William Shakespeare ha fascinado a muchos cineastas, que no han dudado en volver una y otra vez a este autor que, según Harold Bloom (expresando, más que un juicio exagerado, una admiración sin límites), es el inventor de la «personalidad humana». Lo ha hecho en todos los rincones del globo, lejos del teórico ámbito cultural de origen, lo que demuestra la universalidad de su arte: el japonés Akira Kurosawa o el ruso Grigori Kozintsev así lo prueban. Ahora bien, de todos quienes han vuelto una y otra vez al dramaturgo inglés, tal vez sean los más conocidos aquellos que han podido apoyar su aproximación en su propia imagen puesto que, al unir la doble condición de director y actor, pudieron adjudicarse el protagonismo de sus proyectos. Son tres sobre todo, a cuál más distinto. En el ánimo de sus incondicionales, Orson Welles es el único que ha podido tratar a Shakespeare de genio a genio. Para los suyos, Laurence Olivier aporta el toque de prestigio de la escuela británica y de quien, en vida, fue considerado recurrentemente uno de los mejores actores de su tiempo. Llevamos ya dos genios, por tanto, cada uno de los cuales, para que no se crea que estoy siendo sarcástico, firmó alguno de los mejores Shakespeares del cine. El tercero es también británico, por lo que en su día fue saludado como el nuevo Laurence Olivier, y debutó como autor «total» a muy joven edad, como Welles. En sus primeros años, vio brillar con fuerza su luz, si bien con el tiempo, si no apagándose, sí se fue mitigando. Se trata de Kenneth Branagh, quien, eso sí, supera a los otros dos en el número de películas que adaptan la obra de su autor predilecto.
Nacido en Belfast en 1960, en el seno de una familia protestante, que se trasladó a Inglaterra cuando él tenía nueve años, Branagh enseguida se sentiría atraído por la interpretación. Él siempre ha dicho que la llama prendió en él al contemplar, con dieciséis años, a Derek Jacobi (que, por entonces, se acababa de hacer muy popular gracias al papel titular de la famosa serie televisiva Yo, Claudio) interpretando a Hamlet. Shakespeare y un actor al que reclamaría varias veces en el inicio de su carrera se unieron así en el imaginario de un adolescente que no tardaría en hacer valer su nombre.
Muy joven, conseguiría triunfar en el seno de la mítica Royal Shakespeare Company, protagonizando Enrique V, la obra cuya adaptación al cine constituiría su opera prima. Después llegaría el éxito popular a través de la televisión, mediante una serie, Fortunes of War, en la que conoció, además, a Emma Thompson, con quien durante unos años formaría una pareja de enorme repercusión en el medio. Finalmente, llegaría el debut en el cine, como director, guionista y protagonista de la mencionada Enrique V (1989), una película que tuvo una acogida muy favorable, quién sabe en qué medida ayudada por la fácil advocación cinéfila que se podía hacer del nombre de Laurence Olivier, de quien fue nombrado sucesor.
En los años siguientes, Branagh viviría una auténtica edad de oro, filmando sin parar una película tras otra. De hecho, a estos años pertenece la práctica totalidad de las películas que todavía hoy asociamos a su nombre. El joven director cimentó su asociación con Shakespeare en el periodo comprendido entre su primer film y Hamlet (1996), el título que, por ambición y medios, supone su canto del cisne, y entre ellos rodó Mucho ruido y pocas nueces (1993), amén de una curiosa película «pequeña» —esto sí que lo digo con ironía, pues aunque sea verdad que se trate de un film rodado con poco presupuesto y sin nombres estelares, esto no implica que una obra posea menos ambición—, titulada En lo más crudo del crudo invierno (1995), centrada en una modesta compañía teatral que se propone montar un Shakespeare. La confianza que Hollywood puso en él se mide por el mastodóntico proyecto que, en plena moda del «cine de terror culto» que propició el éxito de la nefasta Drácula de Bram Stoker (1992), de Coppola, se le confió. Ahora tocó Frankenstein de Mary Shelley (1994), que no solo no rindió los beneficios económicos esperados sino que recibió todos los palos críticos que no se le dieron a Coppola, cuando, realmente, se trata de una adaptación con un grado de personalidad que no posee la otra y que, para mí, a día de hoy constituye la mejor película de Kenneth Branagh.
