Orwell nos dejó el mejor dibujo de esa vocación de los totalitarismos por rehacer la verdad de tal modo que el curso del pasado se corresponda con el diseño de quienes, en toda dictadura, se consideran sus dueños: los amos del presente. Nos demostró que el pasado es maleable, que el presente es la única instancia temporal omnímoda, y que desde él puede alterarse cualquier acontecimiento en el tiempo, superponiendo sobre él capas o estratos que cambian su forma como si esta nunca hubiera podido ser de otro modo. La URSS nos dejó sobrados documentos gráficos, por ejemplo, que muestran cómo los empleados del particular Ministerio de la Verdad soviético hicieron desaparecer incómodas presencias del ayer que revelaban que, en algún tiempo, los grandes líderes se «equivocaron», uniendo su suerte a la de enemigos del pueblo luego merecedores de execración. Hace años visité, en Almería, una exposición que demostraba lo chapuceras que, en el fondo, eran esas alteraciones fotográficas. Pero al servicio de la Unión Soviética también trabajaron grandes genios, cuya modificación de la realidad no operaba en vulgar papel de fotografía sino en el terreno de las ideas. El mayor de todos probablemente fue un cineasta, Sergei M. Eisenstein, al que se debe la definitiva formulación visual de la Revolución (o de las revoluciones: la de 1917 pero también ese ensayo general que vivió el país en 1905). Lo hizo a través de dos films que, en rigor, pertenecen a la categoría del panfleto. Pero del panfleto genial: a poco de cumplirse un siglo desde que se hicieron, ante esas maravillas que son El acorazado Potemkin (1925) y Octubre (1928), con la fabulosa capacidad que revelan sus imágenes para inflamar el ánimo del espectador, se comprende que quienes las contemplaron en su momento temieran su fuerza subversiva, su capacidad para incitar a los humildes del mundo (o a los que, sin serlo, soñaron ilusoriamente con la solidaridad universal) a coger un fusil y lanzarse a proclamar la definitiva liberación de los explotados.
Sergei Mijailovich Eisenstein, nacido en Riga (hoy capital de Letonia) en 1898 y muerto prematuramente en Moscú en 1948, era vástago de una buena familia burguesa que le pudo proporcionar una inmejorable educación en el campo de las artes. Después de «purgar» su pecado original de clase con su enrolamiento voluntario en el Ejército Rojo durante la guerra civil, dio sus primeros y ya firmes pasos en el mundo del teatro, por entonces campo activo de la experimentación (en realidad, todos los campos del arte y del espectáculo, en aquellos años de cambios asombrosos, fueron escenario abierto para la innovación). Con una sola película a sus espaldas, La huelga (1925) —y de la que él mismo no quedó satisfecho—, recibió el encargo de un film que debía conmemorar la Revolución de 1905. El proyecto, en principio, estaba pensado como un ambicioso fresco sobre diversos episodios de aquel importante evento, pero según cuenta la leyenda, al tener que trasladarse el rodaje, por razones meteorológicas, desde Leningrado hasta la ciudad ucraniana de Odesa, y contemplar Eisenstein la famosa escalinata, su mente poderosamente visual (como la de todos los grandes genios del cine, que piensan antes con imágenes que con palabras) encontró la inspiración.
Así, el nuevo proyecto se centraría en uno solo de los episodios previstos, la rebelión de la marinería del acorazado Príncipe Potemkin, sucedida en aguas del mar Negro el 27 de junio de 1905. La chispa que había encendido el motín fue el tiránico propósito de los mandos de querer imponer a la indignada marinería la ingestión de una sopa de borsch hecha con carne agusanada. En poder ya de sus tripulantes, el barco fue conducido al puerto de Odesa, donde tuvo ocasión de presenciar la salvaje represión de las tropas zaristas contra la población obrera que se había declarado en huelga general y a la que quiso apoyar lanzando un par de cañonazos contra un teatro donde estaban reunidos los militares (sin dar en el blanco: en el film, el episodio inspira al director el famoso encadenado de tres planos que parecen mostrar a un león de piedra —en realidad, claro, tres diferentes— despertándose con el ruido).
