En las últimas semanas estoy enfrascado en uno de mis periódicos regresos a Howard Phillips Lovecraft. Como las otras ocasiones en que me ha sucedido, hago algo más que leer algunos (o muchos) de sus relatos: hojeo la biografía de Sprague de Camp (y acabo releyéndola casi al completo), repaso su espléndido ensayo El horror sobrenatural en la literatura, que es toda una galería de entrada al género fantástico, buceo en relatos del llamado Círculo de Lovecraft, leo un agradable pastiche español protagonizado por el mismo Lovecraft (¡en busca del mítico Necronomicon!) que se titula Los nombres muertos, escrito por Jesús Cañadas y del que pronto hablaré, incluso busco nuevas ediciones con que no contaba. Esta vez ha caído, y eso ya es un desembolso, la estupenda Narrativa completa publicada en dos volúmenes por Valdemar, a cargo del especialista Juan Antonio Molina Foix, destacable por la belleza de la edición y el aparato de notas que cuenta, con los datos fundamentales de cada relato. Constato, por tanto, que en cada «rescate» de HPL no vale sólo con asomarse a su literatura directa, sino que hay algo que exige zambullirse en el universo lovecraftiano en general. Pues eso es Lovecraft, para bien y para mal: un universo que se proyecta mucho más allá de los límites del escritor al que casi todos ignoraron en vida y que tras su muerte fue convertido en objeto de culto.
Lovecraft expresó su vida, sus anhelos y sus odios, sus miedos y sus esperanzas (éstas últimas no debieron de ser muchas, por lo menos al final), a través de símbolos: de relatos fantásticos construidos en torno al miedo, el miedo al otro (ese otro que puede ser la parte de nosotros que no nos atrevemos a reconocer), a la soledad, a la característica básica —para HPL— del ser humano frente al mundo: la indefensión.
No es el único escritor que ha traducido su vida y su anhelo a palabras, a literatura. Muchos otros lo han hecho, de modo también fantástico o realista, unos por medio de la aventura y otros por la filosofía. No hay un método, no hay un símbolo, mejor que otro. En Lovecraft, si acaso, tiene el valor de que su responsable creyó vivir en medio de la oscuridad (buscó siempre el refugio de la noche, de las sombras) y se consideró un fracasado (no encontró jamás un empleo —nunca consideró como tal la literatura—, su matrimonio acabó mal, su obra literaria fue ignorada por casi todos). Y sin embargo, esa obra generó un culto, primero entre los pocos incondicionales que lo conocieron y estimaron, después entre el público aficionado a la fantasía, que lo ha convertido en uno de los nombres fundamentales del género en el siglo XX.
Y su vida, para quien se asome a ella, es un cúmulo de contrastes que alumbra mucha más luz que la que él reconoció nunca sobre sí mismo. De ese contraste nace, en buena medida, el atractivo de su literatura y, por qué no, de su existencia. Así, su desdén acerca de las «obligaciones» a que podía haberse visto sometido de dedicarse de modo profesional a la literatura (y la aparente renuncia que, por tanto, hizo de ello) contrasta con la completa falta de un trabajo regular a lo largo de su vida. Su forma de moverse por la vida como si se tratara de un caballero acomodado choca con los escasos ingresos que tuvo en vida por sus trabajos literarios, que lo llevó a depender de una renta, cada vez más magra, heredada de tiempos mejores. Sus opiniones, considerablemente agrias, a ratos incluso repulsivas, sobre las razas parecen delatar a un hombre ceñudo e intolerante, y sin embargo son múltiples las declaraciones acerca de su gentileza personal. Su legendaria misantropía choca con el indudable hecho de que unió en torno a sí un considerable círculo de amigos y corresponsales que lo valoraron de un modo que no puede discutirse y cuyo primer fruto fueron las decenas de miles de cartas que, según Sprague de Camp, escribió en su vida.
