En 1951, un relato breve del novelista Arthur C. Clarke titulado El centinela planteaba el siguiente argumento: el descubrimiento en la luna de una estructura con forma piramidal que lleva allí millones de años lleva al científico que la encuentra a formular la teoría de que fue levantada por una raza estelar que visitó nuestra planeta cuando este se hallaba todavía en su niñez y dejaron esa construcción a modo de señal de alerta para cuando los futuros habitantes de la Tierra se convirtieran en un pueblo que mereciera su atención, es decir, cuando alcanzaran la tecnología necesaria para saltar a las estrellas. El relato, bellamente modesto, en el fondo pertenece al género de amenaza extraterrestre, puesto que su protagonista concluye su narración preguntándose cuándo aparecerán los constructores de la pirámide, aventurando que su actitud no será benévola. Más de una década después, Stanley Kubrick, que andaba buscando material para su siguiente película, encontró en el cuento el germen de su nuevo proyecto, que giraría no en torno a esa amenaza sino acerca de la posibilidad de contacto con otras civilizaciones del espacio. Kubrick llamó a Clarke y ambos comenzaron a trabajar en la redacción de la historia que acabaría convirtiéndose en 2001: una odisea del espacio, ese film que parece que siempre llevará la etiqueta de ser LA obra maestra de la ciencia-ficción. A estas alturas, 2001 es un hito incuestionable situado más allá del bien y del mal, pero a mí me parece que, siendo grandes sus méritos, también lo son sus defectos, como intentaré razonar en las líneas siguientes.
Cuando menos, hay dos logros que no se le pueden discutir a la película. En primer lugar, no cabe duda, fue el film que convenció a los productores de Hollywood de que el género merecía el presupuesto necesario para escapar de los márgenes de la serie B: de revestirse de la necesaria «seriedad», vamos. Cierto es que esta condición la comparte con otro título estrenado ese mismo año, El planeta de los simios, cuyo éxito comercial fue muy superior, pero que no pudo competir con la aureola intelectual de 2001
En segundo lugar, el propósito de Kubrick de conferir la máxima credibilidad a su producto, de tal modo que su aparato tecnológico estuviera bien anclado en las posibilidades presentes o inmediatamente futuras de la ciencia, marcó un antes y un después en la escenografía y en los efectos especiales. El uso de maquetas, la utillería técnica (trajes, decorados, incluso algo en principio tan nimio como los mandos de las naves) o el uso de planos de fondo estrellado (planos del «espacio») se incorporaron con naturalidad al lenguaje del género. Así, muchos años después de que los niños de mi generación se sintieran deslumbrados por el envoltorio visual del film que marcó nuestra infancia, La guerra de las galaxias (1977), descubrimos que este procedía directamente del título de Kubrick, de donde además saqueaba varios planos, desde el del acceso rectangular al muelle de entrada en la estación espacial, retomado para la Estrella de la Muerte, a ese famoso inicio en el que, sobre el fondo estelar, va entrando en el encuadre, de forma interminable, una alargada nave de limpios contornos blancos.
Sin embargo, la relevancia de 2001 no descansa en estas dos apreciaciones contextuales, sino en su capacidad para convencer a críticos y cinéfilos de que sus imágenes encierran una densidad sin igual en el género, digna de los grandes del cine «serio», los Bergman, Dreyer, Ozu o Bresson. ¿Es completa la unanimidad?
Por fortuna no lo es: siempre habrá disidentes, y es bueno que los haya, incluso acerca de las obras consideradas intocables, porque no concibo otro modo de progreso de la cultura que mediante la confrontación de ideas. En su espléndido ensayo El cine fantástico, José María Latorre, tal vez el mejor crítico que el género ha tenido en nuestro país, y haciéndose eco de unas ya desengañadas palabras del italiano (perdonen la broma redundante) Umberto Eco, ya señalaba que los árboles tal vez no habían dejado ver, en su momento, el bosque. Es decir, que 2001 fue siempre un hermoso intento de film profundo antes que una obra de arte dotada de verdadera profundidad.
Yo mismo entiendo que el film maravillara en 1968; fuera de la generación que asistió en directo a su estreno, me resulta más difícil comprenderlo, al menos sin reflexión previa, pues la condición de obra maestra de 2001 ha llegado a convertirse en un lugar común que parece eximir a esta afirmación de la necesidad de justificarse. En 1968, era la primera vez que una película era capaz de traducir visualmente un entorno todavía inexistente y que no pareciera meramente fantástico sino real. No se debe olvidar que quienes salvaron el film de la tibia acogida inicial —incluso entre profesionales del género como Asimov o Bradbury— fue una juventud que vivía ese mágico momento de cambio de roles y modelos, de transgresión simbolizada por la famosa cultura de las flores, por el acceso a nuevas sustancias que entonces parecían abrir un nuevo mundo de imaginación y libertad, cuya materialización encontraron en la película de Kubrick. No por nada fue la primera vez, señalaron los dueños de las salas, que una parte del público se sentaba voluntariamente en las filas más cercanas a la pantalla, para «participar» mejor en, nunca mejor dicho, el trip.
¿Qué ofrece 2001? El argumento, en su estadio básico, narra el contacto entre los habitantes de la Tierra y una indeterminada civilización estelar, que tiene la capacidad de alterar significativamente la evolución de aquellos por medio de un objeto-símbolo (han corrido ríos de tinta interpretándolo) que es el famoso monolito. (Por cierto, la sustitución de la pirámide original por esa estructura paralelepípeda es una afortunadísima idea que se debe al mismo Kubrick, como ha reconocido una y otra vez Clarke en sus siempre admirablemente modestas declaraciones.) Así, en «el amanecer de la humanidad», la llegada del monolito parece inspirar al líder de los hombres-mono la primera utilización de los objetos del entorno como armas (en concreto, los huesos), tanto para conseguir alimento como para expulsar a los enemigos de la codiciada agua. En el famoso final, el astronauta Bowman, después de un ambiguo periplo final de su viaje, acaba transformándose en un «niño estelar», retornando bajo esta nueva forma a la Tierra.
