversidad como se acumula contra ellos.
El film es magnífico ya desde su tercio inicial, ubicado en ese inolvidable y gélido planeta donde el Imperio encuentra la base rebelde, y donde los protagonistas comparten aventuras por primera y única ocasión en toda la película. Es otro magnífico detalle: uno está deseando que todos vuelvan a unirse, sin duda porque cree que entonces los imperiales se van a enterar… y eso no sucede nunca, pues Han Solo desaparece de escena cuando todavía queda un buen rato de película, elemento narrativo que sigue pareciéndome tan transgresor como cuando, en su día, Alfred Hitchcock hizo morir a su aparente protagonista a la media hora de metraje en Psicosis.
Después de huir del planeta helado, la trama se bifurca en dos direcciones, y justo es reconocer que el interés de ambas no es parejo. La que sigue a los pasajeros del Halcón Milenario y resuelve el triángulo romántico a favor de Leia y Han resulta espléndida y convierte definitivamente a Solo en el personaje más atractivo de la saga. En cambio, la trama que se centra en Luke (y que era necesaria para desarrollar su potencial como caballero jedi), por desgracia resulta monótona, saca a la luz ese empalagoso misticismo en torno al concepto de la Fuerza que ya no abandonará la serie y, sobre todo, presenta al cargante personaje de Yoda. No hay duda: cuando la aventura pasa de Han y Leia a Luke, el ritmo baja considerablemente, para remontar cuando por fin éste, desdeñando los consejos de Yoda (y del yo espiritual de Obi-Wan Kenobi) abandona su adiestramiento sin estar preparado para ir en ayuda de sus amigos y… al encuentro de la oscura verdad que enturbia su vida. Una película magnífica, por tanto, que abría excitantes expectativas de cara al futuro.
Expectativas que, casi desde el primer minuto, se encarga de destrozar El retorno del Jedi (1983), cierre de la primera trilogía y un film por completo indigno de los dos anteriores. En primer lugar, porque olvida toda progresión y (fuera del obligado segmento del rescate de Han) decide reproducir el esquema de la primera película, presentando una segunda Estrella de la Muerte que los rebeldes deben destruir en una batalla muy similar a la ya narrada en La guerra de las galaxias, solo que ahora hay un intercambio de papeles. Quienes luchan por desconectar el campo de fuerza que protege la fortaleza espacial son Han, Leia y un comando rebelde que pelean en un mundo boscoso, mientras en la mismísima Estrella se dirime la batalla final de Luke contra el mal. Otra decepción del film es que el terrible Vader pasa a segundo plano —incluso el nuevo duelo a espada láser con su hijo resulta mecánico y sin vida—, en beneficio del Emperador, quien sin embargo no consigue igualar el formidable interés maléfico que el Señor del Sith alcanzaba en las anteriores películas: es un tipo con prótesis malignas que ríe malignamente, sin más. Con un mal tan rebajado e inconsistente, no puede haber la menor tensión, por mucho que se nos asegure que Luke libra la batalla definitiva, cuyo precio puede ser la caída en el Lado Oscuro de la Fuerza. Es una pena, pero El retorno carece de la dolorosa densidad que atraía el personaje del caballero jedi en El Imperio, arrebatándole toda sustancia trágica.
En segundo lugar, Lucas olvida el tono adulto del Episodio V, prefiriendo rebajar hasta extremos infantiles todos sus contenidos (¿acaso le llegaron informes de padres «descontentos» con el giro oscuro de El Imperio contraataca?). En el plano más anecdótico, esto se traduce en el relieve que se da a los odiosos ewoks, esos peluches que ayudan a los rebeldes en su lucha, y en el plano más profundo, en la increíble redención de Darth Vader, quien acaba destruyendo al Emperador, ese hombre por quien lo sacrificó todo, pues no puede soportar el daño que aquél está infligiendo a su vástago. En el inenarrable plano final, mientras ewoks y rebeldes festejan la victoria, Luke recibe la visita de los espíritus ya conocidos de Obi-Wan y Yoda… a los que se une un sonriente y entrañable anciano que es su padre despojado de todo mal, como si éste nunca hubiera existido.
Un elevado número de seguidores de la saga, entre los que me cuento, siempre hemos pensado que el error de Lucas fue no llevar la acción al centro neurálgico del tenebroso Imperio, a su capital, haciendo progresar una vez más el desarrollo de las tramas. De paso, yo creo que el rescate de Han también tendría que haberse situado allí, aun cuando es lógico el regreso a Tatooine por cuanto es el lugar donde sabemos que reside el seboso gánster espacial al que adeudaba dinero, Jabba el Hut. Pero es que esa media hora inicial —que en teoría tenía que haber sido el inmejorable prólogo al núcleo final de la trilogía, con el esperado reencuentro de todos los personajes en el rescate de Han— resulta tan gris, tan carente de emoción y está tan mal concebida (tal y como se presentan los hechos, diríase que cada personaje ha decidido un plan de rescate por su cuenta), que el mal sabor de boca que deja hubiera exigido un enérgico giro de timón para que el film remontara. Y no es así.
