En las montañas de la locura, de Lovecraft: el horror se esconde en la Antártida

La revista pulp donde se publicó En las montañas de la locuraEscribió Michel Houellebecq que los escritos de Howard Phillips Lovecraft persiguen un único objetivo: llevar al lector a un estado de fascinación. No sé si En las montañas de la locura es el mejor relato de Lovecraft, pero a mí sí me parece el más fascinante. El solitario de Providence escribió varias veces el mismo tipo de planteamiento que mueve la presente historia: el espantoso descubrimiento de la existencia, insospechada hasta entonces pero no obstante sugerida por viejos y espantosos libros desechados como horrores ocultistas, de que la vida en la Tierra posee un pasado mucho más remoto del que se cree, cuyo protagonismo correspondió a increíbles seres procedentes del espacio, que tendrían que haber desaparecido hace eones del planeta pero que están todavía agazapados, esperando en algún momento su reaparición. Es el planteamiento de relatos como La llamada de Cthulhu o La sombra de otro tiempo. Pero En las montañas de la locura posee algo que no poseen los otros, y que es lo que le proporciona esa sensación de horror sagrado, de misterio preternatural que, verdaderamente, descorre un velo que no debiera haber sido descorrido: una ambientación absolutamente genial en las vastas soledades de la Antártida.

Lo que narra el relato es precisamente el hallazgo, por parte de los miembros de una expedición científica, de una ciudad de proporciones ciclópeas e increíble antigüedad en pleno corazón de la Antártida, precisamente al otro lado de una cadena montañosa de casi inaccesible altura, y que había permanecido en la más completa oscuridad para los seres humanos, incautos creyentes en haber sido, desde su aparición, los amos del planeta. Es uno de los capítulos esenciales, por tanto, de ese famoso entramado lovecraftiano que su discípulo August Derleth etiquetó bajo el nombre de Mitos de Cthulhu.

Con independencia del contenido argumental del relato, su ubicación en la Antártida basta para crear ya un tono, una atmósfera, a los que no son ajenos las propias evocaciones con que el mismo lector parte, de entrada, ante una historia situada en esas soledades. Lovecraft fue contemporáneo de las grandes expediciones al polo sur, que hicieron familiares para el gran público nombres como Shackleton, Scott o Amundsen. Sin duda, en el arranque de la historia pesa la influencia de las crónicas de la gran empresa polar, pues además ofrece un trabajo de documentación notable. Trabajo que recuerda, curiosamente, a un Julio Verne, quien en sus novelas anota un escrupuloso trabajo de reconstrucción de cuantas huellas humanas han recorrido la misma senda por la que luego piensa hacer transitar a sus héroes, realizando así una vinculación entre pasado y presente que define el triunfo del hombre sobre la naturaleza.

La cosa, de John Carpenter, horror en la AntártidaEn el presente relato, el vínculo es mucho más alargado, ya que los científicos que en el presente recorren la Antártida descubrirán que lo que se esconde bajo su plácida apariencia helada revela una vida anterior a todo lo conocido. Lovecraft obtiene un extraordinario partido de esa sensación que despierta el paisaje más extremo que el hombre conoce en la Tierra, las inmensidades polares, que en él evocan soledad, desolación, una absoluta indefensión… y misterio. Hacer aparecer de pronto huellas de vida donde no debiera haber huella alguna es el gran hallazgo con el que juega.

Aunque se ha anunciado alguna vez como un proyecto de Guillermo del Toro, este cuento no tiene ninguna adaptación cinematográfica —de hecho, las películas basadas en Lovecraft no solo son escasas, sino por completo decepcionantes—, pero hay un film, soberbio, que el lector que lo conoce no puede evitar tenerlo presente en todo momento mientras avanza en la historia. Se trata de la genial película de John Carpenter La cosa (1981), con la que comparte el protagonismo de un grupo de científicos que descubre algo proveniente de un pasado inconcebiblemente remoto, cuyo despertar desatará la muerte y el horror. Pues en ella ya se encuentran ese reconocible aroma de soledad cósmica —ese adjetivo tan del gusto de Lovecraft, que cualquiera que haya visto el film o leído este relato comprenderá que, aquí, es necesario— o el atroz pesimismo que va embargando la narración a medida que ésta avanza.

