En el reparto de etiquetas entre los grandes intérpretes del ayer, a Tyrone Power parece haberle correspondido la de galán intrascendente que cargó con numerosos personajes de héroe noble y sin sustancia. Si hasta nuestras abuelas pensaban que tirone pover era un actor tan guapo como malillo… Yo mismo tardé mucho tiempo en apreciar el error de esta aseveración. Durante mi adolescencia, y quizá en buena medida porque es un intérprete que, aun teniendo magníficas películas en su haber, no está asociado a los títulos o a los directores de mayor renombre mítico, Power me producía, como mucho, indiferencia. Poco a poco, sin embargo, y a medida que completaba el conocimiento de su carrera y repasaba los films que ya conocía, iba encontrándome con la sorpresa de que sus interpretaciones no solo eran mucho mejores de lo que recordaba, sino que su trabajo aportaba inesperados matices a las historias, sin los cuales estas hubieran sido notoriamente unidimensionales. Tyrone Power, lo digo ya, es para mí un actor magnífico al que ha perjudicado mucho la falta de enfatismo de su estilo interpretativo (y el énfasis siempre ha vendido, y venderá, más que la sobriedad) y el error de pensar que su apariencia gentil indicaba carencia de registros. Todo lo contrario, esa gentileza es la raíz de la profunda ambigüedad que acaba envolviendo a sus mejores personajes en un halo de turbiedad verdaderamente inquietante. Los actores enfáticos gustan de llevar de la mano al espectador durante toda la película, para que no se «pierda»; los ambiguos nos dejan a nuestro aire, sugiriendo antes que demostrando, sembrando poco a poco la duda acerca de su verdadero fondo, obligándonos a reevaluar la aparente nobleza de que inicialmente parecía revestido. Tyrone Power pertenecía a esa raza de actores sutiles.
Nacido en 1914, hijo de un intérprete conocido con el mismo nombre (en sus primeros trabajos, él firmó como Jr.), el actor alcanzó muy pronto el estrellato. La 20th Century-Fox lo contrató a mediados de los años 30 y casi enseguida le confió papeles protagonistas: tenía tan solo 22 años cuando se le dio el rol principal de Lloyds de Londres (1936), y ya nunca abandonó el primer puesto del reparto. Es más, Tyrone Power siempre fue joven (en una época en que, eso sí, ser joven no significaba pretender prolongar la adolescencia en todo lo posible): incluso su muerte fue prematura, de un ataque al corazón, en Madrid, donde filmaba Salomón y la reina de Saba, cuando contaba solo con 44 años.
La apariencia de Power era la de un muchacho sano y alegre, siempre exultante de vitalidad. No extraña que cultivara mucho el cine de aventuras, ayudado por una apariencia física ágil y ligera, si bien no en el sentido, por ejemplo, de un Burt Lancaster, prototipo del héroe «duro»: el cuerpo de Power, aun bien proporcionado, en absoluto transmitía el desatado brío del protagonista de El temible burlón. Ahora bien, este también excelente gran actor nos sirve muy bien para comprender las diferencias entre el prototipo que encarnaba uno y otro. El enorme vigor físico y la subsiguiente vehemencia carismática de Lancaster resultan incontenibles: parece imponerle a su dueño la necesidad de hacer continuo alarde de sí mismo. Así, la sonrisa de Lancaster es avasalladora: obliga a sonreír con él, pero al mismo tiempo provoca una indudable inferioridad en su oponente, sabedor de que nunca podrá igualarlo. En cambio, la sonrisa de Power era, más bien, la de un buen chico que transmite, ante todo, simpatía y complicidad: uno no se siente amilanado en su presencia. Ahora bien, precisamente ahí se encuentra una de las claves de la personalidad cinematográfica de Power: esa sonrisa franca y gentil, muchas veces, enmascaraba una opacidad casi imperceptible, ocultaba un fondo mucho menos cordial de lo que parecía. Los grandes personajes del actor se beneficiaron de esta trampa.
Su carrera se desarrolló en el seno del estudio que primero que confió en él, la Fox, y al que fue fiel prácticamente hasta su muerte. Sin duda, constituyó una de las estrellas emblemáticas del estudio, que con frecuencia lo encomendó a los mejores directores de la casa, verbigracia el hoy injustamente poco conocido Henry King, con quien trabajó hasta once veces entre ese inaugural 1936 y 1957. King fue precisamente quien tuteló sus primeros años, a lo largo de una serie de títulos cuya culminación fue Tierra de audaces (1939), donde encarnó al mítico bandido Jesse James, al lado de otro grande, Henry Fonda, encarnando a su hermano Frank.
