Trono de sangre (1957, Akira Kurosawa)
Trono de sangre es el nombre con que se conoce la versión que en 1957 el gran director japonés Akira Kurosawa realizó de Macbeth. Aunque no era la primera vez que el cine japonés adaptaba a un autor occidental —el mismo cineasta ya lo había hecho con Dostoyevski y su novela El idiota en 1951—, en su momento fue considerada una notable audacia su traslado al mundo de los samuráis. La empresa, sin embargo, no era tan descabellada, pues el medievo luciferino que Shakespeare refleja en sus tragedias podía encajar, con unas cuantas salvedades, en el turbio Japón anterior a la pacificación del país por el shogunato Tokugawa realizada a principios del siglo XVI. La arbitrariedad del poder y la ética guerrera del samurái admiten perfectamente a los personajes shakesperianos: es más, las ásperas tierras niponas parecen otro avatar del duro y desagradecido páramo escocés que registra las maldades de Macbeth y su esposa. Pues el gran acierto del planteamiento de Kurosawa es hacer que el cúmulo de sangre derramada por su Macbeth, aquí llamado Washizu, parezca inevitable consecuencia de esa tierra ingrata y de esos tiempos violentos en los que es mejor dar el primer golpe que esperar a recibirlo. No en vano, entre las modificaciones que el cineasta realiza sobre el original está el hecho de que el daimio (señor feudal) Tsuzuki —el equivalente al rey Duncan del original— no sea en absoluto la encarnación de nobleza que es aquél sino que se insista en que obtuvo su posición del mismo modo que Asaji, la lady Macbeth del relato, anima a Washizu a que alcance la suya. Treinta años después, en Ran, el director volvería a matizar el relato shakesperiano mediante la misma exacerbación del ambiente de sangrienta lucha por el poder del Japón medieval con respecto a la Inglaterra de partida.
Otra modificación de lo más interesante radica en la presentación de la historia, que la convierte en el objeto de una leyenda expresada por un cántico fantasmal que denuncia la «lujuria por el poder» en que incurrió un guerrero por la «debilidad ante su mujer». Así, las imágenes que introducen la historia muestran un paraje invadido por la niebla en el que se ven los vestigios de una antigua fortaleza: una estela de madera clavada en el suelo a modo de monumento funerario recuerda que en ese lugar se alzaba el Castillo de la Telaraña, y se dispone a contar cómo fue su perdición. La niebla se levanta y entonces lo vemos alzarse rutilante. Macbeth recomienza.
Ahora bien, el uso que hace Kurosawa de la niebla nada tiene que ver con el perseguido por Orson Welles en su previa adaptación de la misma obra (por otra parte, parece ser que el director nipón no estimaba en mucho las versiones shakesperianas del director de Ciudadano Kane). En Trono de sangre el papel que posee la niebla es como expresión de lo sobrenatural. Así, justo después del encuentro inicial de Washizu y su amigo el general Miki (Banquo) con el espíritu del bosque, los dos hombres —tan sobrecogidos por la experiencia que no pronuncian entre ellos una sola palabra— cabalgan y cabalgan sin poder deshacerse de esa húmeda mortaja hasta que, de pronto, consiguen ver los muros del castillo al que se dirigen: se crea así la poderosa sensación de que los dos guerreros han pasado una estancia en el más allá, de donde salen evidentemente transformados para siempre. La misma niebla reaparece cuando el protagonista observa, alucinado, que está sucediendo lo que nunca creyó que sucedería: que el bosque se encamine al castillo, anuncio de su perdición (la concepción visual de este momento, al menos, sí delata un atento visionado de la película de Welles por parte de Kurosawa). Por último, la niebla invade el patio de su fortaleza justo cuando sus hombres deciden acabar con su vida, como si fueran meros ejecutores de un destino demoniaco que los ha manejado a todos como muñecos.