En las montañas de la locura es memorable ya desde la soberbia elección del título por parte del escritor. Cualquier amante de la literatura fantástica (de la literatura, perdón) no puede dejar resbalar la mirada sobre un libro con semejante nombre y no alargar la mano para hojearlo. De hecho, y aunque ya había descubierto al autor en la famosa antología de Rafael Llopis, publicada en Alianza Editorial, Los mitos de Cthulhu, este fue el primer libro ya completamente «de» Lovecraft que me leí en mi vida. Con arrobamiento, con ansiedad. Con la sensación de haber abierto una puerta que ya nunca he podido cerrar.

H.P. Lovecraft y un Antiguo, portada de J.K. Parker para la revista Heavy MetalNo es un título meramente impactante. Esas montañas a que se refiere el autor son las que los personajes centrales se tropiezan en el mismo corazón de la Antártida, y cuya altura supera con mucha las más altas que registran los mapas conocidos, el Himalaya. Montañas de locura porque acabarán descubriendo que actúan como una barrera no sólo geográfica sino protectora: al otro lado de las mismas se esconde una revelación que cambia por completo el conocimiento que el ser humano cree tener sobre la historia y la evolución de la vida en su propio planeta. Y lo hace abriendo ese conocimiento no hacia lo meramente científico, sino hacia el descubrimiento del puro horror.

El inicio de la historia es muy clásico en Lovecraft. En las frases iniciales, el narrador en primera persona señala la existencia de un terrible conocimiento al que él ha tenido acceso, al coste casi de perder la cordura, que para salvaguarda de la inocencia mental del hombre ha intentado que permaneciera en la oscuridad, pero que por último se ve obligado a sacar a la luz. La razón: ese secreto, sepultado en el corazón de la Antártida, puede acabar desencadenando consecuencias sin nombre puesto que una expedición científica se dirige a los mismos lugares donde él mismo vivió la más espantosa experiencia.

La acción se plantea como la crónica de los hallazgos descubiertos durante una expedición científica al corazón de la Antártida, impulsada por un equipo de profesores de la Universidad Miskatonic, la entrañable institución educativa situada en la ficticia ciudad de Arkham. El objeto de esa expedición es extraer restos geológicos del subsuelo antártico gracias a una nueva y revolucionaria taladradora que permite hollar la superficie como ninguna otra máquina lo ha permitido antes.

Lovecraft reproduce durante un buen número de páginas el estilo de un minucioso y frío informe; frialdad, eso sí, rota aquí y allá por el recordatorio de eso que ha empujado al redactor a emprender el relato de lo que de verdad se descubrió en esas desoladas superficies. He leído más de un comentario acerca del aburrimiento que despiertan esas páginas. Para mí, sin embargo, resultan fundamentales, y ello por dos razones. Primero porque, en efecto, esa sustancia de objetividad científica que baña la crónica inicial de la expedición otorga al relato un aire de verismo que consigue mantener el verosímil narrativo incluso cuando las revelaciones ya superan lo puramente plausible y pasan a registrar lo imposible. Y segundo porque, a mí al menos, me parecen páginas magistrales a la hora de ir desarrollando el fundamental efecto atmosférico de la historia: la fascinación por ese incógnito territorio polar que primero acepta revelar misterios progresivamente extraordinarios, que terminarán por ser tan solo la punta de un iceberg de fondo especialmente profundo.

Los Antiguos, diseño deEn primer lugar, una parte del grupo que ha marchado a explorar otro sector del continente anuncia el descubrimiento primero de las montañas y segundo, y todavía más increíble, de un conjunto de restos de seres vivos, congelados, aparentemente muertos. La descripción que de ellos se hace, por desgracia, insiste en esa debilidad lovecraftiana por el retrato minucioso de los particulares engendros que inventaba. Retrato que revela a unos seres antes grotescos que terribles, y que por tanto restan eficacia a la narración. Es cierto que, en este relato concreto, no se hubiera entendido que los protagonistas no describieran con la minuciosidad que lo hacen esos hallazgos monstruosos: no son poetas sino científicos que realizan un informe. Pero la teratología lovecraftiana, digamos, no es en este sentido nada afortunada: Lovecraft funciona mejor como creador de atmósferas, se mueve mejor en el terreno de la expectativa, de lo indeterminado, que en el campo de la concreción.

