El maestro y Margarita: el Terror desnudado por la Burla

ImprimirSeguro que más de un habitante de Moscú, en la segunda mitad de los años 30, y aunque lo callara, pensaba que la ciudad albergaba la presencia del mismo diablo. Un diablo de enormes mostachos y presencia nada elegante (el «montañés del Kremlin», lo llamó el poeta represaliado Ossip Mandelstam: acabaría pagándolo con su muerte), con dominio sobre la vida y la muerte no ya de todos los moscovitas sino de todos los habitantes de ese gigantesco país llamado la Unión Soviética. A la altura de 1937 —elijo el año por el magnífico libro editado en 2014 por Acantilado, Terror y utopía. Moscú en 1937, del historiador alemán Karl Schlögel, que nos asoma a una devastadora crónica del universo soviético centrada en esa fecha—, el Terror estalinista arrojaba su arbitraria tenaza sobre cualquiera que se moviera, sin necesitar casi una razón para justificarlo: primero el culpable, luego las pruebas. Por entonces, un escritor de prestigio, silenciado desde mucho tiempo atrás, Mijaíl Bulgákov, retocaba una y otra vez la novela que había comenzado a finales de la década anterior y que, desde luego, no se le ocurría presentar a ninguna instancia estatal para su posible publicación. Sumiéndose en la tradición del mito de Fausto (con Goethe y Gounod como principales referencias), su trama tiene como motor argumental la visita del diablo a la Moscú del homo sovieticus, que hace emerger con facilidad toda la putrefacción moral de una sociedad minada por el miedo y la mezquindad. El autor moriría poco después, en 1940, sin llegar a ver su libro en letra impresa. Hoy no solo constituye una de las obras maestras de la literatura rusa y del siglo XX en general, sino uno de los más geniales documentos de cómo ni el terror más irracional es capaz de hacer mella en el alma del artista independiente de verdad.

Y es que El maestro y Margarita tiene la inmediata virtud de saber situarnos en el corazón mental y moral del Moscú soviético con la fuerza y la inmediatez que, claro, nunca podrá tener la obra histórica más documentada y analítica (la de Schlögel, por ejemplo). Ningún historiador moderno cuenta con la «ventaja» que tuvo Bulgákov: la de estar allí, la de haber podido asistir al crecimiento, al principio esperanzador, de ese árbol que se esperaba fuera el de una vida mejor y acabó convirtiéndose en el árbol de la muerte, cada una de cuyas ramas era un patíbulo y cuya médula, corrompida hasta el tuétano, se empeñaba en devorar desde dentro a todos quienes tuvieron la suerte de sobrevivir (en el sentido físico) a aquellos años terribles.

Una de las espléndidas ilustraciones de Alfonso Rodríguez Barrera para la edición Nevski de El maestro y MargaritaLa trama, como he señalado, es sencilla: un buen día, el diablo decide darse una vuelta por Moscú. Según sus propias palabras, viene a «observar a los moscovitas», pero como es natural, vuelve del revés las vidas de todos aquellos con quienes se cruza. Se hace llamar Woland y se presenta, de inicio, como un mago que pretende dar unas funciones en el Teatro de Variedades. Con él llega una cohorte de demonios a cuál más irresistible: Koróviev (también llamado Fagot), su mano derecha; Azazello, con su ojo muerto y su colmillo deforme; el descacharrante gato Behemot (capaz, como es natural, de adoptar una forma humana que, eso sí, siempre resulta felina); y la silenciosa y aterradora Hella, sirviente pelirroja que acostumbra a pasearse desnuda.

El paso de Woland y su séquito da pie a toda una serie de situaciones cuyo resultado termina de modo infortunado para quien se cruza en su camino, en ocasiones mortal, siempre grotesco: el burócrata que dirige la asociación de escritores se encuentra con la horrible muerte (decapitado por un tranvía) que el mago le había predicho; los asistentes a la función de magia negra que da Woland creen salir a la calle con ropas lujosas y dinero contante y sonante que el mago les ha proporcionada y que, ya en la calle, los deja desnudos y con meros papeles en los bolsillos; el venal administrador de una comunidad de vecinos que cree haber recibido un jugoso soborno en rublos descubre que le han endosado unas divisas que provocan su detención por la policía…

En realidad, lo que hacen el diablo y sus acólitos es gastar una buena serie de gamberradas cuyo objeto es ridiculizar todo lo posible a unos moscovitas ya de por sí ridículos. Al mostrar a unas gentes capaz de soportar las mayores abyecciones sin más temor que justo ese (el quedar en evidencia o, peor aún, «distinguirse» ante un poder político de cuya arbitrariedad bien saben), Bulgákov deja claro, con todo su desprecio, que ese pueblo merece en verdad sufrir los mayúsculos, y esta vez muy verdaderos, abusos de ese demonio de grandes bigotes que aterroriza el país desde hace años: que no está de visita, sino que parece dispuesto a quedarse toda la vida.

