El hombre que regenta la gasolinera y el taller de reparaciones de un pequeño pueblecito no siempre se dedicó a vender gasolina y arreglar coches. Tiempo atrás fue un detective privado al que no le importaba meterse en asuntos turbios. Y qué más turbio, y peligroso, que aceptar ir en busca de la amante de un gángster, enamorarse de ella e incumplir el encargo… solo para descubrir que la chica es una araña venenosa, cruel e implacable cuando se siente en peligro, y a quien es mejor abandonar. Pero ya demasiado tarde como para no tener que pasarse la vida escondido… aunque sea en un pequeño pueblecito y vendiendo gasolina. Ahora bien, nadie puede escapar siempre de lo que hizo, sobre todo si ha dejado cuentas pendientes con un tipo peligroso, y el título de este film es suficientemente explícito. Retorno al pasado no solo es un clásico indiscutible del cine negro de Hollywood sino que, en mi opinión, es el más bello thriller jamás rodado. Y lo es por muchas razones: porque su historia parece situada en el impreciso terreno entre el sueño y la vigilia, porque ningún héroe como el protagonista —pese a parecer tan fuerte— ha sido tan zarandeado por el destino (bajo la forma de una mujer) como él, porque tras las imágenes se hallaba un poeta de la sutileza llamado Jacques Tourneur, uno de estos directores que bajo la reductora etiqueta de «artesano» esconde a uno de los grandes narradores de toda la historia del cine.
Ante todo, Retorno al pasado depara uno de los más fascinantes retratos de ese equívoco y resbaladizo concepto que es el fatalismo. Desde ese ominoso plano con el que se inicia el film —un individuo recorre con su coche una carretera solitaria hasta entrar en un pueblecito y detenerse ante una estación de servicio: la cámara, situada en todo momento justo detrás del conductor, sugiere las intenciones poco amistosas del conductor—, el espectador tiene la convicción de que su protagonista, Jeff Bailey, llamado en realidad Jeff Markham, no tiene la menor posibilidad de salir con bien del laberíntico enredo al que le ha conducido su contacto con una venenosa mujer fatal, Kathie Moffat, la amante del gángster Whit Sterling. Una estupenda frase, la primera memorable de una película que abunda en ellas, sintetiza ese sentido fatalista que envuelve a Jeff como una nube letal. El sicario de Whit, el gigantón Joe Stefanos, hablando con la camarera del bar que hay frente a la gasolinera, al decirle cómo lo ha encontrado después de mucho tiempo, y a la tópica observación de ésta, «El mundo es muy pequeño», responde: «O algunos letreros muy grandes».
Por otra parte, es una magnífica idea que el personaje que preside el arranque del film sea ese matón, no demasiado listo pero sí leal hasta la muerte y tan tenaz como brutal (esto no se llegará nunca a mostrar directamente: basta intuirlo en la expresión del actor Paul Valentine), moviéndose por el tranquilo escenario de los últimos meses de la vida del fugitivo Jeff Markham. Y lo es porque introduce en la película un tempo tranquilo, nada apresurado —no hace falta acelerar la acción en este film: Jeff no podrá huir a ninguna parte, por mucho que corra—, y una atmósfera de peligro sugerida antes que subrayada. Por otro lado, ese inicio recuerda al, también excelente, de otro estupendo thriller muy cercano en el tiempo, Fugitivos (1946, Robert Siodmak), el film que reveló nada menos que a Burt Lancaster y Ava Gardner, y que asimismo comienza con unos sicarios llegando a un pueblecito en el que se esconde un hombre que creyó poder escapar del inexorable brazo vengador de un gángster sin compasión.
