Frankenstein en la Universal: las películas de Boris Karloff

M. Shelley           B. Karloff

Excelente poster norteamericano de El doctor Frankenstein

Como señalaba en mi anterior comentario sobre la novela de Mary Shelley, la imagen popular que se tiene de su personaje es la de un ser de caminar bamboleante, de inteligencia limitada y lenguaje gutural, poco más que un niño grande y monstruosamente fuerte. Nada que ver con el libro, lo cual ya no tiene remedio, y que refleja la sugestión que despertó en varias generaciones de espectadores esa criatura que se paseó por las pantallas del cine en blanco y negro de los años 30 y 40 (incluso de parodias posteriores, como la catódica La familia Monster), dentro de un conjunto de películas producidas por el primer estudio que supo vincular su nombre al terror, la Universal, y bajo los rasgos de una de las grandes estrellas que ha dado el género en toda su historia, Boris Karloff. La productora exprimiría a fondo su creación (como en el fondo, todo el repertorio gótico que desarrolló en aquel imborrable inicio del cine sonoro), pero el actor solo le dio vida en tres películas, no por nada las mejores del extenso ciclo. Se trata de El doctor Frankenstein (1931), su film inaugural; La novia de Frankenstein (1935), la primera secuela, considerada con razón un título muy superior; y un tercer capítulo menos conocido, La sombra de Frankenstein (1939), con el que ya comienza la serialización del personaje, pero que todavía posee buena parte de la creatividad, al menos visual, de los anteriores.

¿Cómo olvidar la inmortal caracterización de Karloff? El cráneo rectangular, robótico, funcional caja para abrir y guardar un cerebro ajeno; los electrodos en el cuello que sirven como transmisores de las descargas eléctricas que le darán vida; las cicatrices de la sutura; las bolsas sobre los párpados (dicen que sugerencia del mismo Karloff), que suavizan la terribilidad de la expresión; la particular textura del rostro, para la cual mucho tuvo que ver la capa de maquillaje verde que hace tan impresionantes los carteles anunciadores del film; la propia indumentaria oscura, rematada por unas pesadas botas que casi diríanse de buzo, pues parecen condicionar los pasos, rígidos y vacilantes, de la criatura… Como todo gran intérprete del género (de Bela Lugosi a Christopher Lee, pasando por Peter Cushing), Karloff supo expresarse inmejorablemente con todo el cuerpo, de ahí que esa pétrea rigidez que envuelve tanto su gestualidad como sus movimientos otorgue, de modo admirablemente paradójico, una notable expresividad a su rictus inexpresivo, convirtiéndolo siempre en el más humano de todos los personajes que le rodean.

Foto promocional de Boris Karloff en el primer FrankensteinEl origen de El doctor Frankenstein (1931) se encuentra en el primer gran éxito de la productora en el cine de terror, la versión de Drácula firmada unos meses atrás por Tod Browning: así pues, las dos figuras más eminentes del género, en la literatura y el cine, iniciaron su reinado juntas. De hecho, se sabe que el mismo Bela Lugosi fue la primera y lógica elección del estudio para el personaje, y que incluso llegó a realizar una prueba de maquillaje. Ahora bien, el húngaro terminó por rechazar el personaje, según se cuenta porque éste no hablaba (en la película, el monstruo se limita a gruñir y rugir) y él sabía que su gran fuerte era la profunda sonoridad de su dicción. El hombre que acabaría dirigiendo la película, el británico James Whale, se acordó entonces de un actor, también inglés, alto y de expresión patibularia, que le había llamado la atención en un papel secundario de un film de la temporada anterior, El código penal (1930).

La importancia de la elección sería fundamental, no solo por la personalidad que Karloff aportaría al personaje, sino porque el famoso maquillaje firmado por Jack Pierce, en realidad, fue concebido a partir de unos dibujos del mismo Whale que, a grandes rasgos, consistían en una estilización del rostro del actor, cuyo cráneo ya era de por sí anguloso. No hay sino que verlo en cualquier otro papel —por fortuna, en cine hizo una carrera larga, aunque nunca dejara de ser recordado ante todo por ese rol— para comprobar la verdad de esta afirmación.

