Como bien saben los amantes de la ciencia-ficción, la primera mención de la palabra robot en su sentido actual figura en la obra teatral R.U.R: Robots Universales Rossum (1920), del escritor checo Karel Capek, si bien parece ser que por sugerencia de su hermano, el pintor Josef Capek. El término fue urdido a partir de la palabra checa «robota», cuyo significado es «siervo» en el sentido medieval, y que aplicó a los seres artificiales (si bien no metálicos, sino derivados de la carne humana) que en la obra, esclavizados por ser creados y no nacidos, se rebelan contra sus creadores. Aunque esos robots de Capek son una evidente metáfora del proletariado, es significativo que la primera aparición de los robots ya gire en torno al tema de su ambigua consideración como objetos (por tanto propiedad de alguien y sin derecho ninguno) y su reivindicación de cualidades humanas (y por tanto de la humanidad en sí), en este caso la libertad. Desde entonces, los robots llegaron para quedarse y se han convertido en un icono fundamental no ya de la ciencia-ficción sino de la cultura en general. Este comentario —que no pretende ser más que una cata superficial en un tema fascinante— intenta recorrer algunas de las películas y criaturas artificiales más famosas o significativas del cine (dejando para otro rato la literatura, aunque eso suponga omitir de momento la fundamental aportación al tema del entrañable escritor Isaac Asimov).
El tratamiento del robot en la ciencia-ficción ha girado, fundamentalmente, en dos direcciones. Una, probablemente más superficial, es la que lo toma como figura o bien benévola (el robot como fiel compañero del hombre, al modo de un perro) o bien maligna (el robot-amenaza). La segunda, sin duda más interesante, es la que lo utiliza para desarrollar reflexiones sobre la condición humana, normalmente a partir de la figura de robots inquietantemente humanos (ya sea por reproducir las mejores o las peores cualidades del hombre). Esta reflexión, como es lógico, y en sus mejores manifestaciones, ha tomado la forma de perturbadoras fábulas existencialistas, campo en el que, en mi opinión, se encuentran las mejores obras de este tema, y cuya cima, hasta ahora, es la extraordinaria Blade Runner (1982).
Por orden cronológico, el primer gran robot cinematográfico es la María de Metrópolis (1925), la monumental obra de Fritz Lang que se bastó, casi por sí sola, para levantar los cimientos de la ciencia-ficción cinematográfica. El papel de este personaje robótico no solo es fundamental, sino además harto ambiguo y sugerente. Recuérdese que es creado por Rotwang, el genio loco que construyó la hipermoderna Metrópolis, a instancias de Fredersen, el amo de la ciudad, con el objetivo de crear cizaña entre la clase obrera que malvive de modo inhumano en la parte subterránea de la ciudad (esto, claro está, emparenta la obra con la mencionada R.U.R.). El maquiavélico Rotwang, para ello, secuestra a María, la humanista líder de los obreros, y le da al robot sus mismos rasgos, creando un contraste entre lo angélico y lo perverso que no puede ser más sustancioso. Es una pena que la actriz que interpreta el doble papel, Brigitte Helm, esté muy lejos de inspirar la fascinación erótica que se pretende, pero por lo demás quede constancia de que, con su personaje, el robot entró en la pantalla por la puerta grande. Por lo demás, y al hilo de esta criatura artificial, Metrópolis —aunque, claro, es muchas más cosas— se las arregla para fundir en una sola y seminal obra las dos perspectivas de las ficciones robóticas que he señalado líneas arriba, con una fuerza metafórica y unos contenidos malsanos irrepetibles.
