No conozco sitio más terrible que el castillo de Drácula. Ni más fascinante. Desde que pisé por primera vez sus salones —fue con menos de diez años, en la versión Hammer con Christopher Lee—, no he podido resistir la tentación de volver una y otra vez a ellos. Los he conocido con muy diferentes aspectos: lujosos y opulentos, o reducidos a pura ruina; poblados por sombras o refulgentes de color; habitados por un solo y casi existencial vampiro o por una compañía de sugerentes mujeres, tan no muertas como su amo y señor; en imagen y en papel… El castillo de Drácula es el Lugar Prohibido del terror por excelencia. Quien entra en él es un incauto que ignora las ya de por sí alarmantes señales que se le han ido apareciendo por el camino… o un heroico perseguidor del mal que sabe bien lo que está haciendo, y que aunque comprende que las posibilidades de éxito son mínimas aun así penetra con valor en el lugar más pavoroso del mundo. Porque eso es lo que despierta el castillo: pavor. El pavor no es el miedo absoluto. Es la consciencia de que no puede existir un lugar poblado de maldad en mayor medida que éste; de saber que no hay una sola de sus piedras (por remedar a Chesterton) que no sea malvada. Aun así, y como todo Lugar Prohibido, cuando uno se halla ante su umbral, solo queda una opción: entrar en él, como el insecto no puede evitar ser atraído por el cálido y meloso interior de la planta carnívora. Lo que espera dentro, lo sabemos, es el vampiro, es el ser para el que el futuro no existe (y por tanto, para la ausencia de esperanza), es la promesa de la no vida (otros dirán que de la no muerte). Pero también la fascinación de lo desconocido, la febril expectativa de unos horrores que exigen ser paladeados. ¿Cómo resistirse a entrar en él?
Por supuesto, la primera aparición de tan fabuloso escenario sucede en las páginas de la novela de Bram Stoker que dio origen al mito, y que fue publicada en 1897. Recuérdese que la historia comienza, precisamente, con el viaje que realiza el joven abogado londinense Jonathan Harker al castillo del conde Drácula en Transilvania, con el objeto de cerrar la venta de una propiedad en Inglaterra a donde éste piensa trasladarse. Stoker realiza una muy realista descripción del trayecto (que denota una profunda labor de documentación) y que va creando la adecuada atmósfera siniestra en torno al lugar al que se dirige, antes incluso de llegar allí: la reacción de todos aquellos a los que indica su destino, el ambiente de superstición que impregna la región (remarcado por el hecho de que la fecha de su llegada es la víspera de San Jorge, la noche del «aquelarre de las brujas» —en la primera adaptación oficial, la de Tod Browning en 1931, pasa a ser la noche de Walpurgis, de resonancias aún más malignas) o la descripción de la última posta, la realizada por un cochero que luego sabremos que es el mismo conde (disimulando su carencia de servidumbre) y mediante la cual se termina de manifestar que Harker ha entrado en un mundo muy distinto al apacible y convencional del que proviene.
El Drácula creado por Stoker es, en estos capítulos iniciales, un anciano de blanco bigote, cuya pronunciada edad sin embargo no oculta un enorme vigor. Harker advierte una serie de características que le provocan repulsión: un aliento horriblemente fétido y un exceso de vello, que crece incluso en las palmas de sus manos. Su hogar es una vasta fortaleza cuyas estancias, por lo común, se encuentran en estado de abandono, manteniendo unas pocas, aquellas en la que el conde recibe a su invitado, que todavía conservan, si bien en una condición de indudable decadencia, parte del lujo y esplendor que Drácula (bien orgulloso de sus adscripción a la raza aristocrática que civilizó Hungría, los szekler) evoca de continuo en sus conversaciones con Harker. El vampiro, precisamente, hace gala de una enorme cultura y de unas maneras que delatan a un hombre cultivado y de exquisita educación.
