Arthur Machen: esa apariencia que llamamos realidad

machen2 001El nombre de Arthur Llewellyn Jones en principio dirá poco a cualquiera; no así el nombre de pluma que este escritor escogió, al adoptar el apellido de su madre, para firmar como Arthur Machen. Este particular apellido, en el aficionado a la literatura de terror, evoca enseguida parajes solitarios de inconcebible edad en los que se agazapan presencias malignas que el ojo normal no puede ver; misteriosas y casi impalpables influencias que están esperando ganar algo de nuestra atención para filtrarse, de nuevo, en este mundo sobre el que una vez caminaron cotidianamente; horribles degradaciones de aquellos seres que intentan alcanzar una trascendencia que el hombre perdió hace mucho. ¿No suena lovecraftiano? No es casualidad, pues el nombre de Machen suele ligarse hoy al del mucho más mitificado Solitario de Providence, quien no por casualidad lo consideró uno de los grandes de su género predilecto, el llamado horror cósmico. También Lovecraft basó su mundo literario en la intuición progresivamente terrible de que no estamos solos: de que nunca lo estuvimos, en realidad, pero nos hemos refugiado en la confortable seguridad de lo racional, relegando a los mitos, las historias de brujería y los cuentos de hadas ese trasfondo que, queramos o no, existe. Para Lovecraft, criaturas que en otro tiempo se movieron con libertad por la Tierra y que, habiendo sido expulsados, solo esperan un resquicio para poder volver. Para Machen, la capacidad del hombre para ver más allá de nuestros sentidos, para trascender la banalidad de lo real y descubrir lo que de verdad se agazapa detrás.

Arthur Machen nació en 1863 en el pueblecito galés de Caerleon-on-Usk, en aquel momento un villorrio de poca importancia, pero que la había tenido durante la dominación romana, bajo el nombre de Isca Silurum, cuando fue la sede de la Legión II Augusta. Un enclave además ligado a la leyenda artúrica, pues en él sitúa la capital de su reino Godofredo de Monmouth, el gran creador del mito a través de su Historia de los reyes de Britania y galés él mismo (la región donde se encuentra Caerleon se llama, no en vano, Monmouthshire). El contraste entre el esplendor de antaño y la mediocre degradación del presente serían utilizados por el autor para crear la atmósfera de todas sus narraciones rurales. Machen fundiría el pasado romano, la herencia céltica y el recuerdo del cristianismo medieval en un fondo magmático, elusivo pero muy coherente, y con mucho de pagano, que recorre sus mejores y más conocidas obras.

Arthur Machen, hacia 1905Con poco más de 20 años, Machen se instaló en Londres decidido a vivir de la literatura. En su camino tuvo que ejercer muy diversas profesiones: periodismo (que siempre detestó, aunque fue su principal ocupación durante largos periodos), bibliógrafo, profesor, traductor (del francés: por ejemplo, Rabelais, uno de sus grandes referentes) o actor (en la década inicial del siglo XX, miembro de una compañía ambulante). El episodio que suele llamar más la atención entre sus incondicionales es su pertenencia a la Orden Hermética del Alba Dorada, sociedad esotérica de historia y fines un tanto difusos pero que está considerablemente mitificada entre los aficionados a la literatura fantástica porque a ella pertenecieron, con distintos grados de proximidad, escritores como Blackwood, Stoker, Yeats, Wells, Meyrink o el mismísimo Aleister Crowley, el gran pope del ocultismo británico del primer tercio del siglo XX.