Desde luego, el gran narrador que fue Lovecraft sabe cómo ir creando el misterio. El descubrimiento de las montañas y de los espantosos fósiles es contado de modo indirecto, por radio, puesto que el protagonista no asiste personalmente al mismo. Por supuesto, ese relato indirecto ya se llena de ominosos presagios, sobre todo por las continuas referencias a la inquietud de los perros ante las monstruosidades que se han encontrado: el lector avezado bien sabe que el instinto de los animales ya ha percibido lo anormal, eso que los alborozados científicos, en su júbilo casi infantil, no están en disposición de advertir.

De ahí que cuando la comunicación se interrumpe, el mismo lector está ávido por que el protagonista, y jefe de la expedición, emprenda el mismo camino y averigüe lo que ha sucedido: que un desastre se abatió sobre los expedicionarios, provocando una espantosa muerte sobre todo ellos y sus perros. Lovecraft maneja de modo estupendo no sólo el suspense sino también la anticipación: por ejemplo, ese momento, cuando los otros científicos llegan ya en aeroplano a las proximidades de las montañas y sufren lo que entonces creen un espejismo, una ciudad de formas cúbicas entre las nubes, al otro lado de las cumbres inaccesibles. El autor no esconde la fuente de su inspiración visual a la hora de describir eso escenarios: los lienzos que Nikolai Roerich —escritor, arqueólogo y pintor (entre muchas otras facetas), de origen ruso— realizó en los años 20 tras su expedición a las elevadas tierras de Asia Central.

Uno de los lienzos de Nikolai Roerich que tanto impresionaron a Lovecraft

Porque eso sí, el escritor consigue elaborar una atmósfera tan genial de misterio primigenio, desarrolla tales expectativas en torno a lo que puede haber en la inexplorada parte situada al otro lado de las montañas de la locura, que llega un momento —coincidente con ese final del capítulo IV que se lee con verdadera ansia por pasar la página del mismo modo que los aeronautas están atravesando la garganta entre los hostiles murallones alpinos— en que el lector ya no aguanta más de la pura tensión de saber.

«Creo que los dos gritamos a la vez, con una mezcla de temor, asombro, espanto e incredulidad en nuestros propios sentidos, cuando finalmente salvamos el paso y vimos lo que había al otro lado». Lo que hay es una ciudad, de increíble extensión, construida con ciclópeos sillares y que parece completamente sepultada por la soledad del silencio blanco. Una ciudad abandonada, en apariencia. Una ciudad construida 50 millones atrás en el pasado, cuando todavía no había, no podía haber, ninguna especie humana sobre la superficie del planeta. Los dos expedicionarios, el profesor Dyer —nombre del protagonista, aunque solo se menciona una vez en todo el relato y tan de pasada que la memoria nos hacía creer que era un personaje anónimo— y el estudiante Danforth, aterrizan en una plataforma de la ciudad y se dedican a explorarla.

Como siempre, Lovecraft es un maestro en el manejo de las palabras que obligan al lector a compartir las peripecias de sus protagonistas. «Desde luego, sabíamos que algo —la cronología, la teoría científica o nuestra propia conciencia— se equivocaba lamentablemente…», señala poco más adelante. HPL es maestro en la creación progresiva de un estado de ánimo, en la repetición de escalofriantes presagios, de conocimientos que todavía el protagonista no ha compartido del todo con el lector, pero que van anticipando el clímax. Así, las referencias continuas a la depresión que sufrió Danforth a su regreso —porque vio algo todavía más terrible que lo que el mismo Dyer contempló con sus propios ojos, y que no ha querido compartir ni siquiera con él— o la reiteración, casi como un mantra, de que la expedición que está a punto de salir para la Antártida debe desistir de su propósito.

Ilustración de  John Coulthart sobre la ciudad de los AntiguosDyer y Danforth penetran en el interior de la ciudad, y descubren que en el corazón de sus principales edificaciones se extiende un conjunto de relieves que les permiten reconstruir la historia de sus moradores. En ellos, el protagonista identifica la materialización de viejas leyendas de antiguo, vertidas en esos libros de innombrable contenido que HPL inventó y que acabarían siendo los libros canónicos de su particular mitología para todos sus seguidores: el Necronomicon o los Manuscritos Pnakóticos. (Es descacharrante, eso sí, que el racionalista Dyer acabe haciendo continuas referencias a esos libros, francamente irracionales, cuando ve derrumbadas sus sólidas nociones científicas, pues diríase que esa tentación casi estaba aguardando tan solo a encontrar un mero argumento que las tambaleara: una buena metáfora del mismo Lovecraft.) Así, Dyer identifica sin duda alguna en esos seres a los Antiguos, una raza proveniente del espacio exterior que pobló la tierra antes incluso de la aparición de los dinosaurios

