Contexto general Vida y obra de HPL Los relatos I II
Los sueños en la casa de la bruja (The Dreams in the Witch House, escrito en febrero de 1932 y publicado en julio de 1933 en Weird Tales) es un cuento que mantiene la buena forma de los dos anteriores (con los que concluía la anterior entrega del artículo), y sin embargo, es de los menos conocidos de los Mitos. El protagonista es Walter Gilman, estudiante de matemáticas en la Universidad Miskatonic, cuyo ansioso propósito por desvelar la realidad que se oculta tras la sustancia aparentemente racional del mundo lo llevan a alojarse en el mismo lugar donde viviera, más de un siglo atrás, una vieja acusada de brujería en los procesos de Salem, que inexplicablemente consiguió escapar de la celda donde esperaba la ejecución de su sentencia de muerte, sin que nadie volviera a encontrarla jamás. El alojamiento es un cuartucho con buhardilla en un sucio edificio situado en el degradado corazón de la antigua Arkham, cuyos habitantes son emigrantes europeos (polacos, portugueses), que le sirven a Lovecraft para remarcar la sordidez física del ambiente en el que decide recluirse ese estudiante que acabará siendo víctima de su propia sensibilidad. Como puede deducirse, estamos ante uno de los relatos en que la visión puramente racista del melting pot de la sociedad estadounidense conforma el tejido sustancial del horror propuesto. Y al igual que sucede en otros cuentos, debe reconocerse que este racismo ayuda a construir la malsana atmósfera de puro nihilismo, el callejón sin salida que solo lleva a la destrucción, que constituye el gran atractivo del cuento.
Lovecraft se supera en su habitual utilización del escenario. La acción se sitúa en la siempre fascinante Arkham, que el febril protagonista recorre una y otra vez, y que en determinados momentos parece un personaje más, que escudriña en el interior del joven, lo influye y lo empuja al horror que acabará destruyéndolo. Ahora bien, tan importantes son los escenarios exteriores como los interiores: una de las paredes de la habitación de la bruja posee una esquina trazada con ángulos y líneas «no euclidianas» que fascina y repele al estudiante, y mediante la cual se sugiere la posibilidad de acceso a una dimensión del espacio de la que solo puede provenir, como es lógico, lo innombrable. Desde luego, lo mejor del relato estriba en el implacable sometimiento del pobre estudiante al horror, a la degradación personal, tanto física como psicológica, acechado implacablemente por las criaturas que una vez habitaron ese mismo lugar. En este sentido, resulta imposible no pensar en El quimérico inquilino, la novela de Topor que Roman Polanski convirtió en una de sus más perturbadoras realizaciones. Es más, el propio director polaco (protagonista de su propia realización, recuérdese), tal como aparece caracterizado en dicha película, con su aspecto enteco y nada saludable, es la imagen que inevitablemente tendemos a identificar con Gilman todos cuantos conocemos, y sentimos una escalofriante atracción, por el film.
Por su naturaleza argumental, que se centra ante todo en la progresiva caída interior de su protagonista, Los sueños en la casa de la bruja es el relato más sensitivo de toda la producción lovecraftiana. Su sustancia está construida atendiendo a todos los sentidos, pero en especial a aquellos que diríanse más difíciles de reproducir en letra impresa: el olfato y el oído. Ya La sombra sobre Innsmouth prestaba una especial atención al primero, pero ahora Lovecraft consigue hacernos creer que el acoso sobre el joven Gilman se produce mediante el cerco a estos dos sentidos, que son los que nunca podemos cerrar. Uno puede taparse los ojos, renunciar al contacto o al gusto, pero continuamente escuchamos y olemos. El progresivo cerco que se abate sobre el estudiante le asalta así aun cuando él intente interponer, inútilmente, una barrera contra esas sensaciones que, a veces, comparten con él quienes están a su lado (y cuya ayuda busca inútilmente: un condiscípulo o un obrero polaco que intenta auxiliarlo, y en cuyo retrato de un ser racialmente distinto Lovecraft vuelva una insólita gentileza viril), pero por lo común parecen cercarlo en un plano puramente interiorista.
