Rumer Godden (1907-1998) es el nombre de una escritora inglesa que se crió en la India (donde vivió hasta 1945), país que aparece sobradamente recogido en su literatura. No he leído nada de esta autora —no he tenido ocasión—, pero su nombre está en la raíz de dos películas de gran importancia. Una de ellas es un clásico incontestable de la historia del cine (para muchos, una de sus cumbres): El río (1951). La otra es, todavía, eso que se llama film de culto, concepto hoy día trivializado por su excesivo uso (se le aplica a cualquier película que le guste mucho a alguien que tenga donde escribirlo), pero que en tiempos se usaba para referirse a esos títulos ignorados o menospreciados y que de pronto redescubre un grupo reducido de cinéfilos: se trata de Narciso negro (1947). Sin haber estado nunca en este país, las ficciones y la lectura de su historia (que, como bien se sabe, es otro tipo de literatura) ha despertado en mí una notable sugestión que, sospecho, poco tiene que ver con la India real. Hace tiempo dediqué un comentario al imaginario occidental sobre este territorio (sospecho que de los sueños), y ahora añado dos películas muy distintas entre sí a ese visionado. Dos películas que, pese a sus vínculos comunes, son completamente diferentes. Una está rodada en el mismo lugar donde transcurre la acción; la otra recrea sus escenarios en decorados levantados en suelo inglés. Una quiere reflexionar sobre la India de modo realista (aun no pudiendo evitar caer en la idealización); la otra ni lo intenta: se proclama con orgullo como una fantasía onírica.
Ambos títulos, eso sí, son obras muy personales de sus respectivos realizadores. En el caso de Jean Renoir, fue un proyecto que persiguió a lo largo de varios años, desde que leyó la novela de Godden (publicada en 1946), y escaldado por su experiencia en Hollywood durante los años de la II Guerra Mundial, se preocupó por mantener el control sobre su obra, de tal modo que no puede haber dudas de que El río es tal y como él quiso que fuera. En el caso de Michael Powell y Emeric Pressburger, la famosa pareja que formó la entrañable productora Los Arqueros —cuyo logotipo es para mí el más imborrable de cuantos han existido: una colorista diana atravesada de flechas en cuyo justo centro se clava una última saeta—, son dos cineastas que en esos años tuvieron carta blanca para hacer lo que quisieran, no en vano fueron de los pocos que consiguieron exportar su cine a Norteamérica (como Carol Reed, David Lean y Laurence Olivier) e incluso verse reconocido por Hollywood (el presente film ganó dos Oscars, a la fotografía en color y a la dirección artística, ambas excepcionales).
Señalo esto para indicar que, en buena medida, los responsables del resultado de sus respectivas películas son ellos mismos, sin que puedan buscarse más razones. Adelanto ya lo que me parecen ambas. El río es, ciertamente, una película plagada de bellas imágenes y que, en general, se sigue con gran placidez pero que no solo no me parece una obra maestra sino que creo que posee un elevado número de errores que, en el fondo, me confirman que Renoir —que en Francia, a día de hoy, sigue siendo considerado su director «nacional» por excelencia y que tiene más de una película que desde hace décadas es incluida en esas listas de las mejores de todos los tiempos— es un cineasta muy sobrevalorado. En cambio, Narciso negro es una película maravillosa y sobre todo embriagadora en el sentido literal del término: uno de estos títulos que, eso sí, no admiten término medio: o rinden del todo al espectador o me temo que parecerá una tontería bañada en Technicolor.
Toda película debería juzgarse no por lo que pretende sino por lo que finalmente consigue, y estas dos no son excepciones. Dos planteamientos delicados, difíciles, por distinta razón: más sencillo de construir, creo, el de El río; más fácil de conducir al fracaso, como he señalado, el de Narciso negro. En los que es fundamental el escenario indio, si bien de distinto modo. Que comparten, como no podía ser de otro modo, la expresión de una misma tensión: el modo en que Oriente a ratos complace y a ratos contraviene las expectativas de Occidente. La lectura que hace Renoir de esa tensión es, y no quiero hacer juegos de palabras aunque lo parezca, demasiado complaciente; la de Powell y Pressburger es turbia y enormemente revulsiva, y para todos, orientales y occidentales.
