El hombre que pudo reinar: Huston, pálida sombra de Kipling

Cartel español de El hombre que pudo reinarEl cine, arte vampírico por excelencia, hace que al nombrar El hombre que pudo reinar no pensemos, ante todo, en su creador, el gran escritor Rudyard Kipling, sino en Michael Caine y Sean Connery con casacas rojas rodeados por una multitud de indígenas hostiles o riendo a carcajadas hasta provocar un alud en pleno Hindu-Kush. La película ha suplantado en buena medida al relato, y el nombre de John Huston al del genial narrador anglo-indio. Es injusto, claro: ya lo decía José María Latorre, el escritor y crítico al que tanto debe mi «educación» en el cine, que bien insistía en la importancia de las fuentes de una película a la hora de consignar sus méritos reales. Durante mucho tiempo, Kipling ha tenido mala fama —el vocero del imperio británico y todo eso—, y en cambio la de Huston ha sido magnífica, hasta tal punto que esta película, en concreto, ha sido difundida como un manifiesto anticolonialista por aquellos que, al mismo tiempo, despreciaban al escritor. Quien se acerque a la novela descubrirá que las virtudes de la película parten de ella, y que a ella se subordinó Huston con modestia. Incluso con demasiada modestia, puesto que aportó tan pocas cosas que, en mi opinión, no hay comparación entre ambas. El hombre que quiso ser rey (es el título de la edición de Destino que tengo en mi biblioteca) es un complejo relato no sobre el colonialismo sino sobre el ser humano, y en todo caso sobre su capacidad de autodestrucción, incapaz de medir bien la influencia de un medio donde se cree superior. El hombre que pudo reinar es una muy estimable película que funciona mejor en la memoria que en el presente inmediato: un desequilibrado intento de fundir clasicismo y naturalismo y que, cuando brilla, no es gracias a Huston sino a sus dos magníficos actores.

El nombre de Rudyard Kipling todavía hoy es asociado con la más tenaz apología del colonialismo, pero basta con leer sus relatos ambientados en la India (cosa que parecen no haber hecho muchos de sus detractores) para comprobar el grado de ambigüedad que poseía la mirada del escritor sobre el hecho colonial. Es cierto que en su obra no puede encontrarse su cuestionamiento según los parámetros de la corrección política actual, claro, pero desde luego reducirlo a la mera condición de panegirista del imperialismo es una reducción colosal que quizá procede de la repercusión de su famoso poema La carga del hombre blanco en cuanto manual escolar o universitario escrito sobre el tema se ha publicado.

La muy lograda caracterización de Christopher Plummer como KiplingKipling se había educado en la India —de hecho, parece que el hindi fue su idioma materno—, de modo que tenía un conocimiento de primera mano sobre el país (es tan fácil ser anti-todo… a cómoda distancia), tanto sobre la administración británica como sobre el funcionamiento de los estados indios. Y sobre todo, había conocido y tratado a una gran cantidad de gentes de la más diversa condición, que son los tipos que asoman a sus páginas y las vuelven tan fascinantes. En un medio tan abigarrado y tan complejo como el de la India del siglo XIX, pensar en términos unidimensionales es un empobrecimiento que desde luego Kipling desmiente continuamente en sus relatos y novelas (Kim debería estar considerada como una de las obras mayores de la literatura universal, en igualdad con cualquiera otra mejor considerada).

El hombre que quiso ser rey (1888) es uno de los relatos más emblemáticos de Kipling para asomarse a su compleja mirada sobre el tema. En las no muy extensas pero sí apretadas páginas que lo componen asoman la ética y la poética, la metafísica y el profundo sentido de la observación humana que caracterizan la obra del autor, con una depuración increíble… teniendo en cuenta que el autor lo publicó con tan sólo 23 años.