El director y su guionista Nina Agadzhanova siguen, en líneas generales, el curso histórico al plantear las razones de la rebelión de la marinería, pero el más famoso momento de la película, lo que siempre le asegurará la inmortalidad, esto es, la famosa secuencia de la escalinata de Odesa, es una afortunada invención del cineasta, puesto que en la realidad no hubo ningún episodio concreto de represión que tuviera lugar en dicho lugar (sí se combatió allí, pero como en otras partes de la ciudad, sin que quedara un especial recuerdo de ese momento entre sus habitantes).
Eisenstein, sencillamente, reformuló la realidad al servicio de una poderosa idea visual que, eso sí, teniendo en cuenta la intención política de la obra, se convierte en algo más que un hallazgo narrativo, que por muchas veces que se contemple siempre seguirá impresionando. El ritmo, los encuadres, los travellings en picado siguiendo el compás del descenso, la conformación del pelotón como una deshumanizada máquina de matar, la inolvidable sucesión de rostros horrorizados, la madre que se dirige indignada hacia los soldados con su hijito muerto en brazos para ser barrida a balazos, el tullido de ambas piernas que desciende por el pretil de la escalinata, el cadáver pisoteado del niño, o el tantas veces citado cochecito infantil que se precipita hacia abajo… todas estas imágenes conforman siete minutos que siguen dejando sin aliento.
Las etiquetas pueden empobrecer la comprensión de una obra, pero es indudable que también definen una parte importante de su contenido. Eisenstein, y la escuela rusa de aquellos años de vértigo (Vertov, Kuleshov, Pudovkin…), convirtieron el montaje en la clave de la caligrafía cinematográfica. Comprendieron que el montaje otorga un sentido semántico que se convierte después en psicológico y emocional: que el ritmo depende, en buena medida, de la duración y la ordenación de los planos. Su herencia es incalculable: por citar a un cineasta posterior y más popular, sin los rusos, sin Eisenstein, no puede concebirse a Alfred Hitchcock y su capacidad para conducir (o sea, manipular) el ánimo del espectador. Que el llamado mago del suspense lo hiciera al servicio de un género «popular» llamado thriller y Eisenstein de una idea política y moral no reduce en modo alguno la vinculación entre ambos cineastas.
La escena de la escalinata es el ejemplo emblemático de las intenciones de Eisenstein, pero no puede omitirse el poderoso atractivo plástico que posee casi cualquier plano del film: El acorazado Potemkin abunda en instantes de arrebatadora belleza, desde el amanecer sobre Odesa a ese momento en que todos los barcos del puerto se lanzan al mar, componiendo un enjambre de velas, para llevar alimentos sanos al buque. Del mismo modo, y teniendo en cuenta las teorías del director sobre el protagonismo colectivo (una vez más, como traducción de un concepto político: la idea comunista de que el individuo debe subordinarse a la masa social), es de admirar el sugestivo sentido del casting que lleva al cineasta a reunir el más increíble conjunto de rostros (ingratos, alucinatorios: feos en el sentido más bello del término), de tal modo que su huella queda en la memoria durante mucho tiempo.
La secuencia antedicha no debe hacer creer que el resto del film actúa a modo de complemento. El primer tercio del film, el que narra la revuelta, construye una magnífica atmósfera de opresión que hace inevitable su estallido (la continua presencia de rejas, como las que forman el suelo del buque, oportunamente reflejadas mediante un poderoso contrapicado; la inclusión de los dos enormes cañones del acorazado en casi todas las escenas que muestran el propósito de los oficiales de dar ejemplo mediante el fusilamiento de unos cuantos chivos expiatorios), cuya liberación final viene remarcada por el izado de la bandera roja sobre el palo mayor: bandera literalmente roja, pues un formidable tintado escarlata inunda el plano en blanco y negro.
