Ilf y Petrov, la risa en la Rusia de los sóviets

Las doce sillas, de Ilf y PetrovLa historia de la literatura nos enseña repetidas veces que, en el corazón de las tinieblas, también brilla la luz. En los tiempos más oscuros para la libertad creativa, en el seno de las dictaduras más tenebrosas (en España lo sabemos bien), siempre surgen voces que, aunque tengan que nadar entre dos aguas para mantenerse a flote, que es la primera obligación de todo nadador, consiguen bañarnos con la oleada de su creatividad. Como bien se sabe, la Unión Soviética, en especial en el curso de la etapa estalinista, cercenó el arte libre, intentando que todos sus creadores se pusieran al servicio de la construcción del estado socialista, o censurando y persiguiendo directamente a aquellos que se negaron a contemporizar. (En este blog ya he analizado esa genial novela que se basta, ella sola, para demostrar que la tiranía nunca podrá quebrar al hombre genuinamente libre, El maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov.) Otros creadores, sin embargo, supieron corroer desde dentro los muros de esa prisión, mediante obras de enorme éxito que las autoridades dejaron pasar hasta que reaccionaron demasiado tarde y ya no pudieron borrar esa subversión que contenían. Es el caso de dos escritores que firmaron sus obras en comandita, Ilf y Petrov, autores de un par de novelas de enorme éxito, Las doce sillas (especialmente) y su secuela, El becerro de oro (ambas accesibles hoy en extraordinaria edición de Acantilado, con traducción de Helena-Diana Moradell). ¿Cómo lo consiguieron? La clave, seguramente, estuvo en su encasillamiento como humoristas, esa condición supuestamente «menor» de la literatura (las autoridades soviéticas también dejaron «colarse» a otros dos genios de la subversión que escribieron en tándem, los hermanos Arkadi y Boris Strugatski, porque escribían esa cosa inocua que es la ciencia-ficción). ¿Humor? Cierto, se trata de dos novelas que producen un continuo gozo, que cuando no despiertan una sonrisa es porque provocan una carcajada. Ahora bien, como indica Eloy Tizón1, Ilf y Petrov no fueron meros practicantes de la literatura escapista sino «dos arrojados periodistas de Odesa que se atrevieron a contar un chiste en un velatorio».

Iliá Arnóldovich Fainziberg (1897-1937), alias de Ilf, y Evgeni Petrovich Katáev (1903-1942), alias de Petrov, compartían la ya señalada ciudad de origen, Odesa —recreada en sus dos novelas principales bajo dos alias, Stárgorod en la primera y Chernomors en la segunda—, que hoy se encuentra en Ucrania pero que, desde mucho tiempo atrás, formaban parte del imperio ruso. Se conocieron, sin embargo, en Moscú, en 1925, y no tardaron en decidirse a escribir juntos. Confieso que a mí, individualista nato, me resulta imposible imaginar cómo se puede crear en colaboración a lo largo de una carrera continuada, pero ellos lo lograron de tal manera que cuando el primero de los dos murió (Ilf), el segundo entendió claramente que su literatura se había acabado (así lo cuenta Iliá Ehrenburg en ese formidable centón-biografía que es Gente, años vida, asimismo publicado en Acantilado). Además de las dos novelas señaladas, escribieron un buen número de relatos, guiones y obras dramáticas, y un reportaje sobre el viaje que hicieron a los Estados Unidos, enviados por el diario Pravda, titulado La América de una planta.

