Atraco a las tres: ladrones castizos a las puertas del desarrollismo

Cartel de Atraco a las 3Al otear a la despampanante belleza que acaba de entrar en la sucursal, José Luis López Vázquez salta de su silla y corre a abrirle paso al interior de la oficina exclamando: «¡Fernando Galindo, un admirador, un amigo, un esclavo, un siervo!». ¿Es posible no sonreír con complicidad nada más imaginarnos esta frase con la voz aguda y nasal del gran actor? Atraco a las tres es la historia del particular robo que seis oficinistas deciden perpetrar contra la propia sucursal bancaria donde trabajan, según las coordenadas temáticas de un minigénero que llevaba tiempo de moda en el thriller internacional. Ahora bien, por supuesto no es una mera parodia del mismo, sino una película con su indiscutible (y encantadora) personalidad propia, que la proyecta más allá del limitado campo de influencia que poseen las parodias. De la mano de sus infelices protagonistas, cierto es, la sonrisa, cuando no la abierta carcajada, se le escapa incontenible al espectador, pero el film también acaba destilando una indudable amargura, sin duda soterrada y temperada siempre por la ternura. Pero amargura al fin y al cabo, porque entre las regocijantes imágenes de Atraco a las tres se cuela también un certero retrato de la España de la época, una España donde todavía era muy visible el miserabilismo de los largos años de obligada autarquía, por mucho que el país, de la mano del famoso desarrollismo, se dirigiera ya viento en popa hacia una prosperidad que llevó al régimen franquista a proclamar, con desmedido orgullo, que el Caudillo nos había convertido en la décima potencia del mundo. Entre líneas (a veces, de modo más frontal de lo que se puede pensar hoy: tal vez sea impensable en una Corea del Norte, pero en las dictaduras occidentales la libertad crítica se filtra por más grietas de lo que se cree), el cine español del franquismo fue mucho menos monolítico de lo que pudiera creerse.

Bajo el aparente formato de una comedia sainetesca, Atraco a las tres desmiente todo triunfalismo, al convertir la pequeña odisea de sus seis aspirantes a delincuente en una modesta pero muy ajustada metáfora del deseo del sufrido español de a pie de ir más allá de la mediocridad cotidiana, y aunque no conseguirán llevar a buen puerto la empresa, su triunfo estribará en haber alimentado al menos los sueños, las esperanzas: la transformación comienza primero por un cambio de mentalidad, como bien sabe Galindo, el líder y cerebro de la «banda», el heroico antihéroe de nuestra historia. Es una idea de lo más afortunada que sea la reacción de Galindo a una palabra de la jerga cotidiana bancaria, ese «imponente» que alude a la casilla donde debe consignar su nombre quien realiza un ingreso, lo que simbolice el paso de la realidad al sueño: cuando atiende a la entrañable y oronda Rafaela Aparicio, al indicarle la casilla, la mira un momento con la resignada convicción de que hay palabras que no hacen honor a lo que sugieren; muy poco después, sin embargo, la aparición de la vampiresa que lo trastorna hará que exclame, con júbilo, que ésta debe firmar esa misma casilla «¡como debe ser!».

Rufufú, el modelo de Atraco a las tresFue La jungla de asfalto (1950), de John Huston, la película que introdujo en el género policiaco un tema que habría de alcanzar gran fortuna en el cine internacional de las dos siguientes décadas: el de los atracos minuciosamente planeados que acaban viniéndose abajo por una jugarreta del azar o debido al enfrentamiento postrero entre los miembros de la banda que lo ha ejecutado. El film de Huston no se ocupaba tanto del mecanismo de relojería narrativa como del retrato social que contenía la historia: los miembros de la banda aquí reunida son pobres lumpens, marginados de la civilización urbana o gángsters directamente desclasados sobre los cuales el director (a partir de la novela original de J. W. Burnett, no se olvide) deposita una mirada de enorme simpatía. Cuatro años después, en Francia, un exiliado norteamericano de la caza de brujas, Jules Dassin, firmaba una variante del anterior (a partir de una novela local, eso sí) titulada Rifífí (1954), que añadía una dimensión de romanticismo trágico a la mirada social, también presente. El siguiente paso se daría en Italia cuando el director Mario Monicelli, en pleno esplendor de la comedia en la cinematografía nacional y encabezando un equipo formado por algunos de los mejores guionistas del país, firmó una aparente parodia del anterior —en España, de hecho, se tituló Rufufú (1958)—, que tenía el mérito de desplazar de género el argumento pero manteniendo la misma mirada tierna (y no exenta de acidez, claro: la blandura tampoco tiene especial mérito) sobre el mosaico social de pobres diablos que emprendían el atraco de turno.

Sin duda es Rufufú el modelo del que parte Atraco a las tres, como delata la importante presencia como productor y coguionista de Pedro Masó, un avispado cineasta que siempre estaba al tanto de las tendencias del mercado para aplicarlas él mismo en cualquiera de sus facetas (acabó dirigiendo películas y series de televisión: recuérdese que es el creador de Anillos de oro o Brigada central). Los guionistas de la película parten de una ingeniosa inversión de la premisa habitual de aquellas películas: los atracadores esta vez no tienen que perder ningún tiempo ideando cómo entrar en el lugar donde se encuentra el botín que persiguen, puesto que ya están dentro. Son los empleados —humildes en el sentido dickensiano de la palabra: no por nada sus apellidos son Galindo, Benítez, Martínez, Cordero, Castrillo… no precisamente sofisticados— de una entidad cuyo pomposo nombre es Los Previsores del Mañana.

Cuando el bondadoso director de la oficina, don Felipe —José Orjas, que ha quedado arraigado en el imaginario popular como el eterno vejete entrañable, como si no hubiera interpretado más que este prototipo—, se ve prácticamente jubilado por el director general del banco por «desmanes» tan graves como conceder préstamos a gentes que no tienen otra garantía que ofrecer más que su honradez, su fiel empleado Galindo (José Luis López Vázquez) decide poner en práctica lo que lleva años planeando y nunca se había decidido a ejecutar precisamente por el cariño hacia su jefe: atracar su propia oficina. (El motor argumental tiene otro ilustre precedente, como capta enseguida cualquier cinéfilo: el entrañable clásico de la Ealing Oro en barras, de 1951, donde Alec Guinness también interpretaba a otro fidelísimo empleado de banco, el de Inglaterra nada menos, que después de muchos años de gris servicio a la empresa decidía robarle unos lingotillos de nada.) Galindo enseguida convence a sus compañeros para ponerse manos a la obra, a espaldas del único de todos ellos que no es de los suyos, y que además es el hombre elegido por la empresa para reemplazar a don Felipe, el lacayuno y fiscalizador don Prudencio.

Agustín González, Alexandre, López Vázquez, Cassen, Landa y Gracita Morales, los entrañables atracadores

Por supuesto, el primer gozo que ofrece la película es su inolvidable galería de tipos, encarnados por un reparto que hoy es leyenda. Como Galindo, López Vázquez realiza una de sus más recordadas interpretaciones, emblema además de un tipo de personaje muy propio del género (más adelante, el aquí debutante Alfredo Landa lo encarnaría a menudo, si bien ya más vulgarizado), cual es el de ese españolito feo y poco sofisticado pero que cobra la ilusión de poder medirse de igual a igual con cualquier galán arrebatador: aquí, su particular espejismo será el personaje de la vampiresa interpretado por la alemana Katia Loritz. Pero Galindo es más que el pobre diablo que se cree capaz de acceder a más de lo que puede tener: es el inesperado héroe de la función, el galvanizador de los sueños que sus compañeros encerraban dentro de sí y que sabe cómo hacer que salgan fuera; es el hombre que los convence de que tienen unos recursos que nunca creyeron posibles.

Cassen repite el mismo tipo que lo había popularizado en la muy sobrevalorada Plácido (1961), de Berlanga, es decir, el pobre individuo que se encuentra en lo más bajo del escalafón social, de hecho el conserje de la entidad —solo que sin el cansino aire de lamento con que se paseaba arriba y abajo por el film antedicho—, hasta el punto de que para él el mero encargado del concesionario de coches donde acude con Galindo para que ésta elija su futuro Mercedes es un «ministro». El más infeliz de todos ellos, sin duda (un susto con la policía le provoca nada menos que un ataque de apendicitis), pero al mismo tiempo el más inconsciente de su infelicidad: el niño grande del grupo, siempre nimbado por unas muy contagiosas ganas de dejarse arrastrar por la alegría, y para el cual, en el fondo, el atraco no es sino un juego, sólo que de grandes.

Devorando la comida del hospitalLos guionistas también pusieron en boca de Manuel Alexandre una frase recurrente que se hizo muy famosa y que lo define como conquistador de medio pelo: «Estoy disponible…» que, como en el caso de López Vázquez, uno no puede evitar leer sin pronunciarla con el muy particular deje vocal de este actor. Eterno solicitante de anticipos a cuenta del sueldo, su Benítez es un modesto crápula, un jovial aspirante a tarambana cuyo barniz de cinismo no consigue enmascarar el miedo social (patológico) a llamar la atención para mal: siempre es el primero en escurrir el bulto cuando la sombra de algún peligro acecha. Su condición de vividor de segunda queda bien simbolizado por la inmediata atracción que siente por su compañera de trabajo, Enriqueta, que no es ninguna beldad, solo porque el cambio de contexto (y alguno que otro de indumentaria) la dota a sus ojos de una nueva aureola.

Gracita Morales, o sea, Enriqueta, también aporta la personalidad de una entonación irrepetible y de un tipo femenino que, sin hacerse ninguna ilusión de sublimidad romántica, da la impresión de saber compaginar mejor que los otros la realidad con los sueños. El joven Alfredo Landa hace del cenizo oficial del grupo: uno diría que los guionistas lo modelaron sobre aquel entrañable personaje de Hanna Barbera, el pleonásmico Tristón, perpetuo compañero del optimista Leoncio, que ante las expectativas siempre exorbitantes de éste no hace sino exclamar: «¡Oh, cielos, qué horror!». Agustín González, como Cordero, anticipa ya el papel de cascarrabias oficial con que hoy lo asociamos: son impagables todos los momentos en que recibe a su guapa novia (!) bajándose del auto de su jefe ante los silbidos de un puñado de espontáneos admiradores. Por último, Manuel Díaz González, don Prudencio, el menos recordado del reparto quizá por su menor relieve en la memoria, está tan absolutamente genial como los otros en un papel además radicalmente diferente, y al que distingue su propósito de ascender mediante el medro y el servilismo hacia el poder, traicionando así la solidaridad de clase con respecto a sus compañeros: más que una frase, en su caso es su desagradable tono de voz lo que lo caracteriza, y en todo caso la retahíla de palabras de abyecta sumisión con que, sin esperar respuesta, obsequia al director general cada vez que aparece por el banco.

En cualquier caso, este conjunto de personajes supone la encarnación de una clase media urbana sorprendida todavía entre las obligadas restricciones de la autarquía —como recoge la carpantesca escena en que todos se ponen a devorar la opípara comida que han servido en el hospital al recién operado Cassen: una de dos, o la comida de estos lugares era mucho más sabrosa ayer que ahora o es que el hambre crónica estaba arraigada aún en el organismo de los españolitos— y el inmediato ascenso a la prosperidad de la España del desarrollismo (el televisor que posee Enriqueta, y que no puede pagar pese a que el cobrador lo califica de «artículo de lujo»… y que le sirve para conseguir un dinerillo extra permitiendo que los vecinos acudan a su salón para ver la programación). Con fortuna, constituyen el símbolo de una España humilde y zarandeada por una existencia que en nuestro país era aún más incierta, pero al mismo tiempo, y con orgullo, como si fueran personajes de Andersen, esgrimen su valía y dignidad, aun desde la modestia, negándose a ser meros prototipos de nada.

Los seis compañerosDesde el primer momento, Atraco a las tres se distingue por una especial habilidad para el comentario social satírico que manifiesta incluso una muy grácil sutilidad: ¿cómo si no se le pudo escapar a la censura la referencia al jefe del estado en ese diálogo en que Galindo le espeta a la lechera que no importa que cada vez haya menos vacas… mientras se sigan haciendo pantanos? Sin duda, el film posee algunos de los mejores diálogos del cine español de todos los tiempos, y precisamente el tempo cómico de la película descansa sobre la facilidad con que los actores se los van cruzando (de tal modo que, al mismo tiempo, los definen a ellos y permiten el sencillo pero malicioso apuntes político o social). Así, la oposición entre don Prudencio y sus compañeros queda remarcada desde el principio por la forma en que estos reciben con desagrado la noticia de que a aquél le ha tocado un pequeño premio en la lotería. «Mientras no se reparta la suerte, no habrá justicia social», exclama Enriqueta; «y luego quieren que no haya revoluciones», remarca Galindo. ¿Cómo no van a agarrarse al plan de Galindo, o más bien a las ilusiones que despierta? Su condición de infelices de modestas ambiciones queda remarcada por la lista de peticiones para gastar el dinero del atraco que es lo primero que hacen al reunirse en la casa del cerebro, y que encuentra su ejemplo más descacharrante en el viajecito ideal soñado por el conserje Cassen: «A mí lo que me gustaría es conocer Logroño».

Eso sí, la ruptura del orden por parte de los oficinistas, la transgresión de su puesto subalterno en la escala social, no puede sino cobrarse un precio… que primero, como es lógico, se resuelve en términos cómicos: en los sucesivos percances que van sufriendo casi todos ellos —la operación de apendicitis de Cassen, la frente magullada de Landa, el descalabro craneal de López Vázquez y el ojo a la funerala de Alexandre (éste por intentar un acercamiento con alevosía y «oscuridad» a Gracita Morales)— ante la mirada cada vez más atónita de don Prudencio, testigo de la aparición, día tras día, de un nuevo compañero con el rostro cubierto por algún apósito (¡un parche en el caso de Alexandre!).

Pero ese precio será poca cosa: lo peor será cuando la realidad, por fin, recobre sus galones de mando. El atraco saldrá mal porque en el camino se cruzan con una banda de verdad (encima, el día escogido por ellos mismos es el martes y 13), a la que el mismo Galindo, emborrachado por su vampiresa, pone tras la noticia del goloso botín de veinte millones que va a llegar al banco. Una banda que, irónicamente, ni siquiera se imaginaba que esos palurdos empleados también estuvieran planeando lo mismo que ellos. Y los modestos atracadores acabarán convirtiéndose en héroes inesperados cuando impiden el atraco, pues tampoco van a dejarse robar así como así lo suyo (hay espacio para la nota triste de verdad: cuando Galindo descubre que su amada es uno de los asaltantes embozados, repite con amargura el estribillo con que la saludaba en el banco, ahora amarga parodia de los sueños truncados). De ahí que aunque parezca que Atraco a las tres concluye de modo radiantemente feliz —con la honra salvada de la tentación, el premio de la paga extra por el director general, don Felipe repuesto en la dirección y don Prudencio degradado de nuevo—, uno no puede sino identificarse con el contestatario Galindo, el único que pretende seguir alentando los planes de robo, tal vez cuando el próximo verano don Felipe se vaya de vacaciones. La cuchufleta que le hacen sus sufridos compañeros no merece sino la respuesta adecuada del irreductible Galindo: «¡Aficionados!».

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: Atraco a las tres. Año: 1962.

Dirección: José María Forqué. Guión: Vicente Coello; historia de Rafael J. Salvia, Vicente Coello y Pedro Masó. Fotografía: Alejandro Ulloa. Música: Adolfo Waitzman. Reparto: José Luis López Vázquez (Galindo), Cassen (Martínez), Gracita Morales (Enriqueta), Manuel Alexandre (Benítez), Alfredo Landa (Castrillo), Agustín González (Cordero), Manuel González Díaz (Don Prudencio), Katia Loritz (Katia Durán), José Orjas (Don Felipe). Dur.: 95 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
Esta entrada fue publicada en Clásicos del cine español y etiquetada , , , , . Guarda el enlace permanente.

5 respuestas a Atraco a las tres: ladrones castizos a las puertas del desarrollismo

  1. Renaissance dijo:

    De esta película se podía decir que tenía un humor «muy español», entendiéndose entonces como una parte un poco negra, bastante amarga a ratos, y una visión muy entrañable de unos personajes vapuleados por las circunstancias.
    Es curioso que en gran parte de estas películas de esta época, que terminan con un desenlace paternalista (sea el premio ofrecido por el director del banco, o el piso que se ofrece al protagonista finalmente), es muy sencillo ver entre líneas el final auténtico, el no rodado, y que poco tiene que ver con la versión amable impuesta por el régimen.
    Hoy, Atraco a las tres también sería una de las que más han permanecido en la cultura popular…probablemente, porque a 2015, la única diferencia entre el banco de la película y cualquier sucursal a la que se puede entrar hoy es que estas últimas son en color.

    • Precisamente unas de las cosas que, en mi opinión, más daño ha hecho a la comedia española con pretensiones es el «humor negro» mal entendido. Es decir, el propósito de muchos directores y guionistas de dejar bien claro que, cuidado, que nadie se confunda, que más importante que la mera carcajada es que están denunciando la hipocresía social, la estupidez, humana, la realidad política y lo que haga falta. Vamos, que son creadores «serios». El caso para mí paradigmático es la pareja formada por Berlanga y Rafael Azcona a partir de «Plácido», película incomprensiblemente mitificada. En cambio, en «Atraco a las tres» el equilibrio es manifiesto, y siempre los personajes y su coherencia dramática están por encima de las pretensiones de denuncia.

  2. rexval dijo:

    «La jungla de asfalto» de John Huston es todo un clásico, sin duda, pero yo recuerdo que vi «Atraco a las tres» en casa de mis padres y lo mucho se se reía mi madre. Es muy buena comedia y cumple su cometido. Me la comprés de una colección de quiosco de cine español entre otras cosas porque me evocaba a mi madre y sus risas. Sin ella, sigue siendo graciosa, pero le falta algo.

    Saludos.

    • En efecto, «Atraco a las tres» forma parte de un tipo de cine que asociamos a sesiones de «comunitarismo familiar»: reírse con otros, sobre todo si son tu propia familia, es esencial en películas tan entrañables como ésta. Pero si esta película perdura en la memoria, al contrario que otras, es porque tiene muchos valores que la realzan en distintas épocas y contexto de nosotros como espectadores.

Deja un comentario