Como señalaré más adelante, Arthur C. Clarke, escritor de la generación «clásica» de la ciencia-ficción especulativa, no dudaría en dar toda clase de explicaciones en la novela que fue componiendo al mismo tiempo que se ejecutaba el rodaje. Sin embargo, de modo mucho más arriesgado, Kubrick optó por un ejercicio puramente abstracto, sin manual de instrucciones, que obliga al espectador a buscar sus propias respuestas. Un ejercicio cuyo tema es el más abstracto de todos: la búsqueda de la trascendencia, de las respuestas últimas sobre el hombre, sobre su naturaleza, sobre su papel en este mundo (o en este universo). Un tipo de cine que difícilmente admite otra cosa que el éxito o el fracaso, la densa reflexión que enriquece nuestro conocimiento de nosotros mismos o la pretenciosidad ensimismada. Ahora bien, este tipo de planteamiento exige, y qué mejor ejemplo que los directores arriba antedichos, una completa depuración conceptual que a Kubrick le resultaba, por temperamento, muy difícil.
En el caso de 2001 creo que que el director era demasiado consciente de estar haciendo una «obra de arte», un punto y aparte, no ya dentro del género (no en vano había declarado a sus colaboradores que no le satisfacía ninguna película anterior del mismo) sino del cine. Esta pretensión de alta cultura impregna la mayor parte de las imágenes del film hasta convertirse en un fin en sí mismo. El caso más evidente, para mí, es el uso de piezas de música clásica para integrar la banda sonora, que si bien ofrece asociaciones que hoy ya son imprescindibles (sobre todo el Zaratustra de Strauss), diríase que su objeto esencial es revestir del adecuado ropaje de «dignidad» a un género hasta entonces despreciado. Desde luego, justo es reconocerlo, Kubrick no fue ni mucho menos el primero en hacerlo.
Tal vez lo más deslumbrante de la película siga siendo su famosísimo episodio de apertura, el mencionado «El amanecer del hombre», centrado en la tribu de hombres-mono (encarnados por mimos con un admirable sentido del movimiento) que tendrá el primer encuentro con el monolito. Su formidable sugestión descansa sobre la increíble belleza terrosa y mineral que se extrae de los escenarios, la inolvidable forma de recoger la luz de ese sol también joven por parte de Geoffrey Unsworth y la espléndida forma en que Kubrick, aquí sí, construye lo que bien podría haber sido un típico momento pulp de serie B de los años 50 para crear una fascinante sinfonía sobre lo primigenio en su sentido más abstracto: los momentos en que el líder del grupo (llamado Moonwatcher en la novela) expresa su exultación, al ralentí y bajo los sones ya indisociables de Así habló Zaratustra, son tan geniales que contagian al mismo espectador.
El no menos famoso efecto de transición, que convierte el hueso que Moonwatcher arroja a los aires en la nave espacial que conduce al siguiente personaje, no solo es un ejercicio de virtuosismo sino que tiene por objeto vincular simbólicamente al remoto antepasado del hombre con el orgulloso viajero de las estrellas bajo una misma y fatalista lectura: el ser humano seguirá siendo un títere en manos de fuerzas que no comprende. Si Moonwatcher comenzó ese dominio de la técnica que los ha llevado al espacio no fue por progreso propio sino por inducción del monolito, del mismo modo que, ahora, el monolito encontrado bajo la superficie de la luna indica el camino a Júpiter, donde el representante de toda la humanidad, el astronauta Bowman, será vuelto a manipular y a convertir en otra cosa.
Es más, el famoso episodio del enfrentamiento entre los tripulantes de la Discovery y el ordenador HAL 9000 lo que hace es remarcar la fragilidad de esta especie que antes se contentaba con asegurarse la subsistencia y ahora se pasea orgullosa por las estrellas. Si Bowman vence a duras penas a HAL es, de hecho, porque este acaba resultando demasiado humano, contradiciendo su orgullosa afirmación inicial (orgulloso: otro síntoma de humanización) de que las máquinas de su serie nunca han fallado, lo cual lo conduce al fracaso en su propósito de imponerse a los tripulantes.
Ahora bien, entre el episodio inicial y el central tiene lugar un interminable segmento que es bastante prescindible: el viaje que conduce a Heywood, el representante del gobierno estadounidense, hasta la luna, donde ha tenido lugar un inconcreto incidente que resultará ser el descubrimiento del monolito, enterrado en un cráter lunar, lo que revela que los hombres no están solos en el universo. El episodio supone una tediosa digresión acerca de cómo serán los viajes espaciales, que Kubrick, fascinado por su realista descripción de los viajes espaciales, aborda con un detallismo tan minucioso como cansino (el abuso de los efectos de la gravedad cero y los paseos de los tripulantes por sus naves) e irrelevante argumentalmente (todo lo anterior al momento en que se revela la aparición del monolito podría haberse eliminado sin que la película se resintiera en absoluto; al contrario habría ganado en ligereza narrativa y concentración dramática). En especial, nunca he aguantado el «baile de maquetas» bajo los sones de El Danubio Azul, tal vez el mejor ejemplo de utilización banal de la música clásica en este film.