El castillo es, evidentemente, un lugar peligroso —el conde se lo advierte sin ambages—, como bien comprobará el joven en su encuentro con las tres mujeres a quienes todos hemos dado en llamar las «novias de Drácula», y que da pie a uno de los episodios más justamente célebres del libro, de una sensualidad malsana e indolente que resulta inolvidable. Este encuentro marca el punto de no retorno para Harker: el definitivo reconocimiento del carácter monstruoso de su anfitrión y de cuanto lo rodea, incluida la casa, de la que se ha convertido en un prisionero, obligado a permanecer durante cerca de dos meses (la mayor parte de las películas reducirán la estancia incluso a unas pocas horas). Reducido a explorar su prisión en busca de una salida, Harker acaba descubriendo a su anfitrión dormido en su ataúd (pero con los ojos abiertos, con la expresión petrificada y con tal malignidad en ella que, sin pensar en otra cosa, sale huyendo de allí). Más adelante volverá a tenerlo del mismo modo, pero, para su espanto, ha rejuvenecido, lo cual se debe sin duda a la sangre que mancha su boca y que le ha otorgado el renovado vigor (esta idea del libro sería olvidada en las primeras versiones cinematográficas y sería curiosamente nuestro Jesús Franco, en su mediocre pero más fiel adaptación de 1970, la que la recuperaría). Ahora bien, cuando se dispone a matarlo con una pala, la mirada del yacente obra un misterioso poder hipnótico sobre él que lo obliga, una vez más, a marcharse de allí. Por último, Harker solo conseguirá huir del castillo al precio de perder casi la vida y de destrozar su salud física y mental, justo cuando el vampiro lo abandona para iniciar su nueva vida en las islas británicas.
Estos capítulos iniciales del libro, que forman el llamado «diario de Jonathan Harker» —recuérdese que Stoker adaptó como estructura la del relato epistolar, para combinar muy distintos puntos de vista narrativos—, sin duda geniales, constituyen la parte de la novela que hasta sus mayores detractores suelen salvar. La atmósfera siniestra que derrama es tan embriagadora que el lector, identificado irresistiblemente con Harker, deambula por sus enmohecidas estancias como atrapado por una seducción que sabe al mismo tiempo letal e intensamente placentera. Es decir, el lector es el primer vampirizado por el infernal Drácula.
Cronológicamente, el primer castillo de Drácula en aparecer en el cine es el de la versión apócrifa de la novela de Stoker que, bajo el título de Nosferatu, el vampiro (1922), fue dirigida por F. W. Murnau en la Alemania del famoso cine expresionista. Hay que recordar que la gran aportación de esta versión es la consideración de que el no muerto y el ser humano son criaturas tan radicalmente opuestas que cabe dudar, incluso, de que el primero participara alguna vez de la naturaleza del segundo. El conde Orlock no intenta en ningún momento pasar por un aristócrata decadente y solo progresivamente siniestro. Desde que Harker (aquí llamado Hutter) toma contacto con él, su existencia cae presa de un continuo estado de pánico. Orlock es un monstruo sin disimulo alguno, como bien remarca la genial caracterización del actor Max Schreck (el apellido, no por nada, en alemán significa «miedo», y sobre el intérprete se han vertido múltiples conjeturas, la más disparatada —pero comprensible— de las cuales es que se trataba de un no muerto de verdad). Esto es, un cráneo mineral desprovisto de pelo, incisivos afilados como los de un roedor, orejas puntiagudas (como una parodia de elfo de Tolkien), dedos huesudos de uñas alargadísimas y una forma de andar imposiblemente rígida, como si no tuviera articulaciones. No es un hombre, pero es que nunca parece haberlo sido.
Consecuentemente, Murnau subraya que Hutter, nada más ser recogido por el coche que guía, encubierto, el mismo conde, penetra en otro universo, regido por leyes físicas muy distintas: el carruaje avanza como si estuviera animado por el entrañable procedimiento del stop-motion, el paisaje aparece virado en negativo, remarcando su tono fantasmal. Más adelante, incluso, el director usará la cámara rápida para mostrar los portentos físicos del vampiro, como en el momento en que el abogado contempla, desde lo alto de su habitación, cómo el conde, allá en el patio, carga las cajas con su tierra natal en un carro y sale a escape hacia nuevos espacios de caza.