Las obras por las que hoy es conocido las escribió en un periodo de veinte años, entre el último lustro del siglo XIX y el final de la Primera Guerra Mundial. Su repercusión conoció considerables altibajos, tanto como su fortuna: a periodos de prosperidad se le unieron otros de estrecheces; a momentos de repercusión o de revalorización, otros de completo opacamiento. Buena prueba de esta irregularidad es que muchas se publicaron tiempo después de su redacción inicial. Su primer éxito, y uno de sus relatos más conocidos, fue El gran dios Pan (1894), que en buena medida representa las claves fundamentales de su mundo: las repercusiones de la iluminación que sufre un individuo (en este caso una mujer) que consigue superar la limitación de nuestra mirada sobre la realidad, entre otras razones porque se ha conseguido por medio artificiales y no naturales, y los horrores subsiguientes que eso provoca. Incluso, la acción se divide entre el mundo rural galés donde tiene lugar ese acceso y los primeros pasos de su criatura, y el Londres abigarrado y misterioso donde concluirán.

Enseguida publicó otra de sus obras más conocidas, Los tres impostores, una novelita que sigue, sin embozo, el modelo trazado por el gran R. L. Stevenson en sus Nuevas noches árabes: los encuentros (y aventuras) subsiguientes de un par de ingenuos y crédulos amigos y sus tropiezos con una banda de simpáticos trapisondistas liderados por una mujer. Esas aventuras se organizan a modo de cuentos dentro de cuentos, como una muñeca rusa, entre los que se encuentran dos de los más famosos relatos de terror del autor, que figuran en múltiples antologías del género: La novela del sello negro y El polvo blanco. El primero es un buen catálogo de los relatos situados en remotos escenarios del profundo Gales; el segundo, un ejemplo óptimo de terror «repulsivo», por tanto moderno, en torno a un incauto estudiante que ingiere una medicina que va degradando poco a poco su cuerpo.

Caerleon on Usk, según un grabado de 1800En los años siguientes (y como muchos escritores), Machen escribió de modo compulsivo pero tuvo que conformarse con publicar de modo espaciado y rara vez vio el premio inmediato. Es el caso de las tres novelas que constituyen una especie de trilogía de claro trasfondo biográfico, acendrado pesimismo y similar planteamiento argumental y dramático: los intentos, por lo general precarios, incluso inútiles, de adaptarse al mundo «normal» (urbano) por parte de un individuo cuya sensibilidad interior se ve constantemente atraída por ese desvelamiento que oculta la realidad y que siempre, siempre, fue el tema más querido de la literatura de Machen. Se trata de La colina de los sueños, la más emblemática de las tres, y Un fragmento de vida —en su día, publicadas ambas en la inolvidable colección «El ojo sin párpado», por Siruela— a las que hay que unir una tercera, escrita por la misma época pero publicada en los años veinte, La gloria secreta, muy recientemente difundida en nuestro país por la editorial argentina La Bestia Equilátera. En 1906, sin embargo, obtuvo cierto éxito con una antología de cuentos, La casa de las almas, en la que figuran muchos de los más notables de su carrera, de El gran dios Pan a El pueblo blanco.

Machen viviría un inesperado momento de gloria en el año 1914, cuando un relato, Los arqueros, publicado en su periódico, el London Evening News, fue tomado por un reportaje real. El cuento, centrado en un episodio real de la coetánea Gran Guerra, la batalla de Mons, relata cómo los soldados ingleses resisten la oleada germana que se abate sobre ellos gracias a la intervención celestial de un ejército de ángeles dirigido por san Miguel, que no son sino los espíritus de los soldados británicos que, quinientos años atrás, derrotaron en la batalla de Agincourt, cerca de allí, a los franceses durante la Guerra de los Cien Años. El buen momento le sirvió para publicar una novela corta, El terror (1917), que no figura hoy entre lo más conocido de su obra pero que es una de sus obras maestras, y que se aparta de su temática habitual para narrar un inquietante cuento de miedo presidido, en todos los órdenes, por el desorden moral y espiritual provocado por la guerra. Fuera de un pequeño revival que experimentó a principios de los años 20, Machen ya escribiría poco, aunque todavía daría a luz algunos cuentos magníficos. Murió en 1947. Curiosamente, sobrevivió en una década al hombre que ayudaría a rescatarlo del olvido (cuando él a su vez sufriera su propio proceso de rescate). Me refiero a Lovecraft, claro.

