Tres versiones de Macbeth: Welles, Kurosawa, Polanski (I)

8be318a6e48d58c199a12896726c10a8Como en muchos de sus dramas históricos y varias de sus tragedias (de Ricardo III a El rey Lear), William Shakespeare encontró en la Crónica de Inglaterra, Escocia e Irlanda, de Holinshed, publicada en 1577, la historia de Macbeth, asesino del rey escocés Duncan y cuyo desordenado reino (entre 1040 y 1057) tuvo su punto final con su propia muerte violenta a manos de Malcolm, hijo de su antecesor. Escrita hacia 1606, Macbeth es una de las grandes tragedias de su autor y una de las obras más fascinantes que haya dado nunca la literatura universal: lo es por su fuerza alucinada, por la grandeza terrible de sus personajes, por el elevado número de frases y parlamentos inolvidables (de ninguna obra como de ésta se han extraído tantas citas célebres) y, en especial, por la atmósfera luciferina, extremadamente visual, que hace que el espectador no solo escuche a los personajes sino que sea capaz de ver el entorno que los rodea. Aunque puede que en parte se deba a mi escaso background teatral, conforme leo más a este genial autor —incluso cuando lo veo representado sobre las tablas— soy más rotundo en mi apreciación de que si Shakespeare fue dramaturgo es porque en su época no existía el cine: que fue completado de modo irrebatible cuando nacieron las imágenes en movimiento y se pudo dar la adecuada cobertura visual a sus palabras. Y qué mejor ejemplo precisamente que Macbeth, tal vez la obra de las suyas que mejor suerte ha tenido en su traslación al cine: nada menos que tres cineastas de la relevancia de Orson Welles, Akira Kurosawa y Roman Polanski posaron sus ojos en ella para recrearla con resultados memorables, aunque ninguna de las tres adaptaciones consiga extraer todo lo que hay en ella. Y es que, no nos engañemos, la mejor versión de Macbeth… es la de Shakespeare.

¿Quién no conoce su historia? Después de la victoriosa batalla en que ha impedido la invasión de Escocia por los noruegos, el noble Macbeth, primo del rey Duncan, es detenido por tres brujas —en inglés, el personaje se referirá siempre a ellas como weird sisters, o hermanas fatídicas— que le predicen, primero, el alto nombramiento con que el soberano va a honrar su triunfo y, después, que él será rey. Banquo, el amigo y compañero de cabalgada de Macbeth, las interpela acerca de su propia suerte, y ellas le indican que, si bien él mismo no alcanzará la corona, su estirpe sí lo hará. Y en efecto, el primer presagio se cumple enseguida: informada su esposa del suceso, el destino pone al rey enseguida como huésped en su castillo y lady Macbeth convence al marido de que deben acelerar la suerte y matarlo, acusando del crimen, oportunamente, a los sirvientes que vigilaban el sueño real y a los que ella drogó. Coronado Macbeth, en efecto, las primeras muertes solo son el preludio de una escalada de sangre que comienza por el mismo Banquo, para prevenir que su obra sea estéril y la herede otro (en lo cual fracasa: el hijo de éste huye), y por todo aquel que cuestiona la desordenada tiranía en que convierte su reinado, incluidas las inocentes familias de sus nobles rebeldes.

Finalmente, Malcolm, el hijo de Duncan, con la ayuda de tropas inglesas, penetra en el país para poner fin al turbulento reinado del usurpador. Éste, refugiado en su castillo de Dunsinane, sin embargo, vive sus últimos momentos, abandonado por casi todos, en una desdeñosa indiferencia puesto que las hermanas fatídicas, consultadas de nuevo, le dieron una doble garantía: su fortaleza no será tomada hasta que «el bosque de Birnam suba hasta Dunsinane» (¿y quién ha visto que los bosques puedan moverse?); y no será derrotado por ningún hombre nacido de mujer (¿y quién no ha tenido un origen así?). Por supuesto, se trata de palabras falaces de las brujas, preñadas de doblez como todos los dictados de un oráculo desde el alba de los tiempos: el ejército invasor corta ramas del bosque de Birnam para eludir el número real de soldados y así es como se presentan ante los muros del castillo; y el caballero que acaba con la vida de Macbeth, el noble Macduff (a cuya esposa e hijos pequeños el tirano había ordenado asesinar ante la deserción de aquél), le dice antes de cortarle la cabeza que él fue arrancado del vientre materno antes de tiempo (!!).

Importa poco que los acontecimientos parezcan atropellarse en pocos días cuando se supone que pasan varios años; que esta sincopación obligue a incluir más de una escena sin más sentido que informar de la vertiginosa evolución de los acontecimientos; que la malignidad de lady Macbeth parezca diluirse y el personaje pierda importancia (e influencia en el esposo) después de su fundamental papel en su ascenso al trono; que la fortaleza donde viven los protagonistas no parezca ser siempre la misma, sin explicación…

Importa poco, pues todo palidece, como ya he dicho, ante la increíble fuerza que tiene la historia desde su mismo arranque (esos inolvidables personajes de las brujas y los soberbios hechizos que Shakespeare pone en sus labios…) y por ser, para mí, la obra en que el autor plasmó con mayor fortuna trágica (esto es, envolviendo a sus criaturas en la más irreal de las atmósferas, de tal modo que por tremendamente concretos que sean los hechos, la historia acaba incurriendo en la mayor de las abstracciones) su concepto del ser humano.

Las tres brujas de Macbeth, grabado de sir John GilbertEsto es, el tema central de la tragedia (y de todas las tragedias de su autor) es la constatación de que la característica que define al ser humano es la contradicción en su grado más extremo. De acuerdo con una de esas frases puestas en boca de las brujas en el arranque de la obra («lo bello es feo, y feo lo que es bello»), el hombre encierra dentro de sí mismo al santo y al demonio, al virtuoso y al asesino, al firme y al indolente, es capaz de la más inconsecuente alegría y de la más tenebrosa tristeza, del egoísmo más fiero y del desprendimiento más noble. El valiente Macbeth, que merece todos los honores por su comportamiento en la batalla, asesina a traición al hombre que lo había colmado de ellos. ¿El presagio de las brujas dispone el destino de Macbeth o el destino de Macbeth era hacer realidad el presagio de las brujas, aun cuando su aparente triunfo lo que hace es quebrantar una trayectoria que, en el inicio de la obra, era promesa de nobleza y plenitud, y que acabará ahogada en sangre y en hiel?

Es cierto que el protagonista, aun impresionado por el cumplimiento del primer y más inocuo presagio (ser nombrado thane de Cawdor), decide en un primer momento, indolente, que sea el azar el que lo encamine al alto puesto prometido sin forzarlo por sí mismo. Y que, cuando ya su esposa ha decidido adelantarlo, durante el banquete en honor de su huésped real, trata de echarse atrás y argumenta