Los vínculos entre Frankenstein y Drácula son anteriores incluso a las dos películas: se hallan en el pasado teatral de ambos personajes. Los dos habían sido reciente objeto de sendas versiones escénicas planteadas por el actor y productor inglés Hamilton Deane, que tuvieron considerable éxito, en especial, la basada en Bram Stoker, que cruzó el charco y permitió el protagonismo de Lugosi en el estreno de Broadway. De ambas parten las películas, y de ahí sus limitaciones: sobre las tablas, las dos historias fueron reducidas a un esqueleto bastante sencillo que permitiera su representación sin grandes desembolsos económicos en un continuo trasiego de decorados. Por cierto que a la obra inglesa (original de Peggy Webling) se debe el cambio de nombre del protagonista: en la novela es Victor, pero en el ciclo Universal es Henry Frankenstein.

El jorobado Fritz atormentando al monstruo de FrankensteinAhora bien, si la versión teatral de Drácula era la primera que se realizaba, la novela de Mary Shelley contaba con una larga historia de adaptaciones a la escena, no en vano entre ambas obras hay tres cuartos de siglo de diferencia con ventaja para la segunda. De hecho, la primera versión data de 1823, apenas cinco años después de la primera edición del libro, bajo el título de Frankenstein, or The Danger of Presumption. A ella se deben, curiosamente, dos elementos que pasarían a la película de Whale: la incorporación de un personaje inexistente en la novela, el jorobado Fritz, el grotesco ayudante de Frankenstein; y la mítica (y tantas veces parodiada) frase con que éste saluda el éxito de su experimento: It’s Alive! / ¡Está vivo! A las obras también se debe la consolidación del mensaje moralista que impregna, de modo insoportable, la película de 1931: el monstruoso resultado del experimento, y el trágico destino que atrae sobre su creador, son debidos a su blasfemo intento de equipararse con Dios.

El doctor Frankenstein, todo hay que decirlo ya, es una película cuyos valores reales han sido muy sobredimensionados por el mito que figura en torno a sus imágenes y la creación de Karloff. Es una muy pobre versión de la rica complejidad del original literario, y no hay más que comparar su esquematismo argumental (pasan muy pocas cosas en el film, y en apenas dos o tres espacios) con respecto al libro, que acumula escenarios (los mares árticos, las islas de Escocia, los Alpes y otros lugares de Suiza y Alemania), personajes, perspectivas narrativas y toda clase de sugerencias y reflexiones.

La célebre imagen del monstruo de Frankenstein y la niñaLa película (de metraje muy reducido: 70 minutos) se divide en dos partes bien diferenciadas. La primera gira en torno a los pasos mediante los cuales el doctor Frankenstein da vida a la criatura y concluye con su nacimiento y el reconocimiento de su monstruosidad por parte de su creador (recuérdese que la estúpida justificación argumental es que el cerebro que porta, debido a la torpeza de Fritz, es el de un asesino); la segunda muestra las primeras y trágicas andanzas del nuevo ser (el famoso ahogamiento de la niña al borde de un idílico estanque), y la persecución implacable a que es sometido por los lugareños, dirigida por el mismo Frankenstein, quien acaba empeñado en un duelo mortal en un molino en llamas donde, en apariencia, perece el monstruo. Todo ello mediante un libreto plagado de incoherencias y momentos absurdos, de personajes anodinos (el primero, el científico) a los que da vida un conjunto de actores a cuál mas soso (comenzando, una vez más, por quien da vida a Frankenstein, Colin Clive, cuya continua expresión de llevar todo el peso del mundo sobre sus hombres es inaguantable). El único a la altura de Karloff es Dwight Frye en el papel del jorobado (pocos meses atrás ya había sido un genial Renfield para el Drácula de Browning).

James Whale ha pasado a la historia del cine como un realizador preocupado hasta la obsesión por las formas y bastante descuidado con los contenidos, y desde luego este título es buen ejemplo, al menos durante su estupendo tercio inicial (después, la mediocridad del guion hace que la segunda parte del film sea bastante tediosa). Desde la escena inicial en el cementerio, que muestra a Frankenstein y Fritz haciendo acopio de material, a todas y cada una de las secuencias que tienen lugar en la fabulosa torre-atalaya donde el científico ha instalado su laboratorio, el film hace gala de una memorable atmósfera de raíz expresionista que se basta para garantizar su perdurabilidad. En la novela, Mary Shelley no se detiene en absoluto ni en los pasos del experimento ni en la descripción de los aparatos utilizados por su personaje. Era lógico que el cine sí sacara partido de estos elementos puramente visuales, y este film resulta sobradamente sugestivo a este respecto, como lo serán, en el futuro, los mejores títulos dedicados al personaje, en especial los de la británica Hammer.