Lovecraft hizo inmortal su nombre a raíz de su inclusión en su espléndido ensayo El horror sobrenatural en la literatura (1927), donde encabeza los nombres del fundamental (por influyente) capítulo sobre el terror moderno: detrás van otros no menos influyentes como Algernon Blackwood (un escritor al que muchos vinculamos con Machen, pese a sus diferencias) o M. R. James, siendo este último ya un autor sin nada que ver ni con el círculo ni con el tipo de terror lovecraftianos. Yo mismo descubrí el nombre de Machen, por primera vez, en la fabulosa antología de Rafael Llopis Los mitos de Cthulhu (primera edición en 1969), que sigue reeditándose, incansable, en Alianza Editorial: en su excepcional prólogo, el antólogo también sitúa a Machen en la vanguardia de la renovación del clásico horror gótico tan fructífero a lo largo de todo el siglo XIX (y que todavía presentó alguna de sus obras fundamentales de modo coetáneo a los logros del galés: por ejemplo, el Drácula de Bram Stoker es de 1897).

machen3 001El galés, en efecto, abandonó toda la parafernalia gótica introducida en el género por el movimiento romántico, para elegir unas ambientaciones más realistas y cotidianas (lo cual no quiere decir que, con el tiempo, su opción no acabara convirtiéndose también en otro prototipo «romántico» que nuevos autores se empeñaron en transgredir o reformar: es ley de vida de cualquier manifestación artística). Machen se dejó de castillos, casas encantadas, apariciones, ambientaciones situadas en el paso y monstruos más o menos tradicionales. Y situó sus ficciones en el suelo británico del momento, ya fuera en la ciudad (por lo común, en el Londres que tanto detestó y a la vez amó, tanto por su propia experiencia como por su devoción hacia autores como De Quincey o Stevenson) o en el campo (por lo común, en el solitario mundo rural de su Gales natal, pródigo en pueblos minúsculos, granjas aisladas, bosques de tangible antigüedad —nadie como él ha conseguido hacer que un paisaje parezca antiguo—, montañas cuyas rocas parecen mirar, ceñudas, a cualquiera que se interna entre sus recovecos).

A través de sus personajes, y de modo literal, Machen denuncia el «materialismo» del mundo moderno, que ha hurtado al hombre coetáneo su herencia «espiritual». Y es que, en él, el horror (la vida) procede de una verdad que es indiscutible pero que la gente «normal» prefiere no admitir. La realidad no es aquella que creemos ver a través de nuestros sentidos. De Platón a Schopenhauer discurre una genealogía de pensadores que sostuvieron que el mundo no es sino una solución que nuestros sentidos nos brindan de la verdadera realidad, trátese esta de un modelo de perfección del que nuestro mundo es un pobre simulacro o una tranquilizadora representación del indomable magma que le da soporte. El filósofo alemán citado en segundo lugar hablaba de un velo de Maya que hay que descorrer para encontrar el verdadero mundo. No sé si Machen leyó a Schopenhauer, como tantos otros coetáneos suyos, pero sí defiende que nuestros sentidos tejen un velo que, si lo descorriéramos, revelaría una realidad que nos parecería atroz. En cualquier caso, sus relatos y novelas suelen estar protagonizados por individuos dotados de una especial sensibilidad que, estimulados por diferentes razones (la nostalgia de su rincón natal, la infelicidad de su vida cotidiana), acaban descorriendo ese velo… siempre con resultados horribles. (Machen fue, aquí sí soy más rotundo, uno de los mayores pesimistas… antes de que el pesimismo se convirtiera en otro cliché del género.)

Otro de los elementos que gustó de desarrollar en sus relatos es la pervivencia, en alguna anfractuosidad subterránea de los parajes perdidos de su amada Gales, de los restos de una raza que otrora pobló la superficie. Una raza antecesora de la actual, de la que supone una vil parodia por su repulsivo aspecto, exiguo tamaño y exacerbada malignidad, cuya existencia el hombre ha sospechado siempre, pero que ha arrinconado en fábulas y leyendas. Machen les da el nombre de «gente pequeña»: el principal cuento donde aparecen es La novela del sello negro, ya señalado como perteneciente a la novela Los tres impostores.

