Los más veteranos aficionados al tebeo (si son veteranos no pueden llamarlo «cómic»), al leer el nombre del Capitán Marvel, lo asociarán de inmediato a un popular superhéroe nacido a mediados del siglo XX, de cierto parecido gráfico con Superman (traje vistoso con capa y el rostro al descubierto sin máscara encubridora alguna), publicado por la editorial Fawcett. Más tarde, Marvel sería el nombre adoptado en los años 60 por una editorial antes llamada Timely o Atlas, que acababa de revolucionar el género con la invención de su celebérrimo universo superheroico. Aprovechando el vacío legal en torno al original, Stan Lee, su gran patriarca, decidió que la Casa de las Ideas debía contar con un personaje que portara su nombre: es más, creó un personaje que fue llamado igual (irónicamente, años después el original debió cederlo por entero, ya legalmente y para siempre, pasando a ser conocido como Shazam, en origen el grito que provocaba su transformación). La trayectoria del nuevo Capitán Marvel no abarcó mucho más de una década en una editorial que ha cumplido ya más de medio siglo. Y sin embargo, los clásicos más incondicionales de la casa lo reverencian porque fue objeto de la atención de un creador completo, Jim Starlin, que tuvo la suerte (y la libertad) de encontrar en él al personaje con el cual dar pie a una de las más fascinantes sagas de la historia de la editorial, que concluyó con su muerte en una aventura de una inolvidable fuerza elegíaca. Y que, al contrario que otros muertos famosos de la casa (Jean Grey o Gwen Stacy) no ha resucitado, aunque otros personajes distintos heredaron el nombre. A su vida, pasión y muerte voy a dedicar el siguiente artículo.
El mismo Stan Lee se encargó de la creación del Capitán, presentándolo en el nº 12 (diciembre de 1967) de una cabecera titulada Marvel Super-Heroes. Gene Colan, uno de los mejores autores bajo contrato, fue su creador gráfico ayudado por las tintas de Frank Giacoia. Lee cedería enseguida los bártulos del guión a su delfín y entonces niño prodigio Roy Thomas. El personaje repetiría en el siguiente número, el 13, para recibir enseguida una colección propia bajo el título ya de Captain Marvel, que se extendería a lo largo de 62 números, desde mayo de 1968 hasta mayo de 1979, si bien con algún que otro parón y cambios en la periodicidad.
El planteamiento del nuevo personaje no era precisamente muy interesante, salvo su caracterización no como terrestre sino como alienígena, en concreto como perteneciente a una de las razas estelares de la casa, los belicosos kree. De hecho, es capitán de verdad, destacado por los suyos como miembro de una misión de espionaje en la Tierra con vistas a una hipotética futura conquista. En un rasgo de simpático ingenio, su nombre auténtico es Mar-Vell, que será americanizado tan pronto se infiltra en nuestro planeta azul, como es lógico en los mismísimos Estados Unidos.
Ahora bien, el resto es del todo vulgar. El hombre encargado de descubrir nuestras debilidades acaba padeciendo el eterno enamoramiento de todo extraterrestre «bueno» con respecto a la humanidad: la vieja cantinela de que, sí, de acuerdo, el ser humano sufre una gran atracción por la violencia y la destrucción, pero dentro de él hay un enorme potencial para la grandeza y, en especial, una pasión como no hay otra en todo el universo. De modo que Mar-Vell acabará situándose a nuestro lado en el conflicto con los kree. Encima, Stan Lee, en el fondo un guionista entre dos épocas, recurrió a clichés de lo más antiguo como el planteamiento de un triángulo sentimental cuyos otros dos vértices son su enamorada, la bella oficial médico de a bordo, Una, y el celoso comandante de la expedición, el coronel Yon-Rogg, que encima es un maldito villano que envidia a Mar-Vell su superior valor y prestigio.
La serie echó a andar con poco convencimiento, casi por pura inercia, si bien la presencia de Colan en los primeros números le otorga una lógica prestancia. La revisión de esos oscuros episodios, en todo caso, reserva la sorpresa de descubrir que el poderoso superhéroe cósmico que tenemos en la memoria, en origen es un guerrero más bien corriente sin más habilidades especiales que las que le da, en la tradición de Superman, la diferente composición de la atmósfera terrestre. El primer traje del Capitán Marvel no es sino su uniforme del ejército kree e incluso su apariencia física es distinta a la más conocida, subrayada por un corte de pelo militar y los cabellos blancos.