El director brilla, en todo momento, en la fusión de lo lírico y lo siniestro —Whale fue uno de los primeros cineastas que comprendió que la clave del género gótico está en la relación entre belleza y horror, que un heredero suyo como el italiano Mario Bava llevaría a su punto más alto: ver La máscara del demonio (1960)—, tanto en las escenas más tenebrosas como en aquellas que no lo son, como la muy famosa del encuentro con la niña, cuya clave se encuentra en la expresividad (al mismo tiempo inocente y terrible) de Karloff, que transmite de forma estremecedora que no es consciente de lo demasiado poderosa que es su condición física.

Poster de La novia de Frankenstein

Cuatro años tardó en llegar la continuación, La novia de Frankenstein (1935), tal vez la primera película que se encargó de desmentir ese banal lugar común de que «segundas partes nunca fueron buenas» y que menosprecia las secuelas por querer aprovechar la repercusión comercial de un título previo. Por otro lado, hay que reconocer el ingenio con que los creadores del film se encargan de justificar su condición. Para ello, el film se inicia con un prólogo que parece estar ubicado en la mítica Villa Diodati donde, según el mito, se concibió al personaje, y con los mismísimos Mary Shelley, su esposo y lord Byron en animada conversación acerca de las excelencias de la obra original, y el deseo de saber más sobre ella, lo cual animará a la escritora a contarles justo eso: lo que sucedió después.

Aparte de su divertida desfachatez, este prólogo anticipa de modo admirable dos elementos esenciales del film. Por un lado, el imposible anacronismo de su factura (los personajes hablan de una novela… pero evocan una película, y de hecho diversas imágenes sirven para recordar las líneas generales de ésta, la cual, recuérdese, no es sino una traición del original literario sobre el que supuestamente hablan los personajes) es un inmejorable preludio del sentido del delirio que presidirá toda la película. Por otro, indica ya que uno de los temas que va a explorar (demostrando un respeto al espíritu del libro del que carecía El doctor Frankenstein) es el tema del doble: la actriz que encarna a Mary Shelley (Elsa Lanchester) también dará vida al personaje titular. Por cierto que, hablando del título, hete aquí el ejemplo más claro de esa confusión entre creador y criatura que los films de la Universal perpetuaron: en rigor, no es la novia de Frankenstein sino del monstruo de Frankenstein.

Estamos ante una película que posee una libertad que no existe en el primer título y que la baña en una perpetua sensación de maravilla: la primera vez que se contempla, resulta imposible imaginar qué va a pasar a continuación, por dónde va a marchar la trama. Incluso puede considerarse como un experimento en todos los órdenes, del estético al narrativo pasando por el conceptual. Un experimento que, como ya he dicho, consigue integrar varias de las reflexiones del libro: el mencionado tema del doble, pero, sobre todo, el concepto de la Otredad —de la terrible sensación de singularidad del monstruo, de la incapacidad de los seres «normales» para aceptarlo—, de la Diferencia.

El monstruo de Frankenstein en su lugar natural, el cementerioAsí, la clave de la película se encuentra en una escena sublime, en la que brilla con enorme fuerza el sentido de siniestra poesía que es el principio básico con que Whale se manejó siempre por el género. Me refiero a aquélla en que, huyendo una vez más de la turba, la criatura encuentra protección en un cementerio —el juego simbólico es evidente: es el lugar al que, en el fondo, pertenece— y se interna en una cripta donde, tras romper accidentalmente un ataúd, queda paralizado ante el bello rostro, velado, de la muerta que yace en él. El hálito necrófilo que respira esa imagen no solo revela al protagonista cuál es el único tipo de ser que podrá quererlo, aceptarlo, sino que crea uno de esos momentos de bella putridez que siempre será la clave del terror.

El film recupera, asimismo, algunos importantes elementos argumentales de Mary Shelley. El principal es, claro, el que justifica el argumento (la conminación a Frankenstein para que le proporcione al monstruo una pareja de su especie), pero también su educación en contacto con otros seres humanos, su descubrimiento del valor de la bondad y de la amistad a través del episodio en que es acogido en su hogar por un solitario ciego, que le enseña a disfrutar de placeres como la bebida y el tabaco (!!) e incluso a hablar. Porque, por fin, y de un modo primitivo y tarzanesco, aquí la criatura traduce sus ideas en palabras, algo que se olvidaría, increíblemente, en el resto de títulos del ciclo.