El núcleo de la película, es decir, la parte que tiene lugar en el Discovery —el antagonismo que surge entre los dos tripulantes humanos, Bowman y Poole, y el sofisticadísimo ordenador de a bordo HAL 9000—, es donde se encuentran los momentos de mayor densidad de todo el film. Y es que aunque también en él hay mucho lucimiento de esa descripción futurista, ahora sí posee un sentido dramático: resaltar que, en ese entorno hipertecnológico, y quizá por culpa del abandono a un exceso de comodidades, el hombre se ha ido desprendiendo de una parte de su humanidad. Los signos de esto se multiplican: desde el modo en que Poole asiste, sin registrar la menor emoción, a la felicitación de cumpleaños de sus padres por video, al acierto de casting del actor que da vida a Bowman, el «ejecutor» de HAL, Keir Dullea, con su mirada metálica, su anodina apostura y su rictus perpetuamente inexpresivo. Todo lo contrario de ese ordenador que en principio parece omnipotente y acaba revelándose patético, al que otorgan una extraordinaria personalidad tanto el actor Douglas Rain en la versión original como el español Felipe Peña en la doblada. Siempre seguirá estremeciendo el momento en que, mientras Bowman va desmontando uno por uno sus circuitos, el ordenador intenta convencerlo inútilmente de que no lo haga (ese sencillo «Tengo miedo» que formula la voz untuosa de Rain es uno de los momentos más terribles que recuerdo en el cine) y su mente acaba disolviéndose a través de un proceso de acelerada «senilidad», que termina con su voz distorsionada cantando una canción.
La parte más polémica del film (donde se enreda lo más sugestivo con lo más pueril, lo más moderno con lo más envejecido) es el tercer segmento, titulado «Júpiter y más allá del infinito». El inicio es una interminable exhibición de efectos visuales a modo de estéril caleidoscopio para sugerir el viaje de Bowman a través de la puerta estelar que abre la nueva aparición del monolito, y de imágenes de paisajes (cañones, mares, valles) virados de color para describir la hipotética llegada a otro mundo (recuérdese que el Discovery se dirige hacia Júpiter, guiado por la señal emitida por el monolito hallado en la luna), sin más resultado que banalizar la idea y agotarla enseguida. Irónicamente, ese mismo año, en el arranque inicial de El planeta de los simios se había conseguido sugerir de modo mucho mejor la sensación de que sus protagonistas, en efecto, han llegado a un escenario extraterrestre, bastando para ello la espléndida elección de paisajes desolados y un uso dramático del encuadre y del sonido (incluida una música que no necesita ser extraída del catálogo culto, sino que fue compuesta específicamente por Jerry Goldsmith, que consiguió sugerir una sonoridad «distinta»).
El lugar a donde llega Bowman, sin embargo, no es un planeta misterioso, sino una habitación de ornamentación clasicista que se corresponde con el llamado estilo Luis XVI, en donde el astronauta va envejeciendo hasta morir y resucitar bajo la forma ya señalada del niño de las estrellas. El hallazgo, insólito, recupera ese hálito de sugestión por lo inexplicable que merecía el planteamiento: ¿es una reconstrucción real realizada por los extraterrestres a partir de imágenes extraídas de la memoria de aquél, o por el contrario es una completa ensoñación del viajero estelar que lo inhibe de una realidad exterior incomprensible?
En este sentido, Kubrick y Clarke decidieron obviar ese tópico del género (envejecido del todo, desde luego) que otorgaba a los seres no terrestres un aspecto y una psicología más o menos humanoides. A esas alturas, el genial escritor polaco Stanislav Lem, posiblemente el mejor autor del género de todos los tiempos, llevaba tiempo planteando en diversas novelas el difícil tema de la comunicación entre especies y civilizaciones completamente ajenas, por ejemplo en su imborrable novela Solaris (1961). 2001: una odisea del espacio plantea una variante a la opción de Lem (la absoluta divergencia física e intelectual entre esas culturas genera la imposibilidad de la comunicación), haciendo que los seres humanos sean quienes vayan siempre por detrás en la comprensión del código de sus interlocutores, que son los que llevan la iniciativa.
Ahora bien, su intención de crear un entorno reconocible, racional, para el hombre al que han atraído, precisamente por constituir una aberración irracional en mitad del espacio, deviene pura alucinación, por más que sea una alucinación fría y metafísica. Así, los planos de la cápsula o de Bowman vestido de astronauta dentro de ese escenario pretérito sin duda figuran dentro de lo más recordable del film, tanto como la forma en que este parece aceptar tanto el lugar como su raudo envejecimiento: qué fascinante la escena en que Bowman, con los cabellos blancos y el rostro surcado por un mapa de finas arrugas, almuerza impasible en el centro de la habitación, y qué coherentemente sugestivo el gesto perennemente distante de Keir Dullea, como si todo fuera normal.
Teniendo en cuenta este clímax de fascinante sentido de lo inexplicable, me parece del todo anticlimático el final escogido para concluir con la odisea de Bowman. Próximo a morir, la nueva aparición del monolito transforma al astronauta en una entidad parecida a un enorme feto envuelto en un halo de luz, que popularmente se conoce como el «niño de las estrellas» y que, en la imagen final, y a los sones de nuevo de Zaratustra, aparece justo frente a la Tierra. La literatura que ha generado esta aparición es tan incontable como la del monolito pero si la ambigüedad simbólica de este resulta fascinante por múltiples y polisémicas razones, el niño resulta embarazosamente aparatoso. Su condición fetal sugiere el umbral de un nuevo estadio evolutivo de la humanidad, pero por una vez no basta el mero enunciado de un enigma: diríase que los autores no tienen claro cómo concluir su historia (o no tienen claro cómo contar la conclusión elegida) y eligen una imagen indudablemente espectacular, sin tiempo para organizar con coherencia su inclusión en la historia, a modo de cierre. En este sentido, molesta que se recurra de nuevo al mencionado tema de Richard Strauss, como si así se quisiera encubrir la precariedad del símbolo, asociándolo al denso inicio del film (la pretensión de circularidad es evidente: estamos ante otro «amanecer de la humanidad») mediante la música para así dotarlo de la trascendencia exigida. En cualquier caso, toda una decepción final.
Ahora bien, es hora de señalar que 2001 no acaba en la película. Arthur C. Clarke publicó en ese mismo 1968 la novela que había ido escribiendo de forma paralela al rodaje; es más, con el tiempo incluiría otros tres libros más, situados en otros tantos años emblemáticos: 2010 (secuela llevada asimismo al cine, con calamitosa acogida), 2016 y, cómo no, 3001. Clarke, escritor cuyas novelas desbordan tanta modestia personal como interés por la ciencia-ficción en su vertiente especulativa, apostó por desarrollar in extenso lo que en el film quedaba, como mucho, sugerido: la naturaleza del monolito, la descripción de esa sociedad futurista, las razones de la famosa rebelión del ordenador HAL 9000, el sentido de esa misteriosa habitación surgida de la nada donde acaba recluido el protagonista, hasta el curso completo de la evolución de esa civilización responsable de los monolitos y la misma razón de ser del niño de las estrellas. Y si bien la novela, claro, carece de la misteriosa aureola de la película, se lee con placer y, al ser menor la distancia entre intenciones y resultados, resulta más coherente y equilibrada. Supone por ello el perfecto complemento al visionado del film, siempre que, eso sí, se haga después de este. (Un excelente comentario de la misma se encuentra en el blog Recuerda que has leído.)
2001: una odisea del espacio, para bien y para mal, sigue erigiéndose como un faro fundamental en el desarrollo cinematográfico del género. Fascinante, irritante, enigmática, polémica: en cualquier caso, apasionante siempre. Fundamentalmente, abrió una puerta para el cine que, por desgracia, ha sido luego franqueada pocas veces. Sin embargo, se ha hecho alguna que otra vez: no quiero parecer que destrono a un rey para poner a otro, pero quien busque una obra rotundamente abstracta y trascendente, que consigue llegar mucho más lejos que la que nos ocupa, puede encontrarla, y por partida doble. Se trata de Solaris (1972) —según la novela ya citada— y Stalker (1979), dirigidas por el genial director ruso Andrei Tarkovski. Con un presupuesto mínimo en relación con el manejado por Kubrick, impregnadas ambas del denso ascetismo visual y narrativo que se echa en falta en el estadounidense (no por casualidad, Tarkovski no apreciaba mucho 2001), subliman la esencia del género para hablarnos del hombre en sentido universal a partir de una teórica mirada al hombre del futuro, constituyendo por eso dos de las mejores películas que ha dado nunca la ciencia-ficción. Y admirarlas no es incompatible con el disfrute que siguen deparando hoy las imágenes de 2001.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: 2001: una odisea en el espacio / 2001: A Space Odissey. Año: 1968
Director: Stanley Kubrick. Guión: Stanley Kubrick y Arthur C. Clarke. Fotografía: Geoffrey Usworth. Música: temas de R. Strauss, J. Strauss, G. Lygeti. Reparto: Keir Dullea (Bowman), Gary Lockwood (Poole), Douglas Rain (HAL 9000). Dur.: 143 min.
Enhorabuena por el análisis de un asunto tan enrevesado, porque los hallazgos de la peli parece que han maquillado sus debilidades. Como dices, hay que leer también la novela, publicada pocos meses después del estreno de la película, lo que sugiere que la redacción de la novela tuvo que ser previa a la realización del film. Tu referencia a la estupenda Solaris ¿apunta a una futura entrada comparativa?
El caso de «2001» seguramente es el mismo de «Metrópolis»: el coguionista (Thea von Harbou con respecto a Lang y Clarke, lo mismo con Kubrick) prepara la novela a la vez que se realiza el rodaje y se publican/estrenan prácticamente a la vez, siendo el libro siempre más explicativo, y en ambos casos una lectura que funciona por sí misma o como complemente de la peli.
En cuanto a «Solaris», es uno de mis artículos «pendientes» desde hace mucho tiempo: releerme la genial novela de Lem y compararla con la no menos genial película de Tarkovski (incluso con la estimable de Soderbergh).
Mucha tela que cortar, sin duda, pero complicada por el calor, el asunto y mis medios técnicos en verano. Artículo espléndido. Nuevamente leerte es apasionante. Hablamos de una de mis películas favoritas en relación con el impacto que generó en mi persona. La primera fue King Kong. Toda la critica que aportas sobre esta obra colosal es muy subjetiva e interpretativa. No hay obra perfecta, algo que es inclmpatible con el arte. Y muchas de las apreciaciones criticas sobre 2001, lo serían elevadas a la enésima potencia de si hablamos del muchu más pretencioso intelectualmente y formslmente Tarkovski. Por cierto, 2001 es una experiencia en esencia. Una obra que te invita a aislarte del mundo y de ti mismo. Y Hall sabe que a donde se aproxima ya no tiene cabida, de ahí su comportamiento. Una prueba más de su instinto de supervivencia al ser ya un ser inteligente. Como muy bien indicas, 2001 se escapa del cine y forma parte de un imaginario colectivo. Eso lo consiguen muy pocas cosas en la vida del arte. Descomunal odisea, insolentemente genial. Otro día hablaremos de Solaris y Stalker. Un gran abrazo y gracias por tan formidables articulos.
Como siempre, gracias por tus elogios desde la discrepancia… que en el caso de «2001: una odisea del espacio» me parece casi consustancial entre aquellos a los que no les merece indiferencia (no puedo imaginar esto último, por cierto), ya sea a favor o en contra, o como es mi caso, situándome a ambos lados de la línea de valoración. Es fácil ponernos a todos de acuerdo sobre «El hombre que mató a Liberty Valance», «Retorno al pasado» o «Cuentos de la luna pálida», pero que pase en «2001» sería casi insultante 🙂 .