En el largo intervalo de tres lustros que hay entre las dos trilogías, George Lucas se convirtió en uno de los hombres fundamentales del entretenimiento en Hollywood (lo cual quiere decir en el cine mundial), ahora desde el campo de la producción, en muchas ocasiones asociado a su colega Steven Spielberg (por ejemplo, a través de otra franquicia, la de Indiana Jones), y ampliando a campos como la televisión, los videojuegos, etcétera. Su saga también se trasplantó al cómic y a la literatura, aportando nuevas incidencias, incluso desarrollando lo que le sucede a los personajes después de El retorno, aun cuando para la reanudación de la saga, como es natural, todo esto fuera descartado. Por fin, llegó la esperada noticia de que Lucas volvía a reactivar la saga. La sorpresa fue que, en vez de retomar las aventuras de sus personajes, se disponía a hacer realidad lo que todos (bueno, al menos yo) tomaron nada más que como un guiño: que La guerra de las galaxias, como indicaba el rótulo de «Episodio IV» que aparecía en su arranque, tenía tres capítulos previos por contar. Y Lucas se puso a ello, para explicar el proceso mediante el cual el joven y prometedor jedi Anakin Skywalker se convierte en Darth Vader, narrando de forma paralela cómo la República es destruida en beneficio del tenebroso Imperio.
No digo que la expectativa no fuera seductora, pero sí que necesitaba a otro director que no fuera Lucas: es decir, un cineasta que supiera combinar la aventura con la reflexión, que fuera capaz de recrear la atmósfera fatalista necesaria e impregnar las imágenes de la trágica desesperación que es consustancial a una historia que (lo sabemos todos: en este sentido no podía haber la menor sorpresa) está destinada a acabar requetemal. Y no solo es que Lucas ni supiera ni pudiera ofrecer estos rasgos, sino que el mismo proyecto, por su propia naturaleza de juguete tecnológico para un público sediento de merchandising, no podía permitirse otra cosa que no fuera la continua sumisión a la acción sin tregua, al derroche de criaturas fantásticas y a las batallitas entre naves espaciales o guerreros con espadas láser.
La trama arranca con La amenaza fantasma (1999), película sobre la que flota todo el tiempo la molesta sensación de que no estamos sino ante un larguísimo prólogo en el que no va a pasar nada relevante, salvo narrar el encuentro entre Anakin —todavía un niño, y además un querubín sobre el que los diálogos puestos en boca de su madre hacen flotar cierto paralelismo nada menos que con Jesucristo—, y el joven Obi-Wan, todavía un mero discípulo al servicio de un caballero jedi llamado Quai-Gon Jinn. Del mismo modo, aquí también se conoce la futura pareja de enamorados: Anakin y una joven reina llamada Amidala, a quien sin embargo ya encarna la actriz que le dará vida toda la trilogía, Natalie Portman (de no ser por la inexistencia del menor hálito romántico, no digamos erótico, en las intenciones de Lucas, se habría sugerido un amor cuando menos incorrecto entre una adulta, por joven que sea, y un tierno infante). El argumento que sirve de soporte (o excusa) a este doble encuentro es el sitio a que es sometido el planeta de Amidala, Naboo (aunque nunca se llegará a explicar por qué es tan importante), por una siniestra corporación comercial tras la cual se encubre un misterioso «amo» que sabemos que tiene que ser el Emperador. En fin, una trama insustancial que parece muy consciente de su condición de «primer capítulo», más preocupada en introducir elementos a desarrollar en próximos films que en levantar una historia con personalidad propia.
Y así sale el film, posiblemente el capítulo más anodino y prescindible de todo Star Wars, del que incluso es difícil recordar gran cosa tiempo después de su visionado. Dotada de un feísmo visual preocupante (en buena medida, se nota que fue rodada en el momento de definitiva transición a los efectos digitales por ordenador o CGI: por ejemplo, aquí el recuperado Yoda todavía es un personaje tangible mientras que en los siguientes ya sería animado íntegramente), La amenaza fantasma carece de pulso narrativo y de profundidad dramática, y encima está marcada por el signo de la mayor severidad: el sentido del humor es el gran ausente de la nueva trilogía (es más, el personaje cómico que presenta este film, el engendro digital llamado Jar Jar Binks, es un desastre que Lucas decidió arrojar al cesto de los papeles a la vista de las reacciones que mereció). Otro error es su carencia de un enemigo concreto: el sicario que presenta, Darth Maul, que al principio diríase que va a ser un equivalente al Vader de la primera trilogía mientras Anakin completa su transformación, es liquidado tras un único combate, sin dar tiempo a que sepamos nada de él… y sin que importe gran cosa.