La novia de Frankenstein comienza, literalmente, donde acaba el anterior film, es decir, con los lugareños retirándose del molino incendiado donde creen haber sepultado al protagonista, quien enseguida revela que está muy vivo. A partir de ese momento, la trama es casi imposible de sintetizar, pues consiste en un conjunto de idas y venidas, de entradas y salidas, tanto de este personaje como de los otros principales (en especial, su creador), lo cual permite a James Whale, ahora sí el verdadero creador del film, la construcción de un espacio imposible y no sujeto a las leyes de la lógica, tan pronto abigarrado de perseguidores como misteriosamente solitario, por donde vaga el monstruo, desorientado, dolido por el desprecio que sufre por parte de todos y por lo efímero de sus escasos momentos de paz, de tal modo que incurre con facilidad en la furia e incluso el asesinato.

Elsa Lanchester, novia de Frankenstein o tecno-NefertitiLo increíble es que este conjunto de episodios, que debieran haber dado pie a un film descompensado e incoherente, cobra una misteriosa coherencia por su formidable cohesión atmosférica: La novia de Frankenstein es, en todos los sentidos, una sinfonía (malsana) en torno a la angustiosa búsqueda de la propia identidad. Nunca mejor utilizado el término sinfonía tanto por su simbólica polisemia (el término alude al obligado acorde que deben alcanzar en su seno voces o instrumentos diferentes) como por la magnífica música que compuso Franz Waxman, con su peculiarísima sonoridad «terrorífica». Es cierto que La novia de Frankenstein no es una obra perfecta —entre otras razones por sus inoportunos toques humorísticos (el insoportable personaje de la sirvienta chillona) o por lo cargante del personaje encarnado de nuevo por Colin Clive—, pero su constante tensión entre el lirismo más desatado y el grotesque más desarmante tiene pocos parangones en la historia del género.

En esta dialéctica entre creador y criatura, el guion introduce un personaje absolutamente original, que en principio diríase una invención gratuita y arbitraria, que por momentos tensa demasiado la credibilidad del film, pero que acaba siendo su elemento más fascinador. Me refiero al personaje del doctor Pretorius (magnífico Ernest Thesiger, cuyo físico afilado e interpretación amanerada inquietan profundamente), el mad doctor que se presenta ante Frankenstein para pedirle, primero, y obligarle, después, a proseguir sus experimentos, para lo cual utilizará al monstruo, que toma como rehén a la esposa del barón. Pretorius es otro buscador del secreto de la vida (y para probarlo, en una de las secuencias más impagables de la historia del género, le enseña al barón un conjunto de cinco homúnculos, entre ellos una sirena), pero que necesita a aquél porque todavía no ha conseguido crearla con el tamaño «adecuado» (sí, el delirio es total, puesto que las pequeñas creaciones que presenta, en el fondo, son más perfectas en su acabado final que el pobre monstruo hecho a jirones).

Pretorius es el doble oscuro de Frankenstein, el científico sin escrúpulos que sí pretende erigirse en Dios y moldear la naturaleza a su antojo. Por ello necesita a un ser femenino, para asegurar la progenie de una nueva especie: «por un nuevo mundo de dioses y monstruos», es el increíble brindis que llega a proponer. La confluencia de los tres personajes centrales depara una secuencia magnífica, la de la creación de la novia, en la cual Whale incluso mejora lo realizado en 1931, y cuyo resultado da lugar a otro de los iconos visuales del género de esos años: la novia, cuyo aspecto ha sido felizmente definido como de tecno Nefertiti. Y qué inmejorable final que esa abrupta conclusión en que el monstruo recibe el nuevo y más doloroso rechazo, el de la mujer cuyo nacimiento tanto deseó, porque resulta tener una percepción de la belleza y la fealdad demasiado humana. Comprendiendo que no hay lugar en ese mundo para seres como ellos, hace volar el laboratorio por los aires, con sus tres aberraciones vivientes dentro: él, la novia y Pretorius.