Aun así, el director mantuvo la confianza de Hollywood y consiguió una carta blanca que hoy parece poco menos que milagrosa para poner en escena la versión de Hamlet de sus sueños, con una duración tan larga (cuatro horas, al empeñarse en adaptar, «por entero», la obra original, la más extensa del autor) que era muy difícil que consiguiera ser un éxito. Y aunque no fue el desastre que podía haber sido, con ella finalizó la luna de miel entre Branagh y Hollywood: no porque no se le siguieran encomendando altos presupuestos, sino porque no volvería a poder poner en pie proyectos semejantes.
Cuatro años tardaría el cineasta en volver a la dirección, y lo hizo con otro Shakespeare, Trabajos de amor perdidos (2000), que pasó desapercibido, hasta tal punto que ahora el intervalo entre este y su siguiente proyecto fue mayor. Se trató de la también shakesperiana Como gustéis (2006), de la que todavía se supo menos: en España, ni siquiera se estrenó. Branagh no volvería a adaptar al escritor al cine. El mismo año que la anterior, sin embargo, rodó otro ambicioso trabajo, en este caso según la ópera de Mozart La flauta mágica (2006), que tampoco mejoró su crédito comercial.
Lo irónico es que las tres podrían pertenecer, perfectamente, al periodo inicial del cineasta. Las tres adaptan con notable libertad las obras originales, aun siendo fieles a su espíritu; están rodadas con los medios suficientes como para que su envoltura visual sea la de una producción de lujo; y para bien y para mal, exhiben el manierismo estilístico tan propio del autor, que en un tiempo tanto gustó. El porqué de su fracaso solo me lo explico por una razón, en el fondo, muy humana, para lo que voy a utilizar metáfora ese fenómeno estudiado por la física que se llama inercia. Aplicado al cine, justifica que triunfen películas sin mérito solo porque sus responsables están en auge. Y al revés, que fracasen obras meritorias de artistas que, por la razón que sea, parecen amortizados.
Branagh, sin embargo, nunca dejaría de rodar, ni mucho menos de ponerse al frente de grandes producciones. Pero su obra, desde entonces, consiste en una serie de blockbusters (algunos de muy notable éxito, como la marvelita Thor, de 2011, asociación no tan inesperada si tenemos en cuenta el componente «shakesperiano» del tebeo original), dentro de los cuales carece de la menor libertad creativa y que, por ello, no aportan nada al estudio de su obra anterior. De hecho, esto es bien significativo de que el atractivo de Branagh no se debe tanto a sus condiciones como realizador —los grandes directores del viejo Hollywood no necesitaron en absoluto controlar sus proyectos para revelar un estilo propio o una visión del mundo, al estilo de un Jacques Tourneur, un Raoul Walsh o un Fritz Lang— como a su modo de acercarse conceptualmente a piezas artísticas ajenas. Midiéndose con Shakespeare, con Mozart o con Mary Shelley, aun sin llegar ni mucho menos a su altura, Branagh se siente estimulado para ofrecer obras relevantes, aun cuando sea desde el punto de vista de la apropiación cultural, que es un fenómeno que, en cine, siempre me ha apasionado.
Voy a detenerme, para extenderme en este concepto, en tres de sus Shakespeares más relevantes (son cinco en total las obras de este dramaturgo que ha adaptado). Dejo a un lado el primero (Enrique V) y el último (Como gustéis), por la sencilla razón de que no los he visto, aunque prometo saldar pronto esta deuda pendiente.
Sin la menor duda, Mucho ruido y pocas nueces (1993) sigue siendo, hoy como ayer, el film shakesperiano que más aman los incondicionales de Branagh. Desde luego, ayuda mucho la brillante ligereza cómica del original, por entonces poco o nada conocida fuera de los conocedores del autor: una comedia de fingimientos y de errores, que amaga con convertirse en tragedia, pero en la que, por encima de todo, resplandece la luminosidad y la alegría. Por ello, Branagh acierta con su elección del paisaje toscano para situar la «Mesina» del original, como también lo hace al proponer una escenografía y un vestuario de arriesgado eclecticismo, que envuelven la película en un espíritu de cuento de hadas jovial que no puede ser más acertado. Hombres y mujeres vivirán unos días de ensueño sentimental que los sitúan en un espacio indeterminado, en que los militares visten uniformes decimonónicos y las damas lucen blancas ropas que parecen más propias de campesinas mediterráneas, y donde no extraña que el rey de Aragón esté interpretado por un actor de piel negra (puesto que lo que importa es el cálido carisma de Denzel Washington y no la fidelidad étnica).
