En el Oeste, cuando la realidad se convierte en leyenda, se imprime la leyenda. Esta inmortal frase, que tanto me gusta citar, se encuentra en la película de John Ford El hombre que mató a Liberty Valance (1962), y la pronuncia el periodista que —después de conocer que el protagonista, el senador Stoddard (James Stewart), inició su carrera gracias a la repercusión de una hazaña con el revólver, la indicada en el título, que en realidad fue obra de otro— rompe en mil pedazos la entrevista en la que el mismo interesado le ha contado la verdad. Quince años atrás, el mismo Ford ya había concluido su famosa película Fort Apache (1948) de modo parecido: ante unos periodistas, el militar encarnado por John Wayne prefería cantar el valor de su superior muerto junto a su pelotón en lucha contra los indios, sin contarles que él mismo fue el causante de esa matanza, aun cuando luego enfrentara la muerte como un héroe. Como bien se sabe, ese personaje (interpretado por otro grande: Henry Fonda) es una variante apócrifa de uno de los más famosos militares de la conquista del Oeste, el coronel Custer, que llevó a la muerte al famoso Séptimo de Caballería en la batalla de Little Big Horn. Los historiadores han convertido a Custer en una figura de lo más discutible. Pero para los cinéfilos, Custer siempre será el romántico soldado, noble y carismático, valiente hasta la temeridad, que un Errol Flynn con cabellos largos y chaleco de flecos inmortalizó en uno de esos films que los niños aprendimos a amar en las sesiones de cine de los sábados tarde, Murieron con las botas puestas (1941). Y es que mucho antes de Ford, el director de este film, Raoul Walsh, ya lo tuvo claro: la leyenda es más bella que la prosaica y demasiadas veces sórdida realidad.
En ese país donde las glorias militares siempre han tenido abundantes cantores, George Armstrong Custer (1839-1876) supone uno de sus más populares y al mismo tiempo más controvertidos soldados. Temerario hasta la exasperación, carismático, poco disciplinado, sediento de gloria, ambicioso, heroico, vanidoso, buen o mal estratega según la versión… Custer es uno de estos personajes que nunca han concitado ni el aplauso unánime ni la execración colectiva, pero sí han gozado del mito popular. La batalla de Little Big Horn, celebrada el 25 de junio de 1876 en Dakota, es sin lugar a dudas uno de los hitos más conocidos de la historia de la expansión norteamericana hacia el Oeste: Custer es uno de tantos soldados cuya gloria la consiguió a través de la muerte. Para aquellos que no nos hemos criado con los mitos norteamericanos salvo a través del cine o la literatura, hay versiones para todos los gustos: la película Pequeño Gran Hombre (1970), según el libro de Thomas Berger, ofrece la más caricaturesca y megalomaníaca; la excelente novela Flashman y los pieles rojas, de George MacDonald Fraser la que intenta equilibrar más la entraña real del personaje.
Pero quienes hemos crecido con las películas de Hollywood tendríamos que hacer un enorme esfuerzo para no olvidar la imagen por antonomasia que recibimos de Custer en nuestra niñez: que fue un soldado sin duda pagado de sí mismo y puerilmente vanidoso en pequeñas cuestiones de apariencia personal, pero un guerrero noble y valiente, carismático hasta un punto que solo se comprende en las leyendas y que si acabó sacrificándose a sí mismo y a sus hombres no fue por ambición personal, sino por culpa de las sórdidas intrigas de especuladores con oscuros intereses en el despojamiento de unos indios a los que nadie respetó más que él mismo. Cuando la realidad se convierte en leyenda, se imprime la leyenda.
Murieron con las botas puestas es tal vez la culminación del ciclo aventurero que la Warner brindó en la década comprendida entre 1935 y 1945 a una de sus estrellas más características, el siempre sonriente Errol Flynn. Fue la última reunión del actor australiano con la inolvidable Olivia de Havilland, su partenaire habitual desde que ambos alcanzaron el estatus estelar con El capitán Blood (1935). Al mismo tiempo, se trata de la primera película que Flynn rodó a las órdenes de Raoul Walsh, el director que relevó a Michael Curtiz en esta década «mágica» del intérprete (parece ser que a instancias del mismo actor, harto de semejante tirano), y bajo el cual realizó probablemente sus mejores interpretaciones, en clásicos como Gentleman Jim (1942) o Gloria incierta (1944).