Sabias palabras prácticamente irrebatibles. Feliz descanso estival.
No pretendo entrar en polémica, pero cuando hablamos de cine “serio” yo, en cambio, no pienso en Bergman o Dreyer. Posiblemente tengamos una idea distinta de la seriedad. En cualquier caso me apetece avanzar al respecto con tu permiso en estas reflexiones sobre una película en concreto y ciertos cineastas de culto. Ya dispongo de ordenador. Perdona mi sermón sobre otros sermones.
Pensemos en Ordet, paradigma sobre la influencia teatral en Dreyer, hasta tal punto que su concepción artística, estructural y de desarrollo conforman un ejercicio ensimismado, encarcelado y profundamente subjetivo, no ya solo a nivel de personajes y dramaturgia, igualmente estilísticamente. Ese mundo íntimo en la forma y en el fondo deja afectado al propio desarrollo. Rebuscamiento que lo inunda todo, tanto la historia, los motivos, la trascendencia y sus personajes E igualmente la filmación, los encuadres, el desarrollo de los planos, los movimientos, la ubicación de los actores, de los muebles, la entrada de la luz… una pura pose servidora de lo metafísico.
Nadie podrá negar que su cine es extrañamente absorto y único, y al mismo tiempo puede resulta fascinante, algo que yo alcanzo a apreciar solo en su justa medida. Observo siempre un cine objeto de experimentación, pretendiendo siempre. Se articula como instrumento secundario para otros menesteres legítimos pero con exceso de protagonismo (forma y fondo buscan un todo a consta de una forma afectadísima y un todo aún más ceremonioso). En las absolutas antípodas del cine japonés clásico que alcanza los rincones más íntimos del ser humano desde la sencillez más dolorosa y limpia, en contraposición con ésta y otras obras de cineastas de similar latitud. Instrumentos formales y esenciales inversos.
Si analizamos muchas secuencias de “Ordet”, son un puro y duro ejercicio de recreación y amaneramiento plástico. Esa cámara estática en su anclaje o posición y que muestra de modo contemplativo lo que sucede en la vivienda y el deambular por ella de sus personajes, con solo movimientos laterales de seguimiento, se me antoja contemplativa y depurada teatralización.
Los escasos encuadres exteriores son postales en búsqueda de importancia, dando la sensación que el discurso estético y místico deja a los propios personajes huérfanos por exceso de protagonismo del primero. Son ejecutados como instrumento de lenguaje fílmico, que le otorga a sus películas una especie de atmósfera fascinante para algunos y henchida para otros ente los que me encuentro, al tener la continua sensación de impostura.
Dramas y reflexiones que visitan aspectos mucho más planos y simples de lo que aparentan. El misticismo y la espiritualidad están recargados de todo menos de un discurso limpio, sustentado en la natural sencillez, pues en la forma y el fondo la pretensión está trufada siempre de declamación. Declamación que se observa en los propios personajes que más que actuar recitan, en la manera en que se vinculan entre ellos y la pertinaz homilía interior que exudan.
Y si hablamos de los encuadres interiores, si te fijas, en todos ellos no hay naturalidad, armonía, solo se observa la predisposición sistemática y medida de postal o cuadro, donde los actores, sus movimientos relentizados (uno tiene la sensación de que deambulan como fantasmas teledirigidos para que el encuadre sea perfecto en su remilgado planificado), la colocación de los objetos, sus símbolos, falsas paredes limpias e impolutas que solo albergan en milimétrica colocación los enseres estudiados para la ocasión y que sirven de pantalla para una iluminación pictórica de un remilgado que apabulla en su teatralidad (bellísima para otros), o cualquier otro elemento están al servicio de esa tarjeta estética, quedando en muchos aspectos como ejecución acartonada y sirviente de la plástica por la plástica, en este caso estática o mortecina (es en realidad un teatro filmado, en el que esa afectación formal, interpretativa y discursiva es más lógica en el escenario, siendo en realidad Dreyer no un director de cine y sí un director de teatro que utiliza el cine para seguir haciendo teatro). Película que me resulta artificiosa, fingida, parsimoniosa, insoportablemente trascendente, amanerada y conceptualmente pobrísima al verle todas y cada una de sus enormes costuras formales y de petulante fondo.
Entrar de lleno en la homilía moral y mística de esta película es un ejercicio para mi sencillamente imposible, pues solo me produce sopor e indiferencia. Esas poses existenciales a mayor gloria de una trascendencia reflexiva que huele a naftalina y postulado decimonónico. Ese discurso religioso que lo inunda todo, con milagro final y resucitada levantándose en una disposición de escena que me produce bochorno. Y no sé si más por su simpleza intelectual o por su cándida cursilería. El tufo discursivo de homilía depauperada me resulta complicado de aceptar. Puede que todo se deba a una evidente limitación personal. Seguro, pero no puedo por menos que en un ejercicio de sinceridad poner en solfa a esta película, a muchas de Bergman y a casi la mayoría de Tarkovsky, desde, eso sí, mis extraños postulados cinéfilos. Si sobre 2001 es difícil la unanimidad, de hecho hoy son muchos quienes la bajan del cielo cinéfilo, qué decir sobre la extraña unanimidad sobre los, a veces, insoportables Bergman, Dreyer o Tarkovsky.
