Hacia finales del año VII de la Revolución, o sea, de 1799, fue encontrado en el bosque de La Caune, en el departamento francés de L’Aveyron, al sur del Macizo Central, un niño en estado de desnudez que tenía todas las trazas de llevar viviendo en soledad desde mucho tiempo atrás. Tras diversos episodios de captura y fuga subsiguiente, finalmente el muchacho fue conducido a París y sometido a examen por una comisión de sabios. El niño no hablaba y se comportaba de modo manifiestamente huraño y salvaje: se dictaminó que debía de tener en torno a los once o doce años de edad y que probablemente había sido abandonado en el bosque con cuatro o cinco. El doctor Pinel, director del manicomio de Bicêtre, señaló que el muchacho era un deficiente mental (a tal motivo atribuía su abandono en la naturaleza) y que por dicha razón nunca aprendería a hablar ni recuperaría el tiempo perdido durante su infancia. Pero un joven médico, recién titulado, el doctor Itard, defendió que el niño podía ser sometido a un proceso educativo para poder ingresar de nuevo en la sociedad de los hombres. En aquel inquieto ambiente revolucionario, colofón de un siglo de luces favorables para todo cuanto tuviera que ver con el progreso social y personal, el doctor Itard recibió una pensión del gobierno para llevarse al niño a su casa, donde, con la ayuda de su ama de llaves, la señora Guérin, poder atenderlo adecuadamente. La historia hoy la conocemos ante todo por el cine, gracias a El pequeño salvaje (1970), la famosa película que sobre el caso rodó François Truffaut con un evidente grado de implicación, y que todavía hoy constituye una de los mejores títulos de su muy desigual filmografía.
El de Victor del Aveyron —el nombre se lo puso el propio doctor, al advertir que el sonido vocálico o parecía estimular más su atención que los otros— es el más famoso caso real de eso que en Francia llaman niños-lobo: pequeños abandonados durante su temprana infancia (antes, por tanto, de haber podido desarrollar las habilidades que exigen la atención de un niño de corta edad por parte de los adultos) en algún rincón donde la naturaleza todavía permitía una existencia en completo aislamiento. Como se sabe, este tipo de casos fue poetizado por Rudyard Kipling bajo la forma de su personaje de Mowgli, el «cachorro de hombre», en sus cuentos de El libro de la selva. Entre los muchos casos de la crónica histórica más o menos sensacionalista, el más famoso es el de Caspar Hauser, un muchacho de 17 años que en 1828 fue abandonado en una plaza de Nuremberg con una nota más misteriosa que aclaratoria y que, desprovisto también del habla, reunía las mismas características de haber llevado una vida en el más completo abandono de todo trato social que Victor. El suceso tuvo un eco inmenso y daría origen, por ejemplo, a una buena novela de Jakob Wassermann (1908) y a una excelente película de Werner Herzog (1974).
La historia de Victor sería dada a conocer por el doctor Itard en dos informes dirigidos a las autoridades, pero también al público, que vieron la luz en 1801 (a los pocos meses de iniciar su labor, todavía embargado por el optimismo) y en 1806 (cuando ya era evidente que los progresos de Victor no habían dado el fruto perseguido y que el muchacho, adquiridas unas destrezas básicas, nunca recuperaría los años perdidos).
Itard se fijó el objetivo, como es natural, de que el niño superara esos años perdidos, básicos en la formación de toda persona, haciéndolo progresar desde el estadio de animalidad en que fue hallado hasta la plena consecución de la humanidad que late incluso en el ser más abandonado. Lógicamente, para ello tenía que estimular en Victor el progresivo abandono del único objeto que había tenido su vida en esos años: la mera supervivencia y por tanto la concentración en una serie de hábitos para los cuales se había bastado a sí mismo, sin necesidad de ningún otro contacto con un semejante. Sus consecuencias habían sido el desarrollo de un instintivo solipsismo (llamarlo egoísmo, al menos, al principio, no es del todo exacto), la atrofia de las emociones y, desde luego, la ausencia del lenguaje.
El principal éxito de Itard —o tal vez, la confirmación de que la lucha en plena naturaleza exige un mecanismo tan preciso que, una vez que se deja oxidar, es imposible volver a engrasarlo— fue que, en efecto, Victor acabó acostumbrándose, tras el rechazo y el ensimismamiento inicial, a vivir en sociedad con los hombres, incluso hasta la dependencia. Es más, desarrolló ciertos comportamientos afectivos, sobre todo hacia la bondadosa señora Guérin, siendo el símbolo principal de todo ello su acceso al llanto, una característica que distingue al hombre frente al animal. Sin embargo, el estímulo de la inteligencia fue una labor mucho más difícil. Itard consiguió que éste avanzara en el uso de los mecanismos de resolución de problemas, pero nunca consiguió superar un muro infranqueable: el acceso al lenguaje. Aunque en teoría no había impedimento fisiológico, Victor nunca consiguió desarrollar el lenguaje oral elaborado, más allá de la producción de algunos sonidos, y tampoco dominó la escritura. Algún resultado puntual despertó la euforia de Itard, pero pronto acabó aceptando que para Victor nunca existiría la adecuada comprensión de la relación entre signo y objeto: en todo caso, el niño adquirió una mecánica aprendida a base de continuas repeticiones y debido a la enorme insistencia de su maestro en toda clase de pruebas, lo que ocasionalmente provocó en su alumno crisis de desesperación, que bajo la mirada de unos ojos modernos bien pueden pasar por verdaderas crisis existenciales. ¿Llegó el pobre Victor a advertir su otredad esencial, su incapacidad para superar esa terrible barrera que años de vida en abandono impusieron sobre sus capacidades sensoriales e intelectuales? La lectura de los dos informes de Itard llega a ser sobrecogedora: por debajo del lenguaje preciso y científico, y aun así literario, del admirable doctor, late una tristeza básica al advertir que el niño y él están reviviendo una variante del mito de Sísifo.
Se suele señalar que si a Truffaut le interesó el caso fue por su preocupación por el tema de la educación, por la formación del ser humano en cuanto animal social, como muestra la serie de películas que dedicó a ese personaje, Antoine Doinel, cuya inquieta niñez abordó en su alabada ópera prima, Los cuatrocientos golpes (1959), y al que siguió a lo largo de cuatro títulos más a medida que por él pasaba el tiempo, y la vida, hasta abandonarlo en 1978 con El amor en fuga. La alusión no es ociosa: El pequeño salvaje está dedicada (a Truffaut, y en general a la nouvelle vague, les encantaba dedicar películas como hacen los escritores con sus libros: es una reafirmación de la autoría, claro) a Jean-Pierre Leaud, el actor que encarnó a Doinel en ese ciclo.
El guión escrito por Truffaut y su habitual colaborador Jean Gruault comienza por el hallazgo del niño salvaje en el bosque, su captura y traslado a una institución —en este caso, un hospital para niños sordomudos de París: el auténtico Itard consagró el resto de su vida a esos pacientes—, donde se convierte en un fenómeno de feria para los burgueses ávidos de distracciones del Consulado, y finalmente su entrega a Itard y los meses iniciales del proceso educativo. Este proceso está compuesto por una selección de episodios extraídos de los dos informes de Itard, y en especial de los diversos experimentos de aprendizaje con los cuales el buen doctor intentó estimular en el pequeño la resolución de retos y el acceso a la relación entre signos y objetos, a los que Truffaut vuelve una y otra vez, creando en el espectador la curiosa sensación de que está siendo tratado por el cineasta como si lo considerara una proyección del mismo Victor.
El pequeño salvaje comienza con una imagen de aliento pictórico que muestra a una campesina recogiendo setas en un bosquecillo frondoso, cuyos árboles casi no dejan pasar la luz, y que será la que se vea sorprendida por el acecho del niño salvaje y dé la voz de alarma. Esos minutos iniciales son fundamentales para comprender la profundidad del conflicto a que se verá sometido el pequeño: en ellos, la cámara de Truffaut lo sigue mientras olisquea el contenido de la cesta, bebe de un arroyo, trota por doquier y finalmente se sube a un árbol, y el objeto es convencernos de la completa integración del niño con la naturaleza, como remarca muy bien la extraordinaria fluidez (dramática al tiempo que visual) de ese travelling hacia atrás que lo muestra en todo lo alto de un árbol, confundido con el mismo bosque. Es una lástima que el estupendo efecto se estropee un tanto por el redundante cierre del iris sobre el pequeño: aunque Truffaut declaró que su propósito era evocar el cine mudo en consonancia con el primitivismo que envuelve la odisea del pequeño, lo que parece es que quiere asegurarse de que el espectador ha entendido bien esa integración entre hombre salvaje y naturaleza, de acuerdo con su debilidad por el subrayado.
El pequeño salvaje, hay que decirlo ya, es sin lugar a dudas un encomiable ejemplo de cine con un propósito moral, esto es, que no se rebaja al moralismo complaciente ni incurre en la mera pretenciosidad intelectual, sino que sabe desarrollar su poética al saber servir unas ideas por medio de un discurso visual y narrativo adecuado. De hecho, es uno de los films más bellos de un director que normalmente fue más tosco de lo que suele decirse. Lo cual no quiere decir que sea una película del todo conseguida, pues es víctima tanto de las insoslayables contradicciones de planteamiento como de la falta de ductilidad de su director a la hora de equilibrar los distintos matices que exigía la ambición de aquél.
Por definición, L’enfant sauvage se erige, conscientemente, como una película «pequeña», tanto por el presupuesto ajustado como por el propio tono, totalmente alejado de la grandilocuencia, con que Truffaut aborda el caso de Victor del Aveyron. El director pretende realizar un acercamiento austero —«científico»— al caso del pequeño, carente por tanto de ornatos (la ambientación de época, por ejemplo, diríase jansenista), una especie de documento entre social y antropológico. Pero esa concisión narrativa y visual se ve contradicha por una serie de debilidades propias de quien intenta resultar demasiado refinado. Por ejemplo, la elección musical de (magníficos) temas de Vivaldi ya inviste a la película de una aureola de obra «culta» que en sí misma es una convención. Del mismo, la fotografía de Néstor Almendros, aunque en líneas generales ofrece una concepción plástica al mismo tiempo bella y contenida, también incurre en ocasiones en efectos demasiado esteticistas. Por ejemplo, en casi todas las ocasiones en que deja su marca personal: el uso de las velas como fuente de iluminación natural del plano. Hay que recordar que Truffaut convocó al cubano para tres películas que suelen ser clasificadas por sus incondicionales como el «ciclo de las velas»: ésta, la decepcionante Diario íntimo de Adele H, de 1975, y la en cambio memorable La habitación verde, de 1978.
Es evidente que el tema de ese niño ensimismado a quien un pedagogo intenta llevar hacia la luz de la comprensión del mundo por medio de la comunicación no puede sino traer a la memoria de todo cinéfilo el gran clásico a este respecto que es El milagro de Ana Sullivan (1962, Arthur Penn). Es más, en determinadas escenas, las reminiscencias son notables, como por ejemplo aquélla en que el doctor Itard y su buena ama de llaves se proponen enseñar a Victor los rudimentos básicos del uso de los cubiertos y del comportamiento en la mesa: el niño, como es lógico, rechaza de entrada esos objetos que tanto lo molestan para acceder a los alimentos, y por un momento el espectador piensa que está a punto de contemplar la repetición de la celebrada secuencia en que la protagonista del film de Penn, Ana Sullivan, se encierra con la pequeña Helen en el comedor progresivamente devastado de la casa de los Keller, hasta conseguir que aquélla coma con tenedor… y doble «su propia servilleta», como repite alborozada su madre ante el relato de la extenuada educadora. No es así, sin embargo, porque Truffaut corta enseguida la escena, pero es buen ejemplo de esa soterrada tensión que, de modo inevitable, existe en las imágenes de su film entre la contemplación desapasionada y «científica» de la educación de Victor y la obligada implicación emocional de quienes asistimos a ella.
El film de Arthur Penn convierte la emoción en un ingrediente básico de la historia, en un elemento constitutivo del camino hacia la luz que Ana Sullivan emprende con Helen Keller, lo cual no resta un ápice de verosimilitud racional a su proceso de enseñanza. No pretendo señalar que El milagro de Ana Sullivan sea superior por esta razón a El pequeño salvaje (aunque, eso sí, considero que el film norteamericano es una inolvidable obra maestra), pero sí que esta falta de tensión es una de las razones de que el título de Truffaut no solo no esté a su altura, sino de que, en último extremo, resulte menos necesario de lo que merecía. No en vano la re-humanización de Victor, por definición, estriba también en extraer de su interior esas emociones que conforman lo humano, con lo cual la frialdad expositiva de Truffaut no siempre es adecuada. Lo cierto es que ambas perspectivas podían haber sido perfectamente compatibles, pero eso, como he señalado líneas arriba, hubiera exigido en el cineasta una ductilidad que éste, es evidente, nunca tuvo. Tal vez por ello, y es sin duda su mayor defecto, en El pequeño salvaje se echa en falta una mayor fuerza.
Y es que la gran paradoja de este hombre es que, siendo un hombre acreditadamente apasionado en su vida privada, y firmando un buen puñado de películas en las que la pasión es componente fundamental, su cine desprende una frialdad marmórea que distancia considerablemente de sus propuestas, tanto más teniendo en cuenta el profundo academicismo de su forma de narrar. Es por ello que esta opción anti-emocional de El pequeño salvaje a ratos es conscientemente pertinente, pero en otros solo parece el habitual defecto de su cine. (Última paradoja: de modo irónico, su obra maestra, la antedicha La habitación verde, posee esta condición en buena medida gracias al uso que consiguió extraer de la tensión entre el desgarro y el aliento mortuorio que demandaba el magnífico relato de Henry James que adapta, consiguiendo así además realizar la más original y sentida versión de una obra de este autor vista en el cine.)
En este sentido, es fundamental la decisión de Truffaut de encarnar él mismo al doctor Itard. Era la primera vez que (fuera de pequeñas colaboraciones de figuración o de voz en otras películas suyas) el cineasta se ponía delante de las cámaras para hacer de actor, algo que luego repetirá en dos ocasiones dentro de su filmografía (La noche americana, de 1972, y, significativamente, la misma La habitación verde, donde se sacó el mejor partido de las tres experiencias), más su famosa colaboración a las órdenes de Spielberg en Encuentros en la tercera fase (1977). Faceta ésta que contribuiría a otorgarle una popularidad más allá del mero círculo de cinéfilos, al dar un «rostro» a su nombre, del mismo modo que, por ejemplo, sucede con John Huston o, en otro sentido más icónico, con Alfred Hitchcock.
Es evidente que las imágenes de El pequeño salvaje denotan claramente a un no-actor, circunstancia de la que el mismo Truffaut debió de ser claramente consciente. En primer lugar, remarca así la intencionalidad «documental» de la película: el director que la impulsa se introduce dentro de ella para subrayar el efecto-realidad que persigue. Por otra parte, la lógica inexpresividad del director-actor asimismo refuerza el propósito de evitar toda tentación emotiva: desde el interior del plano, Truffaut refrena cualquier tentación de ese tenor, de tal modo que nunca se produce lo que hubiera sido natural, incluso tópico, esto es, la identificación del público con el personaje de Itard. El director aquí sí consigue un efecto admirable: la ecuanimidad del espectador al juzgar a los dos personajes centrales, sin tomar partido por ninguno de ellos.
En sus manos, el doctor Itard es un hombre impelido sin duda por un noble propósito de regeneración social (en adecuada sintonía con el concepto que defendió la Ilustración acerca de la educación como motor del progreso humano), pero cuyo comportamiento lo semeja a un hombre-máquina incapaz de ninguna emoción (de hecho, recuérdese que el Romanticismo, que surgía por aquellos mismos años, nació en buena medida por el rechazo a esa falta de aliento vital que muchos encontraron en el arte y la filosofía de las Luces).
En sus informes, y pese a su celo científico, el verdadero Itard no deja de mostrar su muy humana implicación personal: su desaliento, su efímero triunfalismo, su dolor ante el estancamiento de su protegido… La expresividad mecánica de Truffaut, incluso su dicción cuando nos dice que se siente alegre o desalentado según las reacciones de Victor, parecen convertir estos sentimientos en un mero formulismo. (De ahí el grave error que suponga, en este caso concreto, contemplar la película en su versión doblada: la voz de terciopelo de Manuel Cano, de inflexiones tan bellas como cálidas, aporta a Itard, con sólo escucharlo, un hálito humano que en el original no existe.) Así las cosas, ¿quién es más incapaz para las emociones: Victor o su maestro? No es casualidad que, en cambio, la actriz Françoise Segnier aporte una afectuosidad muy natural a su personaje de la señora Guérin: en este caso, el contraste está muy conseguido.
Casi lo mismo que sobre Truffaut se podría decir del joven actor que encarna a Victor, ese Jean-Pierre Cargol del que solo aparece acreditado un trabajo más (y muy secundario) en la imprescindible imdb, y del que no poseo ninguna referencia. Se comenta que el verismo alucinado de Bruno S., el actor elegido por Herzog para su mencionado Caspar Hauser, se debe a la propia inestabilidad del intérprete, que lo llevó a pasar los primeros veinte años de su vida por diversas instituciones mentales. Ignoro si el pequeño Cargol es una afortunada elección de casting o un niño con alguna característica particular, pero su interpretación (o no-interpretación, por mantener la asociación con su mentor) es de una verosimilitud excepcional. Su forma de mirar como si fuera incapaz de poder detener sus ojos en parte alguna, de prestar atención a cualquier sonido de la vida social cotidiana —Itard le dice a la señora Guérin que el niño «nos oye sin escuchar y nos mira sin ver», indicando así cuál es la meta que se ha forjado con respecto a él—, de moverse como un hurón, de malaprender a caminar o a asir los objetos, de mostrar una intuición natural (iba a decir animal) para el aprendizaje mecánico… Todo ello conforma una gestualidad que diríase instintiva y no estudiada: vamos, como si Jean-Pierre Cargol no hubiera existido en realidad y fuese el seudónimo del verdadero Victor del Aveyron, trasladado por alguna mágica aberración en el tiempo y en el espacio al plató de Truffaut.
Truffaut cierra su historia en un momento de relativo optimismo, con el regreso del niño a la casa de Itard, por propia voluntad, después de haber estado unos días fugado (y el director no puede evitar la inserción de un elemento que busca la emotividad, al inundar la imagen con el delicado y maravilloso largo del Concerto per flautino en do mayor de Vivaldi: ay la contradicción). Pero sabemos que el auténtico Victor no llegó a integrarse nunca en la sociedad: después de los primeros avances celebrados por Itard llegó el estancamiento que también éste avanza en su segunda memoria. El gobierno mantuvo una pensión para su cuidado, y así pudo permanecer el resto de su vida con la señora Guérin, muriendo en 1828, sin haber alcanzado siquiera el medio siglo de edad.
¿Es posible que, al final, tanta austeridad visual y emocional, tanta reconcentración en lo científico, tanta contención en los sentimientos, sea la forma mediante la cual el director nos transmite su triste pesimismo, su dolorosa constatación de que la educación, el progreso a través de la ciencia, no lo puede todo? De hecho, las imágenes más imborrables de la película son aquellas que remarcan la soledad del niño, eterno nostálgico de esa naturaleza de la que le arrancaron, el único lugar donde él se sentía verdaderamente completo aun en su vulnerabilidad y del que, eso sí, se sabe desposeído para siempre: como Truffaut indica con su final, allí ya no podrá volver. El Itard real observa que el momento más placentero del niño es cuando combina dos placeres simultáneos: el de beber agua (su bebida favorita, buena imagen de su alma primordial) mientras contempla el sol (tal vez su único amigo) sobre los campos. Lo muestra bien el bello plano simbólico que he seleccionado para cerrar este comentario: en él no vemos el rostro del niño con el vaso en la mano que mira el jardín (la naturaleza), pero bien lo podemos imaginar embargado, aunque no sepa expresarlo con gestos, por la melancolía, mientras el sabio se concentra en su ciencia y en la minuciosa redacción de su informe sobre unos progresos que no van a avanzar más.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: El pequeño salvaje / L’enfant sauvage. Año: 1970.
Dirección: François Truffaut. Guión: François Truffaut y Jean Gruault, según los informes del doctor Gruault. Fotografía: Néstor Almendros. Música: composiciones de Antonio Vivaldi. Reparto: Jean-Pierre Cargol (Victor), François Truffaut (Dr. Itard), Françoise Segnier (Señora Guérin). Dur.: 83 min.
Kipling era un imperialista racista británico por el que no siento ninguna simpatía. Me atrae mucho más François Truffaut, que me evoca a un personaje que sí que me cae simpático, el filósofo Rousseau. Escribió varios libros sobre el tema. Quizá el más rebelador es «Emilio o sobre la educación». Los que nos dedicamos a este gremio sabemos de la importancia que tiene la naturaleza o el medio más próximo para el niño, que no tiene por qué estar enjaulado en una aula. Jo mismo he dado clases en el campo, la montaña o el monte pero , claro está, en pueblecitos con pocos alumnos y he aprendido cosa que no sabía, como reconocer si una seta en comestible o no, o encontar espárragos o hierbas para infusiones silvestres. Es muy placentero. Lo malo es que no se puede llevar a la pràctica en grandes ciudades.
También es un placer encontarte con niños de pueblo tan ingenuos como buenos. Pienso que Rousseau tenía al menos parte de razón. Somos buenos por naturaleza pero la civilización nos corrompe.
La película de Triffaut me encantó. Lástima que posteriormente se hiciera «comercial» y dejara este tipo de cine. Podríamos decir que él también se corrompió ya que se vendió a la industria.
Saludos.
Caramba, Regí, en esta ocasión estoy bastante en desacuerdo contigo: mis simpatías por Kipling son completas. En primer lugar, porque siendo, en efecto, un escritor nacido en un contexto muy concreto, la magnífica densidad, incluso ambigüedad, de su obra es producto del choque entre su evidente acuerdo con el dominio inglés sobre la India (lugar donde había nacido y que, al contrario que sus críticos, conocía y amaba de primera mano) y su nada racista respeto por su infinita riqueza y complejidad. Sus protagonistas, desde luego, no son meros racistas imperialistas (si lo son, lo normal es que perezcan ante un mundo que no comprenden), y en cualquier caso, él es la demostración de que el talento, por fortuna (de lo contrario el arte sería muy aburrido), no depende de la ideología. No sé cuánto has leído de Kipling, pero si te animas a darle una oportunidad, ya verás cómo sorprende.
En cuanto a Truffaut, no me parece que se vendiera a la industria. Al contrario, yo creo que de principio a fin hizo el cine que quiso hacer: a mí me parece que de «Tirad sobre el pianista» y «Jules y Jim» (su segunda y tercera película) a «El último metro» o «Vivamente el domingo» (de las últimas) no hay gran diferencia. Para mí, que no me gusta mucho este director, ni siquiera de calidad. Su paso por Hollywood, si te refieres a eso, se reduce a su papel para Spielberg, que lo llamó yo creo que más bien por simpatía cinéfila: Truffaut siempre ha caído bien en ese sentido.
Por lo demás, en lo que dices sobre los niños y su medio sí coincido: sobre todo, la clave está en tratar de no reducirnos siempre a lo mismo. En cualquier caso, «El pequeño salvaje» deja un aroma de lo más agridulce sobre la educación, sus posibilidades… y sus límites.
Un abrazo.
Bueno, no está mal discrepar un poco. La verdad e4s que de Kipling he leído muy poco y ha sido via Walt Disney, cuentos infantiles, que me han gustado, como «El libro de la Selva». Siendo Premio Nobel, no cabe duda de que escribía bien, pero… era un imperialista neto y convencido, hijo de militar británico colonial. Estos soldados se dedicaban a aplastar las revueltas populares y a hacer posible el expoolio al que Ganhhi se oponía. No me pueden caer bien estos tipos por muy bien que escriban. Marineti era un italiano futurista de mucha fama, pero era fascista. Por tanto paso de él. Prefiero a Camus o a Orwell que nacieron en sus respectivos imperios, el francés y el británico, pero eran antiimperialistas y lo demostraron con hechos. Además eran buenos escritores. Prefiero leer a estos. Quizá está muy politizado, pero no puedo evitarlo. Leni era una cineasta excelente, admirada por Chaplin. Pero hizo documentales de exlatación del nazismo. Tengo sus pelis, pero no los soporto. Técnicamente impecables pero nazis a más no poder. Hay mucho donde elegir. Prefiero escoger entre aquellos que considero moralmente admisibles. Sobre el imperialismo, he visto cabezas de nativos cortadas por los soldados. No soporto el colonialismo agresivo ni tampoco el paternalista, que es el de Kipling. Tagore es un hindú, Premio Nobel tambien que fue traducido al castellano. Prefiero leeerlo a él y no a un señor que estaba allí explotando a la gente.
Sobre Truffaud creo que estoy influenciado por una revista-cartelera que compré durante años. Era la «Cartelera Turia». Siempre estufo con el director francés hasta que se fue a EEUU y – según ellos- se vendió. Yo, que era más joven e influenciable que ahora me lo creí. Tendría que volver a ver alguna peli para comprobar. «Los 400 golpes» me entusiasmó y aún la recuerdo, lo mismo que la del salvaje porque dio la casualidad de que la vi mientras en Magisterio estudiaba a Rousseau. Pero bueno, todo es matizable y vamos cambiando. A veces me ha pasado que una peli que me gustó en su día ahora no la aguanto, aunque suelo ser bastante constante.
Últimamente he estado releyendo y meditando sobre «Lolita» de Nabukov y «Muerte en Venecia» de Mann, y he llegado a la conclusión de que tienen muchos paralelismos. Me gusta comparar pelis o novelas y darle luego a las teclas para el blog.
Muchas gracias por tu interés. Igula leo algún cuento de Kipling en inglés para practicar, y si es demasiado complicado, me paso al castellano.
Un abrazo.
Por supuesto, Regí, sin discrepancia todo es mucho más aburrido. Pero una puntualización sobre Kipling. Su padre, realmente, era el director de la Escuela de Artes y Oficios de Lahore; es decir, un funcionario encargado de una labor cultural y no un violento represor de revueltas indígenas. En España tuvimos 40 años de dictadura franquista, y mucha gente nació ya dentro de ella y se convirtieron en funcionarios, lo cual supongo que no los convierte (salvo al que ya de por sí tenga esas inclinaciones) en furibundos represores de la libertad: por ejemplo, y en lo que respecta a mi profesión, ¿los maestros que trabajaron bajo las leyes de Franco -y sus programas de estudios- son cómplices inmorales del dictador? Hombre, supongo que más de uno extralimitaría su labor y trataría de convertir a sus alumnos en incondicionales del régimen… lo cual, teniendo en cuenta cómo los niños suelen reaccionar a toda imposición de los adultos, ayudó a provocar la aparición de una generación que nada quería saber de dictaduras.
Precisamente te animo a leer la obra de Kipling porque es perfecta para comprender las contradicciones del imperialismo incluso en quienes honradamente pensaban realizar un servicio a las poblaciones sobre las que su país se había impuesto. Por cierto que Orwell fue un gran admirador de Kipling y escribió varios ensayos sobre él… un Orwell que conocer bien el contexto de la vida y la literatura de Rudyard pues también había nacido en la India. Es más, incluso llegó a enrolarse en la policía imperial de Birmania, con lo cual un purista podría señalar que fue «peor» que Kipling, cuya única arma fue la pluma. Eso sí, como es bien sabido esa experiencia militar terminó por forjar el hondo anti-imperialismo de Orwell. No hay nada como conocer las cosas de primera mano.
Coincido contigo en nuestra evolución como lectores o espectadores, y cómo muchas veces resulta «fastidioso» descubrir que ha cambiado nuestra valoración de una estimación particular (incluso para cambiar radicalmente de signo). Eso sí, a lo largo de los años he mantenido el mismo aprecio por esas dos novelas de Nabokov y Mann que relacionas. Ambos escritores me encantan, sobre todo el segundo, al que conozco más, y que es otro ejemplo magnífico de personaje que supo aprovechar sus contradicciones para mejorar como persona: fue un furibundo defensor de la lucha de Alemania en la Primera Guerra Mundial en cuanto portavoz de la Kultur (la cultura) frente a los bárbaros ingleses y franceses… y sin embargo, como sabes, terminó convertido en uno de los más notorios fustigadores del nazismo, tanto más admirable por cuanto su posición social, incluso su conservadurismo ideológico, en principio no parecía presagiarlo.
Desconocía cual era exactamente el trabajo del padre de Kipling. Ya leeré algo de él. Yo también conozco mucho mejor a Mann que a Nabokov, que solo tuvo éxito con «Lolita». Mann fue premio Nobel. Empecé a leerlo porque era wagneriano y, efectivamente, evolucionó en sus ideas a pesar de pertenecer a la gran burguesía y haber sido partícipe de ideas reaccionarias.
Saludos.
Para intentar terciar en esta controversia, si ello es posible, sólo quiero recordar que el padre de la revolución proletaria, el antiimperialista Carlos Marx, fué un ENTUSIASTA (las mayúsculas son adrede) del colonialismo británico, pues sacó del atraso (sic) a pueblos que de otro modo continuarían muriéndose de hambre mientras las sagradas vacas engordaban. Esto lo dijo Marx, no yo. En cuanto a Truffaut, mi estimado José Miguel, no comprendo su antipatía: vamos, corrijo, su exagerada antipatía (no es obligatorio que le simpatice). ¿Que tenía fallas de tipo técnico? De acuerdo. Que se portó muy mal con Carlos Saura en Cannes cuando éste presentó «Peppermint Frappé»? Más que de acuerdo. Pero a pesar de su izquierdismo, común a los nuevaolistas, más me sorprende su colaboración con el burgués Spielberg, aunque ellos ya habían roto lanzas a favor del cine yanki. Es cierto, como a usted, me gusta más el Truffaut cinéfilo que el Truffaut cineasta (también de Scorsese digo lo mismo). El Truffaut humilde que no se atreve a llamar «Hitch» al maestro inglés sino «Monsieur Hitchcock». Pero no puedo compartir su pasión por los doblajes españoles hasta el punto de decir que prefiere «la voz de terciopelo de Manuel Cano, de inflexiones tan bellas como cálidas» a la voz original de Truffaut. Si no fuera porque me ha dado en otros contextos muestra de ecuanimidad diría que esto es ensañamiento.
Una breve acotación: a pesar de que me encanta cuando Almendros le dice a Joaquín Soler Serrano que le gustaban más las películas que veía en Cuba que las que veía en España por el asunto del doblaje franquista, hay que puntualizar que Almendros no era cubano. Era español. De Barcelona. Y no de mi Barcelona de Venezuela, capital del estado Anzoátegui, sino de Barcelona, España, la misma de Isabel Coixet, de Josep Carreras y del Barça.
José Manuel: ¡aprendí muchísimo con este post!
P.S.: ¡Como que en vez de terciar en una discusión abrí fuego en otro frente… pero los míos son fuegos artificiales. Como «Day by Night», llamada en Francia «La noche americana»
Saludos.
Querido Franklin, me encanta que rescates alguna entrada antigua, y que reanudes la pequeña controversia que provocó como si la hubiéramos tenido ayer. Es cierto que la filmografía de Truffaut, en líneas generales, me gusta poco, aunque quiero creer que no por ello mis comentarios denotan una «exagerada antipatía»… bueno, salvo cuando recuerdo o leo comentarios laudatorios sobre «Jules y Jim», que reconozco que es una de mis bestias negras. No conocía el incidente entre Truffaut y Saura (¡es otro director que me gusta poco, de modo que aunque el primero hubiera sido el hombre más desconsiderado del mundo con el segundo, no por ello habría incrementado el rechazo que me produce!). Y mi pasión por el doblaje ya sabes que ahora mismo está en punto muerto, aun cuando sigo pensando que Manuel Cano otorga a Truffaut una elegancia que este no tiene en el original (con lo cual, como es habitual en el doblaje, añade unos matices inexistentes, y por ello vuelvo a insistir que lo mejor es verlo en su idioma nativo).
Un abrazo, y que continúe la revisión de artículos. Nada más estimulante que repasar lo que uno ha escrito: algunas cosas incluso las había olvidado 🙂 .
José Miguel: comienzo de nuevo porque se me”voló” la página y tuve que reescribirla en Words Office. Seré por tanto más breve.
En 1968 el Director de la Cinemateca Francesa, Henri Langlois fue destituido por el ministro de Cultura de De Gaulle André Malraux. Eso desencadenó una protesta del mundo cinematográfico francés que llevo a la calle no sólo a Chabrol, Truffaut, Godard, etc, sino también a Daniel Cohn-Bendit, Luis Buñuel, Orson Welles, Kubrick, Chaplin, y hasta el Festival de Cannes. En la prensa de Caracas leí que François Truffaut se subió al escenario el día en que Saura presentaba “Peppermint frappé” por España y arrancó la pantalla, impidiendo que el Festival continuara. No fue la primera vez que hizo algo así con los españoles: leí también en la prensa local que cuando Juan Antonio Bardem Presentó “Muerte de un ciclista, Truffaut protestó airadamente por considerarla “un panfleto franquista”… ¡cuando se sabía que Bardem era comunista y en la película se pretendía denunciar, aunque tímidamente, el estrato oficial de la España de 1968!
De ahí salieron caldeados los ánimos para lo que se conoció luego como el “Mayo Francés” del 68, que no derrocó a De Gaulle, pero marcó una ruptura entre la juventud universitaria, afín a las protestas y al maoísmo-castrismo-guevarismo-trotskismo, y la izquierda tradicional representada por los sindicatos y el PC, en una ola que llegó hasta Venezuelacon la Renovación Académica de la Escuela de letras de la Universidad Central y la división del Partido Comunista Venezolano y la creacióndel MAS, un oartido Socialista revisionista y democrático que llevó a Rafael Caldera a la Presidencia y luego de un breve apoyo se deslindó de Chávez y sus adláteres..
De modo que “nuestro” Truffaut no era ningún niño de pecho ni se andaba con chiquitas. De ahí mi asombro cuando lo veo como actor en una película totalmente comercial, dirigida por el “rey Midas” de Hollywood, como fue considerado Spielberg, en “Encuentros cercanos del tercer tipo”, un film que además, (a juzgar por las afirmaciones de Alejandro Amenábar) en ese momento un creyente sincero en los extraterrestres.
¿Dónde encaja en esto Truffaut, un “progre”, un “intelectual”, un lector de Sartre, nada sospechoso de esoterismo ni de “derechismo” (sea lo que sea que signifique esta palabra) y sí de buen sentido francés, muy refinado, volteriano e intelectual? La única respuesta que me ha convencido, y no del todo fue su cinefilia.
Y si eso es verdad, lo honra. Y a mis ojos, lo redime de (casi) todos sus errores. Pues ¡qué se puede esperar de un director que llegó a decirle a su alter-ego Antoine Doinel en “La noche americana“:
“El cine es más hermoso que la vida”!
Gracias por la detallada exposición. Conocía lo agitado que fue el festival de Cannes del 68, pero no recordaba que el cineasta al que le pilló en medio fue a Saura. Por cierto, completamente de acuerdo con la frase de Leaud en «La noche americana».
¡La frase no fue de Léaud, que andaba despechado de la novia que lo dejó por un extra (recuerda que es un film dentro de un film), sino de “el director”, interpretado por Truffaut, quien lo convence de que vuelva al trabajo y luego se «empata» una noche con Jacqueline Bisset! ¡A confesión de parte relevo de pruebas!
¡Anotado! Buf, creo que sería hora de volver a ver «La noche americana», que hace más de media vida que no lo hago…
alguien sabría responderme escenas de condicionamiento clásico y operante de la película y escenas de ensayo y error de la película el pequeño salvaje?
Pues doy vía a la petición por si alguien entendido en estas cuestiones (por desgracia, no es mi caso 😦 ) lee el artículo y atiende a tus preguntas.