De todos esos papeles iniciales, sin embargo, el que yo prefiero es uno que restalla, precisamente, por la modestia de su trazado, y que se encuentra, además, en un film olvidado, el magnífico Vinieron las lluvias (1939), film para el que la Fox, curiosamente, pidió prestado a la Metro al director Clarence Brown, cuando su planteamiento sobre la redención personal era de lo más apropiado para los habituales intereses dramáticos de King. Ambientado en la India, aborda dos historias de amor que comparten el hecho de que uno de los dos miembros de la pareja (cada uno por su lado, a cargo de los excelentes George Brent y Myrna Loy) representa a la cínica y desengañada, también lúcida, Europa, mientras que los otros dos encarnan la inocencia y la pureza. En el caso de Power, interpretando al médico indio del estado donde transcurre la acción, Ranchipur, y heredero al mismo tiempo de su anciano rajá, consigue el prodigio de hacer plenamente sólido un prototipo de ser humano que parece más celestial que terrenal, en su abnegación e integridad (nada ostentosas, además, lo que le permite tratar a quien no es como él sin pretender convertirlo). Las estupendas escenas (de memorable intensidad emocional) que comparte con una actriz mucho más veterana, y por tanto hecha, que él (la gran Myrna Loy) ya dan prueba del talento de Power, quien siete años después volvería a dar vida a un personaje similar, en El filo de la navaja, con incluso mejores resultados.
Sin alcanzar todavía la treintena, Power encadenó dos papeles consecutivos, a las órdenes del mismo y estupendo director, el injustamente olvidado Rouben Mamoulian, que ya terminan de dar fe de su extraordinaria versatilidad. El primero es el héroe titular de El signo del Zorro (1940), ese modelo de justiciero enmascarado que supone una suerte de cruce entre Robin Hood y la Pimpinela Escarlata. El doble papel, aunque no lo parezca a primera vista, siempre ha sido un reto para un buen actor, no en vano debe resolver el notable desafío de fingir un carácter antitético al del justiciero, para no levantar sospechas, pero al mismo tiempo saber sugerir (para el espectador, no para el resto de personajes del film) la secreta personalidad que hay en su interior, de tal modo que sean los movimientos los que expresen sus dos muy distintas caras. Para dar vida a don Diego de la Vega, Power crea un petimetre delicioso, extrayendo un gran partido a la delicadeza casi femenina de su apostura física pero sin incurrir en el fácil amaneramiento al que recurren otros endebles actores que han encarnado el mismo personaje. Por otro lado, el film es magnífico, desde el momento en que el director Mamoulian, muy bien apoyado por un lado en su protagonista y por otro en la delicadeza plástica de la dirección artística, sabe situarse en el punto justo entre tensión y distensión, haciendo que incluso en los momentos de ligereza (con Power dominando genialmente la escena con su encarnación de tipo blando) lata en el fondo la sensación de que, con facilidad, las flores pueden tornarse espadas. Esa lección la olvidarían en el futuro los Steven Spielberg y George Lucas, supuestos reproductores del espíritu clásico de la aventura.
El siguiente personaje es aún más difícil, en especial para un espectador ibérico del siglo XXI que debe hacer el esfuerzo de creerse el concepto exótico que Hollywood tenía de nuestra «españolada» de toda la vida. Sangre y arena (1941) constituye un melodrama genial para comprender que la clave de este género nunca podrá estar en los elementos argumentales (en este sentido, el film carece del menor interés: una ensalada de tópicos sobre la «racialidad» de dos arquetipos como el torero y la mujer fatal, latinos ambos y por tanto ardientes hasta la extenuación) sino en la atmósfera, el tratamiento de la luz y la escenografía y las interpretaciones, todo ello, claro, bajo el mando de un director de orquesta con sentido de la narración visual. Power encarna a joven pícaro sevillano que se propone alcanzar la cumbre del toreo, y lo consigue, en efecto, para tropezarse en ella con una mujer mala (Rita Hayworth nada menos: ¿quién se resistiría?) que barre la delicada concentración que requiere su profesión. Bajo la conseguida impronta del cuento de hadas más irreal, el actor acierta con el registro de niño grande que, en realidad, nunca ha dejado de considerar la vida como una travesura más de su infancia pobre, de tal modo que su jactancia viril (el famoso «macho ibérico» que encarna el mito del torero) es mera fachada: ese hombre que se conduce como si fuera el dueño del mundo lo hace con la misma ingenuidad que cuando todavía soñaba con serlo, de ahí la fragilidad con que se convierte en un pelele, no ya en manos de la femme fatale, sino del mismo destino.