La novela es un catálogo burlesco de elementos muy propios del imaginario soviético: el temor al encuentro con algún extranjero (el mero contacto con uno de ellos podía garantizar una futura acusación de espionaje); la presencia de «saboteadores» por todas partes; la verdaderamente angustiosa carestía de la vivienda, que convierte en privilegiado a quien tiene más de una habitación; el riesgo continuo de ser acusado de «desviacionismo burgués»… En especial, la falta de libertad artística, la obligada sumisión del artista a la causa del pueblo (es decir, del Partido), centrando en especial su mirada sobre el papel castrador de las asociaciones de escritores, que de modo servil desencadenaban periódicas campañas de difamación contra los autores molestos para el Poder, siempre por indicación de éste, claro.

Imagen de Moscú en los años 30

La tesis central de la obra es evidente: el totalitarismo envilece al ser humano. La sumisa aceptación de las miserias nunca extrae al héroe sublime que todos quisiéramos creer que hay dentro de nosotros: sencillamente, no existe. Los grandes de la intelligentsia también se arrastraron ante el tirano en algún momento, tratando de obtener algún alivio a su sombría situación: Mandelstam, Ajmátova, Pasternak, el mismo Bulgákov. No puede haber grandeza cuando se obliga a bajar perpetuamente la cabeza, porque llega un momento en que uno olvida que es capaz de mirar hacia arriba. Y sobre todo, porque acaba estimulando lo más bajo que hay en todos nosotros. Es triste que ese régimen que nació bajo la pretensión de crear un hombre nuevo, lo que hiciera fue estimular la emergencia de lo más viejo e indigno del ser humano: la delación, la humillación, el abuso de poder…

La Moscú por la que se pasean los personajes, espacialmente muy concreto (hay apasionados por la novela que la utilizan a modo de «plano» para hundirse en sus entrañas), tiene una ubicación cronológica incierta. La prolongada redacción de la novela hace que convivan en ella elementos de los años 20 y de los 30. En general, el marco de la acción se corresponde con el de la NEP, la Nueva Política Económica que Lenin impuso en los años 20, reintroduciendo elementos capitalistas en la economía para evitar el derrumbe total del sistema, y que dio origen a una nueva clase de ostentación burguesa, la provocada por los nepmany (hombres de la NEP: hoy los llamaríamos, con sorna, «emprendedores»). La NEP permitió la emergencia de una renovada casta acomodada y alimentada en los aledaños del Poder, que alentó la ostentación y la corrupción desde dentro del mismo partido: buen ejemplo son esos ambiente de lujo (grande o pequeño, dependiendo de quien los disfrute o quien los envidie), por ejemplo, en determinadas casas que disfrutan personajes bien situados (el marido de Margarita o el burócrata de las artes que muere decapitado en el primer capítulo y cuya casa se convierte en el cuartel general del diablo), o en las sedes de instituciones también generadas por el Partido (la sede de la Casa de los Escritores).

El diablo y el gato Behemot contemplan la Moscú de El maestro y MargaritaSin embargo, el aire de profunda incertidumbre en que viven todos los moscovitas (el miedo al sonido de pasos resonantes en la noche y a la seca llamada en la puerta) es más propio de los 30, no en vano Bulgákov trabajó en la obra casi hasta su muerte, a finales de esa década. Si la persecución de toda disidencia ya es obra de Lenin, fue Stalin quien le añadió ese componente de aparente arbitrariedad que podía convertir a cualquier en víctima, pues todo el mundo es sospechoso mientras el Poder no diga lo contrario. Entre 1936 y 1938, Stalin desencadena el Gran Terror, cuyo símbolo principal son esos Procesos de Moscú con los cuales el mundo vivió el asombro de ver a los antiguos bolcheviques que hicieron la Revolución en 1917 culparse públicamente de llevar años conspirando con las potencias fascistas (o con Trotski, ubicuo en todas estas confesiones) para destruir los logros del paraíso de los obreros. Con negrísimo humor, Bulgákov utiliza como símbolo ese apartamento central de la acción que, mucho antes de que aparezca el diablo, se ha distinguido por la extraña «epidemia de desapariciones» que afecta a cuantos se instalan en él. De hecho, en la novela, todos cuantos estorban a Woland, o se empeñan en hacer indagaciones sobre los sujetos de los que este ya se ha deshecho, van desapareciendo sin dejar rastro, algo nada inhabitual en la URSS del momento, o acaban recluidos en el manicomio.