La sustitución de Walsh por Curtiz no es cuestión baladí: por sólida que fuera siempre la capacidad narrativa del director de origen húngaro, así como su buen gusto estético, lo cierto es que el director que forma parte junto con John Ford y Fritz Lang del trío de genios de Hollywood con parche aporta a la película aquello que la salva, precisamente, de ser un mero panfleto militarista, una hagiografía sin sentido de la medida o una película bélica (en ambiente de época) con exceso de metraje. Me refiero al romanticismo, esa cualidad tan difícil de definir, pero que se reconoce al instante, y que impregna la película, por exaltado o imposible que sea su argumento, de un tono evanescente, de una atmósfera entre el ensueño y la mitificación, de un aire de suave elegía, de un exaltador sentimiento de tragedia que obliga a no juzgar la obra mediante criterios de estólido realismo. No sé si George Armstrong Custer fue como el caballero que encarna Errol Flynn en esta película. Seguramente no, pero no me importa lo más mínimo, mientras las imágenes de Murieron con las botas puestas sean lo que son: una exploración por el territorio de los sueños. Y los sueños nunca deben ser realistas.
El guión de la película sigue a Custer desde 1857, en el día de su ingreso en West Point, hasta su muerte frente a los sioux de Caballo Loco junto al río Little Big Horn. En teoría, recoge veinte años de la existencia de una persona, pero la primera característica del film es que en él no existe el menor sentido del paso del tiempo. Sí, es cierto que Custer va progresando en el ejército, que conoce, corteja y se casa con Libby Bacon, que vive los años de la guerra civil y luego los de la expansión por el Oeste, que vemos cómo va conformando poco a poco su aspecto exterior hasta llegar a su imagen más conocida, la que le mereció de los indios el sobrenombre de Cabellos Largos.
Pero las andanzas de Custer por la historia parecen dar más bien vueltas en círculo, como un bucle, que seguir una línea de evolución: el Custer de las primeras imágenes es ya el Custer de las últimas, por mucho que se pretenda indicar que el jovenzuelo de ese primer día en West Point alcanzará con el paso del tiempo una reconocible madurez. Del mismo modo, a su lado, los personajes no evolucionan, comenzando por los villanos del film, que lo son desde su primera aparición y ya nunca tendrán remedio. Tal vez sea por esto que el film apenas tenga personajes secundarios recordables. Y es que en el territorio onírico por el que transita la película no hay más espacio que para su protagonista, y si se recuerda a su esposa es porque Olivia de Havilland está aún más maravillosa que en sus otros encuentros con Flynn y eso le permite a Walsh el lucimiento en varias escenas. Por cierto, que a partir de esta película, la actriz abandonó esos papeles de «compañera del héroe» para labrar su imagen de mujer sufriente y compleja en woman pictures concebidas para su lucimiento (como la magnífica La heredera), que le valdrían dos Oscars en pocos años, y donde desde luego demostró su talento dramático… pero sin volver a recuperar ese encanto de sus años jóvenes, cuando se especializó en personajes femeninos siempre subordinados a los valientes hombres de que se enamora.
Murieron con las botas puestas se divide, a efectos prácticos, en tres segmentos: los años de formación en West Point, la guerra civil y las guerras indias. En el primero de ellos el guión intenta apuntar esos elementos de infatuación personal —el descacharrante uniforme, copiado de un retrato de Murat, con que se presenta; su afirmación de que quiere entrar en el ejército porque hay más estatuas de soldados que de civiles— e inconsciencia en el comportamiento, que lo lleva a dar la nota de modo grave en el primer día de su carrera militar. Pero también de su encanto personal: así, el general Sheridan, director de la academia, respira con alivio cuando descubre que no puede expulsar a Custer por haber agredido públicamente a su superior (el mezquino Sharp, enemigo mortal ya para toda la vida) porque el joven, en su desconocimiento, ni siquiera había firmado una solicitud de ingreso.
El estallido de la guerra, como corresponde a la realidad, favorece al joven, que aun siendo el último de su promoción —se insiste en que es por razones de estudio y disciplina, pues es el mejor jinete y el mejor esgrimista— para que pueda incorporarse a la contienda, donde su valor, temeridad (y mucho de suerte) lo harán enseguida distinguirse en batalla. Justo antes de marchar a la guerra, Custer acaba de conocer a la joven Libby, y el encanto de este primer encuentro, el feeling que une a ambos actores, es tan completo que el espectador acepta que, como le dice la muchacha a su padre, unos pocos minutos hayan bastado para hacer saber que ambos están destinados el uno al otro. La preciosa frase que él le dice a ella cuando le invita a dar una vuelta después de cenar —«No encuentro nada más agradable como pasear con usted el resto de mi vida»— supone el leit-motiv romántico de la historia de amor, que también le da una forma de bucle, pues esa misma frase, como luego contaré, figurará en la despedida final de la pareja.
Concluida la guerra, y tras un episodio más bien maniqueo destinado a convencernos de que el protagonista no ha nacido para una vida «normal», el mito Custer se reanuda en el Oeste, cuando es puesto al frente de Fort Lincoln. Por supuesto, para subrayar su firmeza profesional, el fuerte resulta ser un antro donde reina la indisciplina (¡y él, de quien antes se glorificó su indisciplina, es quien tendrá que ponerle coto, ahora como un mérito!), la tropa está al borde de la alcoholemia y se venden armas a los indios —esto último por cuenta, una vez más, de Sharp. Custer convertirá a sus hombres en el 7º de Caballería de la leyenda, en buena medida gracias a saber también darle un símbolo al cuerpo, la canción Garryowen, que es el leit-motiv musical de la película. «Corrigiendo» una vez más la realidad, Custer es presentado como el gran amigo de los indios y de su jefe Caballo Loco/Anthony Quinn —nueva concesión: en su primer encuentro, el protagonista atrapó con gran facilidad al indio pero se ganó su respeto al no permitir que lo ahorcaran en el acto, por haberle dado su palabra— y el tenaz defensor del tratado que concede a los pieles rojas el santuario de las Colinas Negras.