Inciso. Es evidente que esta argucia argumental es más bien inverosímil: en apenas unas pocas horas de examen, los dos hombres consiguen hacerse una idea harto exacta del devenir a lo largo de millones y millones de años por parte de los pobladores de la ciudad. Pero no cuesta tanto aceptarlo, puesto que, a cambio, ofrece un relato harto sugestivo, en el que son fundamentales las referencias propias y ajenas. Además de los libros ocultos, HPL también alude a otras de sus creaciones, bien conocidas por sus incondicionales, cuyos meros nombres ya despiertan toda una serie de evocaciones: así, la meseta de Leng, ubicada en otros relatos en Asia Central —el incomparable La búsqueda en sueños de la ignota Kadath—, y que aquí retro-sitúa en la Antártida como ubicación de la ciudad.

Snider-Pellegrini_Wegener_fossil_mapa_es.svgEl conjunto de referencias que maneja Lovecraft va más allá. Por ejemplo, científicas: el relato se hace eco de las entonces todavía polémicas teorías de Alfred Wegener sobre la deriva de los continentes y por tanto de la misma Antártida desde tierras cálidas a su ubicación actual, lo que explica el florecimiento y caída final de la ciudad. Pero también literarias: en la parte final del relato, cuando los dos protagonistas ya huyen despavoridos al descubrir que hay amenazas vivas en los subterráneos de la ciudad ciclópea, el grito que lanza a los aires el engendro que se lanza en su persecución, no es sino el enigmático ¡Tekeli-li! que graznaban a los aires los pájaros lechosos que pueblan los cielos en la parte final, ambientada en tierras antárticas, recuérdese, de uno de los relatos de referencia de HPL, la genial Narración de Arthur Gordon Pym. ¿Es En las montañas de la locura una secuela, muy particular, de la novela de Edgar Allan Poe? También lo es, en un modo muy diferente al que ensayó el racionalista Julio Verne para su propia continuación de Pym, llamada La esfinge de los hielos.

[Quien prefiera conocer por sí mismo el final del relato original, debe dejar de leer aquí este comentario]

La claridad visual del recorrido de Dyer y Danforth por la ciudad posee una fascinante sustancia visual: extraña por ello la ausencia de esa adaptación cinematográfica. Después de hacernos saborear el malsano placer de creernos ante un vestigio de algo que ya no existe, de jugar con la sensación de estar donde nadie ha perdurado, HPL acaba desencadenando la verdad final. Primero, mediante la impactante aparición de unos inesperados, pero inocentes, seres vivos: unos pingüinos, ciegos y albinos, que parecen haber escapado de las cuevas profundas bajo la ciudad. Después, cuando la curiosidad de los protagonistas les obliga a seguir hacia delante, el hallazgo de los Antiguos que habían desenterrado sus compañeros, que aparecen destrozados por un horror aún más inexpresable. Ante sus cuerpos grotescos y ya de verdad muertos, Lovecraft consigue un inesperado efecto de melancólica empatía. Al evocar Dyer el despertar de esos seres después de un sueño de millones de años, su sorpresa al descubrirse objetos en manos de unas criaturas (perros y hombres) sin duda para ellos tan extraños como ha sido al revés, y su regreso anhelante a la ciudad que ignoran que ahora está desierta, al evocar todo eso, digo, Lovecraft consigue un fragmento de admirable belleza elegíaca: en un gesto de admirable ecuanimidad, incluso los califica de «humanos», y así es como describe su conducta y el pesar de descubrir que ahora son, ya sí, únicos y extraordinarios.

Es demasiado tarde, porque en esos millones de año no sólo desaparecieron sino que fueron reemplazados como amos de la ciudad por las deformes criaturas artificiales que ellos crearon para servirles como esclavos sin mente, los shoggoths (la ilustración de uno de ellos aparece en la portada del número de Astounding Stories donde se publicó la historia, incluida entre las imágenes de este comentario). Dyer y Danforth huyen perseguidos por uno de esos monstruos, pero cuando por fin se encuentran a salvo en su avión, con el pacto tácito de no contar a nadie lo que han descubierto, el estudiante mira hacia atrás y ve algo que se supone más terrible. Por supuesto, el párrafo final del relato hace mención de las palabras que escucha a su compañero, inconexas para Dyer pero perfectamente comprensibles para el lector. A quien quiera conocerlas, le invito a la lectura —en las varias ediciones que existen en español— de tan inolvidable relato.