Ilf y PetrovEl inicio de la carrera de Ilf y Petrov, y la publicación de Las doce sillas, coincide con ese curioso periodo de la Revolución que se conoce con el nombre de NEP (acrónimo ruso —los revolucionarios fueron muy amigos de este tipo de palabras, de lo que nuestros autores se ríen a mandíbula batiente— que significa Nueva Política Económica), y que abarcó desde el final de la guerra civil hasta el momento en que Stalin se asienta en el completo control político de la URSS. Se trató de una iniciativa que partió del mismo Lenin, cuando, tras el final de la durísima contienda fratricida, advirtió que las circunstancias económicas (y, por tanto, sociales) del país eran tan calamitosas que el ambiente era muy parecido al que vivía Rusia en 1917, en plena Gran Guerra, y que tanto favoreció el estallido de la Revolución. Como no era cuestión de dejar que el pueblo volviera a las calles, Lenin auspició una economía mixta con elementos socialistas y capitalistas. Estos últimos permitieron el restablecimiento de la iniciativa privada en campos como la agricultura, la industria de bienes de consumo y el comercio interior, lo cual provocó la reaparición de una clase media (cuyos estratos más altos retomaron, en la medida de lo posible, un nivel de vida que parecía haber desaparecido para siempre) a cuyos integrantes, despectivamente, se los llamó nepmen.

Es en este contexto cuando Ilf y Petrov conciben Las doce sillas. Inicialmente, se publicó por entregas entre enero y julio de 1928 en la revista Trídtsat nei, y al año siguiente en forma de volumen. Desde el primer momento, su popularidad fue arrasadora, convirtiéndose enseguida en una de las ficciones más queridas por los lectores rusos, que traspasó fronteras. De uno y otro hecho da fe, como siempre, el número de adaptaciones al cine, cuantiosas dentro del país y también presentes fuera de él: en Hollywood, en fecha tan temprana como 1946, se filmó una versión apócrifa (hoy ignota), titulada It’s in the Bag!, y muchos años después, Mel Brooks la adaptaría para su segunda y olvidadísima realización, conocida en España como El misterio de las doce sillas (1970).

Su trama es sencilla. En su lecho de muerte, la anciana Klavdia Ivanovna le dice a su yerno Ippolit Matveeich Vorobiáninov que, en los días de la revolución, escondió sus diamantes en el fondo de una de las doce sillas del salón. Hogaño empleado del registro civil en una tranquila ciudad de segundo orden, Vorobiáninov había sido antes el decano de la nobleza de la capital de la provincia, y tan pronto entierra a su suegra, se dispone a marchar en busca de ese juego de muebles. Enseguida surge un competidor inesperado: el pope Vóstrikov recibió idéntica revelación de la anciana en secreto de confesión, y también se lanza a la caza de los diamantes.

Estatua de Ostap Bender, en San PetersburgoSin embargo, el elemento más inesperado que se atraviesa en el camino de Vorobiáninov, hasta el punto de volver del revés la empresa, será el encuentro, a las primeras de cambio, en la portería de su antiguo palacio en Stárgorod, a un joven que enseguida no solo se inmiscuirá en la empresa, sino que se adjudicará su liderazgo, denominándola «concesión» y a ellos mismos «concesionarios». Su nombre es Ostap Bénder, a quien los autores siempre llaman bajo el homérico epíteto de «el gran intrigante». Estamos ante uno de los más irresistibles pícaros que ha dado la literatura de todos los tiempos. Dotado de una exuberancia verbal increíble y de unos recursos para enredar tan extraordinarios, la enorme complejidad que Ilf y Petrov le otorgan nace, precisamente, del contraste entre su personalidad en apariencia tan diáfana (es un hedonista en estado puro, no ya del bienestar material —al que aspira siempre, eso sí— sino de la trapisonda, de la zapatiesta, de la farsa, y no por mendacidad sino por diversión) y la absoluta oscuridad en que nos dejan sobre sus circunstancias biográficas, más allá de una vaga ascendencia turca.

Como tantos grandes personajes, Ostap se caracteriza antes por sus actos que por sus pensamientos, por su capacidad para levantar en un momento la más convincente de las fantasías: es genial el capítulo en que, tan falto de fondos como casi siempre, llega a un poblacho a orillas del Volga y, sin saber nada de ajedrez, se hace pasar por un gran campeón y los obsequia con un discurso en el que acaba convirtiendo tan mísero lugar en la capital del mundo entero, con solo el pequeño paso de aceptar que organice una competición de los pueblerinos (pagando, por supuesto) contra él. Asimismo, es inasequible al desaliento: en otro momento, al no tener dinero para pagar el billete de tren, se sube de polizón, es descubierto, arrojado del tren, se sube acto seguido a otro que lo lleva al mismo destino y todavía tiene tiempo de agenciarse por el camino «un beneficio de tres rublos». Y sobre todo, es un individuo dominado por una perenne alegría, por un optimismo inmaculado, como subrayan dos de sus más irresistibles características: su incapacidad para dejar pasar la mera oportunidad de tomarle el pelo a cualquiera; y la omnipresencia de canciones y versos en sus labios (con frecuencia trabucados para despertar más irrisión, como aclara convenientemente la traductora en notas a pie de página).