Un elemento fundamental es la imprescindible musicalidad que posee la atmósfera, y que Branagh confió a su fiel Patrick Doyle, quien a cambio le entregó uno de sus mejores trabajos. La música brilla con carácter protagonista desde su misma y magnífica apertura, en que los hombres cabalgan hacia la villa (Branagh acierta al dedicarle un plano a cada uno, indicando así la diversidad de personajes y de propósitos que van a entrecruzarse) y acto seguido todos corren a acicalarse para el encuentro, mediante unos planos de celebración de la sensualidad, sin duda muy obvios, pero no por ello menos encantadores. Es más, el uso del ralentí, por lo común un recurso bastante efectista, supone un acierto, pues esa congelación del tiempo anticipa ese mágico paréntesis que va a suponer la historia, que además se asocia a la alegría (más tarde, Branagh lo usará también para subrayar la felicidad de los personajes de Branagh y Emma Thompson al saber que cada uno tiene el amor del otro). Asimismo, destacan las dos canciones, en las que Doyle compone una música a la altura de la letra escrita por Shakespeare en el original, que enuncian el planteamiento básico de la obra: la inconsecuente facilidad con que el hombre, para bien o para mal, se deja arrastrar al error por su vanidad.
No estamos ante una película redonda, por culpa de dos notables defectos. El primero es el fracaso de Branagh en ilustrar la conspiración contra la honra de la joven Hero, que marca el desarrollo de la obra, y que es lo que está a punto de llevarla, como señalaba, a la tragedia. Tal como la expone el director es insostenible que nadie pueda creer que la muchacha (con el candoroso aspecto que le da la jovencísima Kate Beckinsale) sea un monstruo de libertinaje, y esa inverosimilitud hace que toda la parte en que se desarrolla provoque gran incomodidad: uno está deseando que pase. El segundo lastre es el desequilibrio interpretativo de un reparto en el que el cineasta unió a actores británicos y estadounidenses que mal casaban entre sí. Descontando al mencionado Washington, los otros están muy mal: el joven Robert Sean Leonard es blando e insípido en su papel de amante bobalicón; el entonces todavía «prometedor» Keanu Reeves, ya tan monocorde como siempre, se cree que hacer de malvado es poner todo el tiempo cara de agrio; y Michael Keaton destroza con impertinentes tonterías el personaje del alguacil atontolinado que en el original es hilarante.
Lo mejor de la película, y en realidad de la obra, es cuanto atañe a esa pareja formada por Beatriz y Benedicto, tan ingeniosa como ingenua, cuya sabrosa confrontación (el clásico «duelo de sexos» que parece ser que ha de funcionar ayer, hoy y mañana) constituye el vértice de la trama. Con todo, mientras que Emma Thompson está magnífica en todo momento, su pareja exagera inicialmente el tono, confundiendo la expresividad con las muecas, si bien poco a poco se va templando: es un actor que siempre funciona muy bien en el registro sobrio, pero hace temblar en el histriónico. Pese a todo, la impresión que provoca Mucho ruido y pocas nueces es de poderoso encanto, capaz de generar una incontenible euforia en sus mejores momentos
Branagh asumió Hamlet (1996) no ya con la intención de filmar el original en su «integridad», como explicó una y otra vez, sino de ofrecer el Shakespeare más grande de todos los tiempos. Ahora bien, el film no puede ocultar en ningún momento que, ante todo, es un capricho, el mayor en la carrera de un autor que abunda en ellos. De entrada, Branagh desmiente esa apasionada apología de la fidelidad trasladando la Dinamarca medieval a un inconcreto momento del siglo XIX (lo cual hace incongruente que el rey danés pueda dirigirse a su homónimo inglés con amenazas para que le desembarace de su molesto hijastro), y el proverbial castillo de Elsinore se convierte en palacio (porque el escenario principal es Blenheim Palace, donde nació Churchill), obligando a alterar determinadas escenas, como toda la parte inicial con la aparición del fantasma del padre de Hamlet. Eso sí, a cambio consigue que la preciosista escenografía suponga el principal rasgo de identidad de la película, a ratos amenazando con convertir el espacio donde transcurre la acción en una de esas bolas de cristal con una casita dentro que, al agitarse, fingen una nevada (de hecho, la acción transcurre en invierno, con los exteriores están cubiertos de nieve, y la escena más famosa —al reproducirse en el cartel de la película— está presidida por una lluvia de confeti blanco), pero, en general, con considerable atractivo visual.