Uno de los sugestivos hallazgos de la película es que —con la posible excepción de otro bellísimo noir, On Dangerous Ground (1951, Nicholas Ray)—, ningún film negro ofrece de modo tan equilibrado la transición de los espacios urbanos a los rurales, huyendo encima del cierto maniqueísmo que incluso existe en el título de Ray. Es decir, aunque pueda parecer que es en los segundos donde aguarda la tranquilidad y la promesa de paz para su agitado protagonista, en el fondo el campo esconde tantos peligros y tantas traiciones como la corrompida gran ciudad. Pues no sólo allí no está seguro, siendo localizado por sus enemigos y más tarde acechado para ser asesinado, sino que es en ese espacio rural donde el gángster Whit Sterling tiene su sancta sanctorum, una apacible mansión al borde del lago Tahoe donde Jeff sufrirá diversos desencuentros y manipulaciones, y donde terminará por descubrir definitivamente que para él no puede haber salida. La transición de la ciudad al campo suele ser tan brusca que acaba creando un aire de irrealidad que es fundamental para definir la esencia de Retorno al pasado: una pesadilla de lujurioso y al mismo tiempo serenísimo sentido onírico, a lo largo de la cual su protagonista se ve zarandeado de un lugar a otro del reino de los sueños, empujado por quimeras que siempre se le desharán entre los dedos hasta que descubra que no hay despertar posible.
En el trazo de esa pesadilla fatalista, por supuesto, es fundamental la prestación de su protagonista, el inolvidable Robert Mitchum. Los andares desgarbados, la mirada indolente, la expresión ausente del menor enfatismo, ni para besar ni para mostrar enfado, el gesto de un hombre que en apariencia es lento pero que, cuando ha de actuar, lo hace de modo rápido: los grandes actores del Hollywood clásico se expresaban mediante el movimiento y así es como construían sus personajes. Mitchum ese año (no sé en qué orden) trabajó en otra fascinante película donde encarnaba también a un hombre acosado inexorablemente por un pasado del que no se puede escapar: Pursued, dirigida por Raoul Walsh, y en más de un momento ambos films parecen establecer misteriosos vasos comunicantes. Mitchum tenía, sin duda, una presencia imponente (medía 1’85 m y era bastante corpulento) y cierta aureola ambigua, que le permitía hacer que ese aire de pantera indolente se convirtiera, de pronto, en el más feroz tigre, como demuestran sus inolvidables villanos de La noche del cazador (1955) o El cabo del terror (1962). Y sus personajes positivos también se beneficiaban de ese carácter borroso de su imagen. No en vano hay algo que no puede ocultarse, que de hecho Jeff no oculta: es un detective que no parece tener muchos escrúpulos a la hora de aceptar encargos y clientes, como demuestra que ha aceptado devolverle a un gángster no muy recomendable la chica que osó dispararle y robarle 40.000 dólares, con sólo una no muy convincente garantía verbal de éste de que «sólo quiere que vuelva».
Jeff es un hombre que ha estado en demasiados sitios, le dice a Ann, la joven pueblerina en la que ha cifrado su esperanza de redención, su promesa de un futuro. Un hombre lleno de secretos, añade ella. Secretos que le desvelará en el largo flash-back con que, tras ese inicio lleno de presagios, por fin se nos cuenta lo que convirtió a Jeff Markham en Jeff Bailey y por qué ha ido a parar a ese solitario rincón del interior de California.