Eso sí, la criatura artificial tardó muchos años en adquirir nueva carta de naturaleza. Entre medias hubo algunos ensayos, claro, pero no es hasta los años 50, que es cuando el género alcanza su primera edad de oro, que vuelve a haber continuidad en las apariciones robóticas. La primera criatura cibernética relevante del cine sonoro es el gigantesco Gort, el silencioso y plateado robot que acompaña al extraterrestre Klaatu a nuestro planeta para dar un Ultimátum a la Tierra (en la película de 1951 dirigida por Robert Wise). Desde que sale del platillo volante que los trae ambos y queda inmóvil como una estatua a su vera, en pleno corazón de Washington, Gort se convierte en el mudo presagio de una inconcreta amenaza que en la parte final (cuando los insensatos terrestres matan a su amo) cobra verdadera realidad. La promesa destructora que encierra apenas tiene tiempo de expresarse —es fascinante el modo en que abre el visor que cubre sus ojos y revela el brillo que anticipa su rayo desintegrador—, pues la humana encarnada por Patricia Neal (casi la única que revela comprensión hacia Klaatu) interrumpe su fría programación vengadora con la mítica frase «Klaatu barada nikto».
Como María, aunque menos activo, Gort es un robot-amenaza. El siguiente ser cibernético que popularizaría la gran pantalla, sin embargo, sería el reverso positivo de los otros dos y una de las criaturas artificiales más entrañables que ha visto el cine. Se trata de Robby, el grotesco robotijo inventado por el doctor Morbius en Planeta prohibido (1956), el gran clásico de la ciencia-ficción camp de los 50. La apariencia antropomórfica de Robbie es más bien vaga, e incluso carece de un rostro, y por tanto de expresión (tampoco Gort tenía rasgos faciales, pero ese semblante liso ya es de por sí expresivo), pero no lo necesita para despertar un considerable cariño. Robby posee una apariencia tan maciza y poco flexible que parece imposible que pueda moverse, con sus piernas formadas por esferas neumáticas, su torso grueso e inflado y las pequeñas pinzas que salen de su costado. Pero la fortuna de su diseño está en su cabeza, con esa especie de rejilla de ventilación que pasa por boca y esos engranajes casi de máquina contable protegidos por una urna de cristal (¿o de plástico?). Robby, incapaz de matar a una mosca —aunque algún cartel de la época, aviesamente, jugó con la expectativa de que fuera una máquina infernal portando el cuerpo inerte de una chica escasa de ropa (con el frío que debe hacer en las inmensidades siderales)—, capaz de fabricar lo que sea con tal de tener una muestra (por ejemplo, el whisky que le pide el cocinero de la expedición terrestre que llega al planeta donde su creador vivía tan tranquilamente: nada menos que cuatro quintales de buen scotch) y que se bloquea insolublemente a la menor orden en la que se le exige una manifestación de hostilidad (el guionista se debió leer las famosas leyes de la robótica de Isaac Asimov, que son muy anteriores al film) es uno de los grandes iconos de la ciencia-ficción norteamericana: los famosos robots de la saga de las galaxias de George Lucas no existirían sin él.
Las inteligencias artificiales en ocasiones no tienen sustancia corpórea: no pueden moverse ni tienen una apariencia que las personalice de un modo u otro. Por ello, pueden resultar todavía más amenazadoras si deciden ser hostiles a sus creadores. El ejemplo más emblemático siempre será HAL-9000, el ordenador de a bordo de la nave Discovery, que en el segmento más recordable de 2001: una odisea del espacio (1968, Stanley Kubrick) decide asesinar a sus amos. La idea que está detrás de este enfrentamiento es realmente sugestiva. Aunque 2001 nos habla de la deshumanización del ser humano del futuro (y su búsqueda de una nueva trascendencia que suponga una renovación espiritual), el enfrentamiento entre el ordenador y los astronautas no me parece producto tanto de la excesiva «humanización» de la máquina —quien se ve arrastrada a una muy humana esquizofrenia cuando debe conciliar las órdenes contradictorias que su programación ha recibido—, que es la interpretación usual, como del conflicto entre dos máquinas celosas cada una del poder de la otra: en un caso, la movilidad; en otro, la omnividencia y casi omnipotencia. De hecho, el rostro metálico del actor Keir Dullea (magnífica elección de casting por parte de Kubrick), de tan inexpresivo, muy bien podría pasar por otro ser artificial. El momento en que el computador, que está siendo desconectado sección a sección por el astronauta (el cual triunfa no por ser más inteligente, sino justo porque tiene un cuerpo, sinónimo de libertad), exclama «Tengo miedo», con la voz vacilante de quien ya está perdiendo la identidad, sigue siendo de lo más inquietante.