Y sigo con Orden para componer el ejemplo que quería introducir sobre algunos de tus comentarios sobre lo “serio” y la trascendencia y metafísica de películas como Solaris y Stalker, y de cineastas como los antes citados. La de Dreyer presenta, insisto, una afectación formal evidentísima, pues creo sinceramente que la confección y desarrollo de la obra estilísticamente está esculpida, planteada y dibujada en la pose, en lo pictórico, en la postal, en el retrato relamido, en la búsqueda de una forma de trascendencia estilística que acompañe a la trascendencia conceptual, dramática y evidentemente teatral. Dreyer busca referencias en grandes pintores, confecciona encuadres a modo de retratos iluminados casi inanes, que sirvan para anudar la forma y el fondo. Para mi es un escenario filmado y el desenlace lo dice todo.
Uno y otro son lo mismo, uno y otro estás planteados pretendiendo un discurso moral en la profunda homilía. En algunas escenas el perfeccionismo del retrato y de la postal lleva a Dreyer a modificar la posición de objetos que están anclados a la pared, como relojes, lleva a modificar la posición de la ubicación de personajes que estaban estáticos en, por ejemplo, sillas, y todo para que la postal afectada quede encuadrada en la obra teatro -pictórica. Los escenarios son falsos, las ventanas de la escena final son falsas, la luz es falsa, las paredes son falsas… Y eso mismo es depuración estilística para algunos, y para mí es un escenario teatral, acartonado y que se me presenta como el anticine.
La declamación es de un obvio manifiesto y el discurso es infantil, incluso ridículo. No he leído la obra teatral en la que se sustenta la película danesa, pero lo que muestra es de una simpleza que me hace admirar a los que la consideran una película compleja, pues esa complejidad no es capaz de ser vista, asimilada o captada por mis pobres neuronas.
Y no es ya cuestión de que yo sea ateo, pues me entusiasman películas venidas desde la creencia, incluso desde la creencia más infantil, tópica y evidente. Aquí hay pretensión, vestimenta de erudición y olor de perorata. Y es ahí donde la exigencia se hace incuestionable para el espectador. ¿Qué nos cuenta Ordet?, ¿Qué pretende Ordet?, ¿Qué promueve Ordet?, ¿relexionar?, no, ¿contrastar opiniones?, no, ¿abrir posiciones y arrojar unos dados llamados duda?, no. Pretende y promueve un discurso claro y director. Su fundamento argumental es de una notabilísima prostitución. Algunos dirán que es un foco bellísimo de espiritualidad, algo que es demasiado general y universal como para aplicarlo a esta película. La fe puede afectar a muchos aspectos de la vida y su conceptualización no tiene que ser estrictamente religiosa, pues puede incluso llegar a ser una mera presunción, presentimiento o, incluso, efectos de nuestra capacidad de ilusión. Aquí no, aquí hay nuevamente pretensión y discurso dirigido. No me vale ese ambiguo valor espiritual que se le atribuye por algunos para sacarla de la cárcel estrictamente religiosa.
Ordet es tan vulgar, superficial y epidérmica en lo que plantea como un cuento de Navidad, con la salvedad que no pretende ser un cuento de Navidad al estilo de la obra maestra de Capra, ¡Qué bello es vivir!, obra en las antípodas bajo cualquier punto de vista o análisis. Pero la traigo a colación pues resulta curioso que aquellos “progres” y ateos que descalifican brutalmente a la segunda, son sesudos y eruditos defensores de la primera, cuando esa es en el fondo infinitamente más perversa, henchida y retrógrada.
¿La historia de Ordet?, un lugar, un tiempo, una época, dos familias, dos conceptos, la familia protagonista, sus miembros, unos (ellas) seguidoras de unas creencias sustentadas en la fe sin más preguntas, desde la sencillez, otros descreídos, y el iluminado que dice ser Jesucristo. De ahí a una confrontación tan banal, simplona, evidente, previsible e infantil entre los de un lado y los del otro en el mundo del credo, para la aparición de un hecho sobrenatural, véase milagro, que mueve la balanza hacia el lado de la fe y la creencia, horriblemente plasmado en una escena que me produce, como ya indiqué en el comentario anterior, auténtico bochorno formal e intelectual. Los posible debates, discursos, enfrentamientos, análisis sobre ambos postulados o no existen o son primitivos, pueriles, y el recurso final del milagro solo pone la guinda a tan primitiva demostración. Tal que mostrar el óbito de la mujer del ateo, claro está, para así hacerle ver finalmente que su postura estaba equivocada. ¡Enhorabuena por tamaña hazaña y complejidad!, y todo en el velatorio para que el teatro tenga éxito y si es la niña y su inocencia la que promueve al chiflado para que ejerza de Jesucristo aún mejor. La patochada es redonda. La fe esta en la inocencia, en lo puro y es connatural a la esencia humana. Toma tomate. Pero qué complejidad de obra, qué nivel. Y se levanta y todo del ataúd, eso sí, lentamente y ceremoniosamente, con un boato, efectismo y cursilería de provocar bochorno. Y mientras tanto el marido ateo entrará en el mundo de los creyentes, y claro está el médico, el representante de la ciencia, abrirá los ojos y quedará maravillado, dándose cuenta que la ciencia tiene que “hacérselo mirar”. ¡Por favor! No, claro está, no hay convencionalismos, no hay afectación, no hay infantilismo, no hay simpleza, no hay mojigatería, no hay … , es todo complejo, erudito, intelectual, trascendental, místico, bello, lírico, natural e impoluto. Y cómo no, Solaris y Stalker son dos obras cumbres del cine. Dos iconos de la profundidad. Con una impresionante capacidad para adentrarse en la condición humana. Toma tomate. Como diría mi subconsciente cualquier pequeño gesto de algunos de los actores en Fat City albergan más sobre el hombre que la mayoría de las películas consideradas de culto, que no son más que la prueba palmaria de la utilización del cine por imposibilidad de utilizar los verdaderos medios para reflexionar sobre tantas cosas. Pero…
Panfleto, libelo y octavilla de patio de vecinos o de opereta mal armada. Pero claro llegan los que dicen que Dreyer y otros habla de la libertad, de ir más allá, de la ruptura de normas y líneas. De verdad que me niego a explicar más. Insisto, en serio me alegro que a tanto cinéfilo le parezca una obra maestra Ordet, el cine “serio y sesudo”. Lamento haber utilizado a Ordet para semejante destrozo. Simplemente he sido sincero y lamento utilizar esta crítica sobre 2001 para semejante coñazo, pero me ha salido así. Un abrazo.