En español, los datos biográficos que conocemos sobre Lovecraft han procedido, ante todo, de dos fuentes. La primera, el magnífico prólogo que Rafael Llopis escribió para su inolvidable edición en Alianza de Los mitos de Cthulhu (publicada en 1969) y que fue la que verdaderamente lanzó a Lovecraft en nuestro país. La segunda, la biografía escrita por L. Sprague de Camp en 1975, que en su momento constituyó el primer acercamiento importante al solitario de Providence. Fue editada en nuestro país por vez primera en 1978, por la editorial Alfaguara, creo que con la misma traducción de Francisco Torres Oliver que ahora se encuentra en Valdemar.
Esta biografía posee gran popularidad entre los lovecraftianos. En primer lugar porque su autor también fue un escritor de literatura fantástica, o pulp, y por tanto actúa desde el conocimiento y el amor al autor y el medio en que éste se movió, y no desde la erudición más o menos condescendiente de un investigador ajeno a ese mundo. L(yon). Sprague de Camp (1907-2000), de hecho, es conocido especialmente por haber sido el principal prolongador (para muchos, de modo muy discutible) de los relatos de Conan a partir de la famosa creación de Robert E. Howard.
Su biografía, considerablemente voluminosa (casi 1.000 páginas en la edición de bolsillo de Valdemar), viene caracterizada por el rasgo, al mismo tiempo atractivo y discutible, de la enorme implicación del autor. Sprague de Camp juzga continuamente a Lovecraft: su diletantismo aristocrático, su nativismo racista, su pacatismo moral. Unas veces condena, pero las más, hay que reconocerlo, intenta hacer comprender al lector que, con las limitaciones que el escritor se impuso a sí mismo, era casi inevitable que pensara como pensó. Sprague de Camp incluye un buen número de citas del mismo HPL extraídas de su notable correspondencia (así como de sus corresponsales), del mismo modo que no sólo habla casi de cada uno de sus relatos, sino que realiza una pequeña recensión, muy útil, y un conciso juicio crítico (con el que se puede o no estar de acuerdo, claro). Es una lectura que puede resultar muy absorbente, tanto para conocer al autor como ese mundo del pulp en que se movió.
HPL nació en 1890 en Providence (Rhode Island), una ciudad de antigua estirpe (para lo que en Estados Unidos puede considerarse «antiguo», claro), cuya impronta colonial, muy propia de Nueva Inglaterra, el corazon aristócrata del país, tanto complació toda su vida a este hijo suyo, que fue incapaz de separarse de ella por mucho tiempo, renunciando incluso a la posibilidad de una vida profesional en otra geografía. Sus pretensiones de abolengo caballeresco procedían de la rama materna, si bien gracias a su padre, viajante de comercio, muerto cuando él tenía ocho años, pudo disfrutar de una renta que hizo que su niñez y su adolescencia fueran relativamente cómodas. Precisamente esa temprana muerte encierra el único incidente vagamente gótico de su biografía: Windfield Scott Lovecraft pasó los últimos cinco años de su vida recluido en un sanatorio psiquiátrico tras haber sufrido un colapso nervioso del que no se repuso.
Lovecraft pasó los años cruciales de su formación (y casi toda su vida) cómodamente refugiado en un ambiente familiar puramente femenino, primero con su madre y después con sus tías. Sus biógrafos inciden en la influencia de este entorno en la represión sexual y el puritanismo moral del escritor. Sobreprotegido, HPL apenas fue al colegio y de hecho ni siquiera se graduó de sus estudios secundarios, por lo cual no pudo ir a la universidad. Fue otro caso de escritor al que bastaron sus inclinaciones intelectuales (y las posibilidades de una buena biblioteca familiar) para conseguir una notable formación cultural: Sprague de Camp llega a señalar que dominaba varios idiomas.