Con toda la razón del mundo se considera al maestro japonés el gran cineasta telúrico de la historia del cine: en todas sus películas la fuerza de los elementos es un componente dramático de una inaudita fuerza expresiva, que parece dirigir los actos y las voluntades de sus personajes, como demuestran sobremanera sus films de época, de Rashomon (1950) a la misma Ran. El inicio de la historia de Washizu es buena muestra de ello: la cabalgata del protagonista y de su amigo Miki a través del Bosque de la Telaraña (que, haciendo honor a su nombre, es un completo laberinto) se realiza bajo una inclemente lluvia que despierta en ambos hombres la ominosa sensación de que (seamos pedantes y recurramos al mismo Shakespeare) something wicked this way comes. Hay que añadir, además, el hipnótico y turbio efecto que produce la música de Masaru Satô, con sus característicos sones ásperos, percutantes, muy alejados del concepto de música occidental.
Y lo que sucede es que, en el corazón mismo del bosque, se tropiezan con una cabaña de cañas (trenzada, es significativo, como si fuera una tela de araña) de una blancura preternatural donde encuentran no a las tres hermanas fatídicas de la obra original sino a una sola, encarnación del espíritu del mismo bosque, hilando en una rueca (imagen que, claro, evoca criaturas míticas occidentales como las parcas o las nornas), que les revelará el presagio de la fortuna, inmediata o futura, que les está reservada. Pocas veces el cine ha conseguido reflejar mejor la condición irreal de una aparición como aquí. Es genial el modo en que ésta se desvanece como si nunca hubiera tenido lugar: desaparecido el espíritu, Washizu y Miki penetran en la cabaña, derribando una de sus paredes con una lanza, y avanzan hacia los árboles situados más allá de ella, mientras la cámara los sigue a sus espaldas, pero cuando retroceden, sin corte alguno del plano, descubren (al mismo tiempo que el espectador) que la misma cabaña ya no está, como si nunca hubiera existido. En el análisis que el especialista Antonio Santos realiza en la reciente edición en blu-ray de esta película, asocia esta escena, con toda la razón del mundo, a aquella equivalente que tiene lugar hacia el final de la inolvidable Cuentos de la luna pálida (1953, Kenji Mizoguchi) en que el sublime movimiento sin corte de la cámara siguiendo a un personaje también lo hacía pasar de la dimensión real a la fantástica.
El memorable personaje de lady Macbeth encuentra en la Asaji genialmente creada por Isuzu Yamada —el rostro blanco, los dientes pintados de negro (costumbre femenina que perduró muchos siglos), la forma de andar lenta y sinuosa (o de no moverse siquiera)— a uno de los más insidiosos monstruos femeninos que ofrece la historia del cine. De hecho, Asaji resulta un ser todavía más maligno porque el argumento que opone a su marido cuando éste alega su honor como vasallo leal y su conformidad con la posición alcanzada no es la ambición sino el estímulo del miedo de Washizu a la traición: golpear primero para no ser golpeado. El fatalismo shakesperiano encuentra aquí otra genial forma de expresión: una vez que el presagio fue formulado ante un testigo ajeno (Miki), Washizu deberá cumplirlo porque, en caso contrario, su señor, al que el otro le habrá contado el suceso, sin duda decidirá que debe matarlo para curarse en salud. Dicho de otro modo, la mera expresión verbal del presagio obliga a hacerlo realidad.
Más tarde, el propósito de asesinar a Miki y a su hijo, pese a las protestas de Washizu de que no sólo el primero es su leal amigo sino de que haciendo hijo adoptivo a su vástago eliminará el deseo de imitar lo que él mismo hizo, será justificado por Asaji con un argumento concluyente: está embarazada, va a proporcionarle un heredero de su misma sangre. Esto último no será una mentira del personaje (como al principio puede creerse), con lo cual se introduce una muy curiosa variante aportada a la obra original. Eso sí, y como era lógico, el niño morirá en el mismo vientre de serpiente tan venenosa.