Ilustracion de Ekaterina Kotova sobre un episodio especialmente comico de Las doce sillas, con el gran intrigante, Ostap Bender, in personLas doce sillas, al menos en el momento de su publicación y en los años siguientes, no tuvo ningún problema con la tiranía soviética. ¿Cómo es posible, cuando se toma a chacota tantos de sus elementos? Hagamos una rápida lista: Ilf y Petrov clavan sus dardos, por supuesto, en la corrupción de tantos parásitos que intentan vivir a costa del estado, pero también lo hacen, con especial deleite, en todo organismo, institución o asociación que exhibe la mística de lo colectivo; en el camaleonismo, un comportamiento comprensible en las dramáticas circunstancias del país pero que no deja de ser un signo de cobardía y debilidad moral, como bien simboliza Vorobiáninov, ese antiguo noble ahora reconvertido en apacible funcionario del registro civil; en la prensa, que ellos conocían bien y de la que dan un retrato despiadado, dejando bien sentado que sus profesionales hace tiempo que dejaron de preocuparse por la búsqueda de la verdad y ahora están más preocupados en rellenar páginas con cualquier material que contenga algo de propaganda; en el teatro de vanguardia (con los revolucionarios montajes de Vsevolod Meyerhold en el centro de su diana); en la manía, tan típica de todos los cambios de régimen (o de gobierno) que ha habido y habrá, de rebautizar calles y plazas, pese a que los habitantes siempre seguirán llamándolos por su nombre anterior, aun cuando sea antirrevolucionario…

Podría pensarse, y es lógico que no falte quien así lo haya hecho, que, en realidad, la mirada caleidoscópica que Ilf y Petrov arrojan sobre la Rusia de la NEP es mucho más artera de lo que parece, pues filtra la sibilina idea de que, ante sociedad tan corrompida y degradada (literal y moralmente), era necesario tener la valentía de arrojarla por «el sumidero de la Historia», algo que, en ese mismo año de publicación, el camarada Stalin iniciaría sin vacilación. Pero no: el mero protagonismo de un ser como Ostap Bénder, y la indiscutible simpatía que sus autores vierten sobre él, hace que todos sus actos, pensamientos y palabras supongan un innegociable canto al individualismo y, por tanto, en el universo soviético, a la subversión.

Estamos ante una sátira que obra el prodigio de ser implacable (demostrando que la estupidez humana es infinita) pero no descarnadamente cruel. Un agradable sentido de la gentileza impregna la atmósfera del libro, de tal modo que, por momentos, uno se recrea antes en la pura aventura —cada episodio de la odisea de los dos concesionarios no solo es divertido y crítico, sino también emocionante— que en el elemento puramente sardónico. De hecho, Las doce sillas linda antes con la fábula que con el ejercicio realista: Ilf y Petrov no pretenden hacer que la realidad desfile ante un espejo en el camino, sino que la reorganizan, como no podía ser de otro modo, a la medida de su exuberante protagonista.

[Quien no conozca el final de esta espléndida novela no debe leer los dos siguientes párrafos]

Ilia Ilf con un ejemplar de su novela, en ruso, claroSin embargo, esto no excluye ni mucho menos una mirada sombría sobre el presente, que poco a poco va imponiéndose en su parte final. De hecho, los autores ya lo iban presagiando, al no abandonar al otro buscador de tesoros, el padre Vóstrikov, pese a que este, al poco de empezar la empresa, parte en pos de una pista por completo falsa. Obligado a pedir a su esposa cada vez más dinero mientras recorre el país en busca de su espejismo, hasta esquilmar toda su ya escasa hacienda, el pope acabará perdiendo literalmente la cabeza, tras un inesperado encuentro con sus dos rivales, en el que les roba… sus bocadillos, y es encerrado finalmente en un manicomio.