En cumplimiento de esas pretensiones de grandiosidad, Branagh convoca un reparto espectacular, pero con resultados francamente discutibles (más aún que en Mucho ruido y pocas nueces: está claro que no aprendió la lección). Por un lado, encomienda los principales papeles a fiables actores británicos, muchos de los cuales eran habituales de su cine, entre ellos su maestro Derek Jacobi en el papel del traidor rey Claudio (voy a confesar que Jacobi me parece un actor muy sobrevalorado: en concreto, su forma de expresarse con los ojos —para mí, la base de la gestualidad— no me parece la propia de un gran intérprete). Por otro, reúne un rutilante conjunto de «estrellas invitadas» para papeles de escasa relevancia, sin advertir que, con ello, desequilibra el juego dramático, al hacer que, de modo inevitable, esos personajes llamen una atención que Shakespeare no concibió para ellos.
Por ejemplo, un ya anciano Jack Lemmon interpreta a uno de los centinelas a los que se le aparece el fantasma, y a lo largo de toda la escena, el espectador no puede evitar centrar su mirada en él, como esperando a que haga más de lo que, por supuesto, debe hacer. Charlton Heston hace lo propio con el modesto jefe de la compañía de actores que llega a Elsinore y a los que Hamlet manipula para que escenifiquen el crimen cometido por los reyes. Branagh mima a Heston —este gran actor, menospreciado siempre, tenía en su carrera importantes cometidos shakesperianos e incluso una adaptación dirigida por él mismo, Marco Antonio y Cleopatra—, y el intérprete se luce en su breve declamación, de tal modo que no tiene sentido que luego, respetando el original, Hamlet acuda a aleccionar a la compañía sobre cómo interpretar la escena: dicho de otro modo, ¿Branagh dando lecciones a Heston? Peor aún es la aparición de Gérard Depardieu en un personaje episódico que, con razón, suele desaparecer en las otras adaptaciones al cine, porque nada aporta. De estas innecesarias apariciones, salvo un poco a Robin Williams (más que nada porque, de modo insólito al abordar un personaje de «composición», algo siempre temible en este actor, el pomposo cortesano Osric, el estadounidense está muy comedido) y, bastante, a Billy Crystal, el único actor escogido con coherencia de este conjunto, porque aunque hoy ya seamos pocos los que lo recuerden, este intérprete tenía un renombre dentro de la comedia, y aporta un adecuado carisma a su personaje del sepulturero al que Hamlet reconoce un ingenio a su altura en los chispeantes diálogos que intercambia con él.
Eso sí, seguramente el actor más discutible de la película sea el mismo Branagh. Su forma de dar vida a la fingida locura de Hamlet resulta insufrible, porque descontrola su habitual tendencia al histrionismo, aunque en la parte final, cuando el príncipe regresa a su país templado por las desdichadas experiencias, el actor ya está a la altura del personaje. Lo que sí resulta muy atractiva es su caracterización física, marcada por el teñido de sus cabellos a un tono rubio prácticamente blanco, que enfatiza el aspecto severo, incluso siniestro, con que se inviste a lo largo de un planteamiento en el que su personaje se equivoca de modo pertinaz en todas las decisiones que toma, atrayendo así la desgracia a todos, a culpables y a inocentes. Es más, y no lo digo a modo de frivolidad, la blancura de esos cabellos se integra de modo muy sugestivo con los nevados exteriores: Hamlet es un hombre que lleva el invierno consigo.