La tragedia de Washizu se incrementa en cuanto que esta vez no posee ninguno de los pequeños elementos que, en Shakespeare, en Welles e incluso en el posterior Polanski, humanizan aun en la abyección al personaje: en especial, el intenso sufrimiento que lo rodea o la valentía con que asume la «huida hacia delante» en que se embarca desde su acceso a la corona. La interpretación de Toshiro Mifune impide cualquier tipo de empatía hacia Washizu: si el actor siempre hizo gala de una expresión de notable hosquedad, en este caso el maquillaje (que resalta las líneas faciales) termina por poner su rostro en continua crispación, al borde de la caricatura (suele alegarse, pero como no soy un especialista sólo informo, que la caracterización física de ambos protagonistas debe mucho a las tradiciones teatrales nacionales, el Noh y el Kabuki, con su uso de las máscaras). En cualquier caso, es imposible sentir compasión por este hombre.
Uno de los más sugestivos elementos narrativos que utiliza Kurosawa es el uso de la elipsis en el relato de los momentos de mayor violencia, lo cual hace que el increíble estallido final que acaba con la muerte de Washizu posea una mayor fuerza: la forma de contar, en el inicio del film, el curso de la rebelión en cuyo sometimiento gana la gloria el protagonista, a través de los mensajeros que traen las sucesivas noticias a Tsuzuki; el asesinato de éste por Washizu, dejando la cámara en la habitación donde espera Asaji (es genial la atmósfera de presagios: el crimen se planea en una habitación cuyas paredes todavía muestran la sangre de previas muertes; el único movimiento convulso que realiza la mujer en todo el film es cuando cree que el esposo está matando al señor y es para acercarse a mirar con crispación dichas manchas); el sonido de las hachas que conturba la noche final de vigilia en el castillo de Washizu (sabe que sus enemigos están frente a él) y la irrupción de la bandada de pájaros espantados, que señalan la argucia de cortar los árboles del Bosque de las Telarañas y presentarse así ante los muros…
El final de Trono de sangre es justamente legendario. Kurosawa incrementa el ensoberbecimiento de Washizu en su presunta invulnerabilidad —por el segundo presagio del espíritu: no será derrotado mientras el Bosque de las Telarañas no avance hasta su castillo— haciendo que, para reafirmar la moral de sus sitiados hombres, les cuente jactanciosamente la naturaleza de esa profecía. Como es lógico, cuando estos, espantados, ven cómo el bosque camina, el efecto es el contrario, alzándose contra él. Y la muerte le llega del modo más indigno —y más extraordinario visualmente—: un bosque (otro) de flechas se abate sobre él, como una telaraña de formas aguzadas, de las que intenta librarse inútilmente derribando las astas que se clavan sobre la pared o sobre la armadura (creando un momento de extraordinario patetismo, además interminable por la longitud de la escena: Washizu es un hombre difícil de matar).
Macbeth (1971, Roman Polanski)
Sin lugar a dudas, Macbeth es el film «maldito» de la filmografía de Polanski, el más desconocido, el más inesperado: no sólo porque constituyera un gran fracaso comercial, no sólo porque el director polaco se saliera de las coordenadas habituales de su cine y no tanto porque adaptara un clásico de la literatura (en el futuro, lo haría en más ocasiones: Thomas Hardy, Charles Dickens), sino porque parece que los nombres del trotamundista director polaco y los del dramaturgo inglés parecen disímiles a más no poder. Creo que hay otra circunstancia añadida, y es que se tratara de nada menos que de una producción de la revista Play Boy: su dueño, Hugh Hefner, figura como principal productor ejecutivo (si alguien fue a ver la película con las consiguientes expectativas, claro, salió trasquilado: no hay el menor erotismo en el film, salvo que queramos hablar del muy físico sentimiento sexual que provoca el ansia de poder). El tiempo no ha levantado su veto sobre la película, y aunque ciertamente es un film irregular, lo cierto es que Macbeth es una película de lo más interesante, sobre todo para el rendido «perseguidor» de las adaptaciones de Shakespeare al cine.