En la misma editorial debieron de advertir que el planteamiento daba para poco, porque a partir de su segunda decena, y de la mano de diversos artistas que fueron cambiando casi de número en número, comenzó la reformulación del personaje. En primer lugar, un encuentro en el espacio con una misteriosa entidad llamada Zo sirvió para otorgarle los necesarios poderes cósmicos. Poco después, la Inteligencia Suprema (el ser que rige el imperio kree) le otorgaría el uniforme rojo y azul que sería ya su sello visual definitivo. Sin embargo, nadie parecía tener claro hacia donde dirigir al personaje, porque su nuevo estatus enseguida daría un giro de ciento ochenta grados que, eso sí, comenzaría la evolución del héroe hacia sus años dorados.
Ese giro fue idea de Roy Thomas, el segundo hombre fuerte de la editorial detrás de Lee. Siempre amigo de hacer homenajes a las series y personajes de su niñez, decidió (de modo que a mí me parece insensato) reproducir la situación de partida del viejo Capitán Marvel de Fawcett. Éste compartía cuerpo con un adolescente llamado Billy Batson, que al pronunciar la palabra Shazam se convertía en el héroe musculado: dos seres distintos pero solo uno de ellos podía tener presencia en la Tierra. Para el nuevo Capitán, Thomas buscó un muchacho que ejerciera un papel similar, y lo encontró en Rick Jones (viejo secundario de la casa, compañero de andanzas de héroes tan conocidos como La Masa o el Capitán América), inventando el recurso a unas nega-bandas que lleva en sus muñecas: cuando las entrecruza, da paso a Mar-Vell. Así, mientras uno está en la Tierra (el Capitán tiene la limitación de poder estar un máximo de tres horas), el otro se halla en una dimensión conocida como la Zona Negativa.
Se trata de la clásica idea que, de entrada, llama la atención pero que, a poco que se piense, da mucho menos juego del que promete. De hecho, Thomas lo único que hizo fue estropear el mucho más prometedor desarrollo cósmico avanzado por sus antecesores, y nadie le prestó atención. La colección fue suspendida tan solo cinco números después del estreno del nuevo equipo formado por Thomas y el dibujante Gil Kane, en el nº 21 (agosto de 1970).
Ahora bien, Thomas no olvidó a su personaje. Por entonces, y acompañado por los lápices de dibujantes de la calidad de John Buscema o Neal Adams, estaba desarrollando uno de sus mejores trabajos en la serie de Los Vengadores, dando pie a una excelente aventura hoy conocida como La guerra kree-skrull, que extrajo un notable partido de todos los ingredientes cósmicos del Universo Marvel. En sus páginas, Thomas volvió a separar a Mar-Vell y a Rick Jones. El buen papel de estos dos personajes en la saga antedicha creó nuevas expectativas sobre su serie original, y ésta fue revitalizada, retomándose la numeración desde el episodio 22 (septiembre de 1972), aunque los artistas escogidos volvieron a sumirla en su atonía original. Es más, la desorientación siguió siendo completa, puesto que la primera decisión de aquellos fue volver a «fundir» a Marvel y Rick Jones con las latosas nega-bandas como llave dimensional para traer a la Tierra a uno u otro.
Lo lógico es que la colección hubiera vuelto a cerrar, esta vez de modo definitivo. Sin embargo, un golpe de suerte la revitalizó. En aquella época, inicios de la década de los 70, Marvel había dado un salto en la producción de series, aumentando en mucho el número de colecciones, lo que llevó a abrir sus puertas a muchos jóvenes artistas. Uno de ellos se llamaba Jim Starlin. Había entrado en la Casa en 1971 encargándose de cometidos muy humildes, con frecuencia la corrección de pequeños detalles gráficos de otros artistas. Starlin compartía piso con otro recién aterrizado a quien se estaba exprimiendo a conciencia, Mike Friedrich, que llevaba el guión de varias colecciones a la vez. Agobiado por las fechas de entregas, Friedrich le pidió a su compañero que le ayudara en la realización del nº 55 de la serie Iron Man, que recogía las aventuras de quien en España fue llamado primero el Hombre de Hierro.