Al contrario de la idea que suele tenerse del cine fantástico alemán de la época, los decorados del castillo (y de la película en general) son sobrios y ascéticos, alejados de ese gusto por el recargamiento y lo retorcido de obras como El gabinete del doctor Caligari (1919). Murnau no llama la atención sobre el diseño del hogar de Orlock, sino sobre su dueño. En Nosferatu, una vez firmados los papeles que aseguran la venta de una casa en la civilización, el vampiro intenta matar a su invitado, el cual será salvado —en una de las escenas más intensas de toda la historia del cine— por su misma prometida, Ellen, que a medio continente de distancia presiente el ataque que sufre su amado y perturba con su energía a Orlock (Murnau lo expresa mediante un genial plano-contraplano de ambos personajes, asociados de modo imposible por la dirección hacia la que miran dentro del encuadre, de tal modo que diríase que los dos están en el mismo espacio). Y es que Nosferatu convierte la historia de Stoker (y he ahí su magia) en una apoteosis del romanticismo malsano, que estéticamente parte de las raíces literarias y pictóricas germanas, y que toma como motor argumental la fascinación —llamarlo «amor» es un ser tan divergente de lo humano parece insensato— que Orlock siente por Ellen nada más ver su rostro en el medallón que porta Hutter.
Descontando este título de Murnau, la primera adaptación «oficial» del libro es la ejecutada por la Universal en Hollywood ya bajo el título de Drácula, en el año 1931, y de la cual se conservan tanto la versión en inglés (dirigida por Tod Browning con el mítico Bela Lugosi como el vampiro) como la hispana (dirigida por George Melford, y que pese a ser casi desconocida supera en diversos aspectos a la anterior, como señalé con detalle en un comentario anterior del blog). Ambas parten, en cualquier caso, del mismo guión y están rodadas en los mismos decorados. El guión arranca también con la estancia en el castillo transilvano de Drácula, pero, en un detalle harto original —y que permite una síntesis bastante creativa—, el hombre que llega a tan lejanas tierras no es Jonathan Harker sino Renfield, el enloquecido personaje que, en el libro, y desde su encierro en el manicomio contiguo a la casa adquirida por el conde, se convierte en algo así como su «Juan el Bautista». La película, por tanto, explica lo que no hace Stoker: el origen de la locura de Renfield y de su sumisión al vampiro. Y es que éste, en persona, lo convierte en su esclavo en Transilvania. Obsérvese la evolución desde Stoker: en el libro, Harker no llega a ser siquiera atacado por el conde (al contrario, éste lo salva de sus «novias»); en Nosferatu, intenta hacerlo pero su amada lo salva; en la nueva versión, finalmente lo consigue.
El decorado del castillo lo presenta ya directamente ruinoso, presidido por un enorme vestíbulo, de altura casi inconcebible, con un alto ventanal gótico que se abre a una pared medio derruida por donde se filtra la luz de las estrellas. El mismo suelo está cubierto de trozos de columnas y capiteles por entre cuyas sombras se mueven animales tan desconcertantes como unos armadillos (en la versión inglesa: fue un capricho personal de Browning). Una gran escalinata en curva preside el decorado, con una gran telaraña que obstruye el paso como una barrera: ante el asombro de Renfield, Drácula la atravesará sin que parezca tocarla, mientras que él se ve obligada a desgarrarla con su bastón.
En la versión inglesa, el gran Bela Lugosi compone un Drácula justamente mítico. La mirada alucinada, que diríase capaz de hipnotizar al mismo espectador, y una dicción profunda y arrastrada se bastan para crear una irresistible atmósfera de extrañeza en torno al personaje. (El Drácula hispano, aunque estimable, resulta mucho más concreto, menos irreal, y por tanto más corriente.) El guión ya lo ha presentado, desde el primer momento, emergiendo del ataúd que le da cobijo, y con la compañía de sus tres novias, tres mujeres de aspecto lánguido y monocorde, que se mueven con lentitud, de modo casi robótico, y que no inspiran el menor erotismo. Ello en la versión inglesa, porque en la hispana —donde lo sexual (quizá por el público latino al que iba dirigida) tiene una presencia muy importante— las tres novias sí parecen tres súcubos irrefrenables, que a duras penas esperan el momento de arrojarse sobre Renfield. Pues en la versión hispana son ellas las que vampirizan al infeliz visitante, mientras que en la iglesia es el mismo Drácula quien, tras obligar a las mujeres a alejarse cuando ya iban a cobrarse su presa, es quien se arroja sobre el inerte desvanecido.