Por otra parte, a medida que las sillas van siendo encontradas y destripadas, sin que las joyas aparezcan, el desaliento va inundando a la pareja: en Ostap siempre es efímero, pero a Vorobiáninov comienza a roerle el alma. Y si Las doce sillas, a ratos, hace creer que también es la crónica de una progresiva amistad, el terrible giro final supone, para el lector, una auténtica bofetada. Con la expectativa de tener a mano la última silla (en la que deberá estar, por tanto, el tesoro), el ya desquiciado Vorobiáninov degolla a Ostap, aprovechando el sueño indefenso (de la borrachera) en que este ha caído. Y todo para nada: la última silla tampoco contiene el preciado objeto de la búsqueda, y el antiguo decano de la nobleza descubre que es porque fue hallado hace tiempo. Es más, el modernísimo Club de los Ferroviarios en que se halla la malhadada silla es el fruto de ese dinero. «El tesoro seguía existiendo», subrayan Ilf y Petrov, «[…] pero no era posible llevárselo. Había pasado a manos de otras personas».

El becerro de oro, de Ilf y PetrovDecía líneas arriba que puede entenderse que haya quien tome Las doce sillas por propaganda soviética inteligente. Ahora bien, de ningún modo puede suceder con El becerro de oro, un libro que va muchísimo más lejos que el anterior, en todos los sentidos. Si pudo ver la luz —primero por entregas, a lo largo de 1931, y luego en formato de libro, en 1933— tal vez se debiera a la fama de los autores y a la superficial lectura de la primera novela como una obra «cómica», pues los tiempos eran harto convulsos tanto en el plano político como en el cultural. En cuanto a lo primero, es el momento en que Stalin, ya dueño por completo del poder, finiquita la NEP y pone en marcha Primer Plan Quinquenal (1928-1932), que convirtió a la URSS en una potencia industrial, con el terrible coste de millones de víctimas en el proceso de colectivización del campo. En cuanto a lo segundo, los «comisarios culturales» se empeñaron en que el arte debía servir a la construcción del estado socialista, utilizando una virulenta saña contra aquellos disidentes que creían, ingenuamente, en la libertad del proceso creativo. Stalin zanjó el asunto obligando a todos los escritores a afiliarse obligatoriamente a la Unión de Escritores Soviéticos, organización que centralizaba la censura del régimen y que se unió con entusiasmo al famoso «realismo socialista» que acabó para siempre con los sueños de los vanguardistas rusos, que habían abrazado con entusiasmo la revolución.

Por supuesto, Ilf y Petrov no dudan en resucitar a su inmortal Ostap Bénder. Es decir, se encargan de dejar bien claro que los rumores sobre su muerte fueron «exagerados», que en el último momento un médico salvó su vida, dejándole como recuerdo la cicatriz en la garganta. Importa poco el modo. El gran intrigante sigue vivo y con ganas de prosperar del modo más rápido, como siempre. Ostap se ha marcado el objetivo de marcharse a Rio de Janeiro. Para ello, necesita un millón de rublos, y no hay otra salida para conseguirlo que estafar a un millonario. ¿Cuál es el problema? Que en la Unión Soviética, disuelta la NEP y conseguida la colectivización, ya no hay millonarios.

¿O sí? Por ese venturoso azar que siempre es agradecido (hasta cierto punto…) con los pillos simpáticos, enseguida Bénder tendrá noticia de que en la URSS, al menos, hay un millonario. Por supuesto, un millonario encubierto, pues si las autoridades tuvieran la menor sospecha de su fortuna, esta iría a parar ipso facto a las arcas del estado. El millonario encubierto en cuestión es Aleksandr Ivanovich Koreiko, que vive en la ciudad costera de Chernomorsk, fingiendo llevar la vida extremadamente humilde de un oficinista de poca categoría. Koreiko, sin embargo, guarda diez millones de rublos (en moneda soviética y en divisas extranjeras) en una maleta que va trasladando a diversos escondites. El plan de Ostap es sencillo: plantarse en Chernomorsk, estudiar a fondo el pasado y las circunstancias de Koreiko y conseguir el material necesario para poder «pedirle» un millón.