El planteamiento de El río es sobradamente enunciado a lo largo de la película por la voz en off que se encarga de narrarla (de modo muy redundante, a todo esto): la vida es un continuo devenir a imagen y semejanza de esas aguas (no se dice nunca, pero son las del Ganges) al borde de las cuales vive la familia protagonista, y cada uno debe encontrar su propio equilibrio hasta llegar a comprender que la tristeza y la alegría, el dolor y la esperanza, son elementos que vienen y van, tropezándose a cada paso con nosotros sin que debamos creer que son conceptos absolutos y que solo uno de ellos regirá nuestra vida. La forma de plasmarlo es a través de las vivencias de un grupo de europeos bien integrados en la India (la familia numerosa a la que pertenece la joven narradora y sus vecinos de la casa de al lado) durante unos meses, del invierno a la primavera, y en especial del despertar a la vida sensual y al amor de las tres jóvenes amigas que centran la atención de la historia.
Narciso negro habla de la imposibilidad de escapar a la influencia de la naturaleza (entendido en su sentido más abstracto, por supuesto) sobre el instinto, y la incapacidad de la razón (o de la fe) para evitarlo. La forma de plasmarlo es a través de las peripecias de un pequeño grupo de monjas enviadas a fundar un convento a un pequeño estado cercano a las montañas del Himalaya, cuya mágica sensualidad las envuelve y atrapa de distinta manera, bajo la mirada cínica pero lúcida del europeo que, como hombre de confianza del gobernante del lugar, les advirtió el primer día de lo que iba a ocurrir.
¿Cómo se narra en imágenes que la vida es un flujo cuyo símbolo son las aguas de un río, esas que, ya nos señaló Heráclito, nunca son las mismas por mucho que nos asomemos día tras día a la misma orilla? En primer lugar, claro, mediante el continuo refuerzo visual de las aguas, de las escalinatas que tanto abundan en la India y que bajan hasta ellas —hay un precioso momento en que Renoir se complace en enseñarnos todo un catálogo de las mismas—, de barcas y hombres guiándolas, de puentes, de personas asomando su rostro a ellas… También, ya lo he dicho, mediante las reflexiones que realiza la narradora, esa niña, Harriet, que al contar la historia ya no es niña sino una mujer (la voz no es la de la joven actriz Patricia Walters), lo cual otorga al relato cierto carácter de recapitulación. En segundo lugar, mediante el continuo diálogo entre la mirada occidental de los personajes protagonistas —uno de ellos, la joven Melanie, atrapada entre dos mundos por ser hija de europeo e india— y el bello, sereno e inmutable escenario indio donde viven y que, continuamente, les habla de ese devenir de principio y final que vuelve a ser principio (ésta es la frase última de la película), y que reflejan de modo emblemático las creencias religiosas hinduistas.
La acción se desarrolla entre la llegada del invierno (el llamado festival de Diwali) y el regreso de la primavera. El acontecimiento que puntea esos meses es la aparición de un forastero, el capitán John, un veterano de guerra que ha vuelto del conflicto con una pierna artificial. El americano llega a la India como una parada más de su existencial vagabundeo por un mundo al que no se ha readaptado desde que la guerra lo mutilara. Pero para Harriet y sus dos amigas, una mayor que ella, Valerie (de 17 años) y la otra, Melanie (hija de europeo e india), el capitán supone una evidente conmoción en un mundo que hasta entonces parecía inmutable. No es mala idea, por ello, mostrar la idea central del film justo en el momento en que esos personajes van a verse sometidos a unas tensiones vitales que ponen en cuestión ese principio de armonía que debe regir la vida: el despertar de las muchachas al amor y a la sensualidad.