Sin ese primer escenario de socialización que es la escuela, obligado a detener su formación cuando se llega al momento en que ésta parece tener un sentido personal (la universidad), educado en un ambiente cerrado y sobreprotegido, es lógico que Howard Phillips Lovecraft creciera como un gran solitario. Encima, muy pronto cultivó unos hábitos que consolidaron aún más esa tendencia a la soledad: vivir (o sea leer o pasear sin compañía: o sea, soñar) por la noche y dormir de día. La estampa flaca y alargada de HPL paseando solo por las calles de su ciudad natal, buscando con placer los barrios donde todavía pervivían las casas de estilo colonial que tanto amó, compone la imagen más poderosa que asociamos a su figura, y justifica ese atractivo apelativo que tanto gusta usar a sus incondicionales para referirse a él: el «solitario de Providence».
De todos sus relatos, siempre se ha considerado El extraño (1921, aunque publicado cinco años después) como una pequeña autobiografía, en especial de las primeras décadas de su vida. En concreto, es una reafirmación de su sensación de ser «distinto» a todos. Su estilo, por otra parte, reproduce de forma admirable (porque su sustancia supera la condición del mero mimetismo) el estilo de su admirado Edgar Allan Poe y de esos relatos góticos como Berenice o Ligeia.
La trama es tan sencilla como conocida. Un narrador en primera persona se presenta como el único morador de un castillo «infinitamente viejo e infinitamente horrible» del que nunca ha salido, hasta el punto de no conocer nada del exterior, velado además por una arboleda que actúa como impenetrable barrera. El solitario morador, por fin, decide descubrir lo que hay en ese «afuera», para lo cual asciende hasta la torre más alta, en espera de que su altura rebase la espesura. Su sorpresa —y un hallazgo argumental genial— es que cuando por fin, tras una ardua odisea, consigue alcanzar lo que él cree la cima del castillo… emerge a ras del suelo. Es decir, sin que se llegue a concretar (otro estupendo detalle) la explicación a ese hecho, resultará que esa morada, en realidad, era subterránea. El protagonista da sus primeros pasos en el mundo hasta llegar a otro castillo, donde su mera presencia provoca el horror, pánico del que se contagia él mismo al contemplar, al otro lado de la habitación, a un monstruo espantoso, «sombra macabra de la corrupción y la desolación». El horror, sin embargo, alcanzará su cúspide cuando, al perder el equilibrio y caer hacia delante, presa del miedo, descubre que estaba frente a un espejo, y que esa sombra desoladora es él mismo.
En El extraño, pues, Lovecraft se proyecta a sí mismo, a su condición de ser excepcional, de ser también maldito para el contacto de los demás, condenado a la soledad no tanto por ser un monstruo (aunque el relato deja entrever que él mismo era bien consciente de su rareza) sino por estar marcado por el signo de lo diferente. Esa combinación entre refulgente orgullo y latente patetismo, a poco que se reflexione, resulta estremecedora. Y el título español no hace honor al original: la palabra outsider, fácilmente comprensible sin tener excesivas nociones de inglés, no es exactamente traducible por extraño, pues posee otros matices.
Ese Lovecraft ensimismado, apenas en contacto con la realidad que prefería hallar refugio en el mundo de las noches, encontró forma literaria bajo la personalidad de Randolph Carter, el personaje que suele ser considerado su propio avatar literario. Carter es el protagonista de varios relatos cuyo hilo común lo constituyen sus repetidas incursiones más allá de «la puerta de los sueños». En especial, resulta inolvidable el relato largo que en España se ha titulado bien En busca de la ciudad del sol poniente (estupendo rebautizo de Rafael Llopis), bien La búsqueda en sueños de la ignota Kadath (que es su título auténtico). Precisamente Llopis sugiere que este relato (que narra, con exuberante lujo de detalles, el viaje onírico que Carter realiza a ese lugar indicado, de modo a cuál más bello, en ambos títulos) tiene mucho de viaje alucinógeno, de auténtico trip por parte de un hombre que, fuera de esos mundos soñados, se sentía incompleto. Que HPL se sentía especialmente concernido por este relato da fe de que lo empezara a escribir a principios de los años 20, pero no lo diera nunca por concluido, hasta el punto de que se publicó después de su muerte.