Por otro lado, fuera del primer y deslumbrante capítulo que transcurre en el parque moscovita conocido como los Estanques del Patriarca, el autor apenas da voz a Woland, que parece contentarse con un segundo plano (buen recurso, pues así mantiene intacta su inquietante presencia), en beneficio de sus dicharacheros acólitos, los cuales ejecutan sus órdenes e incluso extralimitan sus competencias. Bulgákov crea con ellos unos tipos absolutamente inolvidables: cada una de sus apariciones supone la promesa de un gozo (y la implacable ridiculización de un miserable).

Ahora bien, de haberse reducido la historia a las asechanzas del diablo contra los moscovitas, el libro sin duda habría perdurado como un brillante (y divertidísimo) ejercicio de resistencia contra el poder más tenebroso, pero su alcance habría sido más limitado. Sin embargo, El maestro y Margarita no se contenta con esto, sino que también da su voz a la dignidad humana: después de páginas y páginas donde no parece haber pie para la esperanza, de pronto, en la segunda parte de la novela, hace que penetre en ella el hálito de la ternura, que incluso en los momento de mayor tinieblas es capaz de sostener al ser humano y darle un motivo para seguir viviendo. Es en esta segunda mitad cuando por fin otorga el protagonismo los personajes que dan título al libro y que recuerdan su filiación con la leyenda de Fausto.

La cabalgata de Margarita como bruja, en la novela de BulgakovEl maestro es una proyección del mismo Bulgákov, el intelectual perseguido por el poder y y sometido al más completo ostracismo, al que las autoridades no dejan publicar la novela a que ha consagrado su vida, lo cual lo pondrá al borde de perder la cordura: cuando lo introduce la trama, es huésped de ese manicomio en donde han acabado buena parte de quienes se tropiezan con Woland. Margarita es su amante, la esposa de un «especialista» bien situado en la esfera soviética, la cual, completamente desesperada ante la súbita desaparición del maestro, también vegeta en Moscú, viviendo por pura inercia. El diablo se fija en ellos: en realidad, podríamos decir que su paseo por la capital rusa no tiene otro objeto que ayudar a esta pareja a reencontrarse, lo cual lo convertiría definitivamente en el héroe del libro. Y en cierta y ambigua medida lo es. Ambigua, porque los pesares y crímenes que provoca son muy reales, y porque su favor no lo concede porque sí, sino después de haber sometido a Margarita a una ardua prueba: convertirla primero en bruja y luego en anfitriona de la fiesta infernal que celebra en el apartamento moscovita que ocupa (por supuesto, alterando por completo el concepto de espacio), todo ello en el marco de unos capítulos que resultan literalmente embriagadores y que ofrecen un imaginativo contraste con respecto al curso anterior de la historia.

El amor de Margarita por el maestro es capaz del mayor sacrificio, del mismo modo que es un amor total, que incluye la devoción por su arte. No hay más bella imagen que el hecho de que, en lo largos meses desde su desaparición, ella no ha cesado de rumiar en su interior, obsesivamente, la última línea de los restos que pudo salvar del manuscrito que el maestro arrojó a las llamas en su frustración. Pues bien, entonces se revela que esa novela es la misma historia que, en la primera parte de El maestro y Margarita, Bulgákov había intercalando entre las andanzas del diablo, como si fuera un relato de este (y con ello se remarca nuestra impresión de que, desde el primer momento, Woland tenía como objeto de su venida la recuperación del maestro).

No he podido encontrar el nombre del autor de esta magnífica ilustración del gato Behemot para El maestro y MargaritaSe trata de unos capítulos que versan sobre la muerte de Jesucristo desde el punto de vista de Poncio Pilato. Arrebatadores hasta el punto de que uno llega a desear que Bulgákov nos hubiera legado la novela «completa», singulares en su recreación de la Pasión de Cristo desde un prisma de considerable originalidad y con una densidad estremecedora, no suponen una mera y brillante digresión del autor, sino que cumplen una evidente función simbólica. Bulgákov utiliza a Jesús (Yeshua Ha-Nozri en la recreación) como símbolo universal de las víctimas de un Poder capaz de cualquier arbitrariedad para asegurar su pervivencia. En el juego de espejos entre Bulgákov y la creación dentro de su creación, Jesús sería también una proyección del maestro (no en vano ambos reciben el mismo tratamiento). Pilato, entonces (y aun cuando resulta un personaje admirable, como creación literaria y como individuo cuya inteligencia no está reñida con una evidente lucidez moral), sería la manifestación de esa pieza imprescindible en todo totalitarismo: el funcionario que cumple órdenes sin cuestionar su materialización aun cuando sí cuestione profundamente su validez moral. Pilato, pues, es el símbolo universal de la cobardía, del envilecimiento del hombre que no ha perdido toda su integridad pero es incapaz de luchar por ella.