Las aportaciones a la saga original son mínimas, pero una de ellas es tan estúpida que el propio Lucas también la olvidaría después: la «racionalización» del concepto de la Fuerza. Ahora se nos dice que esta energía se debe a la presencia que hay en todos los seres vivos de unos micro-organismos llamados los midiclorianos, muy alta en los elegidos. Al pobre Lucas no se le ocurrió que, entonces, la caída en el Lado Oscuro era algo así como una infección: ni siquiera supo ver que, desde un punto de vista simbólico, su ocurrencia otorgaba al concepto de la Fuerza unas inquietantes reminiscencias metafóricas con conceptos propios del cristianismo más fundamentalista, del calvinismo al puritanismo: el Pecado, la Gracia, la Predestinación…
Respetando de modo entrañable sus habituales intervalos de tres años entre estreno y estreno, Lucas hizo llegar a las pantallas en 2002 El ataque de los clones. La historia transcurre diez años después de los acontecimientos de la anterior película: Obi-Wan ya es un caballero jedi con barba, Anakin su joven discípulo (encarnado ya por el soso de Hayden Christensen) y Amidala ya no es reina sino senadora (el rango era electivo y temporal). El film, como es lógico, posee mayor interés que el anterior, porque al menos aquí ya hay un argumento definido. De hecho, la trama se bifurca en dos segmentos. Por un lado, la historia de amor que surge entre los dos jóvenes, y que va punteando la lenta emergencia de ese lado oscuro que hay en el muchacho, y que de vez en cuando se intenta sugerir (porque así lo indica el guion, no Christensen ni mucho menos Lucas). Por otro, la investigación por parte de Obi Wan de la misteriosa conspiración que está desarrollándose en el mismo núcleo de la República y que supone el inicio de las famosas Guerras Clon tantas veces citadas en La guerra de las galaxias. El capítulo concluye con la formación de un ejército de clones, en teoría al servicio de la República (pese a lo incongruente que resulta que nadie sospeche de un cuerpo cuyo modelo original es un mercenario, Django Fett, padre del cazarrecompensas que en el futuro capturará a Han Solo en El Imperio contraataca), y el nombramiento del aparentemente benévolo senador Palpatine como canciller para hacer frente a los tiempos revueltos.
El film adolece en grado sumo de un notable cerebralismo, de un gélido distanciamiento que impide la identificación con el drama que se incuba en torno a su pareja protagonista. Tampoco convencen los múltiples guiños dirigidos a los incondicionales de la trilogía (y que hará que, salvo Han Solo, acaben reapareciendo, de un modo u otro, todos los personajes originales). Al menos, en esta ocasión sí aparece un villano consistente, el conde Dooku que encarna el gran Christopher Lee, el sicario del verdadero jefe de la conspiración, que todavía se mantiene en la sombra. Pero no es suficiente: la relación entre Anakin y Amidala no pasa de ser una historieta romántica de tarjeta postal y la intriga política nunca arranca del todo porque el conflicto deja más bien indiferente. Con todo, la película contiene varias buenas escenas (la vertiginosa persecución aérea en Coruscant, la capital de la República; el combate entre Obi-Wan y Django Fett sobre una plataforma oceánica hostigada por la lluvia), amén de concluir con un momento inesperadamente sugerente: envueltos en sombríos presagios, los jedis contemplan a sus en teoría fieles pero ominosos soldados-clon subiendo a unas naves de diseño muy similar a los futuros cruceros imperiales; es lógico que en la banda sonora surja entonces la magnífica Marcha Imperial asociada a Darth Vader…
La conclusión de la trilogía, La venganza de los Sith (2005), ofrece el que sin duda es su mejor título y un film por fin donde aparece la intensidad que tanto se había echado de menos en los anteriores capítulos. Desde luego, lo hace en el último pero necesario momento, pues lo que cuenta es ya, sin más dilaciones, la conversión de Anakin al Lado Oscuro, devorado definitivamente por los miedos y la necesidad de obtener el enorme poder que cree que necesita para defender a su amada Amidala, a quien continuamente ve muerta en sueños. Los mismos actores (los masculinos: Natalie Portman sigue igual) se contagian del tono mucho más fúnebre y ofrecen sus mejores interpretaciones: Hayden Christensen revela una muy estimable evolución dramática e incluso Ewan McGregor se implica a fondo, brotando al fin la química entre sus dos personajes. La lástima es que sea demasiado tarde como para que la tragedia que los envuelve produzca en el espectador el dolor que demandaba. Además, y aunque el guion cuida mucho mejor el aspecto psicológico, dedicándole más tiempo del esperado a las escenas no activas, la transformación de Anakin resulta demasiado rápida como para ser del todo creíble. Es más, sigue fallando el fundamental personaje de Palpatine: a Ian McDiarmid, una vez más, hay que cubrirlo de prótesis malignas y hacer que ría malignamente para que parezca el villano supremo que nos aseguran que es.