El éxito de Drácula provocaría la eclosión del cine de terror gótico del estudio (con Boris Karloff/Frankenstein como el otro gran icono), que con los años iría vulgarizándose hasta incurrir en la abierta explotación de un filón que se iba agotando. Al contrario que con el personaje de Mary W. Shelley, el estudio no emprendería abiertas secuelas del vampiro, pero en los años 40, ya en tiempos de decadencia, uniría a todas sus criaturas en una serie de entrañables «cócteles de monstruos», cuyo encanto plástico y sentido del delirio, al menos, los convierten en films muy simpáticos. Drácula se codearía en ellos con el monstruo de Frankenstein y con el hombre lobo, amén de con cualquier otro ser inquietante que pasara por allí. Y el público, claro, le iría perdiendo el respeto al personaje, convirtiéndose definitivamente en objeto de risa cuando los inefables, y olvidados, Abbott y Costello lo incluyeran (con la complicidad del mismo Bela Lugosi) en Contra los fantasmas (1948), uno de esos films que la chiquillería de su época disfrutó a conciencia.
El personaje de Stoker, como todos los otros de la Universal, iría siendo olvidado poco a poco. El género fantástico, además, viró hacia la ciencia-ficción (más en consonancia con el espíritu de la guerra fría propio de los años 50), hasta que la televisión y los más jóvenes cinéfilos acudieron en rescate de los viejos clásicos. Un modesto estudio inglés, Hammer Films, que había obtenido sus primeros éxitos precisamente en el campo de la sci-fi, observó esta tendencia, probó suerte con el terror gótico y dio en el clavo. La maldición de Frankenstein (1957) reintrodujo el género en el cine, pero añadiendo nuevos elementos, el color en cabeza de ellos, más un nuevo sentido de la violencia, más descarnado y acorde con los tiempos (aunque, claro, hoy no lo parece…) y un excitante uso del erotismo. Para curarse en salud y no cerrarse el mercado norteamericano, los rectores de Hammer compraron a la Universal los derechos sobre los viejos monstruos (no tenían por qué hacerlo, claro, pues en su mayoría los personajes pertenecían al dominio público), en teoría para hacer remakes de sus principales clásicos… y luego prescindieron olímpicamente de ellos.
Realizada por el mismo equipo titular del film anterior y de los grandes clásicos que el estudio iría entregando en los años siguientes —el director Terence Fisher, el guionista Jimmy Sangster, el músico James Bernard y la pareja de intérpretes formada por los incomparables Peter Cushing y Christopher Lee—, Drácula (1958) fue el segundo título del ciclo y un éxito aún mayor: generó hasta siete secuelas directas, la última de ellas quince años después, en 1973. Para mí, sigue siendo el mejor film sobre el vampiro transilvano jamás realizado (solo puede competir con él Nosferatu, pero este es un film tan singular en todos los sentidos que merece ir en categoría aparte). Aunque parezcan nimiedades, entre otras cosas familiarizó al público con dos elementos hoy indispensables en el género vampírico: los colmillos y la sangre. El primer plano que muestra por primera vez al personaje haciendo gala de su naturaleza monstruosa, con la boca abierta mostrando los dientes ensangrentados (y luciendo también las imprescindibles lentillas que enrojecían sus ojos), sigue resultando impresionante. Por otra parte, Christopher Lee —que había sido el monstruo en la película anterior sobre Frankenstein— compone un Drácula sensacional, mucho más que el mero engendro sediento de sangre que acabaría siendo en el resto del ciclo. En el arranque del film, Drácula es un aristócrata desenvuelto y seguro de sí mismo, elegante (la enorme altura de Lee, remarcada por la imprescindible capa oscura, contribuía a ello) y con modales sofisticados, aunque dure un suspiro y enseguida dé paso al no muerto familiar a todos.