Sin embargo, Lovecraft acabó abriéndose a la vida y a la comunicación con otros seres… aunque lo hizo a su manera. En primer lugar, gracias a una faceta que en nuestro país resulta poco imaginable: el periodismo amateur. Una forma de publicación artesanal realizada con sus propios medios por aspirantes a escritor, o a periodista, abierta sin embargo a la colaboración de quien compartiera los mismos anhelos. Y había tantos que, gregariamente, se buscaron, se pusieron en contacto, formaron asociaciones con elevado número de miembros. Así fue como Lovecraft se abrió al mundo y entró en contacto con las primeras personas a las que pudo llamar amigos, y con quienes comenzó esa increíble manía epistolar a la que tantas horas de su vida (o de sus noches) consagró.
Accedió también así a los primeros contactos que pudieron llevarlo a la profesionalización: los años 20 y 30 fueron la edad de oro de las publicaciones pulps, el marcado natural para esos escritores que no aspiraban a la alta literatura (aunque, ¿quién no cree que lo que escribe, mejor o peor comprendido, no sea bueno?) sino a entretener a otros como ellos. El nombre de Lovecraft se asocia siempre a la mítica revista Weird Tales, aunque también publicó en otras: eso sí, poco en comparación con otros grandes nombres de dicho mundillo, como Robert E. Howard, posiblemente el único capaz de discutirle el reinado del género pulp.
Su contacto, tanto epistolar como después personal, reveló a un hombre de trato muy agradable, cuya gentileza y sentido del humor todos alaban (sus cartas atestiguan esto último: abordó, además, con notable ironía, sus propias creaciones monstruosas, lo cual las aligera de la solemnidad que le dieron tantos de sus discípulos, empezando por August Derleth), generoso en sus consejos, siempre dispuesto al encuentro personal si era posible. Esos escritores, hombres por lo general más jóvenes que él, lo acabaron reconociendo como su maestro —el mismo HPL gustaba de llamarse el Abuelo— y adoptaron sus términos, sus obras inventadas, sus aberrantes creaciones. Surgió así el llamado Círculo de Lovecraft, tan fecundo en la historia del género fantástico del siglo XX.
La culminación de esa nueva socialización fue su matrimonio con Sonia Green, una mujer a quien conoció precisamente gracias al periodismo amateur. Algunos años mayor que él, dueña de un notable carácter que le permitió salir adelante en todo momento y pese a la adversidad de la época (la gran crisis del 29), Sonia consiguió que HPL lo dejara «todo» y se marchara a Nueva York con él. Por desgracia, las raíces de Providence y lo que suponían estaban demasiado arraigadas en Lovecraft. Pese al inicial atractivo cultural que en él inspiró la ciudad, y a la posibilidad de estar cerca de muchos de sus amigos, poco a poco el escritor fue sintiendo un odio profundo por la gran megalópolis, que en sus cartas adquirió la forma de un tremendo racismo, que emerge de modo incontenible en muchos de sus relatos, de los que ahora daré algún ejemplo. Ese racismo, claro, ya estaba dentro de él: era el racismo propio de quien ha forjado un modelo social y moral que considera en peligro ante el contacto con el mundo moderno. Era el modelo que encarnaba su amada Providence, que en la distancia se convirtió, aún más, en el paraíso sobre la tierra, y a donde volvió, para ya no salir más de él. Esa huida de Nueva York acabó con su matrimonio, aunque no lo hizo de golpe: fue consumiéndose poco a poco, en buena medida por la distancia obligada entre Sonia (quien se fue desplazando de ciudad en ciudad a medida que iba encontrando distintas colocaciones) y él.
Las sensaciones contrapuestas que le provocó Nueva York, desde la atracción inicial hasta el completo rechazo final, tienen un eco, en especial, en dos de sus relatos, que además escribió consecutivamente en el mes de agosto de 1925.
