Frankenstein o el eterno Prometeo, de Mary Shelley: ¿quién es el monstruo?

El inmortal maquillaje de Boris KarloffPor mucho que en determinados momentos parezcan imponerse las historias sobre zombis, hombres lobo, momias, fantasmas y matarifes de toda laya, Drácula y el monstruo de Frankenstein siempre reinarán en el panteón del terror sobre el resto de criaturas y engendros que ha concebido la imaginación humana a lo largo de los siglos. Y ello por la sencilla razón de que, al contrario que aquellos, estos personajes pueden remontarse a dos clásicos de la literatura que obran para sus mitos respectivos a modo de Casa del Padre. Una casa con muchas habitaciones, con muchos pasillos, con muchas bifurcaciones, que han permitido incontables variaciones en su paso por otros medios, del cine al tebeo, y que siempre permite volver atrás, a buscar de nuevo la inspiración en el territorio, denso y sutil, absorbente y fascinador, de las dos novelas donde nacieron dichas criaturas: de Bram Stoker, en un caso, y de Mary Wollstonecraft Shelley (o Mary Shelley a secas) en el otro. Con sus indudables defectos, con sus arrebatadas virtudes, ambas ficciones anclan sus respectivos mitos en dos momentos (históricos, sociales, morales) muy concretos cuyas características, sin embargo, son atemporales: momentos de transición entre épocas, de cuestionamiento de valores morales y religiosos que se creían incuestionables, de replanteamiento de los roles del hombre y de la mujer: de crisis de identidad, en suma. Porque los monstruos surgen del fondo del alma humana justo en esas ocasiones: cuando cuestionamos nuestro propio ser, individual, colectivo, social; cuando los roles prototípicos que han dominado largo tiempo comienzan a desvanecerse en medio del cambio de mentalidad, del cambio de paradigma del pensamiento. De ahí su inmarchitable actualidad.

Enterrada durante mucho tiempo en beneficio de las adaptaciones al medio cinematográfico —que terminaron por sancionar una confusión que, eso sí, no procede del cine sino ya del imaginario popular decimonónico: la del creador con su criatura, de tal modo que Frankenstein pasó a significar lo segundo y no lo primero—, la novela sería rescatada por los medios académicos y la crítica «culta» en el último tercio del siglo XX. En particular, cobrarían especial mito las circunstancias, ahora archiconocidas, en que fue concebida (a mediados de los 80 se hicieron varias películas simultáneas sobre el tema, una de ellas española: Remando al viento, de Gonzalo Suárez).

Se trata del afortunado encuentro intelectual habido a orillas del lago Leman, en una mansión conocida como Villa Diodati, en el verano de 1816. Allí coincidieron dos jóvenes poetas, íntimos amigos además y hoy glorias líricas de su país, Percy B. Shelley y lord Byron, con sus dos jóvenes amantes (hermanastras entre sí), Mary Wollstonecraft y Claire Clairmont, más el médico del segundo (también jovencísimo, con poco más de veinte años), John Polidori. En el curso de una velada singularmente inhóspita y lluviosa para la estación, los inquietos jóvenes trataron de entretenerse leyendo y contándose cuentos de miedo, y retándose a la tarea de poner por escrito algunas de las ideas esbozadas. Los artistas reconocidos desistieron tan pronto salió el sol, pero el médico y la joven Mary persistieron en su empeño, para fortuna de la historia literaria. Él crearía el que se considera el primer relato moderno sobre vampirismo, titulado precisamente El vampiro (1819); ella daría vida a Frankenstein o el moderno Prometeo, publicado finalmente en 1818. Significativamente, ambas obras fueron atribuidas por el sentir popular a los dos poetas: en el caso de la novela, además, la publicación había sido anónima, pues ¿quién habría podido creer que había salido de la pluma de una muchachita de veinte años?