De pequeño, consideraba que todos los flash-backs transcurrían en la antesala del otro mundo, que cuanto sucedía en ellos podía ser a la vez verdad y mentira, cierto e improbable: sueños, presagios de muerte. En ello tenía mucho que ver esos trucos visuales con que en el Hollywood de los años 40 daban paso a esos regresos hacia atrás: la pantalla se iba volviendo borrosa, ya fuera porque el humo la invadía o porque la imagen parecía adquirir una textura acuática, como las ondas concéntricas que se forman en la superficie de un río al que se ha arrojado una piedra. Por supuesto, en ello influía mucho un recurso que durante mucho tiempo me fascinó: la narración en off (ahora los críticos escriben voice over). Unas imágenes sobre las que se superpone el relato de un personaje que, por tanto, transmite toda su subjetividad a lo que se está contando. ¿Puede haber algo más resbaladizo? En Retorno al pasado, las palabras de Jeff Markham mientras cuenta su relación con Kathie, la mujer a la que Whit Sterling le encomienda buscar, poseen un aliento propio de la ghost story. ¿Es Kathie una mujer real o un espíritu convocado por ese detective que no parece muy satisfecho del encargo que ha aceptado? Tourneur y el magnífico director de fotografía, Nicholas Musuraca, desde luego, narran su entrada en la historia como si fuera una verdadera aparición, como si fuese una ensoñación (ese vaporoso vestido blanco, esa forma de modular la luz sobre su figura hasta inundar todo el plano…) provocada por el letargo que inspira ese Acapulco cálido y evanescente donde el detective la encuentra. Ese tono ensoñador no abandonará todo el relato de su relación, que los lleva desde México a California, convertidos en amantes fugitivos que no podrán escapar. Y Kathie aparece siempre, en efecto, como un ángel, un ser de una belleza sobrenatural, nacido para ser colmado de dones por cuantos la rodean. Pero el sueño se torna pesadilla en una secuencia espeluznante: aquella en que Jeff pelea con su antiguo socio, Fisher, ante los ojos de Kathie.
Y esa es la clave: la mirada súbitamente terrible de Kathie, que muestra ahora su verdadero rostro, una gorgona que ya ha decidido matar al hombre que puede delatarlos a Sterling, el hombre que debe morir bajo sus propias manos porque ella sabe que Jeff carece de la inescrupulosidad final que ella sí posee, la de prescindir de una vida sólo para garantizar la propia seguridad. Las sombras de los dos combatientes se ciernen sobre el rostro, bello pero ya malvado para siempre, de Kathie, dos sombras que un disparo certero convertirá en una sola. Al tremendo shock que para Jeff supone advertir que su ángel tiene un aguijón letal se unirá el descubrimiento de que le mintió: su cartilla del banco, ahora fatalmente volcada desde su bolso sobre la mesa, muestra la delatora cifra de esos 40.000 dólares que ella había negado robar.
El nombre de Jane Greer, increíblemente, está asociado únicamente a esta inolvidable creación de femme fatale: he leído que, en parte, se debió a su negativa a convertirse en amante del famoso magnate Howard Hughes, el dueño del estudio. De hecho, no hay en su carrera ningún otro papel a su altura (aunque un par de años después, la RKO volvió a unirla con Robert Mitchum en otro thriller de ambientación mexicana, simpático pero que no resiste la comparación con el presente: The Big Steal, dirigida por Don Siegel en 1949). A sus 23 años, Greer compuso un papel maravilloso, una mujer fatal al mismo tiempo arquetípica y singular, en cuanto que, hay que reconocerlo, el espectador (sospecho que incluso más que Jeff) no es capaz de dirimir cuánto hay en ella de implacable verdugo, de criatura ambigua que se deja llevar todo el tiempo por la veleidad de su sensual instinto o de mujer desvalida en un mundo de tiburones masculinos ante los que sólo tiene las armas de su belleza e inteligencia. En un hallazgo visual genial, su última aparición en pantalla la hace cubrirse con un pañuelo que recuerda ¡a la toca de una monja!, malsana asociación que termina por sellar el aire al mismo tiempo delicioso y deletéreo que rodea su personaje.
