En las últimas dos décadas, Caspar David Friedrich ha sido el pintor desconocido más visible para los lectores españoles, y desde luego, el más manoseado. Y ello por una circunstancia curiosa: por haber sido una especie de moda, si se quiere un recurso cómodo, para los diseñadores de portadas de libros en nuestro país. La lista de publicaciones que han llevado un cuadro de Friedrich en la cubierta es incontable: solamente del que acompaña este párrafo de apertura, el maravilloso El viajero contemplando el mar de nubes, yo mismo tengo en mi casa cuatro o cinco (y he registrado en las librerías españolas unos cuantos más, hasta llegar al menos a la decena). El motivo es evidente: hay pocos pintores como él cuyos cuadros desprendan ese conjunto de sentimientos que asociamos a lo sublime: la serenidad, la melancolía, la soledad en su grado más inmensurable. Y lo hizo mediante obras de gran belleza, que desprenden un sentido de la armonía que parece hacerlas especialmente adecuadas como ilustración de portada para vender un libro. No en vano, Friedrich ha sido calificado muchas veces como el pintor de la calma, en cuanto que, en efecto, su obra parece sumergida en una perenne quietud. Una quietud polisémica, porque puede traducirse de distintos modos, y ello porque sus cuadros, una vez ejecutados y expuestos, parecen abandonar al autor —llevándose, eso sí, una expresión de sí mismo— para buscar al espectador e incluirlo en un juego participativo que no es unívoco ni determina siempre idéntica respuesta. Este es uno de los rasgos esenciales de la escuela pictórica (y, en general, del movimiento intelectual) que hoy llamamos Romanticismo, y de la cual Friedrich es una de sus máximas figuras.
Isaiah Berlin señaló que el Romanticismo es el mayor movimiento reciente destinado a transformar la vida y el pensamiento del mundo occidental. Los pensadores, los escritores, los filósofos, los artistas, los románticos en general, cuestionaron el orden y la armonía que los pensadores del XVIII creían que podía encontrarse en el análisis del mundo y de los hombres: que todo estaba regido por leyes coherentes que era posible hallar, aun cuando en ocasiones fuera un trabajo arduo. Los románticos derrumbaron esa optimista concepción: introdujeron los conceptos de perturbación, de desorden, de emoción: de subjetividad, en suma. El mundo y su principal criatura, el ser humano, no pueden ser reducidos a reglas generales, pues en todos ellos opera un fortísimo poder, que es su propia personalidad.
La labor de Caspar David Friedrich dentro de este movimiento fue posiblemente modesta: lo que él hizo —no fue el único, por supuesto: figura coetánea suya que operó en el mismo terreno pero cuyo reconocimiento ha sido mayor es el inglés William Turner— fue señalar que incluso lo que en apariencia es más objetivo, la pintura de la naturaleza, de un paisaje en suma, es también un acto de subjetividad en el que el artista traduce su propio interior. La pintura de paisajes, por lo tanto, no es reproducción de una realidad exterior objetiva sino representación de un estado de ánimo subjetivo.
Caspar David Friedrich pertenece, para mí, a una afortunada hermandad de artistas de las más variadas disciplinas a los que caracteriza la misma humildad esencial: hombres que desarrollaron sus carreras sin ruido, cuya reputación (mayúscula dentro del círculo de incondicionales) no ha terminado nunca de sobrepasar determinados límites, a los que caracteriza el mismo sentido de la concentración estilística que deviene en la depuración en el concepto, que más que genios se tuvieron antes por artesanos de sus respectivas disciplinas, no porque no creyeran en su propio talento sino porque su obra no transpira ese anhelo de genialidad que por momentos tanto molesta en la de otros artistas, no inferiores pero desde luego tampoco superiores y que o bien fueron mejores publicistas de sí mismos o tuvieron quienes los corearan en voz muy alta. Es una hermandad que incluye a cineastas como Terence Fisher o Jacques Tourneur (directores que nunca firmaron un guión y que no lo necesitaron para ser autores en el sentido estilístico de la palabra), actores como Dana Andrews o Joseph Cotten, artistas del tebeo como Jack Kirby o Alan Davis, escritores como Robert Louis Stevenson o Richmal Crompton, o músicos como Johann Sebastian Bach.
Desde luego, Friedrich fue un pintor muy apreciado en su tiempo y en su tierra: mantuvo correspondencia incluso con Goethe, que se distanció de él cuando el escritor (siempre tan egotista en sus relaciones) advirtió que el pintor no estaba dispuesto a traducir de modo sumiso en imágenes sus peculiares teorías sobre óptica (y menos mal, porque de la vasta obra del escritor de Weimar es lo que peor ha sobrevivido). Si los inventores del Romanticismo fueron los hombres de pluma, muchos de ellos vieron en Friedrich el perfecto traductor a imágenes de sus teorías. El idealismo romántico encontró en esos lienzos de extraña calma la mejor correspondencia.
Su vida fue tranquila y sin acontecimientos reseñables: aun conocido, vivió en general lejos de los grandes foros del arte, no en vano la Alemania de su época (ese conjunto de reinos, principados y ciudades libres que todavía distaba de dar el salto a la unificación nacional) era, ante todo, un lugar provinciano que gracias al Romanticismo (y a las guerras de liberación contra el invasor napoleónico) comenzaba a superar su idolatría hacia Francia.
Nació en 1774 en Greifswald, una pequeña ciudad a orillas del Báltico cuyo señor, curiosamente, era entonces el rey de Suecia. El joven Caspar David estudió arte en Copenhague: su formación fue tardía, y de hecho comenzó su arte centrado en el dibujo (su definitivo paso a la pintura al óleo fue hacia 1897). En 1798 se trasladó a Dresde, donde se casaría (también tardíamente, a los 44 años) con Carolina Bommer, presente en muchos de sus cuadros… de espaldas. En la ciudad sajona pasaría el resto de su vida, especializándose en la pintura de paisajes (la mayoría de las veces, eso sí, con presencia humana), nunca de retratos, enviando sus cuadros a las principales exposiciones, consiguiendo una indudable reputación dentro del modesto ámbito germano. Muerto en 1840, sería olvidado durante mucho tiempo. Su redescubrimiento comenzaría a principios del siglo XX, pero se consolidaría bastante después.
Aunque hoy en día la contemplación de sus cuadros no produce la menor extrañeza en el espectador, en su momento fueron objeto de agudas críticas por parte de críticos y escritores forjados en otro concepto del paisaje, precisamente aquél que denunciaba el pintor de Greifswald. Estos críticos cuestionaron la evidente alegorización del paisaje, el excesivo detalle con que se registra lo lejano, la imprecisión en la situación del momento concreto del día. En especial, que Friedrich intentara estimular en el espectador un «estado afectivo» similar al que él sentía en el momento de la ejecución. En suma, lo que estos críticos denuncian es la ruptura del equilibrio y de la armonía: una vez más, el cuestionamiento del mundo ordenado del siglo XVIII que no hallaban en sus cuadros. Por supuesto, como la historia del arte está plagada de ironía, hoy día lo que un espectador aprecia en sus cuadros, como he señalado, es precisamente la armonía, el orden, la calma.
El mismo Friedrich insistió en la legitimidad que inviste al artista para inventar el paisaje: para combinar su luz favorita (la del atardecer: nadie como él ha pintado tan sublimes crepúsculos) con un uso de las sombras propio del mediodía, o para situar un fondo de montañas reales acompañadas de ruinas situadas en otro lugar. «El pintor no debe pintar meramente lo que ve ante sí, sino también lo que ve en sí. Y si en sí mismo no viera nada, que deje entonces de pintar lo que ve ante sí», escribió: toda una declaración de principios.
Ante todo, lo que el espectador actual encuentra en sus lienzos es un ejercicio de atmósfera. Esa atmósfera puede despertar diversas sensaciones, pero lo que es incuestionable es que por medio de ella nos vemos envueltos en un estado que pretende transportarnos no hacia la realidad, sino hacia esa vastedad interior que hay en todos nosotros y que algunos llaman alma (otros, imaginación o, sencillamente, ensimismamiento). Esto revela, por supuesto, una fuerte tendencia hacia el misticismo —y se sabe que Friedrich se había educado en círculos pietistas, esa versión intimista de la religión tan propia de Alemania que propugna una relación directa y sin intermediarios del hombre con Dios—, pero permite una pluralidad de miradas: la que a mí más me interesa es la misteriosa fuerza que emana del cuadro y que diríase que es capaz de absorber, de devorar literalmente, al ser humano que lo contempla.
Uno de los mejores ejemplos lo encontramos en uno de sus más fascinantes cuadros —de conocerlo, a un escritor como H. P. Lovecraft le hubiera encantado—, El monje junto al mar (1810), el «cuadro más osado de todo el romanticismo alemán», según Norbert Wolf. Ante esta pintura, de tamaño grande para las dimensiones habituales de Friedrich, el espectador que lo encuentre en medio de una colección de pintura decimonónica, y por mucho que lo halle rodeado de otros paisajes, no podrá sino desconcertarse al primer vistazo. Pues se trata de un cuadro dispuesto por unas formas vagas e inconcretas: dos estrechas líneas horizontales en la parte baja del mismo (de color gris ceniza la primera y de un negro viscoso la segunda), y una enorme superficie vaporosa, que oscila entre el blanco sucio de su parte central y el azul turbulento de sus bordes. Diríase que es un cuadro mal ubicado, que no anda lejos de las experimentaciones de algunos de los expresionistas abstractos de la segunda mitad del siglo XX. Pero un examen atento nos lleva a descubrir una figura vertical, diminuta, en la parte inferior: ese monje que de pronto nos recuerda el título del cuadro. Esta figura humana, empequeñecida, insignificante, diríase que se halla impotente en medio del espacio desatado, como si estuviera a punto de ser engullida por el pavor cósmico (y vuelvo a recurrir al Solitario de Providence).
El otro cuadro al que me refiero ya prescinde por completo de la figura humana, aunque no de la presencia de lo humano, a través de ese barco derribado entre las placas heladas, abandonado —¿o quizá poblado de cadáveres en su interior?—, más impotente por tanto el aliento de lo humano que en el lienzo anterior. Se trata de El mar de hielo (1823/24), otra de las obras más reproducidas del autor en las cubiertas de los libros. Para quien no conozca la autoría de Friedrich, es fácil no relacionarlo con el pintor, pues su escenario es por completo insólito en su obra (su escenario, pero no su aliento). La imagen reproduce una acumulación de placas de hielo, dispuestas mediante aguzadas aristas que parecen poder cortarnos con solo mirarlas, en medio de un vasto icefield, y justo a su vera es donde ha quedado atrapado el barco (como en El monje, es preciso echar más de una mirada para encontrarlo). Se sabe que Friedrich fue inspirado por las noticias que llegaban de las primeras expediciones británicas al Ártico, y en concreto la del capitán Parry, cuyos barcos tuvieron que invernar entre los hielos canadienses entre 1819-1820. Ahora bien —de modo parecido a como obró otro gran pintor romántico en otro de los lienzos fundamentales del romanticismo, el francés Theodore Gericault con La balsa de la Medusa, casi coetáneo del anterior por cierto—, tomó la noticia real para interpretarla a su modo, sin relación alguna con la realidad (en el barco real, Parry y sus hombres capearon bien el invierno).
La mera contemplación de ese lienzo —cuyo realismo es escalofriante: un primer vistazo puede hacer creer que estamos ante una fotografía; y conviene recordar que las imágenes de ese espacio natural no estaban hoy tan difundidas entre el público como ahora— sugiere una soledad tan vasta como alucinatoria. Friedrich consigue dar cuerpo a lo que no lo tiene, sustancia a lo que no la posee: un mundo en el que no hay cabida para lo humano porque en él no ha existido jamás. O donde solo lo monstruoso (o sea, lo anti-humano) puede buscar refugio, porque es el único lugar donde no puede desentonar: cada vez que veo este cuadro no puedo evitar pensar en la fabulosa novela Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary W. Shelley, publicada en 1818, pues es entre los hielos infinitos del Ártico donde creador y criatura van a perderse para siempre después de la infernal odisea que los une. Por cierto, ¿adivinan qué cuadro —más bien fragmento— figura en la edición de esta obra publicada en Cátedra?
El afortunado recurso que utilizó Friedrich en múltiples ocasiones para implicar al espectador en su cuadro fue la situación dentro del lienzo, y muy cerca del primer plano, de una o varias figuras que nos dan la espalda. Con ello, el pintor propone un muy afortunado juego de proyección: el espectador se propulsa dentro del lienzo, en primer lugar con el propósito de ver lo que está viendo ese personaje que nos da la espalda y que, de este modo, se convierte en avatar de cada uno de nosotros. En Paisaje al atardecer con dos hombres (1830-35), las dos sombrías figuras puntean verticalmente unas vastedades horizontales que parecen perderse en el infinito, al compás de un crepúsculo que diríase eterno. En Dos hombres contemplando la luna (1820), el punto de vista del espectador es demasiado bajo y el terreno nos impide ver bien lo que esos caballeros están mirando: de modo natural, tendemos a ponernos a su lado para salir de dudas.
Ahora bien, su obra maestra en este sentido es, por supuesto, El viajero contemplando el mar de nubes (1818). Debido a la esta vez imponente presencia de ese testigo de la naturaleza que señala el título, asomado al vacío sobre una voluminosa plataforma rocosa ¿qué espectador no se identifica enseguida con él, para sentir lo mismo que ese caballero que, sin que parezca estar equipado precisamente para el ascenso a esa cumbre que se estima de altura vertiginosa (un gabán, un traje oscuro y un bastón de paseo), se yergue frente a un oleaje nuboso que parece perderse en el infinito? Pocas veces se ha expresado mejor en un cuadro el concepto de lo sublime que tanto persiguieron los idealistas alemanes.
Varios de los más serenos cuadros del autor muestran a estas figuras (raras veces es una sola) frente al mar. Friedrich gustó de jugar con el simbolismo del océano como metáfora del espacio donde discurre la vida: el mar, como la existencia, siempre está en movimiento aunque no lo parezca, nunca se detiene, y toda nave que acoge en su seno la va conduciendo poco a poco hacia su interior, de tal modo que poco a poco, para el espectador que la contempla desde tierra, se va difuminando, haciendo más pequeña, hasta desaparecer. El cuadro más notable de este tipo lleva un título significativo: Las edades de la vida (1835). Es uno de los últimos que pintó, en un momento en que los signos mortuorios parecían incrementarse dentro de sus lienzos. Muestra una costa de aguas serenas pero que no excluye cierta sensación de peligro: es demasiado rocosa como para que tantos barcos se encuentren tan cerca de la orilla. Una familia —dos niños, el matrimonio y una figura mayor, cuyos cabellos blancos revelan a un anciano, el abuelo, y que significativamente es la única que nos da totalmente la espada, ofreciéndose así como avatar del espectador— juega sobre esas rocas al borde del mar mientras cinco barcos alzan majestuosas sus velas en el agua. Tres están cerca de la orilla y dos se acercan al horizonte, estando el casco del último de ellos ya parcialmente hundido en su borde. Cinco figuras y cinco barcos sugieren un simbolismo nada disimulado. El cielo, sorprendido en un atardecer perezoso, no sugiere sin embargo tristeza, como otros ocasos del autor: esa levísima línea rosada del horizonte justo sobre el mar y esas nubes azuladas sobre las cuales ya se divisa la franja anaranjada que denuncia el sol rasante transmiten una notable serenidad, una ataraxia del espíritu que remarca como pocos de sus cuadros el merecimiento de un epíteto: el pintor de la calma.
En sus últimos años, como tantos artistas que se sienten ya en el ocaso de su vida, manifestó cierta tendencia a multiplicar las señales de lo mortuorio en sus cuadros. Es cierto que esa fascinación por la muerte tan propia del Romanticismo ya le había dado pie a alguna obra maestra (Abadía en el robledal, de 1810, donde la muerte se multiplica: la ruina gótica, el cementerio, la procesión fúnebre, la niebla gélida…), pero los cuadros de esos años finales registran el tema desde un punto de vista realista que es insólito en el autor: la puerta de un cementerio vista bien desde el exterior o desde dentro del mismo camposanto, árboles de ramas secos sorprendidos en lo más crudo del crudo invierno… Sin embargo, y como emblema de lo que a mí me parece que se ajusta mejor a la partida hacia la muerte de un pintor asociado a esa calma, a esa quietud, no lo encuentro mejor que este cuadro con el que cierro el artículo. Se titula Niebla y es curiosamente una de sus primeras pinturas al óleo, ejecutada en 1807. Imagino al pintor que acaba de dejar la tierra firme (su amada tierra alemana, fría y brumosa) y, en el pequeño bote que abandona la orilla, se dirige al enorme y sereno velero que ya arma el trapo para, con el primer soplo del atardecer, perderse entre la niebla, camino del lugar a donde todos debemos ir. Eso sí, embarcados con Caspar David Friedrich, es difícil imaginar que el viaje no sea plácido y sereno: sublime.
Precisamente un cuadro similar a Abadía en el robledal es mi preferido de Friedrich: el Cementerio de Cloister nevado, hoy, según creo, todavía desaparecido. La composición es similar, pero los colores de este último son los que se me quedaron grabados. Un escenario, que en cierto modo, me recuerda mucho al gótico.
Los románticos, con Friedrich a la cabeza entre los pintores, fueron los que redescubrieron la arquitectura gótica, considerada hasta entonces «bárbara». Y si encima estaba en ruinas, todavía más romántica… Este cuadro no lo conocía y al buscar datos veo que, en efecto, parece desaparecido de los días de la guerra. No estaría catalogado como arte «degenerado» por los nazis, pero las bombas tampoco discriminaron.
Vaya, Jose Miguel, no sabía que también te interesaba la pintura. Yo, de esto, bien poco sé pero para compensarlo mi mujer estudió Hª del Arte con un buen porcentaje de Hª «pura» -así la llaman por aquí -. En cuanto a Caspar David solamente conocía el primer cuadro, ya que siempre lo usan para il·lustrar el Romanticismo. Tengo varios discos de música clásica y hay tres con «El viajero contemplando el mar de nubes».
Saludos.
Me interesa mucho, Regí, y además en mis clases de Historia procuro dar todo el arte que puedo, para intentar transmitir a mis alumnos que, en general, la cultura está, como es natural, íntimamente ligada a las características de cada época. Por cierto, que esa información que me das confirma la fortuna de Friedrich para los diseñadores de portadas, tanto da que sean de libros como de discos, jeje.
Estoy contigo y mi mujer también. En mi estapa de instituto como alumnos la Historia iba por una parte con un profesor y el arte por otra, con otro. Una barbaridad porque para entender un fenómeno hay que situarlo en el contexto en que se produjo. Eso es lo que he procurado yo cuando he impartido literatura, enmarcarla en el contexto histórico aunque siempre había quien me dedía: «Profe, que estamos en Lengua, no en Sociales (Hª).
Saludos
Jajaja, a mí los alumnos me dicen lo misma frase, pero cambiando el orden de las asignaturas!!
Hola, soy estudiante de filología Alemana de una universidad en Colombia.
justamente estoy estableciendo conexiones entre Mar der Glace y la obra de Mary Shelley. Me gustaría su opinón sobre el tema de ser posible. Gracias, saludos. Excelente Post!!
Hola, Karla. Mi referencia cruzada entre estas dos obras se deriva, claro, del inicio de la novela de Mary Shelley, poco conocido salvo para quien conozca la versión filmada por Kenneth Branagh sobre la misma, que lo respetaba. Hay escasamente cuatro años entre el libro y la pintura (1819 del primero, 1823 para la segunda), y siempre me ha gustado fabular que el alemán encontró en la novela la inspiración para el cuadro (si bien, como indico en el artículo, parece ser que fueron las noticias sobre las primeras exploraciones de los ingleses al Ártico).
El vínculo estético y atmosférico entre ambos es evidente. Ese inicio de la novela posee una fuerza dramática considerable, pues su función es introducir la acción central a partir de un personaje que nada tendrá que ver argumentalmente con ella (el capitán del barco que se dirige hacia el polo y que se tropieza, en medio de los hielos, con el barón Frankenstein en busca de su criatura, que también vaga por allí), pero que se vincula emocionalmente con el hombre que, enseguida, le relatará su tragedia. Ambos son visionarios apartados de la sociedad de sus semejantes por su obsesión de quebrantar las fronteras en las que la convención se empeña en contener al hombre: uno, las geográficas; el otro, las científicas. La melancolía del relato en primera persona del capitán Walton (ese inicio consiste en las cartas que este envía a su hermana) se transmite a la impresionante naturaleza helada que lo rodea, y es evidente que ese aroma es el mismo que impregna tantas obras de Friedrich, debido a ese principio estético mediante el cual su forma de retratar lo natural era una extensión y reflejo del ánimo del artista al afrontarlo.
No soy, por tanto, un experto en estética, de tal modo que estas impresiones se inspiran en mis lecturas de la novela y en mi admiración por Friedrich. Te adjunto, en cualquier caso, un par de enlaces a otros artículos míos sobre el mito de Frankenstein, que tal vez puedan servirte de ayuda:
https://lamanodelextranjero.com/2016/11/04/frankenstein-o-el-eterno-prometeo-de-mary-shelley-quien-es-el-monstruo/
https://www.homonosapiens.es/frankenstein-segun-kenneth-branagh/