A estos dos personajes quizá se puede añadir otro más, procedente de una película mejor planteada que conseguida, pero entrañable de todo punto: El cisne negro (1942), dirigida por Henry King, uno de estos títulos de aventuras marinas que asociamos con el cine de los sábados por la tarde de nuestra infancia. En ella, encarna a un pirata, Jamie Waring, mano derecha del real y famoso Morgan, atrapado en posición incómoda cuando su jefe se convierte en gobernador de Jamaica y debe perseguir a aquellos que se niegan a aceptar este aburguesamiento y a los que, en el fondo, contempla con nostálgica envidia. El film, por desgracia, desaprovecha esta sabrosa confrontación de modos de vida que se desarrolla en el interior de sus personajes; a cambio, tiene la virtud de ofrecer, en el personaje de Waring, a uno de los más insólitos héroes del cine de aventuras. Insólito por su retrato poco favorecedor: a lo largo de toda la trama, Waring no hace otra cosa que desmentir el presunto carisma del aventurero de raza que pretende ser, resultando más bien un zafio granuja, amigo de emborracharse en el momento menos oportuno, de confundir el galanteo (de la maravillosa Maureen O’Hara, más bella que nunca, si eso es posible) con la pura imposición sexual y cuyas iniciativas suelen concluir en el más estrepitoso fracaso. Y ante la admiración del espectador, Power ejecuta su personaje con una de las interpretaciones más hoscas y menos simpáticas de su carrera, entendiendo que Waring es justo el reverso negativo de su mítico Zorro.
Tyrone Power fue uno de los actores de su país que marchó a la guerra, para dar ejemplo ante sus conciudadanos. Sirvió en la Marina, como piloto del cuerpo aéreo de transportes, participando en la campaña del Pacífico: no parece que su vida corriera peligro, pero es justo señalar su actuación. El Hollywood al que regresó, en apariencia el mismo, no lo era, como bien sabe cualquier cinéfilo, y es lógico. El mundo optimista de un Frank Capra iba a dar paso al cine negro, al triunfo del thriller psicoanalítico y, enseguida, a la caza de brujas. La mayor parte de los actores que estuvieron esos tres o cuatro años alejados de los platós regresaron mayores en edad y en experiencia, lo cual se notó por lo general en sus papeles: el mejor ejemplo siempre lo será James Stewart, que dejó en un armario al sano americano medio de sus títulos con Capra (no sin darles culminación con la obra maestra del director, ¡Qué bello es vivir!, de 1946) para sacar a la luz su faceta más turbia y violenta a las órdenes de Alfred Hitchcock y Anthony Mann.
Sin embargo, Power retornaba con la misma aureola de chico simpático que cuando se fue. No tenía más de treinta años, hay que insistir, y la Fox lo integró enseguida en el mismo tipo de películas. Ahora bien, su filmografía comienza a registrar más de un personaje en la línea del Jamie de El cisne negro, es decir, con más luces que sombras.
Su regreso lo hizo de la mano de un par de magníficas películas en las que fue dirigido por el mismo profesional, el elegante director Edmund Goulding, otro hombre que no suele aparecer en los catálogos del cine de autor pero que cuenta con más de un gran película: es probable que las dos mejores sean las que rodó con nuestro actor.