Aparte del maestro y de Margarita, el libro solo recoge otro personaje que no sea un miserable en un sentido u otro. Se trata de Ivan Bezdomni («sin hogar», seudónimo simbólico), el poetastro que es testigo de la primera actuación de Woland (la conversación con el individuo al que luego decapitará, de quien en principio él es un servil discípulo). A través de él, Bulgákov deja un pequeño resquicio (otro) a la esperanza de redención de ese pueblo embrutecido por la sumisión. Presentado al principio como otro aspirante a artista-lacayo, él será el único que no sienta miedo del diablo y sus siervos, que entiende que es un deber dar la alerta sobre su presencia. Pero nadie lo creerá, porque la verdad es a la fuerza increíble en un escenario totalitario, y acabará dando con sus huesos en el manicomio, después de un notable proceso de humillación que, en su caso, supone un rito de paso hacia su regeneración moral. Significativamente, cuando esto comienza a suceder, el escritor pasa a referirse a él por el cariño diminutivo de Ivanushka, y lo hace vecino de habitación del maestro, en quien terminará por descubrir no ya la insobornabilidad moral sino el aliento de la verdadera literatura (el vínculo entre ambos será, precisamente, la historia de Poncio Pilato), con el consiguiente reconocimiento de su propia mediocridad y la renuncia a sus pretensiones artísticas.

En resumen, si el tópico señala que la literatura rusa, por densa (elevado número de páginas incluido de sus más conocidas obras), es pesada, El maestro y Margarita desborda una ligereza sin igual, que se sigue con una fluidez asombrosa y mantiene un ritmo inigualable, todo ello sin perder un átomo de densidad y dentro de un «paginaje» que se va más allá de las 500 páginas.

Mijaíl BulgákovMijaíl Bulgákov, nacido en Kiev en 1891, pertenecía a una familia con fuertes lazos con la Iglesia ortodoxa: como hemos visto, su obra maestra denota bien la fascinación, nada conformista, que el autor siempre sintió por la religión. Graduado en Medicina, ejerció poco su profesión pues enseguida se vio atrapado por la vorágine de la guerra civil, en la cual la mayor parte de su familia (y él mismo, al principio) combatió en el bando blanco. Instalado en Moscú desde 1921, Bulgákov en realidad, y como él mismo anotó en sus diarios, pronto tuvo claro que él solo podía ser escritor. Sus primeras obras le otorgaron prestigio: aunque en términos artísticos no pueda ser el dato más relevante de su carrera, parece ser que su obra teatral Los días de los Turpín llegó a ser contemplada una docena de veces por Stalin, y quién sabe si esto le salvaría la vida en los años en que los intelectuales «sospechosos» fueron cayendo como moscas (Isaak Babel, Marina Tsvietaieva, Mandelstam, Meyerhold…) o despidiéndose de la vida prematuramente, por suicidio (el poeta Maiakovski) o agotamiento físico y espiritual (el cineasta Eisenstein). Sin embargo, a partir de 1927 Bulgákov comenzó a sufrir el ostracismo, impidiéndosele publicar o estrenar obras, en buena medida debido a las persecuciones orquestadas por las siempre obedientes asociaciones de escritores del país (en su novela, el escritor se toma buena revancha de tales lacayos, convirtiéndolos en las principales víctimas de las trastadas de Woland y sus demonios, y haciendo que su sede, la Casa de los Escritores, sea destruida por el fuego como firma final de los visitantes).

En 1926, la OGPU (la siniestra policía secreta que creó Lenin bajo el nombre de Cheka y que, tras muchos cambios de siglas, acabó convirtiéndose en la KGB) registró el apartamento del escritor y se llevó sus manuscritos, entre ellos sus diarios, sumamente valiosos para él porque en ellos volcaba su necesidad de sacar al exterior su profunda insatisfacción ante el mundo que le rodeaba. Después de muchas peticiones de devolución, en 1929, y sin explicación alguna, le fueron entregados: el escritor quemó personalmente su diario, seguramente por considerar que la intimidad de pensamiento que contenía había sido mancillada por el contacto con los burócratas de la muerte. Del mismo modo, en 1930, también destruyó la primera versión de El maestro y Margarita. Bulgákov solicitó personalmente al gobierno que lo dejara marchar al exilio, pues su situación actual lo condenaba a la miseria y la muerte en vida. El propio Stalin (experto en técnicas de intimidación) lo llamó por teléfono para interesarse por su suerte y, al menos, le permitió volver a trabajar en el Teatro, si bien nunca recuperó su libertad de publicación anterior.