Con todos los reparos que pueden hacérsele a 2001, es evidente que abrió la puerta de la ciencia-ficción adulta, sacándola del reducto de la serie B de regusto pulp y con tendencia al infantilismo. Durante década y pico —hasta que Star Wars significó el triunfal regreso del otro modelo—, el cine comercial norteamericano se inundó de sombrías propuestas que, como es de ley en la mejor ciencia-ficción, más que encerrar presagios del lejano futuro lo que hacían era ofrecer un retrato social y psicológico del presente. En cuanto al tema que nos ocupa, unas pocas temporadas después del estreno del film de Kubrick llegó a las pantallas Naves misteriosas (1971), debut como director de Douglas Trumbull, precisamente uno de los responsables de los entonces revolucionarios efectos especiales de 2001.
Clásico del ecologismo, su historia está ubicada a bordo de una nave espacial que contiene todo lo que queda del mundo vegetal de una Tierra finalmente devastada, y donde estallará el conflicto cuando, ante la orden de destruir tales reservas, el tripulante que se ha encargado de su cuidado hasta el punto de preferir las plantas a sus compañeros humanos decide matar a éstos y huir a través del sistema solar con su silenciosa carga. Ese particular jardinero espacial, que no puede ocultar ciertos destellos psicopáticos (y que borda el gran Bruce Dern), incapaz de soportar la soledad absoluta, acaba «humanizando» a los pequeños robots de a bordo, y aquí está la gracia. Al contrario que los previos diseños de las películas referidas, esos robots son auténticos cacharros con aspecto de tostadora móvil —en España usábamos la divertida palabra robotijos— , y la forma en que el protagonista los convierte en sus compañeros resulta absolutamente regocijante (y patética, claro), valiendo como muestra la delirante partida de cartas en que se embarca con ellos.
También es interesante la propuesta que hizo Michael Crichton con Almas de metal (1973), la primera de las varias películas que dirigió (normalmente a partir de historias propias) antes de consagrarse como incansable suministrador de la ciencia-ficción de best Sellers del final de siglo. Crichton sitúa la acción en un parque futurista que recrea distintos escenarios de la historia (aunque, es significativo, a partir de la iconografía de consumo de masas creada por el cine) para que las clases ociosas del mañana tengan la ilusión de vivir su propia aventura. Además de los decorados, estos escenarios cuentan con sofisticados robots vestidos de pistoleros, romanos, caballeros y damas medievales, etc., para interactuar con los turistas, esto es, para servirles de sparrings de sus fantasías. Como es lógico, la película lo que acaba narrando es la rebelión de las máquinas contra los humanos. La excusa, claro, es un malfuncionamiento electrónico, pero Crichton, un hombre inteligente aunque como creador sea bastante discreto, lo utiliza a modo de llamada de atención contra la cultura del consumo o la alienante búsqueda de emociones artificiales (ya está aquí, por tanto, la reflexión simbólica que permite la inclusión de robots). Eso sí, Almas de metal se agota, casi, en el enunciado de su propósito, y lo que se recuerda de ella, ante todo, es el uso de un ya maduro Yul Brynner que se aviene a satirizar (o parodiar) su imagen de westerner labrada en Los 7 magníficos y sus secuelas. Por cierto que esta trama de la rebelión de las máquinas daría juego en el futuro, ya con mejores efectos especiales, por ejemplo para la aburrida saga de Terminator.