Incluso el inevitable maniqueísmo que baña el film tiene la virtud de resultar sugestivo. Un buen ejemplo es la aparición del pope justo en el momento en que va a estallar la sublevación: es impagable su caracterización como un pobre loco alucinado, franco sostenedor del poder, que agita su cruz como un mazo justo en el momento en que se está a punto de ordenar el fuego sobre los marineros —cruz que, poco después, al caer de las manos del pope, se clava sobre el entarimado como si fuera un cuchillo: poco sutil metáfora de que la religión no era sino un arma contra el pueblo— y que además es un cobarde de tomo y lomo que finge estar inconsciente mientras se produce el estallido de violencia contra los oficiales.
Por último, el film concluye con una secuencia de insoportable suspense (la carrera que emprende el acorazado para encontrarse con la flota del mar Negro, que puede haber sido enviada para destruirlo) al tiempo que una hermosa oda, tan propia del vanguardismo soviético, a la relación entre el hombre y la máquina (el barco llega a convertirse en otra encarnación humana de sus tripulantes). En la realidad, el acorazado se salvó porque los barcos, sin duda por los propios conflictos que se vivían en ellos, lo dejaron pasar, y sus hombres acabaron entregándolo en el puerto rumano de Constanza a cambio de refugio. En el film, la conclusión es un himno a la fraternidad del pueblo ruso, cuando los marineros del Potemkin, que estaban dispuestos a vender cara su libertad, descubren que en los otros barcos también ha triunfado la revolución. Y ahí es donde Eisenstein cierra su película, porque en términos dramáticos la verdad hubiera creado un anticlímax que un cineasta de su talla no podía permitir.
Octubre (1928) fue asimismo un encargo realizado desde las instancias del poder con motivo de otra conmemoración, la del episodio aludido por el título. Ahora bien, las condiciones del mismo son muy diferentes. En primer lugar, Eisenstein ya no es una joven promesa sino toda una realidad: el eco que ha despertado su película anterior en toda Europa (ganándose la adhesión sin límites tanto como la interposición de la censura o la prohibición más férreas) lo sitúa a la cabeza de la industria cinematográfica de su país, y por tanto del aparato más poderoso de propaganda. Por otro lado, lo que se le encomienda es celebrar el décimo aniversario de la Revolución con mayúsculas, mediante la facturación de un film cuya primera intención (hablo del punto de vista de las autoridades comunistas) es didáctica. Y en efecto, lo es, puesto que Octubre está concebida en función de dos ideas (cada una de las cuales se reparte una de las dos horas finales del metraje). Por un lado, la desacreditación absoluta de la Revolución de Febrero como una falsa revolución, en cuanto que siguió manteniendo el dominio de la sociedad en manos de los de «siempre», al tiempo que la constitución de los bolcheviques como el grupo encargado de asumir la verdadera liberación de los oprimidos. Por otro, la transformación de la Revolución de Octubre desde lo que fue a lo que debió ser.
Dicho de otro modo: la verdadera revolución —concepto de teoría política que alude al cambio radical en la estructura política de un país como consecuencia de un levantamiento de masas movidas en buena medida de modo espontáneo y que se resuelve, por lo general, de modo violento— tuvo lugar en febrero, cuando la autocracia zarista fue derribada por los obreros y soldados de Petrogrado, y se dio paso a un régimen que, marcado por múltiples obstáculos y contradicciones, intentó levantar en el país una democracia al estilo de las occidentales. Lo que hicieron los bolcheviques el 25 de octubre de 1917 (como bien se sabe, esta fecha se corresponde con el antiguo calendario juliano entonces todavía vigente en la atrasada Rusia, pero para el resto del mundo sucedió en noviembre) fue lisa y llanamente un audaz golpe de estado. Audaz porque los bolcheviques lo ejecutaron sin tener de ningún modo la garantía de que serían sus principales beneficiarios. Pero un golpe de estado a fin de cuentas, que se resolvió además de modo prácticamente incruento con la deposición de un gobierno provisional que había sido abandonado por todos, comenzando por su mismo presidente, el vanidoso e inepto Alexander Kerenski.