Starlin respondió con entusiasmo. No solo se hizo cargo del dibujo sino que aportó una enorme cantidad de ideas al episodio: un aluvión de personajes y escenarios que llevaba tiempo pergeñando y que incluyó en ese número, de modo caótico y desequilibrado, sin advertir que eran demasiadas ideas para tan pocas páginas, y que lo lógico es que quedaran ahogadas unas al chocar con las otras. La nómina de esas creaciones hoy es justamente mítica: Starlin inventó un nuevo escenario, Titán, una de las lunas de Saturno, bajo cuya desolada superficie existía una civilización apacible e hipertecnológica dirigida por el sabio Mentor en compañía de sus hijos. Uno es el apacible Eros, pero su otro vástago le salió malvado e inmediatamente se reveló como un sanguinario criminal que casi extermina a todos los habitantes de Titán y enseguida se lanza a por nuevos objetivos, como la Tierra. Su nombre, Thanos. El dibujante Starlin tuvo la astucia de hacer que sus primeras apariciones en ese cómic fueran más bien elusivas (de espaldas, entre sombras) hasta dedicarle una gran viñeta que revela una estatura gigantesca y una apariencia tan corpulenta como amenazadora. Hay que añadir otro nuevo personaje, el llamado Drax el Destructor, un terrestre cuyo espíritu es introducido en el cuerpo de un ser de extraordinarios poderes y reanimado con el único objetivo de combatir a Thanos hasta la muerte final.
La suerte fue que el siguiente número de la colección, el 56 (cuya trama nada tiene que ver con el anterior), le pareciera una estupidez colosal al alma mater de Marvel, Stan Lee, y ordenara la expulsión de sus creadores. Roy Thomas, por entonces director editorial de la casa —es decir, el puesto de máxima responsabilidad frente a los creadores—, tuvo el buen ojo de advertir el tremendo potencial que había en el joven Starlin y en sus creaciones, y lo puso en la colección más adecuada para que éstas encontraran el entorno cósmico necesario. Y Starlin respondió con un trabajo deslumbrante y justamente mítico.
Su etapa en Captain Marvel, curiosamente, no fue muy longeva: abarca desde los números 25 a 34 (marzo de 1973 a septiembre de 1974: la colección era bimestral), con Friedrich a cargo de los diálogos de algunos de esos episodios. En épocas posteriores, los argumentos ideados por Starlin habrían dado para una saga de varios años de duración; en la suya, el increíble sentido de la síntesis con que resolvió el enfrentamiento de los héroes de Titán y la Tierra contra Thanos contribuye a crear esa inmarchitable fascinación que todavía hoy despiertan.
Seguramente sin una férrea planificación de argumentos —se nota mucho que al principio va a tientas y que no está del todo seguro del interés de su protagonista, por lo que recurre bastante a las apariciones «invitadas» de Los Vengadores—, la Saga de Thanos fue avanzando y atrapando progresivamente la atención de los aficionados. La clave de la misma se encuentra en dos aspectos. El primero es que, por fin, el Capitán Marvel encontró la definitiva singularización. Starlin, atraído como tantos otros por las filosofías de origen oriental acerca del necesario sentido del autocontrol y la fusión del instinto humano con el natural, transmutó al guerrero kree en el guardián del orden cósmico. Y para ello utilizó un recurso similar al de los guionistas de unos años atrás que quisieron reformularlo tras el encuentro con una poderosa entidad cósmica. Solo que ésta es de verdad: su nombre, Eón, una criatura disforme que flota en el espacio, con un enorme ojo y un rostro humanoide encajados en el tronco vagamente arcilloso, primordial, que le da cuerpo. Eón regalaría a Marvel su famosa conciencia cósmica, es decir, la percepción necesaria para detectar cualquier mínimo movimiento, sonido u olor (cualquier sensación) en el cosmos. La nueva transformación vendría simbolizada, físicamente, en el cambio de su clásica cabellera blanca por otra rubia. Una magnífica portada, la del nº 29, dibujada por Starlin pero con el rostro embellecido por el delicado John Romita (el principal autor de Spider-Man) sella la aparición del definitivo Capitán Marvel (puede verse encabezando este comentario).