Voy a centrar el resto de mi reseña en el comentario detallado de dos de sus mejores obras, para mí aquellas que mejor dan fe de su talento. Una es el relato El pueblo blanco, en cuanto contiene la quintaesencia del autor en todos los sentidos, del argumental al técnico y dramático. El segundo es la nouvelle conocida como El terror, y ello tanto por su calidad como por tratarse de una obra relativamente distinta dentro de su carrera.

Portada de El pueblo blanco en la prestigiosa colección PenguinMachen redactó El pueblo blanco hacia 1899, pero su publicación original data de 1904. Pese al prólogo y epílogo que enmarcan el cuerpo del relato, con su exceso de verborrea, posiblemente sea la obra maestra de Machen. El mismo Lovecraft, después de ponderar la mayor complejidad de la trama de El gran dios Pan indica que The White People es «de atmósfera más sutil y de mayor valor artístico en general». Particularmente, me parece uno de los cuentos más perturbadores que se han escrito nunca, y no solo dentro del género fantástico —de hecho, y en rigor, nada fantástico (si por tal se entiende bajo la empobrecedora acepción de «ficción sobre hechos imposibles») sucede en él— sino de la literatura en general. Ahora bien, como toda gran obra, la impresión que deja en el lector no siempre es la misma: depende mucho del estado de ánimo, de las expectativas o recuerdos que podemos tener en él, de la atmósfera general bajo la cual lo leemos. Puede parecer absorbente o farragoso, terriblemente complejo o astutamente banal: algo de nosotros mismos penetra en él y añade nuevas capas a su contenido. Es, sencillamente, y en el mejor sentido del término, un cuento inmoral.

Y lo que cuenta es sencillo: el fragmento del diario de una niña de 14 años que narra sus andanzas en los indeterminados parajes de los alrededores de la casa donde vive, mientras busca la materialización de un secreto mágico en el que, de pequeña, su niñera comenzó a iniciarla. Sólo eso. El relato asume la inconcreción y el tono vago, y he ahí lo admirable, de una redactora que escribe a impulsos, sin hilación ni orden, como la niña que es. Y por aquí comienza la inquietud: porque lo que en principio el lector toma como un juego o como el frenesí típico de una niña ya al borde de la pubertad en su busca de ese algo que, como todos a su edad, no sabe muy bien qué es pero que ella cree al alcance de la mano. La innominada niña transita por unos parajes que sus sentidos desbordantes de sensualidad fantastizan —perdóneseme el forzado barbarismo—, hasta tal punto que arroyos, senderos angostos, matorrales espinosos, colinas y rocas parecen adquirir una inconcreta forma orgánica: la materia, contagiada de su huésped, se sensualiza también.

Una fascinante compulsión sexual se empeña en impregnar todos y cada uno de los episodios, de los recorridos, de los parajes, de las señales, de los hechizos que efectúa la niña protagonista a lo largo de su narración. No hay nada en este cuento que no parezca revestido de sexualidad, y de sexualidad nada inocente (¿o es que hay algo sexual que lo sea?). Sexualidad que aquí aparece asociada, desde el mismo título, a lo blanco, color que al mismo tiempo poco a poco va revistiéndose de un aroma de horror, ese horror para el que el al género gusta acompañarlo del adjetivo sagrado. Horror sagrado, indefinible, revestido de un misterio al borde de lo religioso, lo cual, en Machen, nunca está mejor dicho. El pueblo blanco puede pasar también como una perversión de los cuentos de hadas, pues parece haber sido concebido solo para poner de manifiesto el enorme grado de sentido de lo primordial que se esconde debajo del barniz de domesticación cristiana o burguesa que les impusieron los recopiladores de los siglos XVIII y XIX, verbigracia los hermanos Grimm. No es casualidad que, a ratos, el cuento parezca una variante malsana —¡lo cual ya es decir!— de la Alicia de Lewis Carroll, al narrar el ingreso de la niña (en cierto momento, incluso siguiendo a un determinado animal para penetrar en su interior) en un País de las Maravillas construido por su propia necesidad de huir de una cotidianidad en la que se siente postergada (es huérfana de madre y su padre, cuenta el relato, apenas le presta atención).