Poco conocido (en nuestro país ni siquiera fue objeto de estreno), un film que utiliza el tema robótico de modo muy sugerente es The Stepford Wives (1975, Bryan Forbes). Stepford es el nombre del pueblecito a donde se muda la familia protagonista, en apariencia la clásica middle town de ensueño de la América rural. Y enseguida, la urbanita Joanna encontrará chocante que todas las mujeres de la localidad parezcan estar lobotomizadas: son esposas perfectas que no solo tienen la casa siempre impoluta, sino que sonríen en todo momento, son sexys, entusiastas compañeras sexuales y siempre desean a unos maridos que, al contrario que ellas, son tipos de físico poco deseable. La respuesta es que todas ellas, a las pocas semanas de trasladarse allí, son sustituidas por réplicas robóticas idénticas a los originales… pero sin su molesta independencia. The Stepford Wives se erige así como una inquietante fábula misógina, la plasmación del eterno delirio machista que late debajo de la aparente conformidad del hombre, tradicional dominador indiscutido del hogar, ante la liberación de la mujer moderna, de sus parejas.
Ya he hablado de La guerra de las galaxias (1977), film que contiene la que es sin lugar a dudas la pareja de robots más famosa de la historia: tanto que, las cosas como son, le roban la película a sus compañeros humanos cada vez que aparecen en escena. Los creativos del film acertaron con la fabulosa caracterización del dúo, dibujada a partir del contraste absoluto entre ambos. El estilizado y dorado C-3PO (descarado plagio de la apariencia robótica de María antes de recibir su apariencia carnal), trémulo y quejumbroso, ceremonioso y parlanchín, frente al achaparrado y nada antropomórfico R2 D2, que bien al contrario es decidido y valiente, hábil e inteligente, y que (en genial idea de guión) no se expresa con lenguaje humano, sino con una sinfonía de ruidos que solo entiende su cascarrabias compañero. El niño que fue este bloguero puede dar fe del regocijo que producía su aparición en cada escena, y con qué ansiedad esperábamos que esos latosos humanos llamados Luke y Leia (Han Solo queda aparte, claro) se quitaran de en medio para que volvieran a reinar en la pantalla.
Aunque la saga Star Wars, de la mano de su fenomenal éxito, ayudó a arrinconar la ciencia-ficción adulta —ante el descubrimiento de que el público había pasado a estar formado, mayoritariamente, por jovenzuelos a quienes los productores de Hollywood, con razón o sin ella, juzgaron poco sofisticados intelectualmente—, ambas dimensiones todavía convivieron hasta bien entrados los 80.
Una primera consecuencia de ese impacto fue la reactivación de un viejo proyecto: el traslado al cine de la mítica serie de los 60 Star Trek (en España, se ha olvidado, La conquista del espacio). En 1979 se estrenaba Star Trek, la película, film encomendado a todo un veterano como Robert Wise (el director de Ultimátum a la Tierra, recuérdese), que desencadenó una saga (ahora lo llamamos «franquicia») que, más de 30 años después, y de la mano de sus diversas reformulaciones, sigue viva. El primer capítulo, las cosas como son, es francamente aburrido, pues parece pensado solo para disfrute de quienes estaban al tanto de los personajes y elementos de la serie (la primera e interminable media hora consiste en lucir la Enterprise y presentar a todos sus tripulantes en plan estelar). Ahora bien, el planteamiento argumental es bueno y, en especial, se resuelve de modo inolvidable (spoiler a continuación, por tanto). La Enterprise acude al encuentro de una misteriosa, y mortal, nube de energía en cuyo interior viaja una extraña máquina viviente que se hace llamar V’Ger y acude al encuentro de un «Creador» que ha de encontrarse en la Tierra. En el estupendo final, los protagonistas penetran en la nube y descubren que V’Ger es en realidad el viejo satélite Voyager 6, enviado a las estrellas en las postrimerías del siglo XX —un par de años antes, en el mundo «real» habían sido lanzadas al espacio las sondas del mismo nombre con diversos mensajes terrestres y el objetivo de comunicarse con cualquier posible inteligencia alienígena—, el cual, tras atravesar un agujero negro y adquirir conciencia en su viaje de regreso… viene a concluir su programa y contactar de nuevo con ese Creador que lo envió por el espacio, sin poder admitir que esas unidades de carbono, débiles e imperfectas, que tratan de interferir como mosquitos en su llegada a la Tierra, sean quienes lo idearon tanto tiempo atrás.
Ahora bien, el gran clásico que selló para siempre la reflexión básica a que se presta el tema del robot —la fragilidad de la frontera entre lo humano y lo artificial— es Blade Runner (1982). Los replicantes, esas máquinas perfectas capaces de complementar fuerza, belleza e inteligencia, tienen solo una limitación: una vida reducida a cinco años. Proscritos de la Tierra del año 2019 por su perfección, cinco de ellos regresan a nuestro planeta para pedir a su dios (su diseñador) que corrija ese defecto de la creación. En la confrontación con el desengañado policía especial —el blade runner— encargado de «retirarlos», Blade Runner es capaz de contar un formidable thriller de ciencia-ficción al tiempo que una estremecedora fábula sobre la humanidad, bajo una envoltura visual a la que algunos todavía no hemos terminado de acostumbrarnos, de lo fascinadora que sigue resultando.
Dentro de ese campo de la ciencia-ficción densa, tal vez la última gran reflexión sobre este tema la dio el cineasta más impensable, Steven Spielberg. Digo impensable porque el Spielberg que es un estupendo narrador siempre ha tenido su peor enemigo en el Spielberg blando y superficial que tantas películas propias ha trivializado, por ejemplo por utilizar la fantasía al servicio de cargantes loas familiares (su versión de Peter Pan: Hook, de 1991). Pues bien, Inteligencia Artificial (1999), del modo más inesperado, supuso en su momento el film más adulto y sombrío de su autor, sorprendente encima por contener una de las miradas más críticas que se hayan hecho sobre ese mito tan arraigado en la humanidad como es el amor incondicional de una madre hacia su hijo. El pequeño protagonista del film es un robot-niño programado para amar de modo ilimitado a la madre que tiene a su hijo real en un coma del que no parece que vaya a despertar nunca. El problema es que despierta y entonces la madre desdeña al niño cibernético, el cual emprende un viaje odiseico, cual Pinocho, para convertirse en un niño de verdad y recuperar el amor perdido. Triste, melancólica y con una sublime parte final de una belleza elegíaca muy especial, Inteligencia Artificial cierra la parte más dramática del pequeño recorrido que ha trazado este artículo.
Pero no el artículo en sí, para cuya conclusión reservo la que es para mí la más entrañable película de animación de los últimos tiempos, Wall-E, batallón de limpieza (2008, Andrew Stanton), la obra maestra de la Pixar. Situada en el enésimo futuro en que la Tierra se ha convertido en un erial por el insensato comportamiento de los hombres, el pequeño protagonista no es sino un robotijo, casi un cascajo al estilo de los de Naves misteriosas, que se ha convertido en el último habitante de la Tierra, fiel al programa para el que fue diseñado: concentrar la basura en cómodos cubos y apilarlos en forma de enormes rascacielos. Ahora bien, Wall-E no es una fría máquina, sino un ser sensible que no se ha dejado alienar por la obligada soledad: ha cultivado la amistad de una cucaracha (detalle éste tan inesperado como sensible), siente una enorme curiosidad por los vestigios humanos que llaman su curiosidad y, sobre todo, contempla una y otra la última película que ha sobrevivido a la destrucción, el entrañable musical Hello, Dolly (1969), de Gene Kelly, emblema de lo que en el viejo Hollywood se consideraba «canto a la alegría de vivir». Dicho de otro modo: en un mundo en el que ya no hay hombres, la humanidad y sus valores siguen presentes, encarnados en el ser más humilde posible. Y ese bonito mensaje de esperanza que encierra Wall-E con su mera existencia es el mejor colofón posible que se me ocurre para un tema de tantas posibilidades (y por lo general, para reflexiones de lo más triste) como el de los robots y las criaturas de inteligencia artificial.
Interesante entrada… hasta que dices que la saga de Terminator es aburrida… Y después calificas Inteligencia Artificial como «sublime».
Le dejas a uno como si volviera a tener 7 años y hubiera visto a sus padres practicando sexo al estilo de las películas porno.