En lo que respecta al objeto de este artículo, el gran hallazgo argumental deparado por el guionista Jimmy Sansgter es el siguiente: el Jonathan Harker que llega al castillo de Drácula es perfectamente consciente de la condición vampírica del conde y, fingiendo haber aceptado el puesto de bibliotecario, no viene con otro objeto que matarlo y acabar con la maldición. De hecho, no tardaremos en saber que Harker es amigo íntimo y socio del profesor Van Helsing en su guerra a muerte contra el vampirismo. Es inolvidable el inicio del film, en el que Harker llega a los aledaños del castillo y remarca el aspecto de normalidad que posee, a no ser por un detalle: «no se oía el canto de un solo pájaro». El aspecto del castillo es radicalmente distinto a lo que hasta ese momento se había ofrecido en cine: a falta de una localización adecuadamente montuosa en la llana Inglaterra o de los medios para recrearla, el escenario resulta pequeño y, sobre todo, muy accesible, siendo esto quizá lo más discutible de la película: que está demasiado a mano de todo el mundo, lo cual le resta misterio y magnificencia.
Ahora bien, descartando el aspecto decadente y/o ruinoso de la morada del conde, la película se decanta por mostrar unos lujosos interiores (atención a esa escalinata y rellano sin balaustrada alguna), caracterizados por ese elegante barroquismo tan propio del estudio (cuyo sello distintivo eran las columnas salomónicas de retorcido fuste que jalonan los interiores), lo propio en la residencia de un noble que, por temido que sea por los vecinos de los alrededores, pasea una impunidad que, en la mirada del director Fisher y del guionista Sangster, y retomándolo de Stoker, tiene mucho de lectura social: después de todo, Drácula es un privilegiado orgulloso de su condición noble.
Pese a que el uso de los modestos medios es admirable y lo disimula bien, la Hammer era un estudio pequeño y Drácula es una producción de serie B. Sus responsables no lo olvidan nunca y actúan con el espíritu de síntesis adecuado, del cual esta introducción en el castillo es paradigmática. La acción se concentra en poco más de 24 horas, las justas para que Harker, claro, sea derrotado por el vampiro y éste cambie de escenario, aunque aquí no marchará a Inglaterra puesto que toda la historia (una vez más la concisión hammeriana…) se concentra en los indeterminados parajes germánicos delatados por los topónimos. En el castillo vive también una vampira (y una sola), que inicialmente se presenta ante Harker pidiéndole ayuda contra el tiránico conde y después intentará poseerlo, lo cual provocará el definitivo desenmascaramiento del vampiro ante su supuesto bibliotecario.
Por cierto que la forma en que el director Fisher narra la revelación de la monstruosidad de la muchacha ya es ejemplar acerca de las virtudes del realizador, el mejor director de cine fantástico de todos los tiempos, puesto que entendió que las claves del género se encuentran en la potenciación de la atmósfera y en el uso de un lenguaje que violente las convenciones e intensifique la cualidad excepcional de lo narrado. Un mero cambio de encuadre le basta para avisar de la monstruosidad que encierra esa muchacha que se presenta ante Harker alegando ser prisionera del conde. El primero muestra a Harker acogiendo entre sus brazos, satisfecho y protector, a la joven; el segundo, contrario del anterior, inquieta por su mayor cercanía al rostro de ella, rebulléndose sensual contra el pecho del hombre, hasta revelar una boca que con gesto cruel se abre para mostrar unos enormes colmillos que enseguida se clavarán en su cuello. ¿Cómo olvidarlo?
No será la última ingenuidad del en teoría experimentado perseguidor del mal: cuando tenga a Drácula a su merced, primero preferirá (por caballerosidad) liberar el alma de la muchacha, retardando tanto su ataque al vampiro que éste tendrá tiempo de despertar, con la caída de la noche (de hecho, más bien parece que, por la rapidez con que llega, es el vampiro el que convoca la oscuridad). Y como venganza añadida, el vampiro dejará su castillo para ir a la ciudad donde la prometida de Harker vive ajena al horror que va a caer enseguida sobre ella y el resto de sus seres queridos… Ahora bien, en el espléndido final, la acción regresa a este escenario para el enfrentamiento final —aunque no se hace por ello, es un curioso rasgo de fidelidad al libro—, ahora ya entre Drácula y el mucho más eficaz Van Helsing, que conseguirá destruirlo… hasta la próxima película.