Otro elemento destacable del cuento es que demuestra la ductilidad del autor en cuanto que, en esta ocasión, no recurre ni al relato en primera persona ni a un informe más o menos distanciado. HPL utiliza, por una vez, al clásico narrador omnisciente que conoce pensamientos e informa de impresiones no verbalizadas, y lo hace con un completo dominio narrativo y un ritmo impresionantemente fluido que no decaen un solo momento. Como es natural en una historia que gira en torno a la progresiva caída en una obsesión, también es notable el cuidado puesto en los detalles, en las perturbaciones cotidianas (los ruidos, los objetos que parecen haber cambiado de sitio, la forma de filtrarse la luz por la ventana…). En conclusión, Los sueños en la casa de la bruja, pese a su ausencia habitual en las antologías que incluyen lo más significativo del escritor, es un cuento espléndido, que nada tiene que envidiar a otros mucho más celebrados.
El ser del umbral (The Thing on the Doorstep, escrito en agosto de 1933 y publicado en enero de 1937 en Weird Tales.) Podríamos señalar, sin dudarlo, que estamos ante otro relato en clave menor del autor, como lo es El que susurra en la oscuridad, con el que comparte la misma sensación de repetición sobre grandes textos anteriores. En este caso, sería una variante de El caso de Charles Dexter Ward puesto que su argumento versa también sobre un caso de desplazamiento de personalidad. Eso sí, en otro escritor, esta variación hubiera podido resultar de lo más sugerente por la originalidad de la misma: la transferencia de almas esta vez tiene como añadido el cambio de sexo. Un joven de la misma naturaleza ensimismada y tan fascinado por los saberes arcanos como Ward, llamado Edward Derby, se casa con una atractiva y misteriosa llamada Asenath, y a partir de aquí comienza la completa transformación de su carácter, hasta el punto de parece otra persona. Lo cual es cierto, evidentemente: Asenath, todavía más versada en conocimientos ocultos que su esposo, lo utiliza para cambiar con él de cuerpo, en una ceremonia de usurpación de personalidad que resulta todavía más morbosamente compleja, puesto que, poco a poco, comienza a sospecharse que el ser que se encuentra dentro del cuerpo de la muchacha muy bien puede ser, en realidad, su padre, un famoso «hechicero»…
Huelga señalar que si este argumento, delirante y disparatado pero que contiene una indudable morbosidad sexual, no cumple ninguna de las expectativas erótico-malsanas que podían esperarse de él es por las limitaciones de Lovecraft en este terreno. Como se sabe, uno de los grandes lugares comunes de todas las biografías y artículos que exploran la vida del autor (y el reflejo de esta en su propia obra, asunto de lo más sugestivo) establece la indiferencia por la sexualidad que tuvo el Solitario de Providence: de modo indefinido en su existencia (ya se sabe que estuvo casado durante dos años, matrimonio que fracasó por diversas razones, entre ellas la que nos ocupa), de modo rotundo en su obra. El sexo (no digamos el romanticismo) es una cuestión que no se asoma a su literatura. Y es una lástima, porque en este caso, si se descarta la dimensión erótica, el relato queda despojado de su elemento más original y atractivo.
Aun así, El ser del umbral es un relato estimable, ante todo porque está muy bien contado, superando netamente en esta cuestión al fallido El que susurra en la oscuridad. Lovecraft acierta esta vez con el registro narrativo: el morboso asunto está narrado por un amigo fiel (y mayor que él: esa superior madurez aporta una notable densidad al tema de la amistad que, al final, es donde se encuentra lo mejor del cuento) que asiste, con el habitual y progresivo horror, a la triste odisea personal de Edward. (La frase inicial, conscientemente sensacionalista, ya anticipa la profunda cualidad pesimista de este relato, uno de los más desesperanzadores del escritor, lo cual ya es decir: «Es verdad que le he descargado seis tiros en la cabeza a mi mejor amigo».)