Hablo en primer lugar del escrito con posterioridad (según las notas de Molina Foix en su edición de Valdemar, sólo un par de semanas los separa). El estimable relato Él expresa, antes que nada, la inmensa nostalgia que, en la distancia, le despierta de modo irremisible (no tardaría en volver a ella, ya para siempre) su antigua y amada Providence. De hecho, el narrador es el mismo Lovecraft más que nunca: en las primeras líneas hace una recapitulación de las sensaciones que en él ha ido produciendo la ciudad, convencido ya de que su marcha a ella fue una equivocación. Aun así, se advierte una ambivalencia en el narrador. Si de día, la decepción no deja lugar a dudas, de noche (en el ensueño) hay un espacio, todavía, para la transmutación. Y así, el relato narra sus caminatas nocturnas en busca de los lugares urbanos todavía no contaminados por la trivial modernidad. En el curso de uno de ellos se tropieza con un individuo de porte distinguido y misteriosa apariencia que lo lleva por calles y rincones desconocidos, de muy agradable vetustez, hasta su propia residencia… donde, claro, acabará revelándose como un espíritu del pasado, hurtado al yugo del tiempo al robar sus hechizos ancestrales a un grupo de indios nativos, primitivos pobladores de lo que con el tiempo será Nueva York, y que regresan para cobrarse su venganza. El relato, excelente, vuelve a resultar paradójico, porque esa reivindicación de lo pasado termina siendo de lo más ambigua: el horror también procede del ayer.
En cambio, el segundo cuento es expresión de lo menos agradable de Lovecraft: el profundo racismo que desató en él la vida en la abigarrada megalópolis, entre multitudes de gentes muy distintas a las de su (tal vez falsamente) homogénea Providence. Se trata de El horror de Red Hook, nombre de uno de los peores barrios suburbiales de Nueva York en el tiempo de la residencia de Lovecraft, cercano al de Flatbush (otro escenario del relato), que fue uno de los lugares donde vivió el matrimonio. La trama, en este caso poco interesante, sigue los avatares de la investigación de un policía (versado en ciencias ocultas, una combinación un tanto inverosímil) sobre un anciano que se encuentra en el vórtice de lo que parece la resurrección de un extraño culto de origen europeo cuyos acólitos están reclutados entre las masas de inmigrantes ilegales que asolan la ciudad. Si el cuento llama la atención, es por contener uno de los más virulentos alegatos racistas del autor. Esos «rostros morenos y pecaminosos» venidos de los rincones más purulentos de Europa, encarnación del «pecado cósmico», suponen el símbolo de la infición racial que Lovecraft denunció en tantas cartas y que convertía la gran urbe en una «babel de ruidos e inmundicias». El cuento nada tiene que ver con los Mitos de Cthulhu, puesto que el culto que combate el heroico protagonista está relacionado con los yezidíes, una secta de adoradores del diablo. Sin embargo, desagrada profundamente porque aquí no hay ninguna poética que contrarreste el racismo puro y duro del autor.
Paradoja de paradojas, ese hálito racista profundamente arraigado en el autor acabaría dando forma a las grandes creaciones que conforman los Mitos de Cthulhu, que en el fondo son una expresión del concepto de otredad que tanto lo obsesionó, ya porque lo proyectara en sí mismo o en los demás. De todos los cuentos en los que ese sustrato es fundamental siempre he sentido una especial fascinación por La sombra sobre Innsmouth, uno de los relatos más desagradables y malsanos que se hayan escrito nunca. La trama narra la aventura del pobre diablo que llega casi por casualidad a la decadente población del título y vive una increíble odisea al descubrir el carácter mestizo de sus habitantes, producto de un cruce con una monstruosa raza marina. Marcada por ese repulsivo olor a pescado (una de las fobias del propio HPL) que inunda las calles de la ciudad y parece escapar de las mismas páginas, con algunos de los momentos de mayor tensión y suspense de todo el género de terror, La sombra sobre Innsmouth contiene la quintaesencia del espanto del escritor por el «caos» racial, pero ese aparente lastre se desborda por medio de una ambigüedad desconcertantemente rica, como sabe cualquiera que haya leído el inesperado final del cuento, el cual [—spoiler—] anuncia la conversión del protagonista (descendiente de los mismos habitantes de Innsmouth) en uno de los seres que tanto lo horrorizaron. Esa vuelta de tuerca final (que plantea que la monstruosidad anida en todos nosotros, por encima de nuestra aparente pureza exterior), con su malsana y admirable lucidez, es buena muestra de esa atractiva contradicción que anida en toda la obra de Howard Phillips Lovecraft.