Como en tantas otras ocasiones, tu comentario o respuesta se convierte en un artículo en sí mismo. Es una pena que mi recuerdo de Ordet sea demasiado lejano como para poder apreciar en toda su medida tu muy iconoclasta valoración. La he visto dos veces, una doblada (y no me la creí) y otra en versión original con subtítulos que sí me gustó, pero ahora mismo no podría confrontar ese recuerdo con tus afirmaciones. Aun así, y teniendo en cuenta tu acertada comparación con la valoración que ha merecido (y para muchos, todavía merece) la inmortal ¡Qué bello es vivir!, sirve para esbozar un debate sobre por qué determinado tipo de cine (o de literatura) merece, de entrada, el aplauso condicional y otro se lo ha de ganar con el tiempo (o no se lo gana nunca). Es la vieja dicotomía entre la obra considerada «seria» y la que merece, como mucho, el condescendiente calificativo de «popular», y si yo utilizo estos términos no es porque comparta el calificativo sino como punto de partida para entendernos.
Como bien sabes, siempre he defendido desde este blog que cualquier tipo de planteamiento y de género (yo señalo que incluso lo aparentemente más pueril, como el tebeo de superhéroes) sirve para plantear el que siempre será el gran tema de la ficción, de la cultura si quieres: la mirada o la reflexión (esta palabra es más «seria») sobre la complejidad del ser humano.
Es evidente que, cuando se defiende esa misma densidad a partir de las obras «populares», el esfuerzo parece más arduo, porque siempre habrá convencidos de antemano de que aquellos autores que han merecido el calificativo de «trascendentes», aun cuando presenten trabajos que resulten difíciles de comprender y arduos de atender, poseen de antemano el beneficio de una seriedad que le está vedada a los otros: que si no los entendemos, la culpa es «nuestra». ¿No será que buena parte de la trascendencia de las «obras trascendentes» procede del conformismo con el que las consumimos, es decir, de nuestro deseo instintivo de comprender esa trascendencia, porque damos por sentado que, si poseen esa reputación, es porque tienen que hacer honor a ella?
Una película debería ser analizada en función de lo que nos ofrece, de lo que nos hace sentir; no en función de lo que otros aseguran que ofrece. Es evidente que llega un momento (lo reconozco en mi caso) que el exceso de lecturas sobre determinados autores y películas puede llegar a condicionar nuestra impresión sobre los mismos, de tal modo que acabamos rellenando los huecos que nuestra percepción, en el momento de estar viendo esa obra, no nos reconoce estar viendo. Yo mismo me senté a ver por primera vez Gertrud, La hora del lobo o la misma Solaris con la obligada sensación de que de que iba a ver una obra maestra. Eso sí, ayudaba a provocarnos esta impresión la evidente sugestión estética, la fácil convicción de estar ante autores, como un mínimo, con un universo visual y narrativo que no dejaba indiferente.
Si me he «librado» de dicha auto-imposición en el caso de 2001 es porque mi conocimiento de la filmografía de Kubrick (y en especial, de los códigos narrativos y del estilo visual de esa película) es porque he crecido viendo películas de la misma tradición cultural en que se formó el director y que, por mucho que él intente romper o ampliar, también lo condiciona. Me resulta «fácil» (no quiero parecer irónico o condescendiente yo tampoco), por eso, resistirme a dar por sentada la trascendencia de 2001 cuando veo el baile de naves o la aparición del niño de las estrellas, mientras que me resulta más difícil hacerlo ante las imágenes de esas películas de otra tradición.
Quiero creer que los años nos van dando esta libertad de enjuiciamiento, no solo para juzgar a Frank Capra o el cine de género, sino también a los directores consagrados por la crítica. Por otra parte, después de más de media vida viendo cine me convenzo más de que la relación la entablamos, antes que con los autores, con las películas: por ello, el artesano menos valorado es capaz de deslumbrarnos un día con una obra, y el director más reputado aburrirnos profundamente con otra, por prestigio que esta posea.
Cuestiones sobre las que habría que profundizar más, claro.
Me ha encantado tu comertario. Desde hace mucho tiempo vengo defendiendo la libertad para enjuiciar, pues sinceramente creo que muchos analistas respecto de determinadas obras y autores no conocen el significado de esa palabra. Que respecto de El hombre tranquilo, Vertigo, Matar a un ruiseñor, Ben Hur, Luces de la ciudad, Ser o no ser ó El guateque, exista unanimidad es perfectamente comprensible, pero que también exista por la critica respecto de Ordet, Fresas salvajes, Stalker, Dogville, Cabeza borradora, Langosta ó La muerte de Luis …, es muy, muy raro. Creo que la hipocresía es un mal terrible y la falta de criterio su correlativo. Por cierto, la última película que cito me parece sencillamente magistral. Un placer estar en tu casa.