La fusión del pesimismo habitual en HPL con el tema de la amistad trágica otorga al cuento una atmósfera de suave melancolía que supone todo un acierto, y que en cierto modo lo singulariza dentro de su producción: como bien se sabe, en sus cuentos suelen estar ausente este tipo de sensaciones «emocionales», que él habría despachado como inocuamente románticas. La acción se sitúa de nuevo en Arkham, y aumentan las referencias tanto a obras propias (Asenath procede nada menos que del terrible Innsmouth…) como a las de sus amigos (por ejemplo, de Robert E. Howard, del que se menciona su excelente cuento La piedra negra o el libro maldito inventado por él, los Unaussprechlichen Kulten o Cultos innombrables del alemán Von Juzt). Por último, Lovecraft recurre al Poe de El caso del señor Valdemar para ofrecer un desenlace escatológico que resulta bastante desagradable, lógico culminación del terrible desarrollo de esta historia de robo de almas. En conclusión, se trata de un relato de lo más estimable, aunque no pueda figurar entre los grandes logros de su autor.
La sombra de otro tiempo (The Shadow Out of Time, escrito en octubre de 1933 y publicado en junio de 1936 en la revista Astounding Stories). Se trata del último gran intento de Lovecraft en el campo del relato largo de ficción. Curiosamente, se trata de una reelaboración de En las montañas de la locura —de donde retoma la minuciosa descripción del devenir de una raza extraterrena, en este caso la Gran Raza de Yith, a partir de la estancia del protagonista en una de sus ciudades—, si bien la estructura argumental altera el orden de los factores: aquí primero se produce la descripción de la ciclópea urbe y después su visita física. Ahora bien, y como sucede en los otros relatos en el fondo secundarios de los Mitos, lo mezcla con un planteamiento también explorado en otros relatos (El caso de Charles Dexter Ward, El ser del umbral) como es el desplazamiento de personalidad, si bien aquí no tiene el mismo matiz terrorífico, sino que es la excusa mediante la cual el autor sitúa a su personaje en la ciudad de la Gran Raza y tiene así ocasión de explorarla y conocer las particularidades de sus pobladores.
El relato está una vez más contado en primera persona. El profesor Wingate Peaslee, de la Universidad Miskatonic, recuerda el hecho que ha singularizado su vida: después de sufrir un extraño ataque en plena clase, Peaslee pasó a actuar como otra persona (hasta tal punto que su propia esposa así lo denunció, alejándose de él) durante un espacio de cinco años en los que, de paso, realizó toda clase de viajes e investigaciones relacionadas con el saber más arcano y perturbador (lo que permite, por supuesto, un nuevo catálogo de los libros de la biblioteca cthulhiana y la incorporación de diversos guiños a las creaciones de los amigos). Finalmente, el «verdadero» Peaslee retornó a su persona, olvidando por completo lo realizado en esos años perdidos. Ahora bien, desde entonces, y de modo progresivamente enloquecedor, Peaslee padece una serie de terribles sueños en los cuales rememora su estancia en una ciudad situada en la Tierra de muchos millones en el pasado, en compañía de una raza más o menos inquietante cuyos habitantes tienen el poder de proyectar sus consciencias en el tiempo, secuestrando a individuos de otras épocas para ampliar así sus conocimientos. En el tercio final del cuento, unos hallazgos en medio del desierto australiano parecen confirmar sus visiones: Peaslee se pone al frente de un grupo de investigadores de la Universidad (uno de los integrantes es, precisamente, el jefe de la expedición a tierras antárticas de En las montañas de la locura) y, en soledad, descubre los vestigios de la ciudad de la Gran Raza, sepultada bajo el subsuelo y en cuya ruina se introduce en una noche de locura, descubriendo que puede que todavía acechen horrores en su interior…