En él se encuentra ya ese asunto que tanto lo obsesionó: el terrible impacto que provoca en el europeo que se cree civilizado —y por tanto, superior: y aquí Kipling sí es plenamente crítico con quienes se conducían en la India con semejante pretensión— la inesperada sutilidad de un mundo que sin duda creía más simple pero que acaba devorándolo literalmente: no son pocos los cuentos de Kipling en los que los protagonistas acaban destrozados, física o moralmente (de modo frecuente de ambas maneras), ahogados por el clima hostil, incapaces de comprender creencias que consideran absurdas o aberrantes, fatigados por la rutina de un servicio que poco tiene que ver con esa magna empresa civilizatoria de la que en un primer momento se creyeron paladines. Leyendo a Kipling da la sensación de que, al tiempo que la amaba, nunca dejó de considerar la India como un enorme monstruo, a la vez muy abstracto y demasiado concreto, con múltiples ojos que nunca dejan de escrutar al europeo, buscando un resquicio por donde traspasar sus barreras protectoras.

Edición en inglés de El hombre que quiso ser reyEl argumento es sencillo de contar: un par de pícaros ingleses —veteranos del ejército y de innumerables ocupaciones, la mayoría nada honorables— llamados Peachy Carnehan y Daniel Dravot parten hacia un territorio virgen de dominación blanca, el Kafiristán, situado más allá de Afganistán, en el corazón de Asia Central, cuyos habitantes, según la leyenda, son descendientes de los soldados de Alejandro Magno, que cruzó a la India desde allí. Lo hacen con la pretensión de conseguir aquello en lo que han fracasado miserablemente durante su larga estadía en la India: enriquecerse a costa de esos bárbaros y hacerse nombrar reyes. Y en efecto, consiguen hacerse con el territorio gracias tanto a sus habilidades para manejarse en medio de las situaciones más apuradas como al histrionismo necesario para aprovechar en su beneficio los ancestrales mitos y tradiciones de ese rincón: Dravot es tomado por un dios viviente, hijo del mismísimo Alejandro Magno, que viene a reclamar su herencia como rey de los kafires. Su caída, sin embargo, será radical. Imbuido Dravot por su nueva condición regia, decide contraer matrimonio con una esposa que asegure la descendencia de la nueva casa regia: la muchacha, temerosa de las consecuencias de tener trato físico con un dios, le muerde asustada. La visión de la sangre del rey arrebata a ojos de sus súbditos el espejismo de su divinidad; es despeñado por un abismo y su compañero sobrevive, después de ser terriblemente torturado, con graves secuelas mentales al castigo que se le impone, volviendo a la civilización para contarlo y morir con la cordura perdida.

La fortuna del relato, como siempre en la buena literatura, estriba en la facilidad con que Kipling acierta con el tono necesario de la narración: el relato febril que el superviviente, Peachy, realiza para el periodista que, entre repelido y divertido, los trató poco antes de trabar su proyecto y supo de sus ilusiones y anhelos. La crónica de las increíbles aventuras del estrambótico dúo está contada como una alucinación donde se entreveran lo absurdo y lo increíblemente auténtico por parte de alguien que ya está a caballo entre el mundo de los cuerdos y el de los locos, y que por ello pierde en ocasiones el hilo de lo que cuenta, confundiendo hechos pasados y futuros, hundiéndose en digresiones y también en furibundas elipsis, haciendo desfilar ante su asombrado oyente una aventura que por lo extremo de su contenido tiene todas las trazas de haberse realizado de verdad: no en vano deja como macabra prueba la cabeza reseca y todavía coronada de su compañero de armas, el rey Daniel Dravot.