Concluido el evanescente flash-back, Jeff Markham vuelve a la cruda realidad: no solo el gángster Sterling le obliga a cumplir un nuevo trabajo para saldar la deuda en que incurrió con él… sino que Kathie regresó a los brazos de él. La historia se adentra definitivamente en la espiral de la pesadilla. Jeff será obligado a ir a San Francisco para recuperar unos papeles comprometedores que están en manos de un contable traidor. Pero, claro, intuye que es una trampa: el contable aparecerá muerto (a manos de Joe Stefanos) de tal modo que Jeff parezca el asesino. Todo este tramo del film está marcado por la figura del laberinto: a imagen de esa ciénaga en la que Jeff, sabiéndolo pero sin poderlo evitar, se va hundiendo, el guión incurre en un consciente confusionismo acerca de las andanzas del protagonista en la ciudad. Un laberinto por el que, es cierto, el protagonista se conduce con tenacidad, como hombre que no se rinde fácilmente: sabe que es casi imposible escapar, pero no por ello dejará de intentarlo. Y cuenta con algún amigo: el muchacho sordomudo al que tenía contratado en la gasolinera, y que le salvará la vida de una emboscada del mismísimo Joe Stefanos, al que atrapa con su caña de pescar cuando iba a disparar a Jeff desde una roca (pues éste se cree a salvo en medio de la naturaleza: grave error), despeñándolo. Por cierto, que antes incluso de que apareciera Jeff/Mitchum en pantalla, ambos personajes, el sicario y el muchacho, habían compartido la primera escena del film, cuando el primero llega a la gasolinera, ignorante de que el segundo será quien acabe con su vida: riesgos de menospreciar a quien se cree débil.
[Quien no desee conocer los detalles del final de la película debe dejar de leer justo aquí]
Abandonado el escenario urbano, Jeff queda marcado por su aparente implicación en el asesinato del contable, noticia que llega al pequeño edén rural en que creía haberse asentado. Cobra entonces un especial relieve el personaje de Ann, sobre quien se centra el eje dramático con el que concluirá el film: la lealtad personal y el sacrificio personal. Jeff todavía sueña con poder marcharse con Ann, quien le promete confiar plenamente en él, ante la hosca vigilancia de Jim (Richard Webb), el pretendiente de toda la vida de la muchacha, el novio pueblerino destinado a ella hasta la aparición del misterioso y atractivo protagonista. Y Jeff morirá intentando huir, en apariencia, con Kathie, tras haberse deshecho ésta de Whit, y solo los espectadores sabremos que pretendía entregarla a la policía (aunque seguro que no le coge por sorpresa que la resistencia de Kathie los conduzca a ambos a la muerte en una siniestra carretera).
El final de la película es inolvidable y posee una grandeza emocional indescriptible: desconsolada Ann por la muerte de Jeff y carcomida por la duda de sus intenciones reales, sólo encuentra alguien a quien preguntar, el muchacho sordomudo que le guardaba una devoción sin límites. Y éste (maravillosa la sobria expresividad del joven Dickie Moore) le dice a ella lo que sin duda Jeff hubiera querido, para que pueda volver sin remordimientos a los brazos de su enamorado rural: que, en efecto, huía con la pérfida Kathie. Tourneur recompensa la lealtad indesmayable del muchacho —el único que no falla jamás a nadie en toda la historia— dedicándole el plano final, ese gesto de cómplice despedida al letrero con el nombre bajo el que Jeff Markham intentó, inútilmente, reconstruir su vida. Por razones como esa, repito que Retorno al pasado es el más bello thriller jamás rodado.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Retorno al pasado / Out to the Past. Año: 1947.
Director: Jacques Tourneur. Guión: Geoffrey Homes (Daniel Mainwaring), sobre su propia novela Build My Gallows High. Fotografía: Nicholas Musuraca. Música: Roy Webb. Reparto: Robert Mitchum (Jeff Markham), Jane Greer (Kathie Moffat), Kirk Douglas (Whit Sterling), Rhonda Fleming (Meta Carson), Virginia Huston (Ann), Paul Valentine (Joe Stefanos), Dickie Moore (El chico). Dur.: 97 min.
Gran película sin duda.
Muchas gracias por la detallada y cuidada explicación. Me ha ayudado a aclarar o confirmar algunos aspectos de la pelicula que no terminaba de ver.
Muchas gracias a ti por leer el artículo. Es un placer escribir sobre películas tan geniales como esta, que he visto muchas veces y que sigue asombrándome como la primera.
¡Un saludo!