Tal vez, las montañas de la locura, según Roerich...

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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8 respuestas a En las montañas de la locura, de Lovecraft: el horror se esconde en la Antártida

  1. Rennaisance dijo:

    Lo leí en su momento pero no desestimo volver a visitar la Antártida vista por H. P. L.

    • ¡Te lo recomiendo vivamente, Renaissance! Yo lo he leído tres veces, más o menos cada diez años, y sigue dejándome sin aliento cada vez. Eso sí, lógicamente cada nueva lectura es distinta porque conozco más cosas de Lovecraft. La primera vez siempre es irrepetible: cuando no tenía ni idea de qué era el Necronomicon, ni las pinturas de Roerich ni «La cosa», de modo que me dejé llevar sin ningún asidero exterior…

  2. Rafael Malti dijo:

    Hola. Buen articulo, muy completo solo quisiera puntualizar un par de detalles, «La cosa» es un remaker de un film de 1959 llamado «the thing» que a su vez esta basado en un a novela corta de 193… de John Campbell.
    Carpenter es fan de Lovecraft claramente y así lo demarca en su trilogia apocaliptica:
    la cosa; el princpe de las tinieblas y en al boca de la locura

    • El relato, espléndido, es «¿Quién hay ahí?», La película (de 1951) aquí se llamó «El enigma de otro mundo» y, aunque buena, tiene poco que ver con el relato y no llega a la altura de la genial de John Carpenter, que es la referencia atmosférica que a mí siempre se me viene a la cabeza cuando leo el cuento de Lovecraft. Incluso la reciente precuela, también llamada «La cosa» no está mal. Es para hacerse un maratón con el relato y las tres pelis…

  3. Coincido plenamente con tus opiniones y con tu entusiasmo hacia el relato, lo que no resta objetividad a tu análisis literario. Me parece que es de las críticas más completas que yo he leído en Internet sobre un texto de Lovecraft. Mi relato preferido es La sombra fuera del tiempo o como viene en la antología de Llopis, En la noche de los tiempos. Se sabe con qué frase terminará y aun así al leerlo es impresionante. Considero que se debe al verismo que alcanza Lovecraft por la forma en que entreteje o verosimil con lo fantástico y que En las montañas de la locura, es magistral. El tono de informe científico es interesante, una de las bases que contribuye al efecto de otredad una vez que pisan la ciudad. ¿Qué opinas de la influencia de ese ambiente en el filme Alien? Creo que con En las montañas… Lovecraft alcanzó una cima de su trabajo literario y su más lograda ambientación de antigüedad inhumana. Se ve que hay un trabajal de autor detrás. Ahora se me ocurre buscar en Google Earth las coordenadas que da. Igualmente creo que las películas basadas en sus relatos son deplorabes. Algunas no deberían llamarse «basadas en», excepto La llamada de Cthulhu, de Andre Leman, éste sí un gran trabajo. Saludos. https://www.youtube.com/watch?v=Cuy45P_m8qo

    • Muchas gracias por tus palabras, Victor. Escribí este comentario con gran apasionamiento en un momento del año pasado en que redescubrí a Lovecraft y me leí buena parte de sus relatos, aprovechando la edición de sus narrativa completa por Valdemar. «En las montañas de la locura» fue mi puerta de entrada a este autor y es uno de los motivos por los que lo tengo en el altar, amén de su genial calidad literaria. En su momento lo compré atraído por el arranque, precisamente porque había visto muy recientemente «La cosa» y me había gustado mucho. Por supuesto, y como la historia del cine y de la ficción en general está plagada de vasos comunicantes, «Alien» es un eslabón que conduce directamente a «La cosa», del mismo modo que la segunda parte de esta película, «Aliens» de Cameron se retroalimenta del film de Carpenter. Y coincido contigo que, en general, las adaptaciones de Lovecraft al cine son muy malas, siendo Carpenter quien, sin adaptarlo nunca directamente, quien más cerca ha conseguido estar de su mundo. Un abrazo.

  4. Buscando el link del trabajo de Leman, recordé esta animación italiana de En las montañas…, tiene subtítulos en español https://www.youtube.com/watch?v=xvpBDopIMxw

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