Poster de La sombra de FrankensteinSi el film anterior, como he señalado, es una secuela en el sentido más enriquecedor del término, La sombra de Frankenstein (1939) ya se contenta con lo más fácil: sacar a pasear, de nuevo, al monstruo y deparar un conjunto de peripecias sin sorpresas en el sentido argumental o dramático. Es más, y como indica el título original, Son of Frankenstein, el subterfugio para la secuela es un recurso muy propio del cine de otrora: presentar a un vástago del personaje que había iniciado la saga empeñado en repetir la misma trayectoria de su progenitor (sí, hubo un tiempo en que las pantallas se inundaban de hijos de los mosqueteros, del doctor Jekyll, del capitán Blood o del mismísimo Simbad el Marino). En este caso, se trata de Wolf Frankenstein (con ese nombre, ¿qué se esperaba de él?), educado en los Estados Unidos, quien decide regresar con su esposa y su hijo pequeño para hacerse cargo de la herencia paterna. Wolf encontrará el diario de los experimentos de su progenitor, y justo a continuación, en las ruinas de la antigua torre-laboratorio, se tropieza nada menos que con el cuerpo del monstruo, mantenido en un misterioso estado entre la vida y la muerte, en lo que ahora llamaríamos suspensión animada. No se necesita más para que Wolf, cuyo sueño siempre ha sido limpiar la memoria de su padre como mártir de la ciencia, se empeñe en la resurrección de la criatura.

De este tercer título, por tanto, ya deriva el proceso de banal serialización en que incurriría el ciclo. Ahora bien, lo hace todavía con considerable dignidad y, sobre todo, sabiendo estar a la altura visual de los anteriores. James Whale ya no dirige (había caído en desgracia dentro del estudio), pero su sustituto, Rowland V. Lee, un realizador que nunca escapó de los márgenes de la serie B, ejecuta un trabajo valioso. Quien se mantiene es Boris Karloff, si bien, y sin explicación alguna, su indumentaria pierde la chaqueta negra de los dos primeros títulos, siendo sustituida por una pesada zamarra lanar que acabará convirtiéndose, de modo muy molesto, en parte de su iconografía. Y sin que tampoco se justifique, su expresión oral vuelve a reducirse a un conjunto de gruñidos que delata una reducción aún mayor de su inteligencia.

Al lado de Karloff, comparecen tres espléndidos actores. En el papel de Wolf figura el gran Basil Rathbone, por entonces un reconocido secundario especializado en papeles de villano (por ejemplo, había cruzado espadas más de una vez con Errol Flynn), aunque ese mismo año se haría con el papel de héroe por el que hoy se le recuerda más, el del detective Sherlock Holmes. La elección es muy sugerente, pues por mucho que Wolf es un hombre honrado, la turbiedad asociada a su físico (ese bigotito tan propio de los malvados de otrora…) aporta una notable ambigüedad a su Frankenstein: no le cuesta nada, claro, hacer olvidar a Colin Clive. Poco conocido, pero muy habitual en el terror de la época, Lionel Atwill tiene a su cargo el papel del jefe de policía del pueblo, quien guarda el trauma de que, en su infancia, se tropezó con el monstruo y éste le arrancó el brazo de cuajo, razón por la que lleva una prótesis de rígidos movimientos que acaba en un garfio. Seguramente, más de uno recordará en el acto a este personaje… pero por la parodia que Mel Brooks hizo de este personaje en El jovencito Frankenstein, un film de tosca comicidad pero todavía hoy lo más divertido que ha salido nunca de su autor.

Bela Lugosi como el jorobado Ygor y su cuello torcido, en La sombra de FrankensteinAhora bien, el personaje más recordado del film está a cargo de un Bela Lugosi ya en cuesta abajo profesional (y es que su esplendor duró muy poco…), quien encarna al jorobado Ygor, siniestro colaborador del barón Frankenstein años atrás, el cual, detenido cuando procedía a robar cadáveres, fue condenado a la horca, suplicio del que sobrevivió con el cuello roto (en el mencionado libro de Fernández Valentí y Navarro, los autores lo describen de modo estupendamente espeluznante: «un cuello quebrado cuya osamenta amenaza con brotar de su yugular»). Ygor es quien ha cuidado el cuerpo del monstruo todos estos años y quien, una vez despierto, lo utiliza para vengarse de los ciudadanos que lo condenaron a muerte, manipulando a Wolf y controlando a la criatura gracias a una flauta con la cual lo hipnotiza y envía a cometer los crímenes.