La primera, popularísima en su día, tanto como la novela de Somerset Maugham que adapta, es El filo de la navaja (1946). El personaje central del excelente libro original, Larry Darrell, es un joven de «grandes esperanzas» que deja una vida de comodidades para emprender lo que ahora, con cierta vulgaridad, se llama búsqueda de sí mismo, pero que en un personaje de la extremada pureza del retratado por Maugham supone toda una ardua prueba espiritual. Con la perspectiva del tiempo, no se me ocurre ningún otro actor del Hollywood clásico como Tyrone Power, que pudiera otorgar tal credibilidad a un personaje sobre el que flota una perpetua inclinación al ridículo. Apoyado en esa gentileza natural que le impregnaba, Power acierta al hacer de Larry un ser a la vez muy transparente y muy enigmático, cuyo atractivo y bondad restallan enseguida, pero que convierte esa bondad en una cualidad muchas veces impenetrable. Esta dimensión, por un lado, disgusta profundamente a la rica heredera con que está prometido (Gene Tierney, en uno de sus mejores papeles, desbordante de un inolvidable egoísmo sensual), que trata de devolverlo al redil de la jaula de oro en que ella está acostumbrada a vivir, pero a la vez, incrementa, de modo subterráneo y masoquista, su atracción por Larry, sin lo cual no se entendería la relación entre los dos personajes. De no ser porque alguno de los personajes secundarios (el de Anne Baxter, que curiosamente le reportó el Oscar a la mejor secundaria) dispersa demasiado la densa concentración dramática de la trama, estaríamos ante una obra fundamental del género. Aun así, es magnífica (no se olvide la participación de un Clifton Webb genial, en el segundo mejor personaje de su carrera, modelado claramente a partir de su Waldo Lydecker de Laura).
El siguiente film es uno de los títulos más insólitos, inclasificables y fascinantes de aquellos años. Se trata de El callejón de las almas perdidas (1947), adaptación de una muy turbia novela de William Lindsay Gresham. El guion, como es lógico, rebaja bastante la dureza del original (como ya expuse en un viejo artículo de este blog), pero aun así lo que queda es un extraño y malsano melodrama que se desarrolla a la manera de un inexorable círculo vicioso, puesto que enfoca la trayectoria de ascenso, triunfo y caída de un personaje que acaba en el mismo punto donde empezó, si bien (y ya no hablo más) en unas condiciones muy distintas a las de partida. El protagonista es un joven buscavidas que trabaja en una feria, donde pronto empieza a revelar considerables cualidades para leer el interior de quienes le rodean y así mejor manipularlos, lo que le brinda el triunfo como mago en elegantes night-clubs. Estimulada su ambición, decide pasar directamente a la estafa de ingenuos ricachones que confían en su presunta capacidad para contactar con el más allá.
Posiblemente en el papel de su vida, Power crea un personaje absolutamente arrebatador, fundiendo de modo estremecedor sus propias cualidades externas (repito: la sencilla galanura, la limpieza de su mirada, la apostura juvenil) con las exigencias de un personaje que parece encerrar un desalmado egoísmo pero cuya desarmante apariencia benigna despierta una notable ambigüedad. Pocas veces una estrella de Hollywood (se me ocurre, precisamente, Burt Lancaster en Chantaje en Broadway), catalogado en papeles habitualmente nobles, ha sido capaz como aquí de aceptar un rol arriesgadísimo, porque a poco que extralimite el registro es evidente que solo puede provocar repulsión. Lo cierto es que el film constituyó un fracaso, y por ello Power no prosiguió por esta senda, lo cual no quita que, sin poderlo evitar, más de uno de los personajes que rodó en los años siguientes obligue a reflexionar dos veces sobre su carácter teóricamente positivo.
En la década que le restaba de carrera, la filmografía de Power deja de ofrecer sorpresas. En líneas generales mantiene la categoría estelar y todavía abunda en películas sólidas, por lo común a las órdenes de los dos Henrys del estudio: King y Hathaway. En particular, para el primero realizó buenos films aventureros, como El capitán de Castilla (1947), encarnando a un integrante de la conquista mexicana a las órdenes de Hernán Cortés (es curioso que Power, cuyo físico en principio no parece muy latino, hiciera tres veces de español, en películas cuya versión original suele ser regocijante por la manía de hacer que unos personajes que hablan un inglés impecable suelan adornarlo de interjecciones en un español macarrónico), y El príncipe de los zorros (1949), situado en la Italia de los Borgia, donde resiste a la perfección la confrontación con un Orson Welles que desborda carisma en su habitual papel de Orson Welles, aunque aquí se haga llamar César Borgia.
Su última película (completa al menos) fue la muy famosa Testigo de cargo (1957), adaptación a cargo de Billy Wilder de la obra teatral que Agatha Christie escribió a partir de su propio (y muy mediocre) cuento. Aunque lo más interesante de este agradable pero sobrevalorado film radica en el reto literalmente físico que el caso central supone para el anciano abogado, en delicado trance de salud, que encarna el gran Charles Laughton (y en su sabrosa confrontación con su enfermera, personaje encarnado de modo delicioso por la esposa de Laughton en la vida real, Elsa Lanchester), Power tuvo aquí la oportunidad de realizar un magnífico papel que bien puede considerarse, por sus características, como todo un testamento espiritual del actor.