En fin…
Pues siento la decepción, aunque al menos me vale por la impagable imagen con la que tan gráficamente la expresas. Por lo demás, es verdad que a mí los Terminator me aburren. El primero, tal vez por su falta de ambición (parece mentira teniendo en cuenta aquello en lo que luego se ha convertido Cameron), no aguanta bien la revisión. El segundo, fuera de la impresión que en su día me produjeron esos efectos digitales todavía llamativos, vuelve a contarnos lo mismo pero con Arnold haciendo de «bueno». El tercero, aunque tendría que revisarlo, casi ahora mismo me parece el mejor y reconozco que su final es sorprendente. Pero el último ya me parece pensado solo para exprimir como sea el filón.
Con sus múltiples defectos, Spielberg es mucho mejor director que Cameron y en «A. I.» además ofreció una historia que parece sensiblera pero que tiene una dureza con la que a esas alturas yo no contaba.
A mi la sensiblería hasta me gusta, lo que pasa es que la peli es un tostón y sádica de cojones.
Si «Inteligencia Artificial» te parece sádica, ¿qué no te parecerán «Hook» y «E.T.»????? Cierto, Spielberg ha abusado mil veces de la vena sensiblera, sobre todo con niños de por medio. Por eso me gusta todavía más «I.A.»: porque, con esa trama, esperaba la cumbre de la sensiblería y, sin embargo, me encontré a un Spielberg sensible.
El artículo es magnifico y hace un preciso recorrido por lo más granado e influyente de los robot en el cine. Sería excesivo ir opinando sobre cada una de las obras referidas, pues sinceramente creo que la idea de la crónica es acercarse a esa figura mítica en el cine y más aún en la anticipación.
Lo que sí me ha resultado curioso y ciertamente doloroso es la tranquilidad con la que te cargas la obra cumbre del maestro Kubrick, autor al que aveces adoro y del que otras huyo (véanse para el segundo caso sus últimas cinco películas, que detesto por muy diferentes motivos, y que verifican un viaje inverso en cuanto a su calidad como autor) al decir «el resto siempre me ha parecido totalmente prescindible «. Pero comprendo que una película tan personal, única y fuera de norma promueva sensaciones tan dispares. Eso sí, yo entiendo que Hal-9.000 no lucha por el poder o por cuestiones de humanización, ese desafío máquina-hombre se convierte en un duelo existencial, en un combate descarnado entre esa inteligencia artificial que sabe que se dirige hacia un lugar donde ya no tiene cabida, enfrentada con su creador que se encamina a su transformación en «crisálida».
Lo que sí tendré que hacer es volver a ver I.A., pues nunca la pillé el punto a esa película y sí creo que puede atesorar aspectos que se me escaparon o no supe ver. Pero no quiero dejar de indicar mi admiración por Metrópolis o por esas dos pequeñas maravillas de la serie B americana, o esa primera media hora de Wall-E que es digna de estar en las estanterías del séptimo arte, si bien el resto de la película es más que notable.
Y me han venido a la memoria muchas películas sobre el tema, una de ellas es una curiosidad tan extraña y particular que puede ser considerada un horror en todo regla, es lo más probable, o una rareza estrafalaria pero singular, llamada El engendro mecánico. Y, cómo no, esa escena mítica en Alien: el octavo pasajero, donde una pedazo de secundario como es Ian Holm se muestra como un reservado y misterioso científico que no es más que un robot con una misión oscura y que finalmente acaba decapitado en esa secuencia formidable que uno jamás olvidará. Y para comentar algo más reciente, citar a una auténtica maravilla del cine actual, esa obra maestra llamada Her, que al mismo tiempo que hace una lúcida reflexión del mundo actual o que se nos avecina, también dibuja una historia de amor tan hermosa como triste, tan imposible como mágica entre un humano y un ordenador. Un abrazo.
Pues, en efecto, no había leído este comentario (me he dado cuenta de que llegó un día de cierto ajetreo en el blog…), de modo que reparo enseguida la omisión, sobre todo por cuanto, como ya te he dicho alguna otra vez, tus incursiones son casi otro artículo.