El segundo elemento, por supuesto, es el genial personaje de Thanos, convertido desde el primer momento en uno de los cuatro o cinco villanos esenciales del Universo Marvel, junto con el Doctor Muerte, Magneto, Loki o Cráneo Rojo y en mi opinión mucho más interesante que todos ellos. Starlin tuvo instinto, de entrada, para saber elegir el nombre: aunque Thanos, en sí, no significa nada, es evidente su relación con el término griego thanatos, o sea, «muerte». De hecho, si en los primeros episodios, Starlin no parece haber creado otra cosa que el clásico villano emperrado en la conquista del mundo (o en este caso, del espacio entero), no tardaría en situar siempre, a su lado, el personaje de una misteriosa mujer embozada en una larga túnica con capucha que, sin embargo, deja entrever su juventud y belleza. Esa mujer no es sino la Muerte, entidad de la cual Thanos se revelaría como adorador, hasta el punto de que sus acciones pasan a estar dictadas por el deseo de ofrendarle todo lo que está vivo: así, Thanos se convertiría en el nihilista supremo del Universo Marvel.
Ahora bien, la calidad de la Saga de Thanos no estriba solo en la fuerza de sus ideas, en la estupenda sucesión de peripecias que consiguen hacer sentir en el lector que hay una trascendencia oculta tras ellas, sino en el mismo dibujo, el cual tradujo de modo memorable los conceptos narrativos del autor. Starlin es un autor muy característico de su momento: al igual que los Dave Cokrum (el creador gráfico de la famosa segunda Patrulla-X), George Perez o, sobre todo, Paul Gulacy, se trata de un dibujante virtuoso (es decir, capaz de dibujar cualquier cosa) al que caracteriza no tanto la fuerza expresiva (todos los mencionados están en las antípodas de un Jack Kirby, para entendernos) sino la necesidad de cambiar la planificación clásica de las viñetas, de los encuadres, de los juego y efectos visuales. Fueron dibujantes imbuidos por un completo sentido de la modernidad, que concebían la página como una unidad total y no como una sucesión de viñetas (el caso de Kirby, precisamente).
Todo ello dota a las páginas de estos artistas de una memorable sugestión, de una continua inventiva que convierte casi en una aventura el pasar la página, en busca de qué nueva maravilla puedan haberse sacado de la manga. A cambio, las cosas como son, adolecen, de una indudable frialdad dramática. En el caso de Starlin, sin embargo, y de modo paradójico, la falta de pasión de su dibujo provoca un sugestivo contraste con el fuerte dramatismo de los hechos que narra, como si, en el fondo, el artista se pusiera del lado del villano de corazón helado que quiere negar la vida, la pasión, y convertirlo todo en un seco erial para mayor glorificación de su diosa cadavérica.
Starlin cerró su estupenda saga en el nº 32, y solo se encargó de un número más, el 33, que por comparación parece anodino, pero que acabaría siendo fundamental en el devenir del personaje. En él, Marvel se enfrenta a un villano de segunda llamado Nitro, cuyo poder es hacer explotar su estructura física, que intenta robar un cilindro con un muy venenoso gas nervioso. En determinado momento, el cilindro se rompe y el gas comienza a fluir por una grieta que el mismo Marvel sella con sus manos desnudas. Fin de la aventura. Pues bien, ese episodio, en apariencia intrascendente, sería aprovechado quizá por quien menos pensó que iba a ser relevante, por el mismo Starlin, para ayudarle a cerrar años después la trayectoria del Capitán.
Hay que dar un salto de ocho años. A lo largo de ese tiempo, la colección Captain Marvel prosiguió su andadura, como ya he señalado, hasta concluir en 1979, en el nº 62. En esos casi treinta números posteriores a Starlin hubo de todo, desde etapas estimables a otras desastrosas, pero en general el personaje perdió el fuelle y fue languideciendo sin que nadie consiguiera remontar su interés. A principios de los 80, Jim Shooter, por entonces director editorial de la Casa, hombre discutido y discutible pero que electrizó considerablemente la trayectoria de Marvel, decidió renovar el personaje desde el principio, creando un nuevo Capitán Marvel (que sería, además, una mujer). El antiguo, por lo tanto, sobraba, y a Shooter no se le ocurrió mejor cosa que llamar al mismo Starlin para clausurar su trayectoria. En el ínterin, el autor había demostrado que lo suyo era, precisamente, la aventura cósmica, uniendo su nombre al de otro héroe parecido al que le lanzó la fama, Adam Warlock, en una serie de números igualmente memorables en los cuales resucitó y volvió a matar a Thanos, al tiempo que también al personaje antedicho.