Retrato de Mary Shelley, por Richard RothwellLo cierto es que Mary Shelley (1797-1851) llevaba toda su corta existencia viviendo en los ambientes más propicios para el estímulo intelectual. Su padre, William Godwin, fue uno de los más notorios filósofos radicales de su época (y autor de una novela, Caleb Williams, que es uno de los libros más atrabiliarios y sugestivos que he leído nunca). Su madre, Mary Wollstonecraft, una de las pioneras del feminismo gracias a su celebrada Vindicación de los derechos de la mujer (1792), había muerto pocos días después del parto. (Godwin se casó de nuevo cuatro años después, con una mujer que acabó convirtiéndose para Mary en la proverbial madrastra de los cuentos infantiles, pero esto es otra historia.) La casa del filósofo fue lugar de encuentro de toda clase de jóvenes inquietos: uno de ellos fue el aristócrata desclasado Percy B. Shelley, quien se consideraba discípulo suyo y que, haciendo honor a las ideas del maestro sobre el amor libre, se acabó fugando con su hija, cuando ésta tenía tan solo 17 años. Por cierto que Godwin tardaría mucho en perdonar a esa perdida a quien se le había ocurrido llevar la práctica sus avanzadas teorías, en demostración, una vez más, del dicho popular de que «en casa del herrero, cuchillo de palo».

Lo que hace intemporal la novela es que el nutrido conjunto de reflexiones que sugiere en absoluto parecen propias de un frío propósito intelectual: bien al contrario, la impresión que nos produce, todavía hoy, es que por debajo de sus líneas late un magma arrebatado e incontenible, cuyos chispazos de fuego nos golpean en el momento más inesperado, a la vuelta de una página, en la conclusión de un párrafo. Mary Shelley refleja en su novela la incierta zozobra de su propia vida (en todos los órdenes: social, sentimental, afectivo, literario…) y de la época en que vivió, contemporánea de las revoluciones (la francesa, la liberal, la industrial), contradictoria por causa de los cambios que vivió. Ella misma, en el fondo, es un producto a caballo entre dos conceptos de la vida: la racionalidad de la Ilustración (de la que fueron portavoces eminentes sus padres) y la irracionalidad del Romanticismo (del que fue protagonista en su juventud, a través de su relación con Shelley y Byron).

La autora fue bien consciente de las contradicciones que modelaron su vida, y con el tiempo (viuda, con un marido de cuya reputación póstuma se consideraba guardiana, y con un hijo para cuya adecuada formación dependía de la generosidad de su muy ceñudo abuelo, sir Thomas Shelley) intentó dar un giro conservador a su obra de juventud. Así, modificó circunstancias y pasajes de la tercera edición, la de 1831, la que durante mucho tiempo se ha dado por definitiva, en general para suavizar sus aristas y contribuir (inútilmente) a guardar las buenas formas de la ortodoxia social. Lo irónico es que así ayudaba a sepultar la obra de su adorado marido, cuyas intervenciones en el original de 1818 son indudables y cuya edición final tomó como una cuestión personal. Quien desee comparar ambas versiones, en español, puede hacerlo: la edición de 1818 puede encontrarla en Cátedra (con una excelente introducción de la especialista Isabel Burdiel), la de 1831 en Alianza Editorial.

Peter Cushing, el doctor Frankenstein de la HammerEs paradójico que la creación de Shelley (pese al rescate de que, por suerte, ha acabado siendo objeto) sea más conocida por la imagen de sus adaptaciones cinematográficas, en especial la de Boris Karloff, que por entrañable que sea, no solo supone una lectura profundamente conservadora del libro (el hombre castigado porque osa imitar a su Creador), sino una radical simplificación del personaje, reducido a la condición de monstruo bamboleante, que apenas habla y que alberga en su robótico cráneo el cerebro de un asesino, idea tan vulgar como lamentable. Con mucho, yo siempre he preferido el ciclo que sobre el personaje hizo la estupenda productora de terror Hammer Films entre 1957 y 1973, con Terence Fisher como director de casi todos sus ejemplares y Peter Cushing encarnando al que es ahora el personaje central de la serie, el doctor Frankenstein, cuya densidad a la hora de explorar el vasto conjunto de temas que ya contiene la novela de Shelley supone una de las cumbres del terror gótico de todos los tiempos.

Y es que quien accede el libro (o lo conoce por otra película, una de las pocas fieles al mismo, la buena versión que de él hizo el hoy casi olvidado Kenneth Branagh en los años 90) se encuentra con la sorpresa de que el monstruo es un ser inteligente, racional, incluso cultivado. La tragedia central de la novela es justo eso: una criatura dotada para el amor y la humanidad, pero condenada a la proscripción y al horror, no tanto por su presunta monstruosidad como por el abandono de su creador desde el mismo momento de su nacimiento. (Conociendo las circunstancias vitales de su autora, resulta sugestivo preguntarse cuánto de ese propio abandono —aun no literal, como el de su personaje— se encuentra en el malsano trasfondo de la historia: Godwin se desentendió prácticamente de ella, contraviniendo por ejemplo los principios de su admirada esposa de que hombres y mujeres debían ser educados en igualdad; al contrario de lo que sucedió con sus hijos varones, Mary no recibió ninguna educación formal.)

De entrada, la novela posee una gran virtud —y en esto, curiosamente, anticipa la más famosa estructura narrativa que Bram Stoker eligió para su Drácula—, y es su construcción por medio de una considerable diversidad de puntos de vista narrativos, del mismo Frankenstein a sus seres queridos e incluso el propio monstruo, en una de las partes más inolvidablemente patéticas del libro. Esta polifonía de subjetividades ya alerta al espectador sobre uno de sus temas eminentes: la imposibilidad de construcción de una verdad unívoca, como no puede haber un solo concepto del ser humano.

Otra sorpresa que depara el libro para quien solo tiene referencias de las películas es que la historia comienza mediante personaje interpuesto, a través de las cartas que un joven explorador inglés, Robert Walton, envía desde los mares árticos a su hermana, en Inglaterra, narrándole sus intentos de encontrar un camino al punto más septentrional de la Tierra, en cuyo decurso primero cree entrever entre las brumas heladas a un ser de estatura gigantesca y a continuación recoge a un náufrago que viaja sobre un trineo varado en un témpano de hielo. Este hombre, al que apenas sujeta a la existencia una pequeña chispa vital, le pregunta ansioso por esa aparición, a la que viene persiguiendo desde la lejana civilización y cuya historia pasa a relatar, componiendo el cuerpo de la novela.

El mar de hielo, de Caspar David Friedrich

Este episodio no es un mero adorno o una excusa argumental para introducir de modo dramáticamente espectacular a sus dos personajes centrales sino que supone el necesario anticipo atmosférico. Como ese náufrago que le cuenta su historia, Walton es un hombre dominado por una obsesiva vocación visionaria al tiempo que, a modo de castigo, le ha condenado a una completa soledad existencial. De hecho, en sus cartas, Walton se explaya sobre la ausencia mayor de su vida: un amigo, un alma gemela con quien compartir sus anhelos y también sus frustraciones. En el hombre al que recoge cree, por fin, haberla encontrado, pero Frankenstein acaba siendo su espejo también en este mismo sentido: está apartado de la amistad; es más, rechaza toda posibilidad de volver a refugiarse en los brazos de un amigo, entre otras razones, sabremos, porque arrastra el remordimiento de haber provocado la muerte del más fraternal camarada de su vida, en manos precisamente del monstruo al que persigue.

El relato pasa ya al hogar de los Frankenstein, situado en Ginebra (Suiza) y sus alrededores. Desde el primer momento, el protagonista centra su relato en la constante tensión entre opuestos: el idílico reducto familiar y el lugar donde marcha a estudiar (Ingolstadt, localidad bávara famosa por su universidad de medicina… y patria chica de los hoy célebres Illuminati), donde la soledad acabará engendrando lo siniestro; la atracción adolescente por la alquimia y la conversión juvenil a la ciencia; el hombre que lo tiene todo y lo tira por la borda, y el monstruo que no tiene nada y anhela lo que posee su creador, destruyéndolo…

Si las películas nos han acostumbrado a dedicar espectaculares reconstrucciones visuales del experimento creador de Frankenstein, la autora, significativamente, apenas le dedica unas líneas (inmortales en su sencillez: «Una desapacible noche de noviembre contemplé el final de mis esfuerzos […] era ya la una de la madrugada; la lluvia golpeaba las ventanas sombríamente, y la vela casi se había consumido, cuando, a la mortecina luz de la llama, vi cómo la criatura abría sus ojos amarillentos y apagados»). Y es que (al contrario de tantas de sus versiones, comenzando por las de la Hammer) a la autora no la anima el problema de la ética de la ciencia en cuanto a sus métodos e intenciones, sino las repercusiones que tiene el hecho de desentenderse de sus resultados.

Ilustración de Theodor von Holst para la cubierta de la edición de Frankenstein de 1831Todos los infortunios que desde ese momento se abatirán sobre Frankenstein tienen su origen en la decisión que toma justo cuando ha coronado su propósito. Frankenstein abandona a su criatura nada más ver cómo la primera chispa de vida lo anima, no como si fuera un hijo no deseado sino, bien al contrario, porque su apariencia (es decir, lo más superficial de todo ser vivo) decepciona, es más, horroriza, a quien esperaba el fruto de esa paternidad con gran ansiedad. El visionario asume, en el momento de la verdad, la más cerril de las convenciones burguesas: que lo bueno ha de ser bello. Así, el padre desnaturalizado rechaza al hijo… sin plantearse que ese hijo tendrá todo el derecho a pedirle cuentas. Desde ese momento, la vida del joven es una sucesión de tragedias violentas: el asesinato de su hermano menor, la ejecución de la joven que se había criado con ellos y a quien se acusa (injustamente) de este crimen, el asesinato de su mejor amigo y, finalmente, de su propia amada en la noche de bodas, lo cual además precipitará la muerte de su anciano padre, vencido por tanto dolor.

Una de las grandes fortunas de la obra es, precisamente, la forma estremecedora en que refleja el concepto de desdicha. Y estremece porque la persona que sabe exponerla de modo tan absoluto era, repito, una joven de veinte años en quien es lícito pensar (por más que su infancia no hubiera sido un jardín de rosas) que se estaba abriendo a la vida. Ahora bien, la desgarrada y trágica infelicidad de su protagonista no es sino un anticipo de la que le esperaba a ella: si la relación con su adorado amante (luego marido) ya fue dolorosa, lo perdió enseguida, pues murió ahogado, en 1822, en aguas italianas.

Y es que sobre la segunda parte de la novela desciende un poso luciferino (literal: la principal referencia literaria, y emocional, de la obra es El paraíso perdido de Milton, y el ángel caído puede simbolizar tanto a uno como otro protagonista) que, en muchos momentos, llega a ahogar el lector. Frankenstein o el moderno Prometeo es ya una obra plenamente romántica, pródiga en muchos de sus recursos favoritos: las súbitas enfermedades que se abaten sobre sus protagonistas a modo de respuesta fisiológica a sus terribles crisis (Frankenstein pasa meses enteros atacado por la enfermedad y sin sentido, e incluso es internado en un manicomio); la importancia de los sueños (o mejor dicho, de las pesadillas); las insondables melancolías que embargan a los personajes; la fatalidad como el elemento que en verdad rige la existencia; la exaltación de la naturaleza como un cosmos empático con el ser humano; los elementos meteorológicos como expresión de las emociones que embargan a los personaje…

el-viajero-contemplando-el-mar-de-nubes-de-caspar-david-friedrichEn este último sentido, no extraña que más de una edición de la novela haya recurrido, para su portada, a algún cuadro del gran pintor Caspar David Friedrich, la máxima figura del Romanticismo pictórico alemán. De hecho, dos de ellos parecen concebidos para ilustrar, literalmente, varios pasajes del libro: El mar de hielo (1823-24), con su incomparable imagen de la soledad ártica, y El viajero frente al mar de nubes (1818), que es coetáneo de la novela. La figura que, en lo alto de una cumbre de apariencia inaccesible, da la espalda al espectador (como invitándolo a identificarse con él), bien podría ser el mismo Frankenstein justo un instante antes de que, frente al Mont Blanc, y cuando cree estar encontrando por fin la paz espiritual en comunión con la naturaleza, vea surgir frente a él al monstruo, que le contará su historia y terminará por afrontarlo con su terrible responsabilidad ante sus crímenes.

Cualquier lectura conservadora se viene abajo desde el momento en que la autora concede voz autónoma al monstruo, cuyas razones para actuar como actúa, como mínimo, si no la simpatía sí merecen la comprensión del lector. La criatura narra su triste errar desde la noche fatal en que despertó a la vida sin saber nada absolutamente de sí mismo, pero aprendiendo con rapidez su diferencia con respecto al hombre «normal». De hecho, el momento más impresionante es cuando, por primera vez, observa sus rasgos en el espejo del agua… y retrocede horrorizado. ¿Qué mejor triunfo de las convenciones sociales, incluso sobre alguien tan apartado de la sociedad, que el hecho de que él mismo acepte que su apariencia es monstruosa? De hecho… ¿lo es? Si en las películas suele quedar bien claro que Frankenstein no se preocupa en absoluto por el espanto que inspirará su criatura (solo se preocupa de buscar las mejores partes posibles y componerlas como un puzzle a base de diversos remiendos), en la novela el narrador señala expresamente que «sus miembros estaban bien proporcionados y había señalado sus rasgos por hermosos». ¿Por qué, entonces, el fracaso? ¿Debería ser interpretado en la misma clave romántica y empática, y considerar que la monstruosidad exterior de la criatura no es sino reflejo de la interior de su «padre»?

Curiosa edición de Frankenstein o el moderno PrometeoHabría que corregir, entonces, el viejo adagio de que el sueño de la razón produce monstruos: los produce, sí, pero porque no somos capaces de desprendernos del todo de la tentación de lo irracional. Frankenstein o el moderno Prometeo (el subtítulo no está escogido al azar, claro) es un reflejo de las contradicciones entre la utopía radical en cuyos brazos se acunaron los Godwin y los Shelley, y las limitaciones del ser humano. Los ideales de Frankenstein son buenos, pero ante su creación, su reacción es la propia de un hombre débil, incapaz de ver más allá de las apariencias. Así, el horror físico de su criatura condiciona su reacción, abandonándolo a su suerte. Desde ese momento, el mismo Frankenstein (que lo intuye bien) ya está perdido, más incluso que el monstruo. Además, cuando éste le pide que compense la soledad a que lo ha condenado mediante la creación de una compañera (argumento, como se ve, que no es original del mejor de los títulos del ciclo de la Universal de los años 30, La novia de Frankenstein), el protagonista reacciona primero con debilidad, aceptando una empresa cuyo mero pensamiento le repele y luego, y peor aún (puesto que ya ha hecho concebir ilusiones a su deudor), destruye su nueva obra cuando está a punto de concluirla: ¿podemos hablar de asesinato?.

La novela, por tanto, asume una pluralidad de reflexiones, no siempre equilibradas y no en todo momento coherentes, pero que, de modo fascinador, se alimentan y enriquecen unas a otras. Del problema de la identidad al desarraigo que supone nacer en épocas de cambio, desde la ética de la responsabilidad a lo relativo del concepto sobre lo que es «normal». En particular, me admira (y encuentro aquí la clave de su inmarchitable atractivo) la avanzada conclusión de que el sufrimiento no dignifica sino que, sobre todo si opera sobre inteligencias activas que no soportan la fácil solución de «dolerse en silencio», envilece.

Es por ello que, en una increíble espiral de violencia, ese ser nacido para la bondad comete los crímenes más horribles, hundiendo una por una todas las esperanzas de felicidad de su creador. Cuando éste ya lo ha perdido todo, inevitablemente no le queda nada más que su obra, su monstruo: y a destruirlo consagra, insensatamente, el resto de sus esfuerzos, consumiéndose (del esfuerzo físico y del odio) en la empresa, hasta acabar en el camarote de Robert Walton, musitando a duras penas su historia. En el inolvidable epílogo, muerto el hombre que pudo haber sido su amigo, Walton vela su cadáver y, de pronto, se encuentra con la presencia del monstruo, atraído hacia su padre como la polilla a la llama. Las tristes palabras con que se despide figuran posiblemente entre los fragmentos de mayor belleza elegíaca que jamás se hayan escrito, y el incontenible pesar que contienen se empeña en impregnar la estancia donde se han leído muchos días después de haber cerrado el libro. Después, en uno de los finales más sencillos y melancólicos de la historia del género, el monstruo salta por la ventana del camarote hacia el mar «… y se perdió en la oscuridad y la distancia».

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Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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4 respuestas a Frankenstein o el eterno Prometeo, de Mary Shelley: ¿quién es el monstruo?

  1. Una muy buena entrada del excelente blog La mano del extranjero. De acuerdo con la reivindicación de la productora Hammer Films, y de Peter Cushing y Terence Fisher. Ánimo y adelante con el blog Un abrazo

  2. Renaissance dijo:

    El contenido del Frankenstein literario difiere mucho de la imagen popular que se acaba teniendo del monstruo. Para los que leímos la novela después, y desconociendo sus antecedentes, fue una sorpresa encontrar un monstruo con voz propia, donde la empatía y la rabia que despide le aportan mucha complejidad. Hoy la mejor versión posible de la criatura, como tal (y no del contenido de la novela o del resto de sus personajes), sería la que ofrece Rory Kinnear en Penny Dreadful.
    La edición de Frankenstein de la colección Tus libros, de Anaya, también es muy curiosa: no sé a que versión corresponde el texto, pero las ilustraciones son de lo más surrealistas para tratarse de una maquetación destinada a los lectores jóvenes.

    • Todavía recuerdo yo mi profunda sorpresa al leer el libro después de conocer las películas de Karloff (incluso las de la Hammer, puesto que, en principio, suponen un remake de los films de la Universal). Justo después, y de la mano del éxito de Coppola y su «Drácula»,llegó la versión de Branagh, que ya sí retoma la novela tal cual (y aun así me costó trabajo aceptar el monstruo encarnado por Robert DeNiro… aunque en parte fue por éste).

      No he visto «Penny Dreadful», aunque sí una reciente versión del tema (también bastante libre), el «Victor Frankenstein» en que el Profesor-X encarna al barón y Harry Potter a su ayudante jorobado (y que no me ha gustado mucho). Incluso sé que hace meses se estrenó una serie con Sean Bean de protagonista, de la que he leído buenas críticas, pero que todavía no he tenido ocasión de ver. Parece ser, por tanto, que hay cierto revival frankensteiniano.

      La edición de Anaya la conozco pero no la tengo, de modo que no sé qué versión es. Los dibujos eran modernos, y al menos la ilustración de portada era impactante. Mejores desde luego que los horribles de la versión de «Drácula» en Tus Libros, que eran pésimos.

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