Sobre Kubrick, en efecto, a mí no solo no ha conseguido entrarme casi nunca (salvo sus primeras películas, pero, claro, todavía no había alcanzado el «estatus Kubrick») y en el caso concreto de «2001» la película me parece que hincha demasiado todo (argumento, metraje, puesta en escena, pretensiones…) para contar poco. Aun así, repito, la parte de Hal sí me gusta bastante.
«Wall-E», a la que tengo dedicado un comentario, es para mí una maravilla absoluta y si todo su metraje hubiera estado a la altura de su inolvidable primera media hora ahora sería la obra cumbre del cine de animación.
«Inteligencia Artificial», en mi caso, ha ganado la prueba de la revisión (suelo temerlas, sobre todo en el caso de Spielberg), y aunque es irregular (le sobra el personaje de Jude Law y toda la parte en que sale), tiene un aire de tristeza que a mí me llega bastante. Encima, es de una densidad adulta rarísima en el cine de su autor… por desgracia para él, pues pocos narradores de su eficacia hay en el Hollywood actual.
«Engendro mecánico» es una obra que me fascina particularmente y no sé cómo no reparé en ella para incluirla en el artículo: menudo fallo. No he visto «Her», aunque tengo buenas referencias y la tengo apuntada (y descargada…) para un futuro no lejano.
Coincido contigo en relación al Kubrick, lo que me costó aalguna trifulca cinefila. Qué opinas en cuánto al Hal 9.000? Espero que te guste Her, a mi me pareció magistral. Leeré en breve la cónica de Wal-E. Y disculpa la extensión de mis comentarios, pero es que las crónicas son rigurosas y requieren un mínimo de respuesta. Por cierto, hay alguna película que no vieras?, y espero que Her la veas en óptimas condiciones visuales y técnicas. Un fuertemente abrazo.
Altaica, disfruto considerablemente de tus minuciosas respuestas porque me «obligan» a seguir pensando sobre los artículos que he escrito. Tengo pendiente repasar «2001», ya con una calidad acorde a lo que hoy hay, e incluso añadir «La naranja mecánica», película que no veo desde treinta años… y de la que tengo peor recuerdo que de la anterior.
Y por fortuna, me quedan muchísimas películas por ver: la cuestión es que me doy cuenta de que es un pozo sin fondo, que las historias del cine, en general, insisten en las mismas ideas y en los mismos autores. La serie B mundial encierra sorpresas increíbles, e incluso los clásicos, cuando los miramos con nuevos ojos (y olvidamos los tópicos) resultan asimismo distintos. Cambiar la impresión que uno tenía sobre una película a algunos les parecerá falta de criterio: a mí me hace pensar que, primero, no somos el mismo espectador que ve una misma película con años de diferencia y, segundo, que la capacidad de sorpresa, por fortuna, siempre está dentro de nosotros, esperando el estímulo adecuado.
Absolutamente de acuerdo y esa mirada distinta que tenemos conforme nos hacemos también distintos es fascinante, ahora bien hay películas que resistirian mil años, véase por poner un sencillo ejemplo, El fantasma y la señora Muir. Además mi tampoco me gustó nunca La naranja, pues su truco o trampa intelectual es bastarda, al jugar con nosotros al someternos al comienzo a una visión ultravioleta a modo de choque, y después proponer desde la crítica lo opuesto desde el Estado, como mecanismo tramposo y forzado. Su concepto visual ha quedado anticuado, si bien algunos elementos tecnicos supusieron innovación y han sido mil veces repetidos.
Me resisto siempre a cerrar tus hilos, porque acabas incluyendo nuevos temas. Citas «El fantasma y la señora Muir», y tocas una tecla muy sensible. No sé si la has encontrado ya, pero ahí va un enlace a uno de mis comentarios favoritos:
https://lamanodelextranjero.wordpress.com/2013/11/24/el-fantasma-y-la-senora-muir-o-la-soledad-de-unas-alfombras-limpias/
No, no he llegado a leer la crónica ni sabía que la hubiera en el blog. Esta tarde la leeré con detenimiento y espero que sea también para ti una película especial. Cuídate.