En fin, si alguien quiere sentir visualmente lo que Machen trata de decirnos, puede hacerse: el fascinante film australiano Picnic en Hanging Rock, con su historia de unas jóvenes adolescentes que un buen día desaparecen en un paraje con fama de encantado, parece concebido después de leer El pueblo blanco, como muchos antes que yo han indicado. Repasar el cuento y luego la película constituye una experiencia próxima a eso que el autor entendía por «desvelar el velo» de una realidad que, en determinadas ocasiones, estamos a punto de descubrir que es mucho más precaria de lo que creemos.

machen 001El terror fue publicada en 1917, en plena Gran Guerra, conflicto que marca todas y cada una de las líneas del libro hasta convertirse, verdaderamente, en la base de su atmósfera. El terror a que hace referencia el sencillo, conciso y por tanto espléndido título de la novelita es la serie de muertes terribles e inexplicables que comienzan a producirse a lo largo de todo el país —aunque son dos, sobre todo, los escenarios en los que se centra la historia: las Midlands y la comarca galesa donde se concentra la acción. La zozobra que registra la historia no solo procede de la ausencia completa de explicaciones sino del secretismo que envuelve el caso, provocado por la censura del gobierno en tiempos de guerra. Si por un lado se evita así un pánico colectivo a escala nacional, los habitantes de las zonas sometidas al terror se ven atrapados en una telaraña de rumores, verdades a medias y hechos que apenas pueden interpretarse sin recurrir a las más disparatadas teorías. La guerra, claro, provoca que la principal de ellas sea que las muertes son provocadas por los enemigos alemanes, ya sea por medio de algún tipo de letal innovación tecnológica —un «rayo Z», señala uno de los personajes, sin que resulte disparatado: en las trincheras se acababa de probar un arma hasta entonces desconocida, y de efectos terribles, el gas mostaza— o, sencillamente, porque algún tipo de quinta columna opera de incógnito en el mismo territorio británico.

Desde su doble condición de periodista y escritor, Machen se sentía doblemente concernido por el conflicto, como ya hemos visto por el episodio de los «ángeles de Mons» (que el mismo autor cita, por cierto, remarcando lo propicio de la época a las explicaciones fabulosas). En todos los países contendientes se practicó una censura feroz y nada encubierta (los periódicos, por ejemplo, se publicaban cada día con grandes huecos en blanco: no había dado tiempo a cambiar los artículos censurados sobre la marcha). La atmósfera de miedo sordo, la violencia que transpira en el ambiente (incluso en un lugar tan alejado del frente como la comarca galesa donde se sitúa la historia), la necesidad de buscar explicaciones tranquilizadoras, son los elementos por medio de los cuales Machen, haciendo honor al título, fabrica un relato de terror sin recurrir no ya a los elementos tradicionales del género sino a los suyos propios.

El autor demuestra, además, que era un gran narrador, en su magnífico uso del punto de vista colectivo. Quien relata la historia más bien lo que hace es estructurar los diversos episodios que, por lo común, ha conocido mediante relatos indirectos, recurriendo a los testimonios de cualquier tipo corriente, si bien el doctor Lewis, el médico de la comarca, en su papel de lúcido representante del racionalismo, será quien acabe atando todos los cabos y llegando a la terrible verdad… verdad que, sin embargo, resulta igualmente irracional y se cimenta en conjeturas que son antes morales que científicas.