Se trata de un digno colofón al cuerpo central de los Mitos de Cthulhu, que se lee con amenidad pero que, inevitablemente, posee cierto aroma de repetición, como si el mismo HPL fuera consciente de no tener nada más que aportar a su carrera como narrador (estaba a cuatro años de su muerte, época de desmoralización creativa en que apenas escribió relatos completamente originales, concentrándose en la reescritura de cuentos ajenos —trabajo que, de todos modos, realizaba siempre con notable originalidad). El mayor problema atmosférico que le encuentro es que tensa demasiado su credibilidad interna: por un lado, el protagonista recuerda con excesivo detalle las circunstancias de su vida con la Gran Raza, por mucho que señale una y otra vez que todo está rodeado de brumas; por otro, insiste demasiado en querer creer que todo ello no son recuerdos, sino sensaciones inspiradas por las lecturas sobre espantosos mitos realizados durante sus años de amnesia. La extensión del relato, además, se hace contraproducente porque da demasiadas vueltas sobre sí mismo sin resultar sugestivo más que ocasionalmente: es decir, carece de la fuerza hipnótica de su nouvelle antártica.
El asiduo de las tinieblas (The Haunter of the Dark, también traducido como El morador de las tinieblas, escrito en unos días del mes de noviembre de 1934 y publicado en Weird Tales, en diciembre de 1935). La génesis de este cuento, el último relato de ficción enteramente elaborado por su autor, es de lo más curiosa, pues es una respuesta a un cuento previo, El vampiro estelar, escrito por Robert Bloch y publicado en WT en octubre del 35. Bloch, luego famoso como autor de la novela Psicosis y celebrado guionista de cine y televisión, era por entonces uno de los jóvenes corresponsales de Lovecraft y, con su permiso, incluyó al escritor (aludido como un «visionario místico de Nueva Inglaterra») en una intriga clásica acerca de un par de incautos que invocan, sin advertirlo hasta que es demasiado tarde, al clásico engendro del más allá que destroza a uno de ellos (nada menos que al personaje que representa a HPL, que así pues leyó su propia muerte en la ficción). Por supuesto, los lectores entendieron las alusiones y uno de ellos animó al escritor, desde el correo de la revista, a responderle a Bloch en los mismos términos. En un momento de euforia, tal vez el último, debido a que acababan de confirmarle la publicación, por fin, de En las montañas de la locura y La sombra sobre Innsmouth, lo cual además le suponía una bienvenida inyección de dinero, Lovecraft se puso manos a la obra y en el plazo de cuatro días concluyó su relato.
Antes que nada, hay que señalar que, a priori, parece difícil que Bloch pudiera estimular a nadie. Su cuento es una mediocridad sin estilo ni atmósfera y en el que ni siquiera tiene gracia su juego de espejos entre realidad y ficción. Ahora bien, Lovecraft está a la altura del respeto que se debe a sí mismo, superando la tentación de la mera complicidad lúdica, y compone un cuento de miedo que, sin superar el mero estadio de lo estimable, posee personalidad propia y está muy bien narrado. El escritor retoma al mismo protagonista de Bloch, solo que ahora le da nombre, Robert Blake, y lo devuelve a Providence (donde sucedieron los hechos previos) para continuar con sus investigaciones. Estas lo conducen a una antigua y abandonada iglesia, que fue el siglo anterior la sede de una secta llamada la Sabiduría de las Estrellas (cuyo propósito era el previsible: el contacto con seres del espacio exterior), y allí encuentra un extraño objeto mediante el cual, de modo impremeditado, acaba convocando a la entidad señalada por el título.