Y todos esos años, el autor siguió trabajando en su manuscrito, al que fue incorporando nuevos elementos, el principal la identificación del personaje de Margarita con su tercera y última esposa, Elena Sergeievna. Bulgákov murió en 1940, de una notable insuficiencia vital (aunque, en medicina, se le llamó «insuficiencia renal»), sin llegar a cumplir los cincuenta años. A su fiel Elena le confió como última voluntad que velara por esa obra que él sabía maestra y que dejaba sin publicar: ella, como la Margarita que ilumina sus páginas, fue fiel a su memoria (personal y literaria) sin vacilar. Después de circular entre los amigos bajo el formato de samizdat (es decir, en edición doméstica y clandestina), por último la novela consiguió ver la luz en 1967. Por supuesto, con amputaciones notables. Esa edición, sin embargo, es la que se publicó en occidente y otorgó la inmortalidad a su autor: en España, parte de ella la versión más accesible durante varias décadas, traducida para Alianza por Amaya Lacasa. Recientemente, la editorial Nevski (especializada en literatura rusa) ha publicado, por fin, la edición íntegra realizada a partir de la reconstrucción definitiva ejecutada por la especialista rusa Marietta Chudakova, y que Marta Rebón ha vertido al español de modo espléndido.

En un momento de la novela, cuando el maestro, al preguntarle el diablo por el destino de su obra sobre Pilato, y decirle aquel que la quemó, Woland responde de modo memorable: «Los manuscritos no arden», y acto seguido la devuelve a su legítimo dueño (y así Margarita, esa noche sin falta, podrá concluir la historia con la que tanto ha soñado). En estremecedora, y puntual, confirmación del viejo adagio de que la vida imita al arte, aquellos diarios que el autor entregó a las llamas no desaparecieron, porque la cauta OGPU se había asegurado, antes de devolvérselos, de hacer una copia. Del mismo modo, la primera versión de la novela ardió pero solo en la realidad literal, porque en la auténtica, la que existe en el interior de todos nosotros, perduró en la imaginación del escritor y acabó resucitando y tomando nueva forma. Los manuscritos no arden; la esperanza sí parece quemarse entre nuestras manos impotentes. Pero incluso aquellos que menos motivos tienen para mantener la más ligera llama son capaces de hacer que esta nos inunde con luz cegadora. Mijaíl Bulgákov fue uno de estos hombres que dignifican la humanidad, y El maestro y Margarita la más noble leña con que supo alimentar el fuego prometeico. O fáustico.

Koroviev y el gato Behemot, escultura inspirada en El maestro y Margarita, en un parque de Moscú

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 respuestas a El maestro y Margarita: el Terror desnudado por la Burla

  1. Renaissance dijo:

    La novela en su día me pareció densa, comparada con la literatura realista que conocía de entonces. También, con una gran carga satírica en la que poca diferencia hay entre los intelectuales mejor situados del régimen y los burgueses de Occidente: todos subordinados a los mismos deseos y miedos. La primera parte también recordó mucho al diablo de la mitología popular, donde es más un personaje pícaro y que castiga determinados defectos que el «diablo» tal cual, frente a una segunda parte mucho más onírica.
    Bueno, y esta Behemot (Popota en la edición de Alianza, por la similitud entre Hipopótamo y Behemot). Toda novela en la que aparece un gato como él va a empezar con ventaja.

    • Yo también la recordaba más «rusa» de mi primera lectura, pero ahora la he devorado con una ligereza increíble, hasta tal punto que tenía que parar y saborear mejor lo que estaba leyendo. La fuerza satírica y la belleza poética se dan la mano de forma inigualable. Ahora estoy descubriendo otra gran novela, un poco anterior, «Las doce sillas», de Ilf y Petrov, otra sátira implacable (esta mucho más directa) de la Rusia soviética que parece mentira que pudiera publicarse en su momento (eso sí, lo hizo en los años 20 y no durante el estalinismo profundo), en cuanto que su protagonista es un completo granuja… irresistible, eso sí.

      P.D. El gato Behemot (o Popota, no recordaba que lo había leído así en la traducción Alianza) es, desde luego, el más genial de los acólitos de Woland.

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