La propia biografía de H. P. Lovecraft es casi tan fascinante como sus relatos, aunque quizá lo más curioso es cómo se ha llegado a identificar al autor con su propia mitología (y que muchos de sus lectores todavía pasemos una temporada extensa leyendo pastiches…igual a los seguidores del Conan de Howard les pasa lo mismo). También he cogido en la biblioteca El libro de los nombres Muertos de Jesús Cañadas. En su día pensé que se me había pasado la nostalgia lovecraftiana pero siempre se puede recaer.
Cierto, a quienes nos gusta el autor nos gusta lo lovecraftiano en general, que engloba mucho más que sus relatos: su vida, la mítica generada alrededor de su vida, el mundo del pulp, los escritores de su círculo, los pastiches… es un conjunto en el que es difícil prescindir de algo, y de ahí que cuando uno recae es una recaída larga y complicada. Espero que te pase a ti. «Los nombres muertos» puede abrir muy bien la boca: ayer noche me lo acabé y, con los pros y los contras de todos los pastiches, es una muy digna recreación del mundo de Lovecraft, con hallazgos muy ingeniosos (otros más facilones, claro…) y que, sobre todo, da vida con credibilidad al mismísimo Abuelo.
Excelente artículo (articulazo, más bien) sobre Lovecraft. No he leído nada suyo, pero después de leerte a ti, pasa a engrosar la interminable lista de asuntos pendientes que resolveré sin dilación en cuanto fulmine la torre de libros empezados que se tambalea sobre mi mesilla. Es un placer disfrutar de tu prosa y análisis, la cual (permíteme decirlo), emana una pasión contagiosa. Me dejo contagiar pues.
Saludos admirados.
Buff, muchas gracias por tus palabras, Mª Jesús, da gusto salir del instituto, buscar el correo en el móvil y encontrarte con un mensaje como este. Y sí, es verdad que me apasiona tanto la obra de Lovecraft como las circunstancias de su vida y todo el universo de escritores, ilustradores, revistas pulp y fandom alrededor de él. Espero que cuando puedas leerlo te guste… qué responsabilidad.
Un beso.
El artículo es un buen acercamiento a la idiosincracia de Lovecraft y su reflejo en lo que escribió, así que me uno a las felicitaciones por esta entrada.
También quisiera añadir que, además de lo escrito por Llopis y Sprague de Camp, hay un muy interesante análisis de lo lovecraftiano que realizó el polémico Michel Houellebecq, publicado en nuestro país por Siruela (a esta editorial algún día habrá que elevarle un monumento), cuyo título es ya de por sí sugerente: «H.P. Lovecraft. Contra el mundo, contra la vida»
http://www.casadellibro.com/libro-hp-lovecraft-contra-el-mundo-contra-la-vida/9788478449507/1073597
Un saludo cordial.
Gracias por tus palabras, Alfredo. El libro de Houellebecq lo conozco, aunque en el momento de su publicación estaba con otras lecturas y no lo compré, de modo que lo tento pendiente. Y sí, Siruela es una editorial imprescindible en la difusión en España de la buena literatura fantástica. Su colección El Ojo sin Párpado sigue siendo para mí un modelo de edición y selección: gracias a ella pudimos conocer en España a gran parte de los autores predilectos de Lovecraft: de Algernon Blackwood a Arthur Machen pasando por M.R. James, o grandes joyas como «La otra parte» de Arthur Kubin.
Un abrazo.