Ahora bien, encuentro una grave indefinición en la película, y no pocas contradicciones. A ratos, diríase que el objetivo de Renoir es plantear una especie de documental antropológico —alguien ha medido en 17 minutos los planos e imágenes que reflejan el mundo indio sin influir directamente en la trama— sobre la India, a ratos una mirada fascinada sobre su cultura, a ratos una reflexión sobre la trascendencia que opone el concepto de oriente al de occidente (decantándose sin dudarlo un segundo por el primero, claro), a ratos un cuento familiar, a ratos un relato iniciático de sentimientos, a ratos (cuando se centra en el personaje del capitán John) una crónica existencial… Todas esas dimensiones, por supuesto, podían haber sido perfectamente compatibles y sin duda así lo quería Renoir. Pero el resultado es desequilibrado e irregular: hay momentos en que dan ganas de que se profundice en el desgarro interior del forastero; otros en que a uno le gustaría saber más del conflicto de esa muchacha, Melanie, situada entre dos culturas (y que acaba siendo uno de los menos trabajados de toda la película), etcétera.
Otro problema que le veo a esta película sobre sentimientos intensos es la falta de intensidad emotiva que despiertan sus personajes, en buena medida por los actores, eficaces pero anodinos, empezando por esos padres que pasean por la pantalla sin dejar ningún relieve y terminando por el ignoto actor norteamericano que encarna al capitán, carente de la necesaria aureola romántica que se supone en el personaje (sea por proyección ajena o por su propio conflicto personal), y que por mucho que se queje de su mutilación (literal y simbólica) nunca deja de parecer un muchacho sanote y sin una preocupación en la vida. La misma realización delata a un narrador con poco pulso narrativo —entendiendo por ello la necesaria fluidez con que se suceden los hechos y la adecuada expresión de los estados de ánimo que pretenden despertar en el espectador—, refugiado en la deslumbrante belleza de las imágenes.
Esa es la clave dramática de El río: la belleza se aviene mal con la tosquedad, la densidad con la dispersión dramática, la intensidad emocional con los personajes que no consiguen transmitir emociones, la reflexión cultural con el arrobamiento por lo exótico. Jean Renoir cruza con demasiada facilidad de lo uno a lo otro, y por mucho que la película restalle de bonitos colores y fotografíe parajes y situaciones preciosas (su hermano Claude Renoir tiene mucho que decir en ello), por mucho que el atractivo de la India se filtre en todas las imágenes del film, la sensación final que queda es de haber asistido a un ejercicio intrascendente de fascinación occidental. O dicho de forma resumida: en El río se echa en falta aquello que compensa siempre toda dispersión y justifica toda digresión, la mano de un poeta. Y Jean Renoir no lo fue. Lo que El río parece pedir es a un John Ford, preciso poeta, precisamente, del devenir de la existencia y de la búsqueda del sentido de la vida en las cosas sencillas. Quien conozca ¡Qué verde era mi valle! (1941) sabrá bien de lo que hablo. Eso sí, y como prueba de que aun así creo que es una película que encierra muchas cosas buenas, señalo para finalizar un instante que sí desborda lirismo: ese momento mágico en que el director va mostrando planos sucesivos de todos los personajes sorprendidos a la vez por un lánguido sueño, en pleno día, y que son el preludio de la revelación de que uno de ellos, el pequeño, acaba de entrar en el sueño esta vez eterno…
En cambio, el magistral resultado de Narciso negro se debe, precisamente, a la mano maestra con que el director, Michael Powell, sí sabe aprovechar la conjunción de talentos (el guión —obra de Pressburger—, las interpretaciones, la escenografía, el color, la música) por medio de la labor que, en cine, debe aglutinar todos estos elementos y convertirlos en un conjunto coherente y sugestivo: la realización. Y Powell lo hace con sencillez y convicción: si el planteamiento gira en torno a la invasión de la sensualidad en lo que parecía el apacible mundo de unas monjas —que, claro, antes que nada eran mujeres con un background interior que estaba esperando el adecuado catalizador para volver a aflorar: el lugar perdido en las montañas a donde son enviadas—, diríase que no hay un encuadre, un movimiento de cámara, una mirada de los actores o un acorde de la música que no esté concebido para expresar esa invasión. Powell entiende bien que, con este tema, no hay espacio para la serenidad sino para los sentimientos desatados (lo cual no es lo mismo, cuidado, que el subrayado y el enfatismo, defectos ambos en los que sí incurre El río), por medio de un ejercicio de atmósfera febril que acaba enervando al mismo espectador.