El castillo (si bien con decorados distintos) ganaría un enorme protagonismo en la primera secuela oficial del personaje, la estupenda Drácula, príncipe de las tinieblas (1966, Terence Fisher), puesto que más o menos la mitad de la acción tiene lugar entre sus muros. Todavía más protagonismo tendría en la cuarta secuela, la mediocre Las cicatrices de Drácula (1970, Roy Ward Baker), en el que la Hammer rescataría la idea de Stoker de mostrar al vampiro reptando cabeza abajo por sus paredes.
Cerrando el círculo de las visitas al castillo de Drácula, no puedo sino acabar con el film que, en su día, presumió de fidelidad al libro, hasta el punto de titularse precisamente Drácula de Bram Stoker (1992), de Francis Ford Coppola, si bien en realidad el planteamiento divergía radicalmente del retrato del mal absoluto que hace el escritor irlandés para plantear una historia de amor capaz de atravesar los «océanos del tiempo» para reunir al Vlad Dracul de la historia con la amada que se suicidó al creerlo muerto. De hecho, si Vlad se convirtió en Drácula es por renegar de esa madre Iglesia que le anunció la condena de aquélla al haber dispuesto de su vida contra el mandato de Dios. Amada que ahora encuentra reencarnada bajo los rasgos de Mina, la prometida de Jonathan Harker.
En otro lugar ya he señalado los errores con que se estropea este planteamiento, en principio interesante, hasta convertir el nuevo Drácula en un monumento a la cursilería, con el Señor de la Noche más gimoteante de la historia. Pero en cualquier caso, el guión es cierto que procura recoger con fidelidad (con farragosa fidelidad) el mayor número posible de incidencias del libro, empezando por la estancia de Harker en el castillo de Drácula, que aquí tiene la forma de un enorme coloso de piedra sentado al borde de un insondable precipicio (imagen inspirada en un cuadro de Frantisek Kupka). Coppola y su guionista Hart, por tanto, recuperan todos los detalles de Stoker —el Drácula inicialmente anciano, las tres novias que tratan de vampirizar al incauto visitante, la larga estancia de éste en Transilvania. Y justo es reconocer que en esta parte inicial se encuentran algunos de los mejores momentos de la película, hasta tal punto es fascinante el escenario. Coppola, como antes Murnau, se propone dejar bien claro que ese lugar opera bajo leyes propias: así, la sombra del conde que se mueve con total libertad o la gravedad que permite que el agua gotee hacia arriba o las ratas se deslicen por el techo cabeza abajo. Es una pena que el recargamiento de la dirección artística acabe empalagando en sus excesos, incluyendo la famosa escena de las tres novias de Drácula, cargante porque se nota demasiado que intenta proponerse a toda costa como la cumbre del erotismo de buen gusto en el género, o el vestuario y peinados del conde, que lo convierten en la parodia de una diva de la ópera.
En fin, a lo largo de este recorrido he intentado exponer algunas de las claves de la fascinación eterna que despierta este personaje, mi favorito de la ficción universal junto al del rey de los detectives, el incomparable Sherlock Holmes. Un recorrido que, por supuesto, no se detiene en Transilvania, y que animo a recorrer a todos aquellos que, al leer estas líneas, tengan deseos de seguir al no muerto en su periplo por la vieja Europa.
«El castillo de Drácula», como idea se ha convertido en el paradigma del terror. Quizá por todas estas versiones, desde los mash up de monstruos de la universal hasta la parodia de Abbott y Costello (tengo que verla algún día), es además de ser donde viven los monstruos, un lugar donde se explota al máximo la atmósfera que envuelve a cada encarnación de Drácula: el clásico más teatral de Bela Lugosi, con sus telarañas, el escenario simple de Nosferatu, donde el horror es el propio monstruo en sí y no donde habite, hasta un estilo más de barraca de feria con momentos humorísticos. No en vano esa primera parte del libro es la más fascinante, y mejor de todo el texto…y también la culpable de que en su día tuviera que empezar Drácula unas tres o cuatro veces: cada vez que cambiaban del castillo a las cartitas de Mina y al fonógrafo del doctor me cortaba bastante el humor.