En concreto, la parte final de la película es espléndida. La ejecución de la Orden 66 que supone el asesinato de los caballeros jedi allá donde son sorprendidos se revela sobrecogedora. Y desde luego, es impresionante la secuencia en que Anakin y Obi-Wan luchan a muerte sobre la superficie ardientemente volátil de un planeta volcánico, cuya lava provocará las terribles laceraciones y mutilaciones que obligarán al ex jedi a tener que enfundarse en su armadura Darth Vader para, sencillamente, vivir. En particular, es inolvidable el momento en que Obi-Wan le lanza a Anakin su desgarrado lamento («¡Yo te quería!»), y que permite a McGregor su momento dorado de toda la trilogía. Por último, el film concluye (un poco apresuradamente) con el ajuste de piezas de cara a componer el puzzle definitivo que debe conducir al Episodio IV, destacando el acierto del montaje paralelo que hace nacer a la vez a Anakin como Vader (el momento en que el cuerpo maltrecho del joven es embutido, para siempre, en su armadura negra) y a sus dos hijos gemelos, Luke y Leia, parto que le cuesta la vida a Amidala.
Unas pocas palabras sobre la reanudación de la franquicia, justo diez años después, ahora bajo el control de la omnivoraz Disney. Star Wars: El despertar de la Fuerza (2015) recupera el orden cronológico tras El retorno del Jedi, situando su acción lógicamente algunas décadas después. Su principal virtud radica en su conseguido equilibrio entre el obligado tributo al recuerdo de la trilogía clásica y la presentación de una nueva e interesante galería de personajes, dimensiones ambas que fusiona con acierto (y no me refiero, claro, a las entrañables pero no conseguidas reapariciones de Han Solo —a cargo de un Harrison Ford cuya edad hace inverosímil el retorno del personaje a sus orígenes como contrabandista espacial— y la princesa Leia), jugando bien a reformular las constantes de los mejores films de la saga, es decir, La guerra de las galaxias y El Imperio contraataca. Una promesa para el futuro: una nueva esperanza.
El buen sabor de boca (comercial y cinéfilo) que ha dejado obliga a perdonar el tropezón que supone la innecesaria precuela que es Rogue One: Una historia de Star Wars (2016), plomiza reconstrucción del robo de los famosos planos de la Estrella de la Muerte confiados a los dos robots para dar inicio al film de 1977, cuyo plano inicial casi casi es el último de esta película. La inconsistencia de sus personajes y la envarada gravedad de una historia carente de la mínima distensión son los mayores defectos de un título que, al menos, en su parte final sabe conectar con dignidad las dos trilogías controladas por George Lucas.
Volvemos a estar donde empezamos: hace mucho tiempo, en una galaxia muy muy lejana…
Limitandome solo a la saga cinematográfica (todo eso del universo expandido me viene demasiado grande), y sin ser tan fanática como puedo serlo de Doctor Who, le guardo un gran cariño a la saga. A la primera, se entiende, y a tenerla asociada a alguna tarde cuando en TV les daba por programar alguna a entrega, a acabar quedándose a ver una película que conocía de sobra solo por ver de nuevo al almirante Tarkin, a solo y al entonces inocentón de Luke.
Con la siguiente Lucas seguramente se forró a vender muñecos, pero lo menos malo que se puede decir de esta es que me gusta imaginarme que transcurrieron 32 anos entre el retorno del Jedi y la siguiente parte de la saga.
Y respecto a Disney, aún pendiente de ver Rogue one, no termino de ver esa decisión de estrenar una película de Star wars anualmente, sino es por sacar rendimiento a su nueva marca.
(Mientras escribía me acaba de venir a la cabeza la serie de los ochenta de R2d2 y c3po, que la verdad era una de aventuras espaciales muy divertida)
¡Sí, recuerdo esa serie! En un momento en que todavía no existía la saturación actual y todavía había cierta «magia» en torno a los dibujos animados que ponían los fines de semana después del telediario, no me perdí un capítulo. En cuanto a la reactivación de la saga, es de temer que Disney quiera exprimir la gallina de los huevos de oro cuanto pueda y nos sobrecargue de capítulos estelares del mismo modo que no nos dan respiro con las películas de superhéroes Marvel. Con los estrenos consecutivos de los nuevos capítulos, además, se rompe esa especie de rito sacrosanto que impuso Lucas de esperar tres años entre estreno y estreno, que respetó incluso con las precuelas, aunque en esa época ya coincidió con las franquicias que estrenaban como rosquillas (Harry Potter, El Señor de los Anillos…).