Este edén será estropeado por los villanos, que difunden el rumor de que hay oro en las montañas, contando con que la descontrolada afluencia de buscadores obligará a que el tratado se convierta en papel mojado. (En la realidad, parece ser que fue Custer el verdadero creador del rumor…) En cualquier caso, y por inconsistente que sobre el papel sea el cúmulo de intrigas que fuerzan al noble Custer a luchar en Little Big Horn (uno tiembla de pensar el mamotreto maniqueo que hubiera construido Cecil B. DeMille con el mismo guión), el himno romántico que constituye el final de la película bastaría para compensarlo todo.
La batalla final está rodada por Walsh del modo más sencillo posible: despreocupándose de cualquier intento realista de reproducir el combate (quien quiera leer una minuciosa y estupenda reconstrucción de la misma, debe leer la novela de Flashman aludida líneas arriba), el director sitúa al 7º de Caballería en el centro de una enorme llanura, abatido por todos lados por la carga de los indios, siendo el último en caer, por supuesto, el protagonista. Pero el momento culminante, el que posee tan inolvidable aroma de elegía que hacía necesario el presagio de muerte para su protagonista, había tenido lugar poco antes. La despedida entre Custer y Libby constituye sin duda uno de los momentos dorados de la historia del cine, bella construcción intimista de un himno al dolor y al amor por parte de dos seres que se aman intensamente y que saben que nunca más se volverán a ver. «Pasear a su lado por la vida fue muy agradable»: quien se resista a escuchar la despedida de Custer a su esposa sin que los ojos se le humedezcan, es que no ha nacido para sentir la esencia de las grandes obras románticas.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Murieron con las botas puestas / They Died with Their Boots On. Año: 1941.
Dirección: Raoul Walsh. Guión: Wally Kline y Aeneas MacKenzie. Fotografía: Bert Glennon. Música: Max Steiner. Reparto: Errol Flynn (Custer), Olivia de Havilland (Libby), Arthur Kennedy (Sharp). Dur.: 100 min.
Desde luego, la historia del coronel (o teniente coronel o general, a veces los historiadores no se ponen de acuerdo) Custer y la debacle del Séptimo de Caballería es uno de los temas más visitados y recurrentes del cine norteamericano. A este respecto, sería interesante hacer una antología de los films que lo han abordado de forma directa o de refilón. Los dos mejores, no cabe duda, son Fort Apache, de John Ford, con Henry Fonda haciendo de Custer de forma encubierta, un film trágico y doliente que supone un crítica feroz a una forma de entender el ejército (¡para que luego hablen del militarismo de Ford!) y este Murieron con las botas puestas, un film extraordinario de un grande entre los grandes como Raoul Walsh.
Es muy probable que el arrogante y ambicioso Custer no fuese como lo pinta Walsh, aunque Errol Flynn le da un tono febril y petulante al personaje que le va muy bien, y que las cosas no ocurrieran como las describen, pero no nos importa. La puesta en escena es gloriosa, las relaciones entre los personajes están muy bien perfiladas y todo nos revela el espléndido cineasta que fue Walsh. Además, con Curtiz, fue el director que supo sacar mejor partido a Flynn.
Pero, en efecto, hay una escena que vale por toda la película y que puedo decir que es una de las mejores de toda la historia del cine. Me refiero, evidentemente, a la despedida de Custer y su mujer y que a mí, personalmente, me sirvió para reconciliarme con Olivia de Havilland después de lo cargante que me resultó en una película que has comentado hace poco, Lo que el viento se llevó. Pocas veces se ha traslucido tanta emoción y tanta delicadeza en la vida de dos personas que saben que ya no volverán a encontrarse.
Suscribo cuanto dices, Ángel. Hay otras versiones del personaje: la de Penn, cuando quise verla hace muchos años, no la aguanté más de media hora, por lo que poco puedo hablar, salvo por las conocidas referencias. Y sí, quien conociera a Olivia de Havilland en primer lugar por su papel de Melania se llevaría la impresión más equivocada sobre la actriz. En sus papeles con Flynn, siempre estuvo encantadora. Este fue el último, y acto seguido emprendería una segunda parte de su carrera, en papeles ya de mujer sufriente, que le dieron Oscars y prestigio. Pero, aun reconociendo su talento en estos papeles, yo la prefiero como lady Marian o la señora Custer…