Debo darte las gracias por haber ubicado tu discurso en el contexto de la crítica. De la crítica racional. Y digo ésto porque la mayoría de los detractores se colocaban en una trinchera de denuestos tan irracionales como la de los que defendíamos a 2001 con igual irracionalismo. Fíjate que me incluyo. Porque después de los sesudos análisis de filósofos, críticos, periodistas y escritores que derramaron esos «ríos de tinta» de que hablas, para interpretar el significado del monolito, me quedé sin habla y decidí que «2001» era inefable. que no se podía decir nada de ella, salvo elogiarla, claro está, pero sin poder decir por qué. Mira, si quieres, mi entrada en el blog en: https://micolchaderetazos.blogspot.com/2018/04/feliz-cumpleanos-2001-odisea-del-espacio.html Tu artículo vuelve a colocar las cosas, como digo, en el lugar del discurso racional, es decir, moderno, para abordar un tema que arrancó de una mente bastante racional como fue (o es) la de Arthur Clarke. Esto me permite admitir que estoy de acuerdo contigo en más del 90% de tus argumentos y además, decir por qué.
El 10% restante trata principalmente del asunto de la música académica.
«2001» es un film concebido en y desde los años 60, con los valores, preguntas y respuesta de esa época, tanto en los realizadores como en el público (entre quienes estábamos, por cierto,nosotros, José Miguel). Por eso un espectador que la vea ahora por primera vez no podrá nunca vivir la experiencia que vivimos nosotros, los que participamos en el jolgorio y la sensibilidad de esos años.
Kubrick usa la música con un sentido paródico, , de comentario brechtiano o acompañamiento. Culto, si, y algo petulante, dirigido como con guiños al espectador culto que pueda entender la ironía del salto del gran y nietszcheano Richard Strauss al pariente pobre Johann Strauss en el momento de la elipse de miles de años del hueso/nave espacial PanAm / estación espacial /Hilton espacial…
Es irónica la compañía del Adagio de «Gayne» de Khachaturian durante el viaje de Júpiter, porque aun cuando Khachaturian fuese un compositor conocido en ciertos círculos, no lo era para los miles de jóvenes que tomaban LSD y se colocaban en las primeras butacas del cine.
(este maridaje de Kubrick con la música académica no termina cuando el coro de la Novena Sinfonía de Beethoven irrumpe en la sala donde torturan a Alexander Le Grand en «La naranja mecánica»). Comenzó en «Dr. Strangelove» y continuó hasta su muerte con el Vals N° 2 de la Suite de jazz de Dmitri Shostakovich.
Pero la discrepancia era sólo de un 10 %. El restante 90% lo suscribo completamente.
Saludos. Franklin.
Muchas gracias, Franklin, por tus palabras y el largo comentario, enriquecedor para mí en ese apartado que tanto detallas como es el uso de la música por parte de Kubrick. En este caso, reconozco que esos matices que tú comentas a mí se me escapan por mi mucho menor conocimiento de la música clásica (o culta), de ahí que mi valoración de la misma parta de otras razones, las señaladas en mi texto. Que la selección (y el consiguiente comentario que efectúan sobre las imágenes) está muy pensada por el director, hombre de notoria cultura, es muy evidente, pero a mí unas asociaciones me convencen y otras no, como ya indico en el caso de «El Danubio Azul»: claro que, en buena medida, es porque es una de las escenas más insustanciales, siempre bajo mi punto de vista, de la película.
Por otra parte, tengo que señalar que mi descubrimiento de «2001» es posterior al momento de su estreno (y su impacto en la sensibilidad juvenil del momento lo refiero como información y análisis de testimonios sobre el mismo), porque yo soy un año más «viejo» que la película de Kubrick. Sí he tenido ocasión de verla en pantalla grande, si bien mi primer visionado fue en televisión (y en una de las pequeñitas, anteriores a los enormes monitores de ahora), de tal modo que, en parte, puedo entender el impacto de esas imágenes de una verosimilitud espeluznante, en todos los sentidos, como nunca habían podido verse hasta entonces en pantalla.
Un abrazo, y gracias por participar en esta entrada!
P.D. He seguido el enlace a tu apasionado comentario de «2001» y te comento en tu propio y magnífico blog.
Interesante análisis de una obra que en mi opinión es fuera de concurso. Al punto que el genial Kubrick, aún más de 50 años después, sigue haciéndonos hablar, lo que enaltece su creación al mismo nivel que una pintura del renacimiento con matices que se entremezclan y escudriñan la mente de quien la contempla. Sin duda, como todo arte, el efecto es un acto individual de introspección entre la obra y su observador. La magia de la película es quizás, la falta de patrones evidentes, lo que a su vez convierte a cada episodio en un cortometraje. Creo también, que el paso de los años le da la razón a Kubrick, y después de tantas décadas, la inteligencia artificial se hace tan notable en todos los aspectos de la vida, que incluso ese artefacto en forma de monolito que llevamos en el bolsillo, parece evocar la conducta del hombre-mono en el desierto de la primera escena. Yuval Noah Harari lo resume muy bien en «Homo Deus», al final de cuenta, somos algoritmos que procesan datos.
Pues sí, para bien y para mal, «2001» se encuentra ya al margen de modas y corrientes, porque, como indico repetidamente en el artículo, todo en ella es, o pretende ser, absoluto. Yo sigo pensando que la contradicción que plantea es insoluble: el propósito de máxima densidad abstracta que pretende (y que proporciona lo mejor de la película), en mi opinión se da de bruces con algo tan concreto, tan terrenal, como dejarse llevar por la autoconsciente sugestión de estar proponiendo algo todavía sin parangón en el plano estético y escenográfico: ese máximo realismo a la hora de dar vida al mundo del futuro, que unas veces funciona (las carreras en la «centrifugadora» espacial siguen dejando sin aliento) y otras cansa y distancia (el bailecito del «Danubio Azul» o el exceso de alardes con la gravedad cero). Aun así, es una película que incita a volver una y otra vez sobre ella. Hace ya más de un año que vi la película (por cuarta vez, creo), para escribir el artículo, y la mera lectura de tu comentario me ha provocado ganas por volver a entrar en ella.