El planteamiento del film, centrado en esta venganza, no puede ser más vulgar, y el desarrollo, pedestre y convencional, demasiado alargado en minutos además, no depara ninguna sorpresa, desperdiciando casi por completo las posibilidades del monstruo, aquí poco más que un secundario distinguido. Ahora bien, La sombra de Frankenstein supera este lastre y alcanza una muy estimable entidad propia gracias a su espléndida envoltura visual. Demostrando haber comprendido bien las claves de los dos títulos dirigidos por Whale, Rowland V. Lee depara un estupendo trabajo de atmósfera, que sintetiza el minimalismo estético con el expresionismo gótico y que, muy ocasionalmente, también deja entrever alguna buena sugerencia sobre lo monstruoso.

Sin duda escarmentado por la falta de evolución y la escasa relevancia de su personaje, Boris Karloff lo abandonaría, pero no así la Universal, que prolongó su andadura durante los años 40 hasta conformar, oficialmente, un ciclo de siete títulos: The Ghost of Frankenstein (1942), Frankenstein y el hombre lobo (1943), La zíngara y los monstruos (1944) y La mansión de Drácula (1945). A partir del segundo de estos, el estudio recurriría a la fórmula de «cóctel de monstruos», uniendo a todos sus engendros terroríficos (Drácula y el hombre lobo junto al que nos ocupa, sobre todo) en una serie de títulos que poseen, si no consistencia dramática, al menos sí una agradable sustancia genérica. Curiosamente, Karloff aparecería en uno de ellos (La zíngara…) interpretando nada menos que a un mad doctor dispuesto a animar vida monstruosa. Es decir, y por irónico que resulte, el actor que haría tan popular al monstruo de Frankenstein terminaría por encarnar… al propio Frankenstein.

Magnífica imagen de la pareja de monstruosidades de Frankenstein

FICHAS DE LAS PELÍCULAS

Título: El doctor Frankenstein / Frankenstein. Año: 1931

Director: James Whale. Guion: Francis Edward Faragoh y Walter Forte; obra teatral de Peggy Webling adaptada por John L. Balderston; novela de Mary W. Shelley. Fotografía: Arthur Edeson. Música: Bernhard Kaun. Reparto: Colin Clive (Henry Frankenstein), Boris Karloff (El monstruo), Mae Clarke (Elizabeth), Edward Van Sloan (Profesor Waldman), Dwight Frye (Fritz). Dur.: 70 min.

Título: La novia de Frankenstein / Bride of Frankenstein. Año: 1935.

Director: James Whale. Guion: William Hurlbut, según ideas de la novela de Mary Shelley adaptadas por William Hurlbut y John L. Balderston. Fotografía: John J. Mescall. Música: Franz Waxman. Reparto: Boris Karloff (El monstruo), Colin Clive (Henry Frankenstein), Valerie Hobson (Elizabeth), Ernest Thesiger (Dr. Pretorius), Elsa Lanchester (Mary Shelley / La novia). Dur.: 75 min.

Título: La sombra de Frankenstein / Son of Frankenstein. Año: 1939.

Director: Rowland V. Lee. Guion: Wyllis Cooper. Fotografía: George Robinson. Música: Frank Skinner. Reparto: Basil Rathbone (Wolf Frankenstein), Boris Karloff (El monstruo), Bela Lugosi (Ygor), Lionel Atwill (Inspector Krogh). Dur.: 100 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 respuestas a Frankenstein en la Universal: las películas de Boris Karloff

  1. Renaissance dijo:

    Al menos las dos primeras entregas de el monstruo de Frankenstein pude verlas, y confirmar que los «monstruos de la Universal» es hoy más un valor estético que uno cinematográfico. El ciclo siempre me pareció un tanto mojigato a nivel de guión, pero a cambio ofrecía una estética que durante muchos años fue un referente para la cultura popular (ahora mismo me estaba acordando de Una pandilla alucinante, donde precisamente lo que apasionaba a los protagonistas eran los monstruos clásicos). Solo por esto (y aunque sea mucho más de la Hammer que la Universal) creo que cualquier espectador debería haber visto alguna vez las apariciones más memorables de Karloff o Lugosi.

  2. El problema de las películas de monstruos de la Universal es justamente ese: unos guiones poco coherentes, sin fluidez ni desarrollo, y en el caso de Frankenstein, muy pacatos. Ahora bien, en el aspecto visual, memorables. Eso sí, la Hammer brilla tanto en esto último como en lo primero, en la exposición del concepto, y por eso me parece que su planteamiento del mito es muy superior.

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