En el fondo, estamos casi ante un remake del cuento de Bloch. Sin embargo, Lovecraft ejecuta un excelente estudio atmosférico en el que, una vez más, es fundamental el contagio que parece provocar la ubicación en uno de sus amados escenarios de Nueva Inglaterra, el más amado de todos ellos incluso, su natal Providence: el paisaje de la ciudad que fascina al joven es el mismo que el escritor veía, día tras día, desde su propia ventana. En especial, resulta memorable el episodio en que Blake penetra en la iglesia maldita y va encontrándose toda una serie de hallazgos a cuál más ominoso: un esqueleto cuyos huesos revelan un final horrible, una selección de esos libros oscuros tan caros al Círculo de Lovecraft, una caja metálica en cuya superficie están labradas criaturas monstruosas y donde encuentra una piedra negra y estriada que será el pórtico dimensional por donde regrese a nuestra realidad ese monstruo que mora en la oscuridad absoluta…
Digno colofón a su mundo literario, El Asiduo de las Tinieblas desde luego no es uno de los cuentos por los que el nombre de Lovecraft merece el recuerdo pero contiene aceptablemente las claves de su fascinación. Y aunque en absoluto pueda considerárselo su testamento artístico —más que nada porque este concepto suele utilizarse en sentido mitómano: por lo común, la última y supuestamente «testamentaria» obra de cualquier autor, lo es de modo involuntario, sin que este sea consciente de tal condición en el momento en que la redacta—, me parece encantador que su conclusión sea paradigmática: el protagonista acabará pereciendo en manos de los horrores que ha desatado sobre sí mismo, como él mismo había ido prediciendo sin que haya podido escapar al fatal destino desatado, pues como bien saben los pesimistas (y Lovecraft lo fue en grado sumo), lo que ha de ser, será.
El ser en el umbral cuenta con dos cargas: una, la de su propio autor, donde la figura de Asenath Waite y las consecuencias de su intercambio de cuerpos queda desgraciadamente poco explotada, y muy lejos de los niveles de morbosidad y degradación que fue capaz de evocar en el Horror de Dunwich. La otra era la tendencia habitual en buscarle una relación directa con la biografía de H. P. L, donde se quiere ver un reflejo de su relación con el sexo opuesto sin que sea posible que este hubiera escrito algo distinto a lo que pudiera opinar como persona.
La sombra más allá del tiempo es una de las visiones que aporta más interesantes, y que mejor representan el término horror cósmico: en La llamada de Cthulhu la presencia de la criatura y sobre todo de sus seguidores humanos se presentaba como algo grotesco y amenazador. Aquí, simplemente es incomprensible. Los yithianos no son una especie «peligrosa» como lo podían ser los MI-go en el susurrador de la oscuridad, sino claramente más avanzados, quizá amorales (o más bien, con un código moral distinto al tratarse de una civilización no humana) y que en cambio no dudan en tratar a sus visitantes de otros planetas con un cuidado insólito durante su estancia en el huesped. El horror, aquí, viene presentado puramente por lo incomprensible y la pequeñez del ser humano en un universo en el que este importa un pepino.
Con independencia del «rastreo» biográfico en el relato (la biografía de García Álvarez nos ha enseñado a no convertirlo en un absoluto, pero tampoco despreciarlo: creo que en este cuento hay más influencia de su propia experiencia que en otros), «El ser en el umbral» desperdicia todo el elemento morboso que es lo que le daba personalidad: esa doble sugerencia (un cuerpo masculino donde quiere encarnarse una mujer, y a su vez que en el cuerpo atractivo de esa mujer ya viviera su padre en el momento en que se casó con el protagonista; hay tantas vueltas de tuerca morbosas que es para desesperarse de que HPL no lo aproveche…).
«La sombra de otro tiempo» destaca ante todo, como bien dices, en la descripción de esa raza extraterrena que actúa fuera de los parámetros de «lo humano». Sin embargo, a mí la parte final, cuando se intenta crear cierta «acción» con las aventuras de la expedición australiana, me parece curiosamente anticlimática con respecto a la primera parte. Aun así, otra delicia del autor.