Entre medias, lo que se plasma ante el lector es un prodigioso fresco del abigarramiento social, cultural y moral de la India, así como una reflexión sobre temas eternos de la literatura (la necesidad del ser humano de trascender los mediocres límites de la mera terrenalidad —el truhán Dravot acaba imbuyéndose de verdad de su responsabilidad ante sus nuevos súbditos—; la capacidad para la fraternidad y la lealtad hasta la muerte como uno de los mayores atributos del hombre; la curiosidad como proyecto de vida: el periodista que intermedia entre el lector y los dos camaradas (como bien supieron traducir los guionistas de la película) es el propio Kipling, a quien es fácil imaginar deteniéndose una y otra vez durante su vida en la India para escuchar, para conocer, para sentir, las vidas de los mil y un tipos que pululan por toda sociedad en trance de transformación, en todo lugar de colisión entre lo antiguo y lo moderno, entre lo real y lo fabuloso

Caine y Connery, a cuál más inolvidableComo ya he señalado, la película me parece una obra francamente estimable, pero desde luego no puede compararse en absoluto con el relato. El hombre que pudo reinar es víctima de varias cosas: de las limitaciones narrativas de John Huston, para empezar; de una cuestión que señalé hace poco en relación con otros de sus títulos aventureros: su fracaso como cineasta romántico, cuando esto último suele ser una dimensión imprescindible en la buena aventura de verdad; de su predilección por lo explícito en vez de por lo sutil… Pero aquí y en concreto, padece de las insoslayables contradicciones de un proyecto de esta naturaleza: un relato de 60 páginas alargado hasta más allá de las dos horas; una película que se pretende como «las de antes» y cuyo tono mítico (lo mejor de la misma, indudablemente) acaba viéndose contravenido por un molesto naturalismo que, en el comprensible intento de alejarse de los irreales exotismos del Hollywood clásico, acaba incurriendo en el defecto más inoportuno (para esas intenciones clasicistas, repito), cual es el distanciamiento por exceso de «verosimilitud»…

Huston y su coguionista Glady Hill, como he señalado, respetan las líneas generales del relato, e incluso buena parte de sus diálogos, por no hablar del final. Es más, las novedades que introduce son francamente interesantes. La primera, ya señalada, es completar la identificación del narrador del relato con el propio Rudyard Kipling, al que encarna un Christopher Plummer con una caracterización muy lograda (con las típicas lentes redondas y el bigotito tan icónicos en el escritor).

La segunda es todavía más sugerente, y consiste en aumentar la importancia que tiene el elemento masónico en la construcción de la historia. En el relato, Dravot y Carnehan descubren que en el Kafiristán perviven símbolos masónicos que aprovechan para organizar su incipiente estado y reforzar su condición de dioses vivientes. En la película, la masonería está presente desde el mismo inicio, y de hecho es esencial para iniciar la relación entre Kipling y los dos granujas: Carnehan le roba su reloj y al ver el amuleto que está unido a la cadena descubre así a un compañero de fraternidad. Ese mismo amuleto se lo regalará Kipling a Dravot cuando se despiden en el serai desde donde los dos amigos parten hacia Afganistán y, mucho después, le salvará la vida al segundo cuando el sumo sacerdote del Kafiristán decide probar si es un dios (un inmortal, en suma) por el sencillo procedimiento de ver si sobrevive a un cuchillo clavado en el corazón: al desabrocharle la camisa, encuentra el amuleto, que se corresponde con el signo ancestral de Sikander-Alejandro Magno que se halla grabado bajo el sitial del templo que solo los sumos sacerdotes conocen de generación en generación.

Si me parece un hallazgo aumentar el relieve del tema masónico es porque resulta de enorme coherencia con la idea central que transmite la historia. Esto es, si en el cuento de Kipling (y como era habitual en un autor tan complejo) son muchas las reflexiones y elementos que pueden extraerse de sus páginas, Huston se centra, ante todo, en el tema de la amistad, de la lealtad, de la fraternidad. Contando con la inolvidable compenetración de los dos actores para transmitir la sensación de que son dos granujas sin nada más que una mutua amistad labrada en muchos años de no tener nada y compartirlo todo, ¿qué símbolo mejor que el de la fraternidad suprema que siempre ha sido el atributo principal de la masonería? Por otra parte, y recogiendo ya las ideas del relato, su importancia argumental para su acceso a la corona en el Kafiristán es fundamental, pues es el vínculo con ese remoto pasado que es lo único que distingue tan miserable región. Aprovechando muy bien la tradición del origen ancestral de la masonería —como se indica en la película, al menos desde la construcción del templo de Salomón: ya se sabe que masón es un término originalmente reservado a los maestros constructores—, se refuerza el peso del pasado histórico de ese lugar que parece haber permanecido al margen de la historia de sus vecinos, como remarcan con extraordinaria sugestión visual las construcciones de la ciudad-templo de los sacerdotes, con sus columnas dóricas y su aire griego.