Quien conozca la Revolución de Octubre por esta película la asociará a la épica lucha de los bolcheviques por conquistar el Palacio de Invierno, que primero sitian y después atacan bajo una lluvia de balas que se salda con las lógicas víctimas (mártires). En la realidad, toda la violencia se saldó con un cristal roto y un par de impactos sobre la fachada, pues sus defensores habían abandonado a su suerte al gobierno. Octubre convierte, así pues, un meticuloso golpe de estado en una gesta épica en la que los bolcheviques se convierten en avatares de los anhelos del pueblo. En honor a la verdad, esta alteración no se inventó para el film: tenía su precedente en diversos espectáculos teatrales que, desde los primeros años de la Revolución, ya se habían concebido para celebrarla y, de paso, ir instaurando una nueva percepción de su esencia. Lo que hizo Eisenstein, por tanto, fue sellar para siempre la nueva versión bajo la forma más poderosa que existe: la convicción visual de las imágenes. Las autoridades totalitarias parecían tener claro que, algún día, desaparecerían todos los testigos de los verdaderos hechos y que un libro, después de todo, por fidedigno que sea, tendría siempre menos repercusión que una buena película. ¿Y no ha demostrado John Ford que cuando la realidad se convierte en leyenda, lo que queda es la leyenda?
¡Y qué leyenda! Bajo cualquier otro director, el cúmulo de falsedades, subrayados y elementos abiertamente maniqueos que conforman su sustancia harían intragable su visionado más que como arqueología histórica. Sin embargo, cuando nos asomamos a las imágenes del film nos dejamos arrebatar por su increíble, por momentos alucinatoria, fuerza visual. El barroquismo que inunda la pantalla sitúa al espectador en un mundo situado fuera de la razón, pues se dirige a los sentidos. El Eisenstein de Octubre es ya un cineasta totalmente seguro de su lenguaje. De hecho, El acorazado Potemkin pasaría por un film sobrio al lado del nuevo: en este hay una decidida apuesta por el énfasis que delata a un hombre profundamente convencido de sus capacidades para eludir la convención en beneficio del arquetipo, el eslógan en beneficio del símbolo.
En concreto, Octubre resulta sublime durante su primera hora, puesto que la concatenación de episodios le permite lucir, con arrebatadora fuerza sintética, toda la capacidad simbólica y expresiva de su concepto del cine al servicio de las ideas. Es en esta parte inicial donde se encuentran las imágenes más inolvidables del film: todos los planos donde convierte a Kerenski en un pseudo-Napoleón y el más ridículo y despreciable de los hombres; el episodio de los días de julio, ensayo fracasado de toma de poder por los obreros abortado por el gobierno provisional, donde destaca el segmento en que este ordena que se suban los puentes levadizos del Neva, para aislar la capital de los barrios obreros, dando pie a momentos de imborrable poética (el caballo muerto que queda suspendido sobre las aguas o el cuerpo de la joven abatida sobre el borde mismo del puente, cuyos cabellos, casi de virgen prerrafaelita, esconden su rostro y se van deslizando, asimismo, sobre el vacío; o el abortamiento del golpe de estado del general zarista Kornilov), que concluye con una fenomenal confraternización de los soldados de uno y otro lado, los cuales componen un increíble mosaico racial, y que revela, como en Potemkin, la capacidad del director para la utilización de rostros minerales.