Recuérdese que el caso gira en torno a la acusación que se hace al personaje encarnado por Power, un joven sin oficio ni beneficio llamado Leonard Vole, de haber matado a una madura ricachona que le había dejado como único heredero, resultando que el testigo principal de la acusación es la propia esposa de Vole, en quien él fiaba su coartada (papel que brinda un magnífico lucimiento a Marlene Dietrich). La clave dramática del caso, lo que hace que el abogado llegue a poner su vida en juego por la defensa del cliente, es la inocencia químicamente pura que éste trasluce en todos sus gestos: como Power sabía transmitir tan bien, Leonard Vole parece un niño grande, encantador y algo truhán, que se ha puesto en un brete por pura inconsciencia.
Sin embargo —si alguien no ha visto el film, o no conoce su trama, debe dejar de leer aquí—, en realidad Vole es culpable y la acusación de su esposa forma parte de un ardid tramado entre ambos. El mérito de Power es conseguir que, incluso cuando todo parece denotar a un personaje desbordantemente inocente, la turbiedad interior del personaje trasluzca sutilmente al exterior. En buena medida, ayuda el hecho de ser mayor de lo que demandaba su rol de joven encantador (pues no se puede evitar cierto esbozo de decadencia física en un físico, aun así, todavía razonablemente juvenil), pero sobre todo estriba en la forma de moverse y de mirar del personaje, cuya insolencia tanto puede parecer propia de la personalidad infantil de Vole como de su suficiencia al saber que está jugando, aun arriesgadamente, con todo el mundo. El resultado, estupendo, confirma (para quien le hiciera falta) que Tyrone Power fue un gran actor, versátil, sutil, inquietante, al que quizá faltó una obra maestra rotunda, y mítica, para ocupar el puesto que merecía en la historia del cine.
Pues para mí Tyrone Power fue también un descubrimiento «tardío». Ha pasado de tenerlo en poca consideración a estar entre mis actores favoritos. Pienso que es un extraordinario actor y uno de los más infravalorados de la historia del cine. Es que los actores sobrios y sutiles no son del gusto de mucha gente.
Desde luego que Power compuso el papel de su vida en El callejón de las almas perdidas, ese personaje ambivalente e inquietante, pero, aunque como tú dices, en el decenio de 1950 no ofreció grandes sorpresas interpretativas, sí me gustaría recordar algunos films que no has nombrado, por si algún cinéfilo inquieto accede a su visionado. Destacaría El correo del infierno, un terso western de Henry Hathaway, Correo diplomático, un magnífico film de espías también de Henry Hathaway, El capitán King, una brillante descripción del racismo en la India colonial, Cuna de héroes, un Ford menor con un Power entrañable, y The sun also rises, también con Henry King, una melancólica crónica del desencanto de unos personajes en busca de su identidad perdida.
Tyrone Power fue, con Gregory Peck, uno de los dos actores favoritos de Henry King, un director espléndido y también un caso flagrante de cineasta infravalorado. Si fija uno bien en King, y en Power, se entiende que congeniaran tanto. La mirada de ambos es poco enfática, serena dentro de la turbulencia interior, reposada y sin estridencias. Como Ty, un grande entre los grandes.
Henry King es un gran director por desgracia todavía poco reconocido, quizá porque de su filmografía solo hay unos cuantos títulos visibles de verdad. Con Peck rodó varios espléndidos, del famoso «El pistolero» a «El vengador sin piedad», aunque creo que la medida de su talento la da un film, «Días sin vida», sobre F. Scott Fitzgerald y su final, que tiene el prodigio de que unos actores que en principio en absoluto parecen los más adecuados para esos papeles tan desgarrados (Peck y Deborah Kerr) estén maravillosos y maravillosamente dirigidos.
De la filmografía de Power, como es lógico, he dejado algunos títulos fuera por razones de espacio. De los que citas, me gusta mucho «El capitán King». No he visto en cambio ni «Correo diplomático» ni «The Sun Also Rises», de modo que intentaré corregirlo pronto.
Un abrazo y a seguir disfrutando de estos actores que a primera vista no parecen relevantes y luego se empeñan en quedarse para siempre dentro de nosotros.