Como director, Branagh actúa con encomiable sentido del riesgo, procurando que su puesta en escena manifieste una considerable diversidad de recursos con la cual eludir la posible monotonía narrativa a que podía tender con tan extenso metraje. Por ejemplo, hay monólogos que resuelve con largos planos-secuencia mientras el personaje se mueve por el amplio decorado (su aparición inicial en la obra), y otros, en cambio, detiene al personaje y a la cámara (el famoso «Ser o no ser», con Hamlet situado, inteligentemente, ante un espejo), dejando que la intensidad del recitado se convierta en el centro de la dramaturgia. Hay, también, algún momento directamente horrible, como la aparición inicial del fantasma, no solo mal resuelto en su traslado de las almenas originales a la explanada frente al palacio y al bosque adyacente, sino que se caracteriza por un efectismo exagerado, tanto en los encuadres (esos tópicos contrapicados del espectro) como en el uso de detalles innecesarios (las lentillas de «no muerto» con que luce el actor Brian Blessed).
Lo mejor, sin duda, es toda su hora final, tanto por la melancolía que exhalan sus imágenes —aquí es donde Branagh entiende mejor la obra original— como por la brillante resolución de ese duelo de esgrima final en cuyo curso estalla, incontenible, la tragedia. Por todo ello, Hamlet es un film muy irregular, a ratos altisonante y a ratos sugestivo, a ratos irritante y a ratos absorbente, pero en cualquier caso capaz de traducir muy bien la inmensa fuerza de la obra original, una de las cumbres del autor y de la literatura. En mi caso, la minuciosidad con que respeta el texto prácticamente obliga, acto seguido, a volver a leerlo para saborear sus múltiples y memorables diálogos, su fascinante sentido del drama, su maravillosa forma de hacer que los personajes sean, a la vez, sublimes y depravados, inteligentes y estúpidos, benévolos y malvados: en suma, humanos.
Trabajos de amor perdidos (2000), ya lo he dicho, fue realizada tras un paréntesis de cuatro años, y pasó completamente desapercibida. Branagh escogió una de las obras menos conocidas de Shakespeare, cuya trama se sitúa en la corte de Navarra (tan improbable como la danesa o la siciliana Mesina, claro) y cuenta cómo su soberano realiza, con sus tres caballeros más cercanos, el juramento de vivir tres años consagrados al estudio y sin tratar con ninguna mujer. Inmediatamente, tan ascético propósito se tuerce ante el anuncio de la visita de la princesa de Francia y sus damas, que vienen a ratificar un importante tratado, y que darán pie a un conjunto de intrigas sentimentales que es el corazón de la obra. Branagh, variando una vez más las coordenadas del original (en el fondo, ¿habrá algo más shakesperiano que esto?), lo traslada a la víspera de la II Guerra Mundial, situando «Navarra» en un espacio onírico que deviene ideal para proponer ese juego de amores.
La singularidad del planteamiento radica en que Branagh desarrolla la trama mediante una estructura musical punteada por standards de la canción americana (de George Gershwin a Jerome Kern, pasando por Cole Porter) que los actores cantan, y bailan, sin ser ninguno de ellos, en teoría, experto en tales habilidades, lo cual forma parte del espíritu lúdico que envuelve la película. Esta fórmula la había desplegado, pocos años atrás, Woody Allen en su entrañable Todos dicen I love you (1996), y luego fue ha sido imitada por doquier (por ejemplo, lo hace la española, y muy divertida, El otro lado de la cama, de 2002), pero todavía resultaba fresco y original. Luego, se convertiría en una moda fastidiosa.
Branagh maneja con soltura esos elementos que podían haberse descontrolado a las primeras de cambio, apostando, desde el principio, por el tono de cuento de hadas. Aunando bien la exuberancia visual con la exuberancia sonora, Trabajos de amor perdidos provoca inicialmente una desconcertada perplejidad que, sin embargo, enseguida da paso a una notable complicidad, en gran medida gracias al placer que despierta el conocidísimo repertorio de canciones y su buena utilización dramática, por no hablar del encanto plástico que posee la recreación de época. Lo que menos importa es el desarrollo de la intriga sentimental, y de hecho en la memoria resulta imposible recordar nada de ella, no digamos quién se emparejaba con quién. Los números musicales intentan recoger toda la tradición del musical clásico de Hollywood, desde las coreografías de Busby Berkeley hasta el estilo Metro de la unidad Freed pasando incluso por homenajes puntuales a Esther Williams o al musical más moderno y «sensual». Destaca, en especial, la melancólica ejecución de They Can’t Take That Away frome Me, maravillosa canción de los hermanos Gershwin, que Branagh utiliza para la despedida de los personajes ante el estallido de la Segunda Guerra Mundial. El resultado hace que esta película, en rigor por debajo de las dos anteriores, sin embargo no resulte tan descompensada como las dos ambiciosas producciones ya comentadas y deje un muy buen recuerdo.