Si cada película es hija de su tiempo, del mismo modo lo son las adaptaciones shakesperianas. Si los previos títulos (como corresponde con sus respectivos autores) son dos ejemplos de estilismo exacerbado, Macbeth, versión de 1971, es una película que opta por un sentido del naturalismo que la aleja totalmente de las anteriores. No hay en ella un tratamiento expresionista de la luz ni una atmósfera con elementos fantastiques ni una puesta en escena barroca ni un sentido telúrico que haga de los hombres mera expresión de los elementos de la naturaleza. El uso del color (las otras dos obras son en blanco y negro), de unos medios de producción holgados y de un paisaje ante todo realista convoca una mirada frontal sobre los hechos escritos por Shakespeare (no hay sino que comparar las respectivas apariciones de las hermanas fatídicas en Welles-Kurosawa con respecto a Polanski). De hecho, y es también signo de los tiempos, la sangre se derrama gráficamente con gran profusión, de acuerdo con el elevado número de muertes que ya de por sí contiene la obra.
El propósito de este Macbeth, y quizá ahí se encuentra uno de sus mayores errores —en el fondo, a Shakespeare no se lo puede afrontar en términos de completo realismo, porque entonces se corre el riesgo de que resulte inverosímil o, peor aún, vulgar y falto de fuerza—, es reducir a esos personajes más grandes que la vida a unos términos más corrientes, más cercanos, más corrientes. Ignoro si se debe a que fue rodada en la misma Inglaterra en el momento en que en las islas florecía el cine histórico, pero este Macbeth parece justo eso: una mirada realista sobre un episodio de la historia británica (escocesa), en concreto sobre un conjunto de intrigas por el trono, que se desarrolla sin grandes gestos ni excesivos alardes puesto que, en rigor, la Escocia que refleja ese momento es un país pequeño, poco poblado y más bien pobre. (En este sentido, y solo en esto, es donde el film de Polanski coincide con uno de sus dos referentes, en concreto Trono de sangre: como en éste, lo que parece proponer es que esa tierra estéril e ingrata, sobremanera dura, solo puede criar hombres duros y violentos, que solo ven en la violencia la forma de medrar en la vida.)
El mismo reparto —actores desconocidos para la época, aunque luego hicieron una carrera sólida si bien no estelar: un ajustado Jon Finch y una magnífica Francesca Annis— y el tono de su interpretación nada tiene que ver con el histrionismo y la exaltación de las anteriores parejas: son unos lord y lady Macbeth reales, humanos, comprensibles, pero carentes de la grandeza sublime que uno espera en ellos.
Lo cierto es que la película empieza con muchísima fuerza —sus minutos iniciales son estupendos—, que luego va menguando considerablemente hasta que llega un momento en que el espectador se da cuenta de que sigue la acción por pura inercia, aunque, al menos, justo en la conclusión recupere parte de la intensidad inicial. Ese arranque, memorable, tiene lugar en una playa sombría, en el borde de una mañana lívida, mientras las brujas (que por su diversa edad parecen las tres edades del hombre: una anciana inverosímilmente vieja y con los párpados fundidos con la piel del rostro, una mujer madura y una joven) entierran en la arena una soga, una mano cortada y un puñal, sellando su conjuro con sangre y saliva. Los créditos tienen lugar sobre el sonido de la batalla —no hay música, sólo ruido de cabalgada, de aceros entrechocándose y de gritos—, pero la pantalla, tras la marcha de las brujas, se ha visto cubierta de niebla (otra vez la niebla en un Macbeth), y tan pronto desaparecen los últimos rótulos, vuelve a aparecer la playa, pero ahora cubierta de cadáveres, con la arena revuelta como signo del combate. Dantesca imagen que es viva representación de ese naturalismo que será sello de identidad del film desde entonces: como buena muestra, un soldado, al advertir que uno de los cuerpos todavía está vivo, lo remata golpeándolo brutalmente con su maza.