Odesa, imprescindible en cine y literaturaBénder arrastra consigo a otros tres desplazados como él, que ni quieren (ni pueden) subirse al tren del socialismo. Se trata de Balagánov y Panikovski, dos pícaros de baja estofa que se ganan la vida presentándose ante el comité ejecutivo del partido de alguna ciudad de segunda o tercera categoría, haciéndose pasar por hijos de un héroe de la revolución que demandan una pequeña ayuda económica. El mismo Bénder abre la novela realizando la misma estafa, lo cual indica que difícilmente puede caer más bajo, si bien la soltura con que supera a sus rivales delata al experto trapisondista que los otros no son. El tercer acólito será Kozlewicz, un pobre paria que proporciona al grupo su medio de transporte, un coche que, en sueños derribados por la realidad, quiso convertir en próspero taxi, y al que rebautizan como el Antílope-Ñú.

El becerro de oro repite, en buena medida, el mismo planteamiento que Las doce sillas: la caza del «tesoro» por parte de Ostap y sus acólitos los conduce a través de los más diversos rincones de la vida cotidiana en la Unión Soviética a través de una estructura itinerante (si bien con una larga estancia central en la ciudad del encubierto millonario) que hace lindar, una vez más, la sátira sobre la estupidez humana con la fábula de aventuras.

Ilf y Petrov no solo no esconden en ningún momento el contexto político, sino que hablan continuamente de él. Ahora bien, en sus páginas no aparece ninguna mística del Plan Quinquenal y sus grandiosos objetivos. El mismo Ostap Bénder sigue siendo el mismo individualista asocial de siempre, no en vano declara, en las primeras líneas de la novela, que «en el último año han surgido muy serias discrepancias entre el poder soviético y yo. Él quiere construir el socialismo, y yo no. Me aburre el socialismo», palabras, recuérdese, que por mucho que las pronuncie un abierto granuja es también el protagonista de la novela y un tipo que no puede sino ganarse toda la simpatía del lector, incluso del soviético (especialmente del soviético, añadiría yo).

Otra edicion espanola de El becerro de oro, en NarrativaEn la novela son constantes los dardos contra la burocracia, la denuncia de la pereza consustancial al ser humano cuando es convertido en un mero engranaje del sistema, las tajantes pullas contra esa propaganda oficial que insistía en que los objetivos del plan se estaban cumpliendo mucho antes de lo proyectado o la amarga constatación del doble lenguaje a que se han acostumbrado los rusos en función del contexto o del interlocutor. Es más, de modo literal, Ilf y Petrov llegan a formular (estremece la coincidencia con Bulgákov y su obra magna) la idea de que la libertad solo es posible entre las paredes de un manicomio, en el refugio de la locura. «Al menos, los locos no construyen el socialismo», dirá uno de los personajes. El lector que sabe bien de lo que era capaz el estalinismo lee muchas páginas embargado por la (imposible) sensación de que, tal vez, al pasar la siguiente página nos encontraremos el resto del libro en blanco: que sus autores acabaron siendo detenidos a mitad de publicación y enviados a algún gulag para su reeducación.

Ahora bien, la grandeza de El becerro de oro —cierto que Las doce sillas es inigualable en cuanto a la formidable sensación de hallazgo narrativo que preside su lectura, pero su continuación es mucho más densa y profunda— reside en que los autores no se limitan a criticar (siempre bajo el paraguas del humor, no se olvide, y sin incurrir nunca en el más crudo subrayado) sino que consiguen, en mucha mayor medida que el anterior, profundizar en las entrañas de su personaje y, por tanto, del país que recorre.