Respecto a la versión de Drácula de Coppola: coincido. Quizá porque muchos tuvimos que pasar la época de los vampiros azucarados a causa de la señora Rice, esa visión romántica es la que menos me convence. Bien ejecutada, pero con un reparto que a día de hoy el público se queda con cara de «¿pero en qué estaban pensando?», esa insistencia en la tragedia, esos «a través de océanos de tiempo y bla..» no es una adopción del libro, sino una versión tan libre como cualquier otra ¿Dónde está ese anciano repulsivo que se comporta con Mina de una forma posesiva y casi animal?
Una curiosidad: en La sombra del vampiro hacen una aproximación muy intersante del conde Orlok. En ella Max Schreck explica que «el libro de Stoker le dio pena. Cuando Drácula va a recoger y debe ocuparse de Harker ¿Se imaginan cómo sería para él, despúes de tantos años, recordar cómo es abrir una botella de vino, cómo debe cortar el pan para un invitado?».
Tus dificultades con la novela las entiendo: a mí me pasó algo parecido cuando la leí la primera vez, me pasé medio libro pidiendo que los personajes volvieran al castillo, y el formato epistolar no me convenció, aunque ahora me parece de lo más oportuno. No he leído nunca una novela de Anne Rice, quizá porque «Entrevista con el vampiro», película, no me animó a hacerlo, y «La reina de los condenados» me espantó del todo. En cuanto a Coppola, pocas películas me han irritado más en mi vida, pero es evidente que igual que se odia, se la ama. En mi propia entrada de esta película más de una vez me han hecho comentarios no menos irritados sobre mi falta de sensibilidad ante el planteamiento de Coppola y Hart, o sea, el Drácula romántico… que ellos no inventaron, claro.
Una mala noticia. En el ordenador me salido una noticia: ayer murió Christopher Lee, el dráculo que más mierdo me dio de nano. Los demás me daban ganas de reír, pero este…me aco…naba un montón.Descanse en paz. Deberia de ser ya mayor. A los 10 ya me mataba de miedo y tengo 55. Ya ves, estaba destemplado y sin poder dormir. Enciendo el ordenador y me sale esta nocicia justo después de la destitución de la Infanta.
Regí.
PD. Es muy probable que en la tele hagan alguna peli suya.
Como ya te dije en la anterior entrada vampírica, a mí también me mató de miedo, y a la misma edad que a ti :)! La noticia, lógicamente, ha sido muy triste pero por lo menos estamos ante un actor clásico que consiguió popularizarse entre las generaciones siguientes gracias a su participación en las sagas de los Anillos y de Star Wars (aunque, para mi gusto, lo desaprovecharon bastante, sobre todo en esta última, donde lo derrotaban del modo más precipitado). Lo curioso es que esa muerte me pillara haciéndole el adecuado homenaje: unos días antes había vuelto a ver su primer «Drácula» y estoy redactando un comentario que publicaré pronto en el blog, donde como es lógico pongo por las nubes película y actor.
Empezó en el 48, según vídeo emergente, y participó en más de 300 películas, siendo las de Drácula las que le hicieron famoso aunque también se dedicó a otros géneros.
Regí
Cierto, su larguísima carrera es mucho más que sus papeles de Drácula (para los cinéfilos más veteranos) o los de Saruman y el conde Dooku (para los más jóvenes). Eso sí, hizo sobre todo papeles de terror, entre los cuales brillan muchos otros para la misma productora Hammer Films (hay uno genial, «La Gorgona», donde hace del… héroe). En España fue el prota (junto con su amigo Peter Cushing, o sea, Van Helsing) de un entrañable film de terror setentero, «Pánico en el Transiberiano».
Como pequeño estímulo, quería reiterarte de nuevo la admiración que siento por lo que sabes tan bien hacer con tu ‘tiempo libre’ (por llamarlo de alguna forma); siempre informándote y preparando la próxima entrega, lo cual te llevará a continuadas lecturas y visionados de filmes que se me antojan la forma (o una de) más ideal posible de pasar los días.
El compendio de escritos en tu ‘blog’ lo considero sublime y la temática, que en sus variantes siempre resulta serme afín, me confirma una y otra vez en mi amor por el cine en sus muchas vertientes y por todo lo referente a la ilustración y sus ilustradores; llámese tebeo, cartel cinematográfico, portada de libro o disco…
De literatura ando más vacío, aunque no tanto si, precisamente, me refiero a las obras que tú tocas.
Al igual que con Maruja Torres, veo con agrado ese trasfondo en tus artículos que (casi) siempre te transporta de una u otra forma al cine, haciéndome la lectura más atrayente y gratificante. Quizás, por no ser mi gama de intereses muy amplia.
Desafortunadamente, tengo mis días saturados en menesteres varios y carezco del tiempo necesario para reaccionar de continuo a tus escritos, tal como lo hace ‘Regí60’ o la señora ‘Reinassance’, aunque ello no llega, en absoluto, a impedirme leerlos.
Y termino diciéndote que la elección de ilustraciones para que acompañen a tus textos es, asimismo, siempre la adecuada (con mayor tamaño podrían impactar aún más a primeras, cuando nos encontramos con ellas, aunque sí, la posibilidad de cliquearlas para su ampliación está ahí presente).
Gracias, José Miguel, por lo que me das seis o siete veces al mes, todos los meses…
Fdo Amsterdam
Tu «pequeño» estímulo ha tenido la virtud de provocarme una gran emoción, Fernando. Gracias mil, porque en efecto me ayuda a seguir manteniendo la regularidad en el contacto. Y en efecto, uno de los alicientes del blog es que me «obliga» a renovar continuamente lecturas o visionados de películas.
El cine siempre acaba siendo el punto de encuentro de casi todas las entradas por su cualidad esencialmente vampírica (con lo cual, además, llego a uno de mis géneros favoritos): es capaz de tomar de todas las artes, y para ganar vida nueva. En cambio, al revés es más discutible: no hay más que ver esas novelas que parecen guiones de cine, esto es, sin más estilo que acumular diálogos y descripciones banales de acción.
Y agradezco especialmente la mención a las ilustraciones, porque es un aspecto que siempre intento cuidar mucho. Lo del tamaño no tiene remedio, como comentamos una vez: soy muy conservador con un formato al que le he cogido cariño.
Un abrazo y muchas gracias otra vez.
Estaba yo pensando porque he leido Dracula y además he visto los escenarios donde se supone él conde Vlad pasó su dias.. Se dice que el conde Vlad jamas pasó su vida en el castillo que se hizo famoso como su morada sino en otra parte que tiene más forma de piedra como en la cinta Dracula y que está en Brasov.. De ahí la forma de piedra de ese Castillo de la mítica cinta de Coppola. además, se dice que antes de iniciar el rodaje Francis Ford Coppola, invito a todos los actores unos días a su casa para que leyeran el libro, cada uno un pasaje de la historia y así empaparse de ella. ¿Y si Coppola investigó esa historia más de lo que nos creemos? Cuidado con eso, porque una cosa es la leyenda, otra la ficción y me da que Coppola las unió las dos de una forma magistral.
¡Qué envidia haber podido recorrer los escenarios de la novela! Sin duda, si has estado sobre el terreno, tu conocimiento será mayor que el mío acerca de ese asunto. En cualquier caso, no olvides la ilustración de Frantisek Kupka que los directores artísticos de la película de Coppola tuvieron muy en cuenta, porque la inspiración final es evidente:
Apasionante. Desde que tengo noción soñé con visitar ese castillo cuya historia me acompañó toda mi vida como a todo/a fans. Con mucho esfuerzo pude llegar en enero del 2018. Llantos, nervios, el corazón a punto de explotar a medida que mi guia personal me decia que faltaba poco. Ya sin voz y mi cuerpo mas frío que el entorno al bajar del vehículo no fue mas que hacer 5 pasos de los 40 metros que me faltaba para entrar al castillo, cuando de la nada resbalé en el hielo golpee mi cabeza en la calle. Desperte 30 minutos despues en el hospital de sinaia. Mucho mas que contar pero en resumen sabía de la maldición y en mi se cumplió. Volveré el proximo año.
Maga, Buenos Aires, Argentina.
Excelente!
Gracias 🙂 !