El viento que brama continuamente (¡a 3.000 m de altura no hay un solo cristal en las ventanas!), la excesiva pureza del aire, el color incomparable, la gozosa alegría de los lugareños… ¿Cómo van a resistirse esas monjas, entre las cuales hay al menos dos —la superiora, la hermana Clodagh, y la reputada como problemática, la hermana Ruth— que es evidente que si han ido a parar a la orden no es por fe sino para huir de algo? En este sentido, en ningún momento puede olvidarse que el palacio era el harén de los anteriores gobernantes del reino, que todos llaman todavía la Casa de las Mujeres y que cuenta con una sirvienta (cedida por el general a las monjas), la vieja Angu Ayah, que se considera a sí misma la guardiana del viejo espíritu del lugar: en su primera aparición en pantalla, recorre las todavía solitarias estancias de la Casa mientras se detiene en cada rincón a dejarse mecer por sus recuerdos… y a hablar con sus fantasmas. Y aunque es evidente que el film da una visión negativa de la institución religiosa, no es anticlerical: sencillamente, argumenta que solo los simples/los sencillos (tómese lo que se prefiera) o los que nada pueden esperar de la vida son los que ingresan en la Iglesia. El resto, fracasará dentro de ella.
La película acierta al desarrollar al mismo tiempo en un plano abstracto y en un plano muy concreto esta lucha entre sensualidad y represión, con el matiz de manifestarlo de muy distintos modos según cada una de las monjas: una afortunada idea es que la madura y sencilla hermana Philippa, la hortelana del grupo, plante flores y no alimentos, como una forma de regresión a la infancia. Pero, sobre todo, la hermana Clodagh vuelve a recordar los tiempos de su juventud en que jamás hubiera soñado con encerrarse fuera del mundo —enseguida sabremos que fue un terrible desengaño amoroso el motivo por el que entró en la orden—, y la hermana Ruth busca dar un nombre al indudable malestar, tanto físico como espiritual, que padece (y que, con inteligencia, al contrario que en el caso de la otra mujer, nunca se nos aclarará).
Es la presencia de un hombre lo que revoluciona a los dos monjas, hasta el punto de que la segunda acabará viendo como enemiga a la primera, al intuir en su frío orgullo una barrera contra sus renovados instintos de libertad y, sobre todo, al comprender que es su rival por «su» amor. Este tercer personaje está muy bien interpretado por David Farrar (que consigue transmitir de modo excelente, ante ojos femeninos necesitados, la convicción de una masculinidad independiente y sin complejos, que no incurre nunca en la petulancia machista y que, a su modo agreste, sabe transmitir una recóndita sensibilidad) y está a la altura del interés de los otros dos, pese a que aparece mucho menos en pantalla y, por tanto, apenas llegamos a saber nada de él ni de sus motivos para estar allí. Ahora bien, el actor consigue sugerir con su forma de mirar y de actuar la presencia de un fuerte conflicto existencial, tal vez otro desengaño sentimental como el de la hermana Clodagh. En el duelo de voluntades que se traza entre ellos se encuentra parte de la magia sexual que instila el film y que resplandece en el bello (y, por contraste con el resto del film, sereno) final de la historia.