El repaso que he hecho a la trayectoria de este cineasta, para elaborar el artículo, me ha reservado una monumental sorpresa para el final. Creía que Como gustéis era su último acercamiento a Shakespeare, pero no es así. En 2018, Branagh regresó a él, no para adaptarlo, sino para interpretarlo. En ese año, dirigió y protagonizó El último acto, una película de cuya existencia ignoro si se ha enterado mucha gente, porque, para ser tan reciente, no recuerdo ni siquiera el anuncio de su estreno en España. No he conseguido hallar, casi, ninguna referencia del proyecto salvo que aborda a Shakespeare en sus años finales. Prometo corregir esta omisión, por cuanto el reparto es espléndido (a Branagh, en el papel del dramaturgo, se unen Judi Dench encarnando a su esposa, Anne Hathaway, e Ian McKellen, como el antiguo protector del primero). No sé cuál será su calidad ni tampoco puedo prever que esta película sea, ahora sí, la despedida de Branagh del autor de su vida, pero no puedo evitar que la mera noticia de este otoñal reencuentro entre ambos me conmueva. Kenneth Branagh, desde luego, no será el mejor adaptador de Shakespeare que ha conocido el cine, pero su tenacidad y su propósito de estar a la altura del inmenso reto que supone esa tarea convierten su esfuerzo en algo digno de respeto y admiración.
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: Mucho ruido y pocas nueces / Much Ado About Nothing. Año: 1993
Dirección y guion: Kenneth Branagh. Fotografía: Roger Lanser. Música: Patrick Doyle. Reparto: Kenneth Branagh (Benedicto), Emma Thompson (Beatriz), Denzel Washington (Don Pedro), Robert Sean Leonard (Claudio), Kate Beckinsale (Hero), Keanu Reeves (Don Juan), Michael Keaton (Dogberry). Dur.: 111 min.
Título: Hamlet de Kenneth Branagh / Hamlet. Año: 1996
Dirección y guion: Kenneth Branagh. Fotografía: Alex Thomson. Música: Patrick Doyle. Reparto: Kenneth Branagh (Hamlet), Kate Winslet (Ofelia), Derek Jacobi (Claudio), Julie Christie (Gertrud), Richard Briers (Polonio). Dur.: 242 min.
Título: Trabajos de amor perdidos / Love’s Labour’s Lost. Año: 2000
Dirección y guion: Kenneth Branagh. Fotografía: Alex Thomson. Música: Patrick Doyle. Reparto: Kenneth Branagh (Berowne), Natasha McElhone (Rosaline), Alessandro Nivola (El rey), Emily Mortimer (Katharine), Alicia Silverstone (La princesa), Matthew Lillard (Longaville). Dur.: 93 min.
A Branagh hay que tragárselo como viene con sus anacronismos y heterotopías (perdón por el neologismo). Lo mismo da que el rey Claudio tenga un confesionario privado en una Dinamarca post-luterana como el teatro japonés en “As You Like It”. «¡Yo soy Shakespeare y hago con mis obras lo que me da la gana!». Lo bueno es que lo hace con amor, con impertinente, verdadero amor.
No voy a extenderme; las coincidencias son demasiadas y las observaciones adecuadas. Con eso que dijiste de “Brando corrigiendo a Branagh” lo dijiste todo.
Me terminaste de convencer. Entre Branagh y Bergman me quedo con Bergman en “La Flauta Mágica”.