En cualquier caso, El terror —desde la acertadísima concisión de sus páginas— compone un progresivo crescendo de inquietud, de raíz puramente british. La apacibilidad del escenario (que remarcan siempre los diferentes narradores) es pieza fundamental de esa atmósfera que se va tornando progresivamente malsana, hasta desembocar en el hallazgo de la carta hallada en la casa de unos granjeros a quienes descubren muertos de sed, encerrados voluntariamente por temor a algo que se movía en el exterior. La carta, elaborada mediante un considerable tono febril, no indica qué era eso que impedía salir a sus habitantes, pero Machen consigue que no parezca una trampa narrativa para prolongar la tensión, sino la consecuencia lógica de haber sido escrita por un individuo atrapado entre el horror a lo inconcebible y la consunción corporal. Aun así, y como en realidad ha sucedido a lo largo de toda la historia, en su relato se encuentran las claves para comprender cuál es la verdad, la única verdad —aplicando el famoso adagio holmesiano: cuando se ha eliminado todo lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, ha de ser cierto—, incluso a ojos del lector.

[Quien no conozca el final de este estupendo relato, debe dejar de leer aquí]

¿Quiénes son esos asesinos ubicuos, implacables y todopoderosos? Mucho antes de que Daphne du Maurier y Alfred Hitchcock aterraran incluso a públicos no incondicionales del terror con Los pájaros (el libro es de 1952, el film de 1963), Arthur Machen ya ideó la posibilidad de una rebelión de los animales. De cualquier animal: ratas, caballos, marsopas, vacas, polillas (las más terribles, pues ahogan sin dejar rastro, para zozobra de quienes, al revisar los cuerpos, no encuentran las señales de violencia: la estupenda portada de Daniel Gil para la edición de Alianza Editorial supone una pista), incluso las apacibles ovejitas. El doctor Lewis avanza una explicación: el motivo ha sido la claudicación moral del hombre en su dominio de la naturaleza, sin duda por causa de la guerra y de sus odios colectivos, lo cual ha sido sentido por el instinto, ciego pero certero, de unos animales que hasta entonces habían aceptado, del mismo modo instintivo, esa superioridad natural del ser humano sobre ellos. Es así como El terror sí acaba siendo un relato del Machen más paradigmático: en su denuncia del peligro del materialismo sobre lo espiritual. «El hombre ha jurado que no es Orfeo, sino Calibán», declara el doctor Lewis en las últimas líneas de la historia. La primera víctima de la guerra no es la verdad, como señala el dicho. Es el espíritu. El terror es para mí la obra maestra de Arthur Machen fuera del cuento: en su ausencia de redundantes elementos místicos, en la sutileza de su entramado, en la escalofriante capacidad para hacer que lo corriente se convierta en la cima del horror, se encuentran las claves de su perdurabilidad.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 respuestas a Arthur Machen: esa apariencia que llamamos realidad

  1. Renaissance dijo:

    A Lovecraft siempre se le agradecen no solo lo que disfruté con sus relatos y sus Mitos durante años (pastiches de otros autores incluídos), sino el poder descubrir a otros autores que se salían de la estructura típica del relato del terror para ofrecer algo distinto, a veces más primario, pero también más inquietante.
    El terror es precisamente uno de los que más me gustó de Machen, incluso por encima de su famoso El gran dios Pan: consigue ofrecer perfectamente una sensación de pánico absoluto ante todo. Ante una guerra que superaba con creces lo visto hasta entonces, ante el mundo, ante lo desconocido…
    (Eso sí, las portadas de Alianza entonces, y especialmente las que vinieron unos años después cuando dividieron las colecciones por géneros, son para darles de comer aparte).

    • En efecto, hay que agradecerlo eso a Lovecraft… y a los antólogos de Lovecraft que ayudaron a asociar su nombre con el de esos otros autores: no me cansaré citar nunca a Rafael Llopis y Los Mitos de Cthulhu o su Antología de cuentos de terror, ambos en Alianza. En cuanto a las portadas, las de Daniel Gil en su mayoría son estupendas pero las de después siguen haciendo que me pregunte por qué asociaron el terror al color amarillo (es curioso: en Italia hay más vínculo), y ese ojo flotante que nos persigue desde la estantería, miremos a donde miremos…

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