El aire de superioridad señorial que Deborah Kerr sabe dar a cada uno de sus gestos parece librarla del completo abandono a los sentidos, pese a que la tentación la envuelve enseguida (por cierto, es significativo comparar la enorme sensualidad que desprende la actriz con su otro papel de monja, en Sólo Dios lo sabe, de John Huston, para comprender cómo los directores pueden influir en las interpretaciones de sus actores). Sin embargo, la hermana Ruth carece de esa coraza, de esa protección, y es por ello que la atmósfera del lugar acabará dominándola por completo. En un rasgo genial, la forma en que se cuenta su abandono reviste las formas del puro relato de terror: diríase que la hermana Ruth es vampirizada por el lugar, o poseída por su infernal espíritu, si se quiere. De hecho, el momento en que vuelve a vestirse como mujer sería el equivalente simbólico a la transformación, magníficamente expresada mediante el uso de la luz y el color, y de una gestualidad por parte de la actriz Kathleen Byron, dignos todos ellos de un film gótico.
Narciso negro es un film inolvidable que provoca en el espectador un estadio de inexpresable agitación y que seduce, turba y conmueve, todo a la vez, al tiempo que ofrece una de las más fascinantes miradas sobre ese concepto puramente occidental de la «India milenaria» a la altura de los mejores ejemplares del mismo, desde las novelas de Kipling al díptico languiano formado por El tigre de Esnapur y La tumba india (1959). Además de la obra cumbre de Powell y Pressburger y uno de los mejores títulos del cine británico de todos los tiempos.
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: El río / The River. Año: 1951.
Dirección: Jean Renoir. Guión: Jean Renoir y Rumer Godden, según la novela de ésta. Fotografía: Claude Renoir. Música: M. A. Partha Sarathy. Reparto: Esmond Knight (El padre), Nora Swinburne (La madre), Thomas E. Breen (Capitán John), Arthur Shields (Señor John), Patricia Walters (Harriet). Dur.: 125 min.
Título: Narciso negro / Black Narcissus. Año: 1947.
Dirección y guión: Michael Powell y Emeric Pressburger, según la novela de Rumer Godden. Fotografía: Jack Cardiff. Música: Brian Easdale. Reparto: Deborah Kerr (Hermana Clodagh), David Farrar (Sr. Dean), Kathleen Byron (Hermana Ruth), Flora Robson (Hermana Philippa), Sabú (El joven general). Dur.: 100 min.
Al leer esta entrada del día 4, me digo, en primer lugar, ¡vaya hombre, por fin hay alguien que dice que Jean Renoir está sobrevalorado! Es que si le pones al lado, por ejemplo, de Jacques Becker…
Cuando de joven vi Narciso negro y Coronel Blimp y mis conocimientos como cinéfilo eran limitados, me parecieron películas extrañísimas, con un desarrollo fuera de lo convencional, pero que tenían «algo» distinto. Luego vi Los invasores y me pareció una magnífica película bélica, todavía hoy no suficientemente valorada, con una espléndida banda sonora, nada menos que de Ralph Vaughan Williams. Después, a lo largo de la vida, he ido siguiendo la trayectoria de Powell y Pressburger, y he podido ver películas tan bellas y personales como Sé a dónde voy o A tale of Canterbury, y otras muchas. Entre ellas destaca, ciertamente, Narciso negro, una película absolutamente febril, con una composición cromática fascinante y unos personajes memorables. Sé que para muchos críticos la mejor película de Powell es El fotógrafo del pánico. A pesar de ser excelente, no es la que a mí más me gusta. Otros dirían que Las zapatillas rojas. ¿Tal vez la más inspirada sea este Narciso negro? Posiblemente sí, pero también entre mis gustos, y preferencias, están A vida o muerte (aunque algunos se me echen encima) y las dos películas de la posguerra en blanco y negro que he mencionado antes. Lo cierto es que la poética de Powell (y Pressburger) es única e intransferible en la historia del cine, aunque me temo que poca gente sepa quiénes son estos señoares.