Aun inconmovible en su pertinaz optimismo, ciertas ráfagas de melancolía existencial invaden el alma de Ostap Bénder, en cuanto que, en los intervalos de esa empresa, el gran intrigante no deja de apreciar el vacío a que condena una vida perpetuamente construida al margen. Es más, Ilf y Petrov consiguen que el lector entienda que, en Ostap, lo importante no es tanto el triunfo, la consecución de un tesoro que nuevamente será un espejismo (si bien de otra manera, aún más dolorosa), sino la mera empresa, por cuanto esta es la que le otorga el aliento vital que necesita un ser de personalidad tan exuberante para seguir viviendo. De hecho, y si ya en Las doce sillas podía intuirse, en El becerro de oro se acaba advirtiendo que el empeño de Ostap en mantener a su lado a los otros desplazados (a los que, en rigor, no necesita) no es tanto para asegurarse sumisos colaboradores (además, más traicioneros que leales) como para asegurarse el contacto humano, es decir, algo que sea parecido a la amistad. Incluso, llegará a sentir la nostalgia de lo que no ha tenido nunca, es decir, el amor de una mujer y la posibilidad de casarse con ella y convertirse en un ciudadano integrado: la ironía es que de esta «caída» lo librará la misma muchacha en quien se ha fijado, que preferirá a un poetastro entusiasta de la colectivización y, es de suponer, del realismo socialista.

[Quien no conozca el final de esta novela debe dejar de leer aquí]

Monumento a Las doce sillas en la Odesa natal de Ilf y PetrovComo sucedía en Las doce sillas, pero de modo aún más radical, las páginas finales de la novela se van tornando progresivamente sombrías, hasta hacerse incluso insoportables. Y la cuestión es que, en esta ocasión, Bénder triunfa: Koreiko, cansado de la continua persecución, acaba dándole el millón que este pretendía. Ahora bien, el gran intrigante descubrirá que, en la URSS del Plan Quinquenal, no solo no hay millonarios sino que ni siquiera hay ocasión para disfrutar del dinero, en caso de tenerlo, pues cualquier goce, cualquier comodidad, está concebido para ser colectivo. Condenado a la soledad, fracasado tanto al intentar recuperar a sus «amigos» (que lo habían abandonado mucho antes del triunfo final) o en su breve intermedio sentimental, Ostap lo perderá todo al intentar abandonar el país clandestinamente: los guardias fronterizos de Rumania le roban todo el producto de su riqueza, que había convertido en joyas, y lo obligan a regresar al paraíso de los obreros.

¿Es posible que Ostap fracase porque, interiormente, él desee ese fracaso, porque alguien como él solo se siente pleno mientras trama, actúa, ejecuta? No en vano, su reacción al volver a pisar suelo patrio carece de autocompasión o de ira: «¡Nada de ovaciones! De mí no sale un Montecristo», exclama. Ignoro si Ilf y Petrov habían planeado nuevas barrabasadas por su parte, pero la hostilidad final del estalinismo (que acabó llegando: sus obras se dejaron de publicar a partir de 1939, lo cual no quiere decir, claro, que no siguieran leyéndose) y la temprana muerte de ambos hizo que se quedaran para siempre en el limbo de los libros que debieron existir pero que no han conseguido llegar hasta nosotros.

Ilf_Petrov

1 El artículo de Eloy Tizón sobre la novela, publicado en la Revista de Libros, puede leerse en el siguiente enlace: https://www.revistadelibros.com/articulos/las-doce-sillas-de-ilf-y-petrov

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 respuestas a Ilf y Petrov, la risa en la Rusia de los sóviets

  1. Muchas gracias. ¡Todo un descubrimiento para mí! Y prometen ser una delicia de lecturas. La verdad es que de humor soviético solo conozco la «Vida y asombrosas aventuras del soldado Iván Chonkin», de Vladímir Voinóvich. Que sí que fue prohibida, y eso que el autor también lo fue del himno de los cosmonautas de la URSS. Está en Libros del Asteroide.

    (degüella, se dice degüella…)

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