El rey y su aterrorizada reinaComo ya he indicado, si El hombre que pudo reinar acaba despertando cierta adhesión emocional en los espectadores educados en el cine de aventuras clásico es por la elección de dos actores como Michael Caine y Sean Connery, cuyo carisma ya parecía de otra época incluso en ese momento, y cuya inmensa capacidad para aportar convicción y al mismo tiempo ironía a sus personajes provoca una inmediata complicidad con el espectador. Caine y Connery comprenden además a la perfección la diferencia entre sus dos personajes. Carnehan es más pragmático, a la vez que es bien consciente de que la mayor inconsciencia de su compañero lo hace a este más capacitado para liderar todo fingimiento ante terceras personas. Dravot, más extrovertido, más extravagante también, es un personaje al mismo tiempo más rico, como prueba la evolución a que se ve sometido a lo largo de la historia: el gigantón en quien se adivina una completa entrega a los instintos descubre una nueva responsabilidad dentro de sí mismo cuando el destino o el azar lo convierten en el rey-dios de los kafires. Para quienes todavía lo asociaban al monocorde agente 007, Connery demuestra una enorme versatilidad: no hay sino que comparar su jovial interpretación de los primeros compases del film, con el ademán (entre concienciado y alucinado, y en esa ambigüedad se encuentra la clave del personaje) de su posición regia entre los kafires. Un año después, Connery emocionaría todavía más con su encarnación de un Robin Hood otoñal en Robin y Marian.

Lo mejor de la película radica en su tercio inicial, en la presentación de los personajes y en la crónica del viaje hacia el Kafiristán. En cuanto a lo primero, es magnífico el modo en que se expresa cómo el portavoz del espectador, el mismo Kipling, conoce al dúo y no puede evitar sentir una poderosa atracción por ellos. Buena muestra es el es el formidable momento en que, a paso marcial, comparecen frente al pomposo funcionario ante el cual Kipling ha mediado para sacarlos de un apuro ante un rajá local o la visita nocturna que hacen al escritor en la redacción de su periódico y le comunican el peculiar contrato para el que le solicitan el papel de testigo. En la forma de moverse, hablar o de realizar un gesto cualquiera (el más recordable, cuando para demostrar a Kipling que están sobrios, se encienden mutuamente un cigarro), los dos actores ejecutan un magnífico ejercicio de caracterización de unos personajes que pueden ser unos canallas pero que tienen una ética propia; y esa convicción que transmiten los personajes, claro, es parte determinante el tono mítico de la interpretación de los actores y la forma de retratarlo por parte de Huston.

Los dos centinelas mudos que guardan KafiristánEl agradable tono narrativo prosigue durante el viaje de los dos pícaros hacia el Kafiristán, y se sella en tres excelentes episodios: el del robo de las mulas a los cinco bandidos afganos (recuerda un momento similar, igual de magnífico, cuando otros dos outsiders, los encarnados por Lee Marvin y Burt Lancaster, resolvían un apuro idéntico en Los profesionales [1966, Richard Brooks]); la aparición, en mitad de la ventisca, de dos centinelas inmóviles a las puertas del Kafiristán: dos oscuras estatuas medio enterradas por el blanco sudario; y la escena en que, preparados para la inminente muerte, aislados en lo alto del Hindu Kush y rodeados de nieve, las alegres carcajadas con que en tal momento de aparente desesperación se enfrentan a lo que parece su último suspiro, acaban provocando la avalancha que les salva al crear un puente sobre el abismo que no podían cruzar.

