El hombre que de verdad mató a Liberty Valance

El hombre que Liberty ValanceSi yo tuviera que escoger mi personaje favorito de toda la historia del cine ése sin duda sería Tom Doniphon, el hombre que en verdad mató a Liberty Valance. Quizá no exista otro personaje que inspire tanta sensación de seguridad en sí mismo, tanto carácter y determinación, que domine de tal modo la situación cada vez que está presente, y al que sin embargo tales cualidades al final nada le valgan porque lo pierde todo: la chica, el hogar, el futuro. Lo pierde porque es inevitable: porque él encarna ese pasado que ha permitido construir, con el valor de los pioneros y a sangre y fuego, un país, pero cuyas cualidades ya no son necesarias en ese futuro que hombres como él (e incluso su doble demoniaco, Valance) han permitido levantar. Y lo pierde a manos de un individuo que encarna otro tipo de nobleza, cierto —aunque esa nobleza, muchos años después (cuando arranca la acción), haya degenerado en un hombre menos digno, o quizá más humano, que el que fue en su juventud y le quitó a su chica—, un lechuguino venido del Este, alguien que trae la semilla del cambio, un cambio destinado a acabar con el mundo, violento y peligroso, en el que Tom Doniphon sabe moverse sin necesidad de nadie ni nada: la civilización.

En cualquier caso, si amamos a Tom Doniphon es porque es un héroe trágico, porque cuando él entra en la escena el resto de personajes dejan de importar, y sobre todo porque es John Wayne. Su forma de sonreír abriendo la boca como un buzón, de volver la mirada de pronto porque algo llama su atención a su lado, de estar de pie con envaramiento —gigante tímido y azorado cuando debe expresar sentimientos— mientras ofrece una flor de cactus a su amada, de decirle a Liberty Valance que el filete que acarreaba el derribado Ransom y que ha acabado por los suelos era el suyo… todos esos gestos inspiran tal adhesión, tal ternura, que es imposible contemplar la película y no desear que la chica se hubiera quedado con él, que esa casa que ardió hubiera visto crecer muchos chiquillos cuidados por el noble e imperturbable Pompey y que, tal vez, Ransom Stoddard nunca hubiera aparecido por el sencillo pero peligroso Shimbone para traer la civilización y las normas.

El siempre ecuánime Ford no dudó en narrar lo que otras veces había hecho: la necesidad de desterrar las leyes del instinto en beneficio de la llegada de esa civilización. En ese sentido, la derrota, o mejor dicho el postergamiento de Tom Doniphon en beneficio de Ransom Stoddard es inevitable y así lo cuenta Ford. Sin embargo, no puede evitar que sus simpatías estén del lado del hombre que lo pierde todo en manos de su rival (y todo no es la reputación de haber acabado con el detestado pistolero Liberty Valance, sino haber perdido a Hallie). Hallie —una excelente Vera Miles, que sabe muy bien dar con el tono al tiempo gentil y vulgar de su personaje—, destinada en un principio a ser la mujer de Tom, sin embargo queda deslumbrada por ese lechuguino que no parece incómodo por llevar delantal y que sabe embrujarla con palabras, allí donde Tom no puede competir (aunque sus sentencias sean más atractivas, por su acerado laconismo: las mejores frases del film le pertenecen).

La amada de TomHay una escena que en la revisión de la película me ha conmovido terriblemente pues ahí está, quizá, la bisagra que marca la definitiva pérdida de Hallie, el instante en que pudo haber sido pero no fue. Es el plano que tiene lugar desde el callejón adonde da la puerta de la cocina del local de Pete. Después del enfrentamiento verbal con Valance, tras haberse despedido de los presentes con una broma (al ofrecerle el editor Peabody su local a Ranse para colgar su placa de abogado, Tom le dice a Hallie que va a estar un tiempo fuera, tratando con caballos, y le pide que apunte todo cuanto suceda en el pueblo en ese tiempo, pues cuando vuelva no habrá periódico donde poder leerlo), John Wayne abandona el local por esa puerta y, mientras se pierde en las sombras, Hallie sale al umbral contemplando su marcha, todavía dudando entre los dos hombres. Qué triste, y qué bello. Qué gran poeta fue John Ford. Si en ese momento Hallie lo hubiera llamado, Ranse Stoddard nunca se habría casado con ella, la casa de Tom no hubiera ardido con sus esperanzas y la historia hubiera sido otra.

Ransom se lleva la gloria y a Hallie, sí, pero es claro que a Ford quien le interesaba —como siempre prefirió a los héroes románticos, destinados a quedar a un lado cuando ya no se les necesita: el Ethan Edwards de Centauros del desierto (1956), la otra obra cumbre del director— era el hombretón destruido por el dolor. No en vano, cuando Hallie y Ransom por fin se reconocen su amor, la cámara los abandona enseguida y se marcha detrás de Tom, para que contemplemos su explosión de dolor, primero echando a patadas del saloon a los dos lacayos de Valance, que intentaban incitar al linchamiento de Ranse, después bebiendo para tratar de olvidar lo que no se puede olvidar y después incendiando su propia casa —empezando por la habitación que estaba construyendo para Hallie—, esa casa que ya no compartirá con nadie… Desde que vi la película por primera vez en mi infancia, una sencilla frase de tres palabras resumirá para siempre la tragedia interior, contenida, de un hombre que de pronto ha perdido el sentido de su vida: «Estaré por aquí…».

Enseñando a dispararEs encomiable que James Stewart aceptara realizar para Ford el papel más antipático de toda su carrera. Ni siquiera en el tramo central narrado por el flash-back su Ransom Stoddard consigue inspirar simpatía. El joven licenciado en Derecho que llega a Shimbone dispuesto a desterrar la ley del revólver en beneficio de las leyes de la sociedad civil es un hombre demasiado imbuido por una misión, por una visión muy rígida de las cosas: no hay un sólo instante en que Ranse se muestre relajado o distendido. Incluso cuando sonríe o se muestra contento no es debido a ningún momentáneo placer terrenal sino a la satisfacción de encontrar en sus libros la ley que permite al pobre marshall Appleyard detener a Valance en cuanto entre en Shimbone o al hecho de que Hallie acepte aprender a leer bajo su tutela. Ramson carece de sentido del humor: cuando Tom, que sí lo tiene a raudales y sabe transmitirlo, le gasta la broma pesada de disparar sobre el bote de pintura que está colocando sobre una estaca, la respuesta es darle un buen puñetazo. Continuamente se muestra irritado o incómodo, hasta el punto de ganarse el enfado del propio Tom: cuando Ranse, repugnado por el politiquerío de la convención territorial, abandona la sala, dispuesto también a dejar su carrera política, que ni siquiera ha comenzado, es Tom —con barba de varios días y la mirada tan hundida que ni siquiera se le ven los ojos— quien va detrás de él y quien, tras contarle la verdad sobre el tiroteo a Valance (y quitarle el peso de haber matado a un hombre), le indica, con obvios deseos de darle un puntapié, que acepte el maldito nombramiento: «Enseñaste a Hallie a leer. ¡Dale pues alguna maldita cosa que leer!», exclama con otra de esas frases inolvidables que contiene la película.

En cambio, el Ranse maduro que regresa a Shimbone ya ha aprendido a utilizar los recursos del humor socarrón, como muestra ante los periodistas del «Shimbone Star»: es un hombre que ha acabado por convertirse en un político completo, alguien por tanto que sabe qué máscara utilizar en público, hasta el punto de que ésta ha acabado por convertirse en su verdadero rostro. Ello no quiere decir que no haya sido un hombre honrado e idealista; incluso se nos comunica que está empeñado en ese mismo momento en una ley de regadíos. Pero el Ranse Stoddard maduro ya es un hombre más vano, más amigo de los halagos: nada más llegar a Shimbone, y antes de ir a rendir sus repetos al cuerpo presente de Tom Doniphon, se deja entrevistar un par de horas para hablar de asuntos de política y, en la conclusión, su rostro y sus palabras rebosan de autocomplacencia cuando comunica su agradecimiento al revisor por las múltiples consideraciones que van a tener para que llegue a Washington cuanto antes.

Lee Marvin como Liberty ValanceLa grandeza ética y emocional de su historia y el interés de sus personajes y las cosas que les pasan es tan grande que hace pasar por alto, como señala su biógrafo Scott Eyman, que también se trata de una de las películas visualmente menos llamativas (él indica que «más vulgares») de Ford. Es cierto: no hay prácticamente ninguna escena que se recuerde por un plano bello, salvo la mencionada escena del callejón, o una composición plásticamente sugestiva (teniendo en cuenta que Ford siempre mostró una atención especial por el tratamiento estético de sus films). Es verdad que el aspecto visual más llamativo de la película es su condición de fantasmagoría, de obvia recreación (de modo muy coherente con el hecho de ser un flash-back en el que un hombre cercano a la ancianidad recuerda hechos muy antiguos de su vida, que por tanto colorea, o estiliza, de un modo muy particular). Lo mismo puede decirse de la decisión de Ford de hacer que sus protagonistas fueran mucho mayores en edad que lo que demandaban los personajes, y que es sobre todo evidente en James Stewart, que desde luego no puede pasar por un jovencito recién salido de la facultad de leyes. En ocasiones, incluso, se observa cierta tosquedad compositiva: francamente, la escena del duelo entre Ranse y Valance tiene una ejecución demasiado feísta, con encuadres poco atractivos; pero, una vez más, esto tiene un sentido dramático —o al menos así se lo damos los espectadores entregados—: Ranse está narrando, recordando, un episodio que considera especialmente vergonzoso de su vida, tanto porque inicialmente implicó que traicionara sus principios matando a un hombre, como porque además es mentira que lo hiciera, y tuvo que soportar que su reputación naciera sobre hecho tan doblemente censurable.

Y sin embargo no importa; o mejor dicho, no se nota. Véanse las veces que se vea El hombre que mató a Liberty Valance, la prueba de su grandeza es que siempre emocionan las mismas escenas, divierten los mismos momentos, atraen los mismos personajes. El admirable Dutton Peabody, «director, propietario, editor y reportero» del Shimbone Star, también el borracho del pueblo (en apretada pugna con el doctor Willoughby, el enésimo médico alcoholizado de la filmografía fordiana), es un personaje maravilloso, al que el gran característico Edmond O’Brien presta una inolvidable interpretación extrovertida. Como entrañables son el orondo marshall Link Appleyard, que sale corriendo cada vez que olfatea un problema, no en vano «en la cárcel sólo hay una celda, la cerradura está rota y en ella duermo yo» o Pompey, esa encarnación de la dignidad callada que encarna Woody Strode, que a diferencia de Ranse sí sabe demostrar el terrible dolor que para él ha supuesto la pérdida del hombre a cuyo servicio, tal vez amistad en un sentido que sólo en el duro Oeste puede comprenderse, consagró su vida; algo que Ford, siempre sabio, muestra haciendo que Hallie se siente a su lado mientras que Ranse ha de hacerlo en otro banco: no por imposibilidad espacial, sino por necesidad dramática.

Hay también espacio para el humor, para la sonrisa cómplice, pues Ford fue un irlandés que siempre supo apreciar un buen chiste, un buen momento para la diversión, algo que tan bien sabía comprender John Wayne, cuyo personaje es capaz de pasar de la distensión a la tensión con sólo un cambio en su mirada. Y por muchas veces que haya sido citado y repetido, sigue esperándose con veneración cómplice el instante en que Carleton Young, el editor del periódico, arroja a las llamas la crónica que les acaba de brindar Ranse y le espeta: «Esto es el Oeste, senador. Y aquí, cuando la leyenda se convierte en hecho, se imprime la leyenda».

Liberty Valance

[Los lectores que no deseen conocer los detalles del final de esta inolvidable película deben dejar de leer aquí]

Pero, más que nada, El hombre que mató a Liberty Valance es una película triste, tanto como la bella tonada compuesta por Cyril Mockridge, una balada elegíaca bañada en suaves toques de distensión, que culmina el quizá más desolador —pero una desolación íntima, nada ostentosa— final de la filmografía fordiana. Un final que termina de revelar en el rostro y en las palabras de Hallie que siempre ha sabido que se equivocó al elegir al hombre de su vida (lo cual también sabe Ransom: cuando pregunta quién puso la flor de cactus sobre el ataúd ya sabe lo que encierra la respuesta que le va a dar su mujer). Y un final que concluye con la lúcida amargura del mismo Ransom, tras la respuesta jovial del revisor («Nunca habremos hecho bastante por el hombre que mató a Liberty Valance»): la conciencia de que su vida, por mucho que haya saciado con creces las ambiciones juveniles que forjó, se cimenta sobre un acontecimiento que en sí contravino todos sus principios, y que en último extremo era falso. El tren se pierde por el fértil vergel que las leyes de Ransom hicieron que se ganara al desierto: Ford no destruye por completo al personaje, cierto. Pero es el recuerdo de Tom Doniphon, el hombre que cabalgó por aquellos lugares salvajes con la ilusión de construir una casa para la mujer de su vida, el que seguirá embargando siempre al espectador cuando concluye la película. El recuerdo del hombre que de verdad mató a Liberty Valance.

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: El hombr que mató a Liberty Valance / The Man Who Shot Liberty Valance. Año: 1962.

Director: John Ford. Guión: James Warner Bellah y Willis Goldbeck; relato de Dorothy M. Johnson. Fotografía: William H. Clothier (B/N). Música: Cyril J. Mockridge. Reparto: James Stewart (Ranse Stoddard), John Wayne (Tom Doniphon), Vera Miles (Hallie), Lee Marvin (Liberty Valance), Edmond O’Brien (Dutton Peabody), Woody Strode (Pompey), Andy Devine (Link Appleyard). Dur.: 123 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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