La reformulación de la realidad alcanza momentos de verdadero sarcasmo, como esa escena en que un dubitativo y cobarde Kerenski firma el restablecimiento de la pena de muerte, gesto que la puesta en escena condena sin la menor duda (¡en un momento en que las víctimas del estado soviético ya habían dejado de contarse!). No menos irónico es el modo en que se corrige uno de los episodios más chuscos de Octubre: los asaltantes del Palacio de Invierno descubrieron en sus sótanos unas bodegas muy bien surtidas y durante varios días protagonizaron una borrachera fenomenal. Aquí no: los sanos guardias rojos destrozan las botellas de caros caldos, que son muy burgueses…
Ahora bien, la «realidad» que Octubre no pudo eludir fue la del momento político en que se realizó. Aunque todavía no era el amo absoluto que en la década siguiente haría caer el país bajo un terror arbitraria e insaciablemente asesino, Stalin acababa de enviar a Trotski al «sumidero de la historia» (como tantas ironías del totalitarismo soviético, esta famosa frase se la había dedicado el caído a los partidos obreros moderados que les dejaron el campo abierto la famosa noche del 25 al 26 de octubre). Hubo así que eliminar del montaje final casi cualquier vestigio de la participación de este en el golpe de estado del que él fue el gran estratega: aparece solo en un plano, escuchando a Lenin la noche en que el comité central del partido aprueba el levantamiento. Cuando menos, todavía Stalin no se sentía tan seguro de su poder como para imponer su presencia (muy secundaria en el episodio) tal como haría en sus años de apogeo, cuando todas las ficciones lo situarían compartiendo codo con codo las decisiones con el gran líder del que él se declaró su apóstol y heredero, Lenin.
Lenin es el único Mesías que distingue Octubre, y uno de los grandes aciertos de Eisenstein es la astucia con que reduce sus intervenciones a unas pocas escenas, remarcando su sacralidad, bien consciente de que, para no trivializar su misterio mediante la familiaridad, los dioses (celestiales o terrenales) apenas deben mostrarse ante los fieles. Y qué mejor ejemplo que el momento en que entra en escena por vez primera, genial ejemplo de cómo el cineasta transforma un episodio real pero no especialmente mítico (la llegada de Lenin a la Estación de Finlandia, en Petrogrado: como se sabe, gracias a los astutos oficios del gobierno alemán) en un momento de apoteosis.
Para sublimar aún más su venida, Eisenstein lo hace preceder por imágenes de las mujeres en la cola del pan, ateridas de frío bajo la nevada, indicando así que, con este gobierno provisional, todo es «lo mismo que antes». Pero a la Estación de Finlandia llega el hombre que simboliza el cambio, que hará que los obreros se pongan definitivamente en pie. Y qué mejor forma que hacerlo presentir antes de darle imagen, jugando con las reacciones de esos rostros anhelantes que lo esperan y, sobre todo, creando una enorme expectativa sobre su definitiva aparición al mostrar las partes antes que el todo: sus pies subiendo al vehículo desde donde hablará a la masa, y después sus manos cogiendo el estandarte del partido, para, por fin, hacer que llene el plano con su expresión de conductor de multitudes. Es más, entonces es cuando Lenin lanza sus famosas Tesis de Abril (sobre el reparto de las tierras, la salida de la guerra y la entrega del poder a los soviets, que aparecen sobreimpresionadas con enormes letras), que en realidad formuló unos días después, en el Palacio de Táuride, ante los delegados del Soviet de Petrogrado. Si alguna vez se ha acusado a Octubre de film intelectual, y por ello frío, esta escena se bastaría para desmentirlo: con semejante presentación mesiánica, ¿quién no seguiría a ese hombre hasta la muerte?
Si el gran líder sale poco a escena, el film supone, en mayor grado que El acorazado Potemkin, una celebración del protagonismo coral de ese ser-masa de múltiples rostros y una sola voluntad. Incluso los adversarios de los bolcheviques son representados en el mismo sentido, ya sean los miembros del gobierno provisional —con su apariencia de burgueses satisfechos vistiendo buenas ropas y fumando enormes cigarros— o los patéticos opositores políticos de Lenin, los mencheviques y eseritas (encarnados siempre por rostros blandos, dubitativos, de aspecto inequívocamente intelectual, mientras que los buenos obreros o bien son hombretones de relucientes músculos o ancianos de rostro franco que saben iluminarse siempre ante los buenos mensajes bolcheviques).
Octubre supuso la cumbre de Eisenstein al tiempo que el inicio de su decadencia. El film, de hecho, constituyó un fracaso en su estreno en la misma Unión Soviética. Los medios oficiales (y todos los medios eran oficiales), sin duda con la aquiescencia de Stalin, lo tacharon, como he señalado, de incurrir en el intelectualismo y el artificio, ajeno por tanto a los verdaderos intereses del pueblo: en el horizonte se vislumbraba ya la esclerotización del arte ruso bajo la tiranía del realismo soviético.
En los años siguientes, el cineasta sufriría continuos contratiempos para sacar adelante nuevas películas, ya fuera en su mismo país, en su fracasada aventura norteamericana o en México. Volvió a su país, donde conocería de nuevo las mieles del éxito con Alexander Nevsky (1938), film de evidentes connotaciones simbólicas desde su mismo contenido (la resistencia del personaje histórico del título contra la invasión de los caballeros teutónicos, esto es, alemanes). Su canto de cisne sería el genial díptico formado por Iván el Terrible (1944) y La conjura de los boyardos, que acabó abortando el mismo Stalin, suspicaz ante el ambiguo y tenebroso retrato que el director hizo de ese antecesor suyo al que tanto admiraba: la segunda película (de las tres de que constaba inicialmente el proyecto) no se estrenaría hasta doce años después de su conclusión, en 1958. Para entonces, el corazón de Eisenstein no había resistido más: murió con 50 años, a una edad en que otros cineastas se disponen a realizar sus mejores películas. Fue otra víctima de ese implacable totalitarismo cuya imagen más positiva tanto ayudó a propagar.
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: El acorazado Potemkin / Bronesonets Potyomkin. Año: 1925
Director: Sergei M. Eisenstein. Guion: Nina Agadzhanova. Fotografía: Eduard Tisse. Música: Edmund Meisel. Reparto: Aleksandr Antonov (Vakulinchuk), Vladimir Barsky (Comandante del Potemkin). Dur.: 70 min.
Título: Octubre / Oktyabr. Año: 1928.
Dirección y guion: Sergei M. Eisenstein y Grigori Aleksandrov. Fotografía: Vladimir Nilsen, Vladimir Popov y Eduard Tisse. Música: Edmund Meisel. Reparto: Vasili Nikandrov (Lenin), Nikolai Popov (Kerenski). Dur.: 116 min.
Maravilloso artículo, sencillamente formidable. He disfrutado una barbaridad leyéndolo. Gracias. Y poco más se puede decir, salvo que creo que estamos ante probablemente el mayor genio de la historia del cine y el que verdaderamente imprimió la mayor revolución del lenguaje cinematográfico.
Eisenstein produce una indudable sensación de embriaguez mientras contemplamos sus películas: es el triunfo absoluto del estilo sobre el contenido. Alguien así, es evidente, es capaz de contar cualquier cosa, y es de lamentar que su carrera concluyera tan pronto y con tan pocas películas. Un abrazo, y gracias por tus palabras.
Muchas gracias por el artículo. Muy didáctico, muy bien explicado y muy bien redactado. Gran capacidad de síntesis para tantas temas como tocas. Para mí, aunque quizá sea muy osado, la escena de la escalinata es la traslación al cine del «Guernica» de Picasso.
No es nada descabellada esa comparación, Carlos, puesto que en ambas obras se encuentra la misma combinación de desgarro y estética bien medida, la misma solidaridad con las víctimas al tiempo que fascinación por los elementos expresivos que cada artista utiliza para formularla. Muchas gracias por tus palabras, desde luego, y espero que te sigas pasando por este blog.