En los muy excesivos 140 minutos de metraje se acumulan errores considerables: el recitado en voice over de buena parte de los monólogos que, en el original, los personajes declaman en un aparte (Welles también incurre en él, pero menos), pues les resta tensión y no parece tener más sentido que ser otra concesión al «realismo» (ya se sabe: las personas no hablan solas); el ridículo desembozado con que se resuelven los momentos en que Macbeth tiene visiones (quizá porque aquí Polanski quiso resarcirse de la sequedad del resto del film y bañarse en el delirio onírico que tanto le gusta siempre); la falta de sentido del ritmo; la prolijidad en la recreación de la obra original (y eso que no es de las más largas del autor), añorándose el sentido de síntesis de Welles y Kurosawa…
Puede parecer, entonces, que este Macbeth es más bien molesto, pero deben reconocérsele asimismo sus méritos. Ante todo, la mirada de Polanski restituye a la obra shakesperiana toda la crudeza y la condición inhóspita de la vida cotidiana en el Medievo. El castillo de Macbeth está retratado con un sentido de lo mineral que antes que nada llama la atención por la completa falta de comodidades. El patio es un lodazal que mancha capas y vestiduras femeninas, las habitaciones son ásperas y sin el menor ornamento, la estancia donde duerme el séquito de Duncan poco más que una cuadra con paja como todo lecho.
Del mismo modo, se traduce de modo espléndido esa incertidumbre existencial fuera de los lazos de fidelidad: en la Edad Media, el individuo no es nada separado del grupo que otorga la cohesión y, sobre todo, la protección. El gran drama de Macbeth es que es un magnífico guerrero pero carece del carisma y condiciones para reinar, más aún si ha obtenido el trono como lo ha obtenido. Por ello, ni siquiera la atracción del poder retendrá a los hombres a su lado: es verdaderamente patético el momento, poco antes de la llegada del ejército de Malcolm, en que Macbeth pasa revista a los últimos cortesanos que le quedan: un grupo de felones que unos meses atrás no le hubieran servido ni como monteros, y que ahora han alcanzado un puesto que nunca soñaron, sólo porque el rey no puede echar mano de ningún otro (y se nota que no puede disimular su desprecio hacia ellos).
En el fondo, y es uno de los mejores hallazgos de la película (que, en su condición de relato visual, consigue apurar hasta la médula las posibilidades del acto final de Shakespeare hasta darle una enorme fuerza dramática), el único personaje que se redime, en parte, sin renunciar a lo que ha hecho, es el protagonista. Abandonado por todos —literalmente: nadie queda en el castillo para hacer frente a las tropas de Malcolm: los que penetran en Dunsinane diríanse que lo hacen en una fortaleza fantasmal—, Macbeth reencuentra al gran guerrero que es. Y aunque su valor terrible nace de la sensación de invulnerabilidad que le otorga la ambigua fórmula protectora de las brujas (¡aunque ya ha mostrado una primera vez lo falaz de tal esperanza: el bosque de Birnam ya ha subido hasta Dunsinane!) de que sólo ha de temer a un no nacido de mujer, es admirable la forma en que afronta a un enemigo innúmero. Y desde luego, aunque la declaración de Macduff de que él es el hombre anunciado en la profecía de las hermanas fatídicas lo fulmina, en ese momento, conocedor ya de que no hay esperanza para él, prosigue su insensato combate negándose a cualquier merced o a cualquier hundimiento final.
La sed de violencia, la incapacidad de resistirse a ejecutar un golpe si está a mano, es la gran conclusión de esta obra: es una enfermedad que inficiona a todos, y quien no golpea primero es por cobardía o porque prefiere estar al pairo hasta saber a qué sombra arrimarse. En el triste refrendo de que el hombre, si puede, se convierte en un lobo feroz para el hombre, porque es inconcebible que deje pasar la oportunidad de hacerlo, se encuentra la aportación personal de esta estimable adaptación.
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: Trono de sangre / Kumonosu-jo. Año: 1957.