Quizá suene sarcástico. pero creo que el mejor papel que le he visto a Branagh es el de alter ego de Woody Allen en “Celebrity”
All’s well that ends well
En general, sus adaptadores suelen actuar con Shakespeare como si tuvieran carta blanca, y el traslado de época es casi lo más inocuo que pueden hacer. De todos modos, el mismo dramaturgo utilizó el mismo procedimiento, en sus obras, con respecto a temas de la historia y de la literatura ya existentes y que él modeló a su antojo. El adaptador corre un riesgo: uno no va «virgen» a una obra o una película de Shakespeare, y por tanto, sus cambios o gustan totalmente o irritan profundamente, con poco margen para el término medio. Yo me he salido una vez en mi vida de una representación teatral, de «Macbeth», convertido por el entonces prestigioso adaptador (Calisto Bieito) en un espectáculo donde los actores hacían cabriolas sobre un andamio, se tiraban pintura unos a otros, vociferaban y, de vez en cuando, para justificar el señuelo, soltaban algún diálogo de la obra original. Yo no lo soporté, pero leí críticas entusiastas, del estilo de «qué bien se lo ha llevado a su propio terreno», que es la excusa que se da cuando a uno le gustan los cambios sobre un original (cuando no, se esgrime la «falta de respeto»).
En cuanto a Branagh, tengo curiosidad por ver la ambientación japonesa de «Como gustéis», aunque en este caso, al no tener ninguna referencia sobre la obra, no podrá impactarme tanto.
Tanto tiempo sin saber de Branagh, y cuánto me interesaron en los 90 estas películas… En «Hamlet», te olvidas compasivamente del actor más desperdiciado de todos: sir John Gielgud haciendo de Príamo durante el recitado de Heston… o sea SIN DECIR UNA PALABRA.
Tienes toda la razón: John Gielgud (¡y Judi Dench!) son contratados para salir cinco segundos, en una visualización del recitado de Heston completamente innecesaria, en general, como todos los flash-backs que utiliza Branagh en la película: el más gratuito es el que nos muestra a Yorick mientras Hamlet recita las célebres frases (se corresponde con una de las fotos que he elegido). Branagh, desde luego, se comporta como un «nuevo rico» con este proyecto suyo, tan mimado, gastando tiempo (y dinero de los productores) en caprichitos inconsecuentes, que irritan bastante. El mismo Depardieu se quedaría de piedra cuando le ofrecieran su mínimo cameo, que espero que hiciera pagar a precio de oro. Aquel entusiasta del francés que no conociera la obra original es lógico que se enfadara, al pasarse el resto de la película esperando el regreso a escena del actor…
Cometí un desliz involuntario al escribir: “¿Brando dando lecciones a Heston?” en lugar de “¿Branagh dando lecciones a Heston?” Por mi conciencia no hay ningún parecido entre ambos actores, a no ser sus respectivas egolatrías. Habría que autoanalizarse o buscarse un colega no muy ortodoxo para que me ayude a descifrar – si es que significa algo – mi acto fallido. A mí como espectador ingenuo me conmovió la una memorable y valiente acción de Charlton Heston cuando condicionó su participación en Touch of Evil (“Sed de mal” ) a la aceptación como director de Orson Welles, quien estaba en la mala con los estudios,.
Siempre me emocionan los gestos d solidaridad intergremiales, donde suele privar el egoísmo y la envidia. Pasa con los actores, los músicos y los psiquiatras.
Apuntaba maneras Brannagh, pero se fue diluyendo. Hay que reconocerle mucha pasión en sus adaptaciones cinematográficas. Sir William era un maestro de la puesta en escena literaria y sus obras puro teatro. Una literatura, la del de Stratford- upon- Avon (se me quedó grabado el nombre de su lugar de nacimiento en el colegio, de la misma manera que la definición de «Bolsa»: edificio donde se compran y venden valores) muy compleja para trasladarla a la gran pantalla.
Me divirtió «Mucho ruido y pocas nueces» cuyo título le viene de perlas a la filmografía del protagonista.
Enhorabuena de nuevo. Haces que lo aburrido resulte interesante en tiempos de incertidumbre.
Muy adecuada tu comparación entre su película y su filmografía, Javier. Y tan triste como cierto: la pasión no basta, aunque en ocasiones contagia, y «Mucho ruido y pocas nueces» es el mejor ejemplo. Por cierto que Branagh tiene una película a la que no me he aatrevido a asomarme: su remake de «La huella», posiblemente la película más odiada (sin verla) por los cinéfilos, en mi caso incluso por encima de «Psicosis», quizá porque es más fácil hacer leña de aquella que de esta…