En efecto, Ángel, Jacques Becker también me parece un cineasta muy superior a Jean Renoir (del que fue discípulo y ayudante de dirección), y bastaría «París, bajos fondos», por citar un film de Becker que se mueve en ambientes gratos a Renoir, para acreditarlo. En cuanto a Powell, fue un gran director, con una sensualidad y un sentido de la atmósfera inolvidables. A mí también me parece «Narciso negro» su obra maestra, y también tengo debilidad por «A vida o muerte», que descubrí antes, y por «Los invasores», un film menos recordado pero de los mejores sobre la II Guerra Mundial. Y lo mejor es que me quedan todavía varios de este tándem por descubrir: aunque parezca mentira, todavía no he visto «Coronel Blimp»…
Ya te dije que la primera vez que vi Coronel Blimp me pareció un film rarísimo, que luego he ido comprendiendo, pero que se beneficia de la prestación de un actor fuera de serie, Anton Walbrook. A pesar de su fama, no la tengo entre las películas mejores de Michael Powell. Cuestión de gustos. Lo último que he vuelto a ver de Powell es Emboscada nocturna (I’ll met by moonlight), con Dirk Bogarde encarnando a un personaje tan fascinante como Patrick Leigh-Fermor, que no es tan desdeñable como se dice. A mí me parece una maravilla «Sé a dónde voy», con un personaje femenino inolvidable.
«Emboscada nocturna» la tengo apuntada entre próximas deudas cinéfilas a saldar. Hace muy poco he descubierto la figura de Leigh-Fermor, a partir de sus estupendos libros de viajes de juventud por la Europa de entreguerras. Y la historia de su aventura en Creta, recogida en la película de Powell, sin duda incita a buscarla. Si además me dices que el gran Dirk Bogarde es quien encarna al soldado-escritor…
Con placer he leído (como siempre suele ser) esta última entrega tuya que me llega un poco más que algunas otras por motivos sentimentales y artísticos en varias facetas.
De ‘El Río’ voy a decir poco porque ni recuerdo con exactitud cómo y cuándo la vi, ni me quedó en mente algo sobre ella que pudiera ahora traer a colación, con excepción de lo por ti ahora contado en este escrito. Pero sí querría decir que el gran respeto que Renoir despierta en el vecino país galo es originalmente debedor a su condición de hijo del universal pintor impresionista, como también a esa obra cumbre cinematográfica, gloria nacional, que dirigió catorce años antes, llamada ‘La Gran Ilusión’; canto a esas relaciones humanas que traspasan clases, colores o fronteras.
Pero de ‘Narciso Negro’ sí que te voy a hablar porque es una de mis películas de cabecera que ya desde niño he visto una y otra vez.
Incluso si aparto la película en sí por un momento, siempre me va a quedar el cartel. Uno de los que más me han impresionado y alborotaron mi fantasía de niño. Y aún hoy, con una mirada más crítica, esa perspectiva del campanario con monja en un precipicio causa tal impacto que lo tengo mentalmente clasificado entre mis ‘top 10’… Por cierto, ya te envié el otro día por correo privado mis impresiones de aquel otro que ilustraba ‘Fort Apache’, y es que los carteles cinematográficos y sus dibujantes, simplemente, me apasionan.
Me agrada que hayas escrito que te gusta el logotipo o presentación visual de la productora de Po&Press porque también a mí me agrada, especialmente por lo infantil de su propuesta sin rubor alguno, pues, como sabemos, ‘Archer’ significa ‘arquero’ en inglés. Y sobre quién dirigió la película, ya se ha comentado que tal labor solía ser más bien de Powell, mientras que en los guiones Pressburger llevaba la voz cantante, pero lo cierto es que ambos figuran como tándem directivo y así ha quedado para la Historia.
No me atrevería yo a decir que este filme sea el mejor de Po&Press, habiendo como hay en su cesto, frutas tan deliciosas como ‘Vida y Muerte del Coronel Blimp’, ‘Un Cuento de Canterbury’, ‘Las Zapatillas Rojas’ o ‘Sé a dónde voy’, pero, sin duda, ‘Narciso’ es el más ensoñado y bello y… el más azul. De hecho, cuando fue estrenada, algunos periódicos se atrevieron a resaltar que “…lo único bueno es el color…’.
Y el color sí que se hace innegable en esta película, especialmente ese azul del que hablaba, que ya en el inicio nos cautiva en esa maravillosa vista del Himalaya teñido con el azul del Technicolor de aquellos años de mediados de siglo. Y azul es el cielo, los muros, las transparencias e incluso el ropaje de esa aparición sensual y de enorme belleza que nos acerca con sí Jean Simmons.
Y como el azul es sinónimo de sinceridad, lealtad, sabiduría… me pregunto el papel que ello jugó en la mente del duo creativo, que bien supo trasladárselo al cámara Jack Cardiff, habitual de Po&Press, quien fue premiado con un Oscar por la fotografía de este filme, al igual que el también habitual director de diseño, Alfred Junge.
Otra cosa que también me he preguntado es si el tándem, haciendo gala del más flagrante humor inglés (Pressburger era húngaro), se rió abiertamente del público con la genialidad de presentarnos a David Farrar por medio de su voz narrativa en el más puro acento aristocrático (tengo que ver la versión doblada), para pasar a enseñárnoslo de la forma más ridícula posible; montando un pony y vestido con calzón corto tirando a exhibicionista, sombrero deshilachado de cuatro aguas aderezado con flores silvestres (Farrar, ¿el primer ‘hippie’ de la historia?) y sandalias ataconadas tipo guiri de vacaciones por las playas de la península…
En definitiva, me alegro hayas dedicado tu tiempo a este negro narciso de reflejos azules, y que Powell y Pressburger te agraden tanto como a mí. Tanto, que enterado hace una semana que en UK había aparecido en dvd la serie ‘Espionage’ [1963], de la que Powell dirigió tres episodios, me apresuré a obtenerlos por medio de Amazon. Llegaron antes de ayer y… aún no he tenido tiempo de verlos, pero todo llegará.
Saludos
Fernando
Pd.
Quería apuntar que el título original de ‘Emboscada Nocturna’ no es ‘I’ll met by Moonlight’ , sino ‘Ill met by Moonlight’, pues de la otra forma no tendría sentido. El título español esta vez sí es acertado, pues ‘ill met’ significa algo así como ‘encuentro desafortunado’ o, figurativamente, ‘no salir las cosas tal como estaban previstas’.
Me alegra una vez más que compartamos una filia cinematográfica, Fernando, y Los Arqueros especialmente me producen un gran cariño, aun quedándome por ver unos cuantos de sus títulos, entre ellos ese film que, en efecto, es como tú dices (mi escaso dominio del inglés queda acreditado en el hecho de que yo también creía que era en esa forma verbal ahora advierto que absurda). El personaje de David Farrar, en efecto, aparece vestido de forma impagable, no solo en contraste con ese acento aristocrático que tú reseñas sino con la evidente virilidad que desprende para las mujeres de la película: pero es que el gusto por los contrastes es una de las señas de identidad de Powell y Pressburger. Evidentemente, hay cosas que se quedan en el tintero en un comentario compartido: por ejemplo, la aparición de una juvenil y guapísima Jean Simmons o de ese actor entrañable que es Sabú, al que Powell dirigió en otra de sus joyas, «El ladrón de Bagdad».
Aprovecho para decirte que tu correo sobre «Fort Apache» se me pasó en el vértigo de los días del verano, de modo que aprovecho ahora para darte las gracias por el cartel que me envías, variante del que encontré en la red. La cartelística de cine siempre me ha gustado mucho, pese a que no conozco casi nada sobre el tema: pero el disfrute ya es mucho. En Málaga todavía conocí cines cuyos carteles eran pinturas originales realizadas para la marquesina de la sala: el de «Los diez mandamientos», con la apertura de las aguas del Mar Rojo nunca se me olvidará.
Un abrazo.