No sé si Shooter, al llamar a Starlin, tenía en mente que éste ejecutara a Mar-Vell como había hecho con Thanos y Warlock. Pero el resultado fue justo ese, y el mismo editor consideró tan extraordinario el acontecimiento que decidió darle una cobertura editorial distinta, inaugurando una colección de obras especiales, con mejor papel y color, llamadas Novelas Gráficas Marvel. La primera sería La muerte del capitán Marvel, seguramente la obra maestra de Jim Starlin (y su canto de cisne: no volvería a alcanzar una cota similar), y uno de los tebeos cimeros de toda la historia marvelita.
De entrada, la historia parte de una decisión tan sencilla como singular: allí donde cualquier guionista habría hecho morir a su héroe en una batalla bigger than life, Starlin hace que sea producto de algo tan banal, para alguien de sus poderes, como el cáncer. Un cáncer contraído además como consecuencia de la exposición al gas nervioso que intentó robar Nitro. Sentado este punto de partida, la novela gráfica lo que relata, ante todo, es el modo en que el Capitán Marvel, al principio con rabiosa impotencia y después con resignada serenidad, debe hacer frente al tránsito final, mientras a su alrededor, amigos y enemigos se ven forzados a aceptar algo tan insólito como la muerte, en circunstancias corrientes, de uno de ellos. Esto último da pie a momentos memorables: mientras que su pueblo lo ignora incluso en el momento final, por traidor, sus archienemigos los skrull (la otra gran raza guerrera del Universo Marvel) le conceden la máxima condecoración, honrando el principio de que es gracias a oponentes de su talla como se labran las reputaciones de combate; de todos los camaradas que acuden a Titán para rendir su último adiós a Marvel, el que se desmorona antes que nadie es Spiderman, pues, como sabemos los lectores, bajo su máscara quien se oculta es un jovenzuelo.
Starlin construye una historia de superhéroes sin combates y sin enemigos, rindiendo tributo al pasado del héroe (el cual hace un pequeño resumen de su historia que sirve de perfecta recapitulación para el lector que no la domina) y desarrollando con triste elegancia el presente sin esperanza. El mejor aliado del buen guión es el inolvidable dibujo. Aprovechando las calidades que permite el formato, en especial en cuanto a color, Starlin (entintando sus propios lápices) da lo mejor de sí mismo, tanto en el diseño de las páginas —las hay inolvidables, como la que puede verse aquí al lado, poblada por viñetas mudas en que, desde una ventana del palacio, Mentor observa cómo en el jardín a sus pies Mar-Vell le comunica la verdad a su amada Elysius— como en la elaboración de una atmósfera marcadamente elegíaca. Si hablaba líneas arriba de esa frialdad de los dibujos de Starlin y sus compañeros de generación, aquí el dibujante supo utilizar esa cualidad para levantar un estilo de elegante neoclasicismo que parece congelar el tiempo y el espacio en torno a sus criaturas —cuyos rostros hieráticos parecen máscaras pétreas: el mejor modo de ocultar el profundo dolor—, a las que sitúa en escenarios, naturales o artificiales, que parecen decorados que existen solo para que ellos los transiten pero que, en cuanto se marchen, se desvanecerán en la nada.
La culminación de la historia no puede ser mejor. Mientras en la realidad «exterior» Mar-Vell entra en coma, en esa dimensión interior que solo pueden conocer aquellos que están a punto de cruzar el umbral del otro lado, el Capitán se encuentra como guía particular, como su Virgilio, nada menos que a su archienemigo Thanos, quien con notable serenidad —templando su última resistencia hasta hacerle aceptar lo inevitable— lo conduce hasta su amada, la Muerte, con su perpetua túnica y el bello rostro femenino bajo la capucha. Y Marvel lo acepta, no sin antes desvanecer la ilusión que él no necesita para que la Muerte muestre su verdadero rostro cadavérico. Tras recibir el último beso, Thanos le invita a darle la mano para iniciar ese viaje definitivo en el que «ella nos mostrará lo que no tiene fin… sólo principio». No puede haber mejor despedida del Capitán que esa fabulosa viñeta con los dos viajeros, cogidos de la mano de la doncella que nunca habla, penetran en la blancura cegadora de la nada. Así, si es seguro que el Capitán Marvel no sea el personaje más memorable que haya poblado las páginas de la Casa de las Ideas, sí es desde luego el que mejor ha sabido despedirse.
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