Dirección: Akira Kurosawa. Guión: Shinobu Hashimoto, Ryuzo Kikushima, Akira Kurosawa e Hideo Oguni. Fotografía: Asakazu Nakai. Música: Masaru Satô. Reparto: Toshiro Mifune (Washizu), Isuzu Yamada (Asaji), Minoru Chiaki (Miki). Dur.: 110 min.
Título: Macbeth / The tragedy of Macbeth. Año: 1971.
Dirección: Roman Polanski. Guión: Roman Polanski y Kenneth Tynan. Fotografía: Gil Taylor. Música: The Third Ear Band. Reparto: Jon Finch (Macbeth), Francesca Annis (Lady Macbeth), Terence Bayler (Macduff), Martin Shaw (Banquo). Dur.: 140 min.
Me gustó la peli de Kurosawa. Fue muy hábil en conseguir una amalgama entre los occidental y lo oriental.
Cierto, aunque Kurosawa siempre tuvo especial habilidad para estas cosas, ya fuera trasvasando él mismo o haciendo pelis que se podían trasladar al western: «Los siete samurais» con respecto a «Los 7 magníficos», por ejemplo.
Dicen que era el más «occidental» de los japoneses.
Muy bueno el artículo. Ambas películas son geniales, como sus directores. En la versión de Kurosawa me parece un gran acierto el aura fantasmal que crea alrededor del castillo y el comienzo y el final con ese canto fúnebre…la música es muy buena también! Quizás lo que menos me atrajo fue la frialdad con que se retrata a los personajes, no pudiendo uno empatizar con ninguno de ellos…eso hace para mi que sea un film bastante y frío y neblinoso.
En la versión de Polanski uno puede sentir un poco más de empatía hacia los personajes…personalmente creo que el film debería haber durado todavía más, ya que de esa manera uno podría ser testigo del cambio de personalidad de macbeth en todo su proceso,ya que me parece que el tesoro de esta obra es el cambio que se produce en el tirano. El momento onírico cuando Macbeth va a la cueva de las brujas me parece genial y me hubiese gustado que se vuelvan a producir efectos oníricos más adelante en el film como para resaltar la locura cada vez mayor del personaje. Me encanta también la cantidad de sangre y barro y suciedad que hay en el film, muy medioevo! Lo que no me gustó para nada es que hay diálogos calcados del original, con rimas y un lenguaje anticuado y versado. Me parece que eso le resta verosimilitud a la obra, los discursos son de una gran elocuencia y florido lenguaje pero dicho por seres mas bien brutos, guerreros,poco instruidos…hay para mi un desfasaje en ese sentido.
Gracias por el artículo, es lo que estaba buscando!
¿Habrá versiones audiovisuales más actuales de Macbeth?
Hola, León, me alegra haberte servido de ayuda y poder compartir contigo mis impresiones sobre estas adaptaciones de «Macbeth». Empiezo por el final: sí, hay una versión reciente, de 2015, dirigida por Justin Kurzel y con nada menos que Michael Fassbender y Marion Cotillard en los personajes principales, la cual, en relación con estas dos que comento aquí, mantiene el hincapié por el realismo sin concesiones, y que a mí me gustó bastante.
En cuanto al Macbeth de Kurosawa, su fuerza dramática (y por tanto, estética, pues no puede haber una sin la otra) es realmente impresionante en todos los órdenes, y uno de ellos, claro, es la memorable música de su fiel Masaru Sato. Y sí, es imposible sentir empatía hacia ninguno de los personajes, y eso que estamos ante una de las obras de Shakespeare más poblada de personajes más terribles. Sobre la versión Polanski ya discrepamos: ¡con más metraje ya hubiera sido pasarse jaja! En cuanto a esa discordancia que encuentres, no es la primera versión que respeta, en la medida de lo posible, los diálogos de Shakespeare, y lo encuentro lógico: ¿para qué intentar darles otra voz si protagonizan las mismas acciones? Eso sí, ese recitado parece demandar una estilización que, en esta versión tan ásperamente realista, no se encuentra en casi ninguna parte del metraje.
Un abrazo y espero que sigas visitando este blog.