La lástima es que, a partir de la llegada a Kafiristán, la película desciende mucho, y aunque cuando siempre mantiene un tono de dignidad suficiente, está muy por debajo de las posibilidades que permitía la historia. En primer lugar (y aquí reanudo el hilo de la diferencia del tono entre libro y película), Huston cae víctima del respeto al hecho de que Peachey cuente toda la historia, como en el relato. Peachey lo narra todo, pero lo narra sin perder nunca la lucidez, sin intentar jamás reproducir el tono febril del cuento (que, por coherencia, debía haberse mantenido en la película), del mismo modo que nunca hay el menor intento de trasladar el subjetivismo del punto de vista al subjetivismo de la narración visual. Es más, todo cuanto sucede en el Kafiristán está bañado en un distanciador efecto naturalista. Puede ser encomiable que los indígenas sobre los que se imponen los protagonistas sean auténticos indígenas (al contrario de lo que sucedía en el cine exótico del Hollywood clásico), pero no que en casi todo momento se note que son mera figuración: solamente el anciano que encarna al sumo sacerdote consigue mantener bien el equilibrio entre esa espontaneidad propia del (aparente) no profesional y la creación de un personaje. De hecho, acaba resultando una figura de lo más inquietante, pues es él quien decreta cuándo son mortales o inmortales los protagonistas, con las consecuencias de rigor.

Los inescrutables sacerdotes y el extraño dios del Kafiristán

Por otro lado, la falta de fuerza (no digamos de elegancia) de Huston como narrador provoca que, pese a que en teoría las imágenes sean sugestivas, en la práctica no lo parezcan, fuera de algunos planos aislados. El hombre que pudo reinar se acaba impregnando de un molesto academicismo, de un ritmo cansino que a partir de determinado momento resigna al espectador a desear que todo acabe cuanto antes.

Hay que añadir, además, un grave lastre: la pésima música de Maurice Jarre, que a ratos otorga a las imágenes un matiz burlesco, en el sentido de paródico, que en principio éstas no tienen —no estamos ante un Indiana Jones—, y que a ratos parece recrearse en una reconstrucción de pautas orientalistas que convencen todavía menos.

Todos estos reparos, sin embargo, no me impiden reconocer buenos elementos incluso en toda la parte en el Kafiristán. Pienso, por ejemplo, en otra buena invención de Huston y Hill: la procesión de los hombres santos que avanzan con los ojos cerrados para no contemplar el mal del mundo; en el afortunado personaje de Billy Fish (excelente Saeed Jaffrey), que partiendo de una caracterización un tanto grotesca acaba revelando una ejemplar dignidad, equiparándose por ello dramáticamente a los dos protagonistas (excelente su salida de escena, con la sonrisa en la boca, dirigiéndose espada en mano a morir despedazado por los enfurecidos kafires, pues pensar en la huida, después de todo lo vivido, le merece sólo desdén); en la escena en que Peachey acude a despedirse de Dravot, intentando inútilmente convencerlo por última vez, y donde brilla el sentido de la lealtad que es el norte dramático de la cinta, y que lleva a aquél a aceptar ser el padrino de su camarada en la insensata ceremonia de boda que está claro que va a concluir muy mal y que, en efecto, acaba con la perdición de ambos; y en el cántico final que hermana a los dos amigos cuando Dravot acepta con envidiable sangre fría la ejecución que han dispuesto los sacerdotes para él: despeñarlo al cortar el puente de cuerda que se alza sobre el abismo.

Emblemática imagen de la lealtad hasta la muerte de Carnehan y Dravot

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: El hombre que pudo reinar / The Man Who Could Be King. Año: 1975.

Dirección: John Huston. Guión: John Huston y Gladys Hill; relato de Rudyard Kipling. Fotografía: Oswald Morris. Música: Maurice Jarre. Reparto: Sean Connery (Daniel Dravot), Michael Caine (Peachy Carnehan), Christopher Plummer (Rudyard Kipling), Saeed Jaffrey (Billy Fish), Shakira Caine (Roxanne). Dur.: 129 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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8 respuestas a El hombre que pudo reinar: Huston, pálida sombra de Kipling

  1. Ángel Hernando dijo:

    A mí tampoco me pareció nunca una película de referencia. Como alguien dijo una vez al respecto, más que una «gran película de aventuras» es una película de aventuras «grande» que se sostiene básicamente, aparte de por hallazgos puntuales, por la labor de sus intérpretes (Caine y Connery memorables, pero también Plummer magnífico). John Huston ha tenido siempre suerte ante el gran público y algunos críticos porque cuenta con varias películas «mitificadas» (véase La reina de África, Vidas rebeldes, La jungla de aslfalto, etc.) que no están tan logradas como se piensa. En cuanto a Kipling, no hay más que leer sus relatos, complejos y llenos de oscuridad, para saber que era un espléndido escritor enjuiciado casi siempre por su ideología y no por su talento.

    • Coincido en tus apreciaciones sobre el director y el escritor. Y muy adecuada tu definición de sus relatos, «complejos y llenos de oscuridad», pues su literatura, conforme fueron pasando los años, se fue haciendo, en efecto, más y más densa e incluso difícil, al menos en comparación con sus primeros cuentos y novelas. Hace poco Cátedra publicó su último libro de cuentos, «Límites y renovaciones», que es buen ejemplo de ello: menos mal que la edición cuenta con notas y un buen estudio previo, porque hay relatos difíciles de comprender del todo por la complejidad de las referencias.

      • Ángel Hernando dijo:

        Los relatos publicados por editorial Acantilado, que leí el año pasado, lo confirman. Aparte de que hay algunos muy complejos, que exigen una lectura atenta, dan una visión de la India que no tiene nada que ver con lo que nos han «vendido» de Kipling durante tantos años.

    • !Pero sí es una obra maestra como una catedral! Y el mérito no solo se le puede atribuir de esta extraordinaria pareja de actores. La dirección es magnífica, desde el arranque cuasi documental hasta los elegíacos momentos finales. Uno de sus grandes méritos radica en que no se trata de una adaptación literal. Todas las licencias que se toma con respecto al relato que sirve de fuente le confieren un mayor atractivo a una película que atesora sus buenas dosis de irreverente y juguetón cinismo. !Por dios!, si es una maravilla que podría figurar perfectamente en un listado de las 10 o 15 películas de todo el cine!. El relato de Kipling es estupendo, sin duda, pero lo que perdura en la memoria es la película (y por muchas virtudes, cada cual más encomiable).

      • Huston era un adaptador muy respetuoso y no encuentro licencias en esta versión de «El hombre que pudo reinar». Y tal vez sea otro de sus problemas: sesenta páginas son pocas para un metraje de más de dos horas. En cambio, cuando se puso manos a la obra con un novelón de tantas páginas como «Moby Dick» (y aun contando con la ayuda de Ray Bradbury), acierta de pleno en el traslado de la literatura al cine, pues aun respetando las líneas generales de la novela aquí sí tiene que mojarse y ofrecer una versión y no el todo, que era imposible. Claro que luego está el caso de «Dublineses» donde, partiendo de un cuento incluso más breve, y siéndole también muy fiel, levanta una película en la que no sobra ni falta nada.

        Huston no está entre mis directores preferidos, pero en su larguísima filmografía, desde luego, cuenta con varias películas admirables. «El hombre que pudo reinar» no está entre ellas, pero sus amantes, desde luego, son legión. Yo me quedo, eso sí, con Connery y Caine dando una lección de interpretación a la antigua en una época en lo que se llevaba ya era el estilo de los Pacino, Hoffman y DeNiro, en las antípodas de los primeros.

  2. Hola José MIguel, soy Ana , de SAn Fernando del Valle de Catamarca, en la provincia del mismo nombre de Argentina, te felicito, es muy buena esta nota, muy hermosa y súper atractiva la temática del relato del gran escritor sobre el que se basó la película y también la misma película; me parecen muy apropiadas las reflexiones que haces sobre Rudyard Kipling . Un autor muy amado por mí por los ambientes exóticos en los cuales transcurren sus novelas y cuentos, de un lugar absolutamente admirado por mí como lo es la India.A la película no la conocía, es una novedad para mí y me encanta su argumento,me encantaría poder verla, como por supuesto leer el relato en que se basa. Kipling como tantos autores ingleses era un escritor muy admirado en mi familia, con un padre como el mío profesor de literatura española y un hispanista absoluto y acérrimo ,que detestaba el imperialismo inglés, pero que ,contradictoriamente, nos introdujo a los hijos en la admiración y la lectura de la literatura inglesa. Shakespeare, Milton, Chesterton, Bernard Shaw, Oscar Wilde, Thomas Hardy, las hermanas Brontë, por supuesto Lewis Carroll ,Rudyard Kipling, el admirabilísimo «Saki» ( Héctor Hugh Munro) al que en mi familia adoramos, y tantos otros autores ingleses exquisitos que mi padre conocía profundamente, en los cuales nos introdujo y nos hizo quererlos y sobre los cuales se explayaba y nos comentaba sus obras y sus personalidades. Bueno, no todos son ingleses, Wilde es irlandés ;Saki era de origen escocés pero nacido en Birmania, pero los asimilamos generalmente a la literatura inglesa.Me impacta lo que opinas de «Kim», a la que consideras que debería figurar como una joya de la literatura universal , novela que tengo en mi biblioteca pero que aún no leí, a lo que me avocaré inmediatamente. Comparto totalmente lo que opinas que el relato que es base de la película es un estudio profundo de la naturaleza humana. No creo en las posiciones de cuestionar y minimizar a los grandes escritores por sus características políticas, ellos son verdaderos genios, tocados por la mano de Dios para crear belleza e introducirnos en las más grandes pasiones humanas .En Argentina contamos con un escritor genio como Borges que fue cuestionado políticamente, pero ninguna crítica pudo ni puede desmerecer la calidad y la delicia de sus obras. De nuevo, mil felicitaciones por el hermoso artículo que hoy compartes con tus seguidores. De mi parte hacia tí, una profunda admiración por tu conocimiento y tu talento, de envío desde este lugar cercano a la Cordillera de los Andres un abrazo fraterno¡Ana, de Catamarca.

    • Hola, Ana. Me ha emocionado realmente esa evocación que has hecho de tu padre y del sentimiento que supo inspiraros hacia la literatura en lengua inglesa, pues me siento muy identificado con él: la anglomanía lleva acompañándome casi toda la vida. Todos esos autores que citas son muy queridos para mí, y todavía añadiría más: Jane Austen, Conan Doyle, Joseph Conrad, Henry James, Dickens, etc. Completamente de acuerdo en tu valoración de que juzgar a un artista por sus opiniones políticas es una simpleza: allá quien se pierda a un genio porque le parezca «conservador». Borges, precisamente, además de uno de mis escritores favoritos, fue uno de los rendidos admiradores de Kipling, y uno de los que me enseñó a apreciarlo más y más. Te agradezco en el alma tus bonitas palabras y espero que sigas encontrando momentos para visitar este blog que, creéme, hago con mucho cariño. Un beso.

  3. José Miguel,muchísimas gracias por tus palabras… no sé por qué omití los autores que citas…¡Henry James, Conrad, Dickens, Jane Austen, Conan Doyle…totalmente leídos y comentados en mi familia, admirados y amados…Son una delicia para el corazón y para el alma. De nuevo un fuerte abrazo para tí,,un beso grande…Te sigo fervientemente desde que te descubrí¡Nuevas felicitaciones hacia tí…¡

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