Es irónico que el mejor Woody Allen —esto es, el de esta última década suya profesional, iniciada con su salida fuera del confortable escenario estadounidense— sea recibido, por lo común, con displicencia y, lo escribo tras meditarlo seriamente, con resignación. Casi como si molestara que aquel cineasta que para muchos fue una referencia indiscutible de cine culto y sofisticado intelectualmente, o sea, cine con pedigrí, siguiera cumpliendo el mismo ritmo laboral de sus años de apogeo crítico y cinéfilo: una película por cada curso cinematográfico. Lo digo no ya por el menor eco comercial de su cine (no he leído cifras pero, con excepciones antes y ahora, yo creo que sus películas siguen concentrando, más o menos, el mismo número de espectadores) sino por la relevancia crítica y cinéfila que se le dispensa. Estos días, a propósito de su estreno anual, Irrational Man —en verdad irracional que la distribución española no haya traducido el título (que es la presentación de toda obra y su primera definición), como si fuera un blockbuster para adolescentes o público crecidito con mentalidad adolescente—, he procurado leer cuanta crítica he podido (la mayoría a través de la Red: ediciones digitales de periódicos nacionales, revistas de cine directamente concebidas para Internet…) acerca de este film, debido al desconcierto que me ha provocado, y la conclusión que he sacado es que, además de no tenerlo en mucho, la mayor parte de los críticos diríanse que están molestos por «haber tenido» que escribir acerca de él. Menudo fastidio: otra vez el vejete este. Adelanto ya que a mí me ha parecido una película muy interesante, plenamente coherente con el tono cáustico y nada complaciente de su última etapa, pero perjudicada por los defectos del Allen de siempre, en especial su escasa preocupación por la narración visual, aquí más visible por cuanto que la trama obligaba a cuidar más que nunca este aspecto.
He leído (y escuchado) que Irrational Man no parece aportar nada a la filmografía de Allen, pero aquí hago dos incisos. Uno, que esta consideración, si acaso, uno puede hacérsela (y en mi opinión, con mucha más razón) desde sus tiempos más gloriosos: por ejemplo, su todavía mítica Manhattan (1979) a mí me parece un recalentamiento de Annie Hall (1977), que a su vez ya era una variante de la obra teatral Play It Again, Sam, que en España vimos en cine bajo el título de Sueños de un seductor (1973), con Allen y su entonces amada Diane Keaton en los papeles protagonistas, hablando y moviéndose como en las anteriores películas… eso sí, bajo la dirección de otro realizador, el hoy olvidado Herbert Ross, sin que nadie notara la diferencia precisamente. Dos, que no entiendo por qué, a estas alturas, el admirador (al menos en un tiempo) de Allen se empeña en exigir a un director de 80 años que abra «nuevos» caminos a su carrera con cada película que estrena, cuando ya el mero hecho de que ésta exista (y de que siga entreteniéndonos y, encima, haciéndonos pensar) ya debería provocar la debida fiesta.
El gran problema de Allen, creo, es que en su caso los brillantes árboles no han dejado ver el bosque oscuro que se encontraba detrás de ellos. El ingenio de los diálogos, la sátira sobre los burgueses con aspiraciones intelectuales, la brillantez de las premisas de que parten muchos de los «caprichos» que se permitía fuera de su mundo habitual, la complicidad cinéfila… etcétera, han creado un equívoco en torno a su figura. Es decir, Woody Allen es también todo esto, por supuesto. Pero también mucho más, que no se cuenta tanto, pero que creo que es lo que hará verdaderamente perdurable su cine una vez que deje de hacer películas y, por tanto, el peso mediático de su nombre ya no tenga peso en que sus películas se vean o no.
Con el paso de los años y las sucesivas entregas de la filmografía de Allen, he acabado convenciéndome de que el tema central de la misma, ese sello recurrente que según los defensores de la «política de los autores» (esto es, que el único creador al que una película debe sus virtudes es su realizador) debe tener todo gran cineasta, es la amarga constatación de que la característica principal del ser humano es su medianía, su convencionalidad, si se prefiere su «normalidad». Lo cual choca con el otro elemento esencial de la personalidad del hombre: su vanidad. En nuestro solipsismo, a los seres humanos (a buena parte de ellos, o sea, de nosotros) nos cuesta trabajo admitir esa falta de excepcionalidad que nuestra subjetividad se empeña en afirmar y reafirmar, de ahí que nos creemos espejismos, ilusiones, esperanzas… de ser mucho mejores de lo que somos o para mejorar la apariencia de la vida que llevamos.
Este tema se encuentra ya en películas como Zelig (1983), cuyo camaleón humano, en el fondo, si mimetiza a todos aquellos a quienes se acerca, es precisamente por no soportar la completa ausencia de singularidad que se reconoce en sí mismo. O en La rosa púrpura del Cairo (1985), cuya infeliz protagonista, en esta ocasión, se fabrica espejismos exteriores para no tener que soportar (al menos, todo el tiempo) su sórdida existencia cotidiana, encontrándolo en los oropeles del cine, hasta el punto de que su vida acaba interfiriendo con el desarrollo de una película, cuyo personaje protagonista, al «contemplarla» una y otra vez de sesión en sesión (no hay nada fuera de esa sala de cine que pueda consolarla igual), acaba saliendo de la pantalla e ingresando en el «mundo real»… ¡porque se ha enamorado de ella!
La principal diferencia entre las películas clásicas de Allen y las que ocupan esta parte final de su carrera (y lo que en mi opinión hace que ahora ilustre este tema con mucho más interés que, salvando las excepciones, hacía entonces) es que el director, quizá debido a que él mismo ha acabado desprendiéndose de los espejismos propios, ha abandonado el exceso de complacencia de que adolecía su mirada sobre los personajes de aquellas películas. Allen siempre trató de modo satírico y burlón a aquella fauna de tipos encantados de sí mismos y de su sofisticación intelectual, pero en el fondo no podía evitar mirarlos con un mínimo cariño (no digamos si ese prototipo era encarnado por él en persona, algo habitual entre los 70 y mediados de los 90).
¿Necesitó Allen «abandonar» su cómoda Nueva York o sus tranquilos rodajes en suelo americano para encontrar dentro de sí esa mirada sombría y ya nada complaciente? Irrational Man supone, curiosamente, un regreso a los Estados Unidos, ese lugar de donde hace diez años parecía imposible que Allen, fuera de algún «capricho», saliera para rodar una serie continuada de películas. Con la vuelta a su tierra natal, también retorna al mundillo intelectual (si bien no el neoyorquino) en el que tantos de sus incondicionales se sintieron siempre tan a gusto. La historia transcurre en una universidad inventada, a la que llama Braylin, que ubica en la localidad costera de Newport (no lejos de la lovecraftiana Providence, por cierto), lugar tradicional de descanso veraniego de las clases acomodadas de Nueva Inglaterra, como sabemos bien los lectores de Henry James o Edith Wharton. Y de hecho, su historia abarca un curso estival, siguiendo la estancia en esa ciudad de su protagonista, un profesor de filosofía llamado Abe Lucas, al que encarna Joaquin Phoenix.
La trama ha sido sobradamente publicitada, con lo cual no creo destripar nada si la resumo. Inicialmente comienza como el retrato de Abe Lucas, un intelectual al que encontramos en un momento especialmente bajo de autoestima, y de la relación —en principio, solo de amistad (aunque enseguida ella le dice claramente que se ha enamorado de él y quiere algo más)—, con Jill, la alumna más brillante del seminario que imparte en Braylin. A mitad de película, Irrational Man deriva hacia una trama criminal cuando el profesor encuentra el aliciente necesario para remontar su angustia existencial mediante la comisión de un asesinato: el de un juez al que considera un individuo corrupto y miserable cuya eliminación asume como un caso de necesaria higiene moral. Sería, además, un crimen perfecto en cuanto que nada lo asociaría a él con su víctima. Ahora bien, el caso de ese juez llegó a su conocimiento justo cuando estaba con la muchacha (con la que, al fin, ha iniciado una relación sentimental) y con quien comentó lo bien que estaría el mundo sin su presencia. La muchacha no tarda en atar cabos y llegar a la (horrorizada) conclusión de que él es el asesino que la policía, desconcertada, está buscando.
El mero enunciado de esta trama nos sitúa, y esto no puede negarse, ante un encuentro entre dos propuestas nada extrañas en Allen. Por un lado, una nueva mirada hacia el siempre contradictorio ejemplar masculino, ya no tan joven, de intelectual norteamericano y sus cuitas éticas, existenciales y sentimentales, abordadas incluso desde una perspectiva ya ensayada por el cineasta (por ejemplo, en la antedicha Manhattan), como es la fácil fascinación que despierta en las jovencitas inquietas que comienzan a abrirse al mundo. Por otro, un ejercicio cinéfilo cuyo eje evidente es, aquí, Alfred Hitchcock, en concreto el Hitchcock de La sombra de una duda (1943), del cual este film puede considerarse una paráfrasis: recuérdese que allí era la jovencita (y maravillosa) Teresa Wright la que caía fascinada en las redes de su elegante y atractivo tío Charlie, encarnado por el gran Joseph Cotten, hasta que empezaba a plantearse que éste puede ser un asesino de viudas al que persigue la policía.
Ahora bien, me parece que la publicidad de la película ha distorsionado el verdadero foco dramático sobre el que actúa Allen. Debido a la condición de profesor de filosofía de Abe Lucas, se ha insistido en que lo que la película plantea es un problema de ética y moral que se nos arroja al rostro del espectador para que luego seamos nosotros quienes saquemos las conclusiones. Planteamiento, la verdad, apasionante… si nos encontráramos en una película de, por ejemplo, alguien tan admirado por el director neoyorquino como el sueco Ingmar Bergman (quien ya hizo algo así, por ejemplo, en su apasionante De la vida de las marionetas). Pero que no creo que preocupe a Allen más que para dar cuerpo el verdadero tema del film: la necesidad de todos sus personajes de encontrar una justificación a la frustración, mediocridad o indeterminación (dependiendo del personaje) de sus vidas.
Volvamos a ese brillantísimo profesor de filosofía llamado Abe Lucas, sorprendido ya en su acceso a una madurez que físicamente no le está sentando bien (barriguita, aspecto desaliñado). La brillantez de Lucas, la verdad, es algo que se da por supuesto desde el inicio sin que sus actos o las palabras nos lo confirmen en ningún momento. Las breves pinceladas que le escuchamos en clase, a quien tenga un mínimo conocimiento de generalidades filosóficas —y el tópico complaciente (o sea, difundido por ellos mismos) señala que los espectadores de Allen son espectadores «cultos»—, le parecerá un conjunto de lugares comunes sobre los existencialistas franceses, Kant o Kierkegaard, sobre el imperativo categórico o el famoso adagio sartriano de que el infierno son los otros, que cualquiera puede encontrar con una búsqueda rápida en Google. Algo que el mismo Lucas seguramente es el primero en comprender: no en vano, si lleva tiempo estancado en la elaboración de su nuevo libro (un análisis de la relación entre el filósofo alemán Heidegger y el fascismo) es porque es bien consciente de que ni es un tema precisamente original ni él tiene nada nuevo que decir. (Añado a todo esto que, además, a mí me resulta particularmente difícil creerme que Joaquin Phoenix pueda dar ese tipo de personaje intelectualmente complejo.)
Abe Lucas, sin embargo, tiene el mérito de llegar en el momento oportuno a un lugar y a unas gentes que, como él, necesitan un revitalizante para la atonía en la que están sumidos. Abe llega a Braylin para darle a personas insatisfechas lo que éstas necesitan (y lo hace porque cumple los requisitos previos para darles lo que necesitan): a las autoridades académicas, el nombre de prestigio (incluso con el pequeño aliciente de su fama de ir a contracorriente) que necesita una universidad que, se sugiere, es bastante provinciana; a los estudiantes, el profesor refulgente que todo alumno requiere de vez en cuando para admirar (y así mejor criticar al resto de sus docentes); a su colega Rita (una excelente Parker Posey), el aliciente sexual que suponga el revulsivo de una vida marcada por el aburrimiento de su carrera y de su matrimonio…
En el caso de Jill —una igualmente magnífica Emma Stone, ya deliciosa en la previa película de Allen, Magia a la luz de la luna— el caso también es de manual. Abe supone para esta muchacha (joven, guapa, inquieta… y claramente satisfecha de saberse así) el caballero romántico que precisaba. Una aureola romántica trabada sobre la información que Jill tiene de él (que, no es por nada, le facilita él mismo): una vida personal desdichada, que incluye la muerte violenta en Iraq de un amigo periodista y la traición de su esposa con otro amigo; una trayectoria entregada a la defensa de los desfavorecidos que, por supuesto, incluye campañas de ayuda en Darfur o en Bangladesh. Y también, por qué no, su fama de tener gran éxito entre las mujeres, que, sin ella saberlo pero los espectadores sí, en ese momento se ve puesta a prueba, como conoce su colega Rita, por su incapacidad para consumar el acto sexual.
Jill encuentra en Abe lo que necesitaba encontrar, sobre todo en comparación con lo que ya tenía de modo confortablemente seguro: un novio convencionalmente guapo y agradable, bueno, sano… y aburrido. Abe posee la experiencia que ella, una-chica-tan-madura, no encuentra en la gente de su edad, el sentido de la responsabilidad social, la profundidad intelectual, el componente romántico y, en especial, el aire torturado que parece estar pidiendo a gritos que alguien lo tome a su cuidado. ¿Cómo no va a caer en sus brazos? Y sin embargo, cuando la realidad, por lo general poco amiga de romanticismos, agrieta ese modelo deslumbrante —cuando descubre que Abe es un asesino, y hay que reconocer que la genuina nobleza de Jill le impide hacer como si fuera otro atributo romántico de su hasta entonces admirado amante—, no encuentra mayores dificultades en romper su relación y volver con su novio, que sigue siendo agradable, bueno, sano… y, aunque ahora no le importe tanto, aburrido.
El deslumbrante Abe es, por ello y primordialmente, una construcción ajena. El Abe auténtico es un individuo sugestionado por esa aureola que quién sabe cuánto ha contribuido él mismo a crear, y que es cierto que llega a Braylin sometido a una fuerte depresión, que combate prácticamente con alcohol. Y que no es ni el pensador brillante ni el romántico existencialista ni el hombre al que se le dan bien las mujeres que todos se empeñan en creer, sino alguien cuyos problemas, anhelos y capacidades son tan convencionalmente normales como las de todos, aunque los demás crean que él está por encima del hombre corriente.
Y qué mejor pista de lo que Allen piensa realmente de él que el suceso que conmociona su vida y lo empuja al particular camino de regeneración personal a través del asesinato (para él, la ejecución). Abe y Jill oyen hablar de ese juez en una conversación sorprendida en una cafetería a una mujer que proclama, ante unos amigos que como es lógico le dan la razón de cuanto dice, la venalidad del magistrado porque le quiere dar la custodia de los hijos a su marido, que es un villano de mucho cuidado que lo único que hará es descuidarlos. ¡Y estas quejas de bar mueven a un ser culto y sofisticado, lector de Sartre y de Kant, a decidirse a matar a un hombre como ejemplo de lucidez moral! Que sus dos primeros actos, después de tomar su decisión y recuperar así el equilibrio, sean follarse por fin a Rita y tomarse un opíparo desayuno (ante la sorpresa de la camarera debida a su frugalidad anterior), supone ya sobrado comentario de la «profundidad» del sujeto.
Abe Lucas —y la misma Jill, aunque ésta se vea disculpada, en parte, por su juventud e inexperiencia— se integra así en esa galería de seres mediocres pero bien pagados de sí mismo, en apariencia cultos, sofisticados y/o guapos, que integran la filmografía última de Allen y que revelan, mejor que sus más brillantes epigramas, el escepticismo radical que el cineasta neoyorquino ha ido incrementado cada vez más a medida que aumentan sus años y sus películas. Es más, en la elección de Joaquin Phoenix encuentro la misma razón que en la de muchas otras elecciones de las películas previas, aunque eso exigiría —y seguro que es una intuición por completo arbitraria y narcisista: yo mismo podría ser perfectamente un personaje de Allen, lo cual añade un nivel más de inquietud a mi admiración por estos films— que el director pensara lo mismo que yo: que nada para mejor para hacer convincentes a seres mediocres que se creen superiores como elegir a actores nada brillantes (aunque alguno, como Abe, tenga ese prestigio), incluso flojos: Scarlett Johansson, Javier Bardem, Penélope Cruz, Naomi Watts, Anthony Hopkins, Owen Wilson…
Ahora bien, el gran problema que impide que Irrational Man sea la gran película que permitía su magnífica premisa —y que es la responsable de que su autor, por atractiva que sea su filmografía, no tenga en mi opinión una sola película que pueda calificarse de auténtica obra maestra—, es que Woody Allen siempre es mejor creador de ideas que narrador visual. Por supuesto, a estas alturas no puede extrañar que ese planteamiento sea ejecutado las típicas formas de su autor: un desarrollo que progresa ante todo con diálogos más que con imágenes (la acción, incluso, es comentada por las palabras en off de los dos protagonistas desde un indeterminado futuro, lo que sin duda resulta demasiado redundante), a una velocidad endiablada que impide que el dibujo de personajes se tome el respiro necesario en más de un momento (siempre he pensado que las mejores películas de Allen ganarían mucho con esos planos en que nadie tiene por qué decir o hacer nada… pero, claro, insisto en que entonces no sería un film de Allen) y que tiene el inconveniente de dejar entrever que el cineasta siempre piensa ante todo más como guionista que como director.
Dicho de otro modo, a Irrational Man le falta ese poso reflexivo o ese ajustado trabajo visual que uno esperaría en cualquier otro cineasta (hitchcockiano o no) para desarrollar esas ideas. Allen ofrece lo de siempre, y desde luego quien esperara otra cosa es que no sabe lo que es ir a ver un film de Woody Allen. Del mismo modo, y por si no ha quedado claro, el protagonismo de Joaquin Phoenix arrebata a Abe Lucas buena parte del desgarro que éste requería: como siempre, Phoenix incrementa el patetismo de su personaje por la vía más fácil, en su caso la caracterización física y los reconocibles tics del actor, en contraste con su oponente femenina Emma Stone, que sabe sugerir al mismo tiempo el encanto que emana con naturalidad de su espontáneo atractivo y las limitaciones finales de su carácter. Con todo, deben destacarse pequeñas pero magníficas ideas visuales en las que Allen no necesita los diálogos para sugerir estados de ánimo: el momento en que su pareja protagonista se asoma a los espejos deformantes de la feria (es una asociación simbólica evidente pero adecuada) o el plano en que, en el momento en que Jill adquiere la certeza de la culpabilidad de su amante, Allen la encuadra a través de una puerta con rejilla, que sugiere bien el súbito descubrimiento por parte de la joven de que esa relación que tanto la estimulaba tiene también un inesperado elemento siniestro que la aprisiona.
Por otra parte, el desaliño que rodea a Abe acaba siendo bien transmitido por el propio desaliño de la realización de Allen, que además brilla en uno de sus fuertes: el tratamiento de los escenarios como una especie de prolongación simbólica de sus personajes. Así, el entorno universitario aparece bañado (debe destacarse el buen trabajo del director de fotografía Dariusz Khondji) por un aire de suave melancolía —es un verano poco luminoso e incluso abundan los días lluviosos— que parece condicionar fuertemente esa necesidad de los personajes de encontrar donde sea un estímulo que les impida caer en la definitiva atonía. Irrational Man, por todo ello, constituye un trabajo muy interesante, digno de los que le anteceden en la filmografía de Allen, y que, al menos para quien escribe, hace que espere con gran ilusión la siguiente entrega de su filmografía.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Irrational Man / Irrational Man. Año: 2015.
Dirección y guión: Woody Allen. Fotografía: Dariusz Khondji. Reparto: Joaquin Phoenix (Abe Lucas), Emma Stone (Jill), Parker Posey (Rita), Jamie Blackley (Roy, el novio de Jill). Dur.: 95 min.