Infeliz, atribulado, genial Fernando Fernán Gómez (I)

I                   II

Un joven y lechuguino Fernando Fernan GomezEra alto, era flaco, era desgarbado. Tenía la voz profunda, incluso engolada. Por si fuera poco, era pelirrojo. Parecía destinado a llamar la atención, y es fama que el consagrado autor Enrique Jardiel Poncela, atraído por sus dotes y su configuración física, cambió el nombre del personaje que le estaba asignado en la obra que iban a estrenar, la famosa Los ladrones somos gente honrada, llamándolo el Pelirrojo, y así ha quedado (tiene gracia que en la versión cinematográfica más conocida, la de 1956, con José Luis Ozores y José Isbert, el personaje siguiera llamándose así… pese a que aquí lo encarnara Antonio Garisa, que ni era pelirrojo ni, ya puestos, tenía apenas pelo). El nombre de Fernando Fernán Gómez se sigue pronunciando con el respeto que merece una de las figuras más importantes que haya dado el siglo XX español. Junto a unos pocos más (el señalado Isbert, Francisco Rabal o Fernando Rey), se encuentra en el grupo de nombres más conocidos a nivel popular que jamás haya dado nuestro cine. A diferencia de ellos, sin embargo, su figura posee un escalón de proyección mayor, puesto que su inquietud artística (a partir de una completa formación de autodidacta) lo llevó a convertirse también en director de cine, por no hablar de sus diferentes incursiones en la literatura. Lo particular de su caso es que, en los años más fértiles de su carrera, fue componiendo un tipo de personaje que se fue enriqueciendo a través de su colaboración con varios de los más emblemáticos directores del cine español (Edgar Neville, Luis G. Berlanga, Juan Antonio Bardem o José Antonio Nieves Conde) y que, después, él mismo desarrolló en sus primeras y mejores realizaciones: el español medio de ese largo y gris intermedio de nuestro siglo XX que significó el franquismo, siempre atribulado, casi siempre infeliz, solo ocasionalmente contento de no estar pasándolo del todo mal, aunque seguramente fuera un efímero espejismo.

Él mismo lo analizó muy bien en sus magníficas memorias, que tituló El tiempo amarillo (publicadas en 1990 y ampliadas en 1998). Un españolito a cuestas con la vida y con la necesidad de buscarse un horizonte propio, primero profesional, después familiar, en medio de una perpetua zozobra, que sabe bien que la pequeña estabilidad del presente nunca prefigura, necesariamente, la tranquilidad del futuro. Un hombre que se resigna a una suerte de supervivencia moral en la que, más que la satisfacción de la conciencia propia, lo esencial es alcanzar una mínima felicidad personal, entendiéndose que esta difícilmente habrá de conseguirse nunca en su totalidad. Un hombre, por último, que traduce a la perfección las características particulares de la España de su época: una España obligada a trabajar duro para salir adelante, pero sin la convicción y, por tanto, la firmeza (y la eficacia) que produce creer en lo que uno está haciendo, en la dirección hacia donde se va. Una España chapucera y trapisondista, donde el amiguismo estaba a la orden del día y el rigor profesional era una quimera. La España encarnada por uno de sus personajes más felices, ese abogado que apenas tiene idea de su profesión y al que, en realidad, solo le preocupa hacer realidad ese genial intercambio de frases que ya incluye el título de las dos películas en que hizo acto de presencia: al cliché que le sueltan en determinado momento, «No se preocupe, joven, usted tiene tiene la vida por delante», él responderá diciendo: «Yo, lo que quisiera es tenerla alrededor».

El mismo Fernán Gómez, en sus declaraciones, y pese a la fama de arisco y soberbio que arrastró en sus últimos años (él mismo alegaba que no podía evitar mostrar al exterior una frialdad de carácter que obraba en su contra), siempre manifestó una modestia insólita en un creador cinematográfico. Rara vez se adjudicó el mérito de nada, ni siquiera de sus mejores películas, sino que lo achacó a la solvencia de sus colaboradores, comenzando por sus actores (siempre dijo que las buenas interpretaciones dependen de una buena elección de intérpretes). Es significativo que, para ser un hombre que se pasó la vida trabajando —la base de datos imdb consigna 210 acreditaciones como actor, 36 como guionista y 30 como director: y hablamos solo de cine—, siempre gustó de definirse como un hombre con tendencia a la molicie y a la comodidad.

El tiempo amarillo, las estupendas memorias de Fernan GomezSus memorias son un ejemplo en este sentido. En ellas se define como «el galán más feo y el actor cómico menos gracioso», y su hilo conductor es la imposibilidad del éxito en una industria como la española, tan efímera en los estatus de sus figuras. Desde luego, el triunfo en una serie de películas no le valió para asegurar una permanente posición, y de hecho, durante una década larga, entre los años 60 y los 70, pasó una mala racha en el cine, que lo llevó al teatro y a la televisión, algo que podrá extrañar a los espectadores de mi generación, a quienes siempre nos ha parecido un gigante incontestable, que apareció incansable en múltiples películas (siempre relevantes) hasta el momento de su muerte.

Había nacido en Lima, en 1921, si bien su nacimiento fue inscrito en Buenos Aires: utilizando la jerga profesional, bien puede decirse que nació en un baúl, el de su madre, Carola, que se hallaba en gira con su compañía teatral. El padre, un relevante actor del mismo medio, nunca lo reconoció. Se crió en el Madrid de la Segunda República (sus memorias comienzan, precisamente, cuando su abuela lo llevó a la Puerta del Sol a celebrar su advenimiento) y accedió a la profesión familiar durante la guerra civil. Enseguida entendió que el cine era mucho menos sacrificado que el teatro (con esas largas giras y esa tentación hacia el hastío en caso de no progresar que tan bien contó Bardem en su maravillosa Comicos), y se lanzó a hacer carrera en el medio. Y en efecto, enseguida llamó la atención y alcanzó papeles protagonistas, si bien en películas perfectamente olvidables, muchas de las cuales apenas llegaron a estrenarse. El tiempo amarillo ilustra muy bien sobre la picaresca que envolvía a muchos proyectos cinematográficos, pensados para beneficiarse tan solo de las ayudas económicas, en las que, por tanto, el estreno —si llegaba a producirse— era lo más secundario.

Rodó mucho en los años 40, mas ese rango importante él mismo fue el primero en no sobrevalorarlo, de tal modo que ese tiempo bien podemos considerarlo como un tiempo de formación personal, de acumulación de un rico bagaje tanto artístico como reflexivo, antes de llegar a encontrar su camino personal (y su esplendor profesional) en los años 50. Seguramente sus personajes más relevantes de esa década sean los que interpretó el mismo año de 1945, para dos de los grandes de nuestro cine: uno secundario, en El destino se disculpa, para José Luis Sáenz de Heredia, a quien siempre consideró el director más decisivo de su carrera, pues lo llamó para varios papeles importantes en su etapa de ascenso; el otro, protagonista, para uno de los mejores títulos de otro director fundamental en su carrera, Edgar Neville, el de Domingo de carnaval.

El primero es un papel, en efecto, corto, pero imborrable y fundamental: se trata del amigo íntimo del protagonista (el infatuado aspirante a literato encarnado por Rafael Durán), también con ínfulas artísticas, en su caso de actor, que muere tras intercambiar con aquel el juramento de que quien fallezca antes regresará por breve tiempo para advertir de lo que el Destino reserva al superviviente. Esta fábula, de excusa fantastique —el Destino in person es quien introduce la historia, para demostrar que los hombres se empeñan en culparle a él de sus propios y contumaces errores— pero bien trabada en un sabroso costumbrismo del absurdo, muy propia del autor adaptado, Wenceslao Fernández Flórez, permite brillar al joven actor incluso sin necesidad de que comparezca su inconfundible físico enteco: le basta lucir su también inimitable voz, tan apropiada para el recitado, para la proyección teatral, como en su última aparición en escena, encarnado ¡en un queso de gruyère!, el cual se va derritiendo poco a poco mientras su espíritu se funde definitivamente en la nada, pero de modo tan imaginativo que parece que está disolviéndose por las lágrimas que le produce saber que, tras arduo esfuerzo, ha ayudado a su amigo a encontrar la felicidad (la cual, como era de esperar, siempre había estado al alcance de su obtusa mirada, sin que lo advirtiera).

Cartel de Domingo de carnaval, de Neville

En el otro papel, Fernán Gómez encarnó uno de los varios personajes de policía de su carrera (muy distintos entre sí), investigando el crimen de una prestamista en una corral del Madrid castizo de principios de siglo, mera excusa para ese derroche de ingenio y pintoresquismo costumbrista tan del gusto de Edgar Neville. De hecho, y para hallarnos supuestamente ante un film costumbrista, en realidad el director se abandona a una narración puramente impresionista, construida a base de retazos, de escenas concentradas en torno a los diversos personajes (múltiples, y a cuál más sabroso) que componen el rico mosaico humano. En particular, estamos ante una doble declaración de amor del autor: hacia su Madrid y hacia la mujer indisolublemente unida a su vida y a su arte, la encantadora Conchita Montes en un papel maravilloso que da pie a la actriz para ofrecer una inesperada conjunción entre la distinción natural que poseían su porte y su forma de moverse, y el desparpajo populachero propio de su oficio como vendedora en el Rastro. No extraña que el policía (aunque sea hija de quien considera el principal sospechoso del crimen) no dude en dedicar tanto esfuerzo a la investigación como a galantearla, y cuando más ingeniosos y más rotundos son los diálogos que se cruzan, más se enamora.

En esos años, el actor se instaló en Barcelona, y allí es donde encontró el primer espacio de estímulo intelectual y amistoso de su vida (el otro, más definitivo, sería el Café Gijón de Madrid). Se trataba de un círculo de jóvenes apasionados por el cine, que escribían sesudos artículos sobre el tema y que se estaban introduciendo en el medio profesional, a quienes se conoció como los «telúricos» y cuyo líder era Carlos Serrano de Osma. Las ambiciones del grupo chocaron con la realidad de esa industria, quedando abortadas prematuramente, pero proporcionarían a Fernán Gómez un primer campo de reflexión, convirtiéndose en el protagonistas de varias de sus películas (lo cual no le daría mucho para vivir, de tal modo que incluso se dedicó un tiempo a equilibrar el presupuesto trabajando nada menos que en el doblaje: su inconfundible voz se distingue en alguna que otra producción de la Metro Goldwyn Mayer de la época).

Vida en sombra, film de culto hispanoLa más famosa, no entonces (se estrenaría cinco años después, algo que le pasaría otras veces en su vida, por ejemplo con varias películas dirigidas por él mismo) sino en el culto cinéfilo posterior, sería Vida en sombras (1947), dirigida por Lorenzo Llobet Gracia. Sin exagerar los méritos de un film más bienintencionado que conseguido (lo cual es lógico, pues hablamos de una opera prima), no extraña esta repercusión, pues se trata de una película con evidente conciencia de singularidad, cuyo asombroso planteamiento se adelanta a la nouvelle vague y a tantos autores marcados por su cinefilia al presentar a un personaje cuya vida está absolutamente condicionada, para bien y para mal, por la enfermedad del cine. Y es lógico: la vida y la representación se funden en Carlos de tal modo que nace mientras su madre asiste a la primera proyección de cine en España (un hallazgo genial es que, en la pantalla, en ese momento, un mago esté sacando a un bebé de su chistera… y el llanto del propio protagonista inventa el cine sonoro). Carlos crece y, como es natural, se profesionaliza en el sector, dedicando todo su tiempo a atrapar en su cámara la realidad al alcance de su objetivo. Ahora bien, enseguida él comprende que, en el cine, lo real siempre está mediatizado por la mirada de quien filma: otro bello momento es aquel que, en las calles cubiertas de cadáveres (se acaba de producir en Barcelona el Alzamiento Nacional), él le da una patada a un rollo de papel que se va desplegando calle abajo, entre los cuerpos, creando un momento de imborrable belleza.

En fin, la muerte de su esposa —protagonizada por su mujer en la vida real, María Dolores Pradera, de quien se separaría pocos años después: son más conocidas sus relaciones posteriores con Analía Gadé y, por último, con Emma Cohen—, alcanzada en su propia casa por una bala perdida en los tiroteos, mientras él filmaba fuera, le provocará un enorme trauma, alejándolo para siempre (o así lo cree él) del cine. Por delirante que parezca, pero es evidente la absoluta convicción de quienes lo narran, su renacer al cine se producirá, claro, cuando lo vuelvan a llevar a una película, que lo fascina de modo tan completo que no puede sino regresar a su oficio. Con estremecedora lucidez, Llobet Gracia escogió Rebeca, y lo lúcido en sí no es la película (estupenda, eso sí) sino el modo en que el cineasta supo entender que el director de esta, el gran Alfred Hitchcock (a quien todavía le quedaban por rodar gran parte de las obras maestras de su carrera), iba a ser uno de los mayores creadores de vocaciones de la historia.

Hay que señalar, en lo que concierne a nuestro actor, que en esta película asoma un registro que puede parecer extraño en él, al menos hasta sus años de madurez. Un registro sombrío, a ratos incluso solemne, tan sobrio que linda con la pura hosquedad, que demuestra lógicamente que su versatilidad iba mucho más allá de ese tipo al que se consagrará enseguida y que, superficialmente, se caracteriza por la exhibición de una introversión exterior, un rechazo del mundo que, sin embargo, lo obliga a desatar una expresividad incontenible.

El trio titular de Boton de ancla

Fernán Gómez señala que los dos triunfos que encarrilaron (vuelvo a insistir: en lo más frágil del término) su carrera fueron dos películas de resonante éxito en su momento, pero que hoy están olvidadas, en parte porque se asocian a dos tendencias desprestigiadas del cine de esos años, por su condición de propaganda de los valores del régimen. Una es el cine militarista desatado por el éxito de Raza (de Sáenz de Heredia); otra, el cine de exaltación católica que lanzaría, precisamente, el film protagonizado por nuestro actor. La primera película es Botón de ancla (1947), de Ramón Torrado; la segunda, Balarrasa (1951), de José Antonio Nieves Conde.

Botón de ancla atenúa ya el triunfalismo del ciclo desencadenado por el film «escrito» por el Caudillo, puesto deja a un lado las gestas imperiales o bélicas de España para centrarse en los avatares de tres amigos inseparables que forman esa trinca que da título a la película y que son aspirantes a guardiamarina. Sin duda con astucia, la apología castrense se cubre bajo un aire de comedia y de exaltación de la amistad, con sus toques de melodrama ejemplarizante, que se construye ante todo sobre el carisma de sus tres protagonistas, un casting magníficamente elegido por cuanto cada uno de los actores es distinto y a la vez complementario con respecto a los demás. Se trata de Antonio Casal, imborrable estrella hispana de principios de la década, con su peculiar sonrisa triste y su voz particular, cuyos personajes a las órdenes de Rafael Gil (El hombre que se quiso matar, Huella de luz) curiosamente anticipan los futuros de Fernán Gómez; de Jorge Mistral, prototipo de galán duro apropiado para papeles románticos (sería el Heathcliff de la genial versión de Cumbres Borrascosas rodada por Buñuel en México con el título de Abismos de pasión); y del mismo Fernán Gómez, en principio menos estelar que los otros dos.

Cartel de BalarrasaLa otra, Balarrasa, tiene como protagonista a un legionario, apodado tal cual indica el título (magnífico apodo, por cierto), al que el clásico trauma de guerra (un amigo de armas recibe la bala a él «destinada» al cambiarle la guardia para que él pueda seguir un rato entregado a sus nefandos vicios del juego y la bebida) lo empuja a la santa madre Iglesia. Justo antes de ser ordenado sacerdote, su superior lo envía de regreso al hogar familiar, y menudo ojo, porque todos los miembros de su familia (unos ricachones venidos a menos, que viven en el madrileño barrio de Salamanca) están a punto de dejarse caer por el precipicio moral, incluso legal, algo a lo que pondrá coto, en un pispás, nuestro hombre. El planteamiento del film es tan parvulario, tan de catequesis dirigida a infantes a punto de hacer su primera comunión, que estropea los evidentes valores plásticos de su concepción (Fernán Gómez dejó escrito que el director, Nieves Conde, tenía fama de ser el mejor realizador técnico del cine español), sin que baste la labor del reparto. Ese mismo año de 1951, precisamente, el realizador daría la medida de su talento con ese clásico tan justificadamente reputado que es Surcos.

Esos tiempos culminarían con un film que tuvo una acogida discreta, pero que para él fue fundamental, pues en él cristaliza ya el prototipo al que consagraría la década siguiente. Se trata de su segunda colaboración con Edgar Neville, titulada El último caballo (1950). En ella, encarna a un joven, llamado también Fernando, que el día en que concluye su servicio militar, que ha hecho en caballería, se entera de que el ejército va a disolver ese cuerpo, ya anticuado, por lo que los animales serán vendidos a tratantes que los destinarán a las corridas de toros (hablamos de un tiempo en que los caballos se enfrentaban al morlaco sin la protección que hoy los libra de lo que entonces era habitual, el destripamiento). Como le ha cogido un inmenso cariño a su rocín, llamado Bucéfalo, Fernando emplea el dinero que tenía reservado para casarse con su novia, y lo compra, llevándoselo a su ciudad, la capital.

Cartel de El ultimo caballo, de NevilleEl último caballo aparenta ser una fabulilla vagamente neorrealista (en ese momento, cualquier película que se rodaba en las calles, con eso que se llamaba «personajes corrientes», se hizo merecedora de tal calificativo) a través de la cual su director expresa, una vez más, su nostalgia, incluso retrógrada, por el mundo del ayer, en su caso por el Madrid de su infancia. Sin embargo, su enjundia es muy superior. Bajo su superficie amable, y como bien indica Carlos Aguilar en su memorable libro Cine cómico español, 1950-1961, estupendo análisis de la época dorada del género, hace acto de presencia una demoledora mirada sobre los problemas del españolito de a pie que Fernán Gómez encarna por primera vez ya en toda su esencia. Esto es, la incertidumbre, cuando no explotación, laboral (Fernando, como tantos otros personajes de la galería del actor, es un oficinista tiranizado por su jefe); la desoladora perspectiva vital de las mujeres, condenadas al matrimonio o a «vestir santos» (el antipático personaje de la novia, tan materialista, se explica desde este punto de vista); la precariedad de la España de la autarquía (la penicilina que, en determinado momento, necesita el caballo, solo puede encontrarse en el mercado negro); la facilidad con que reina la trapacería si hay dinero de por medio…

Todo esto trabado dentro de lo que es el hilo emocional que recorre toda la película: el calor humano, la simpatía entre los semejantes, como única forma mediante la cual la vida no es solo mera supervivencia (esta lección la aprendió bien Fernán Gómez, si bien su mirada habría de ser mucho más cáustica que la de su maestro). Por encima de todo, El último caballo es una apología de la amistad, de tal modo que, por inaudito que parezca, ni siquiera habrá historia de amor entre el protagonista y la joven florista que lo ayuda (Conchita Montes, repitiendo encuentro con el actor), tan tierna como contagiosa. Y si todo esto ya es espléndido, visualmente el film ofrece cuando menos dos de las imágenes más imborrables del cine de Neville: la imagen de Fernán Gómez montando a caballo por el solitario Madrid nocturno, y en concreto pasando frente al emblemático Arco de Cuchilleros que da paso a la Plaza Mayor; o el inolvidable plano de los tres protagonistas (hay que añadir a José Luis Ozores en uno de sus primeros papeles) en su noche etílica de exaltación de la amistad, colapsando con el caballo el tráfico, también nocturno, de la Gran Vía, reproducida en uno de esos geniales forillos que desaparecieron con el progreso del verismo en el cine…

La Gran Via colapsada por un caballo

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
Esta entrada fue publicada en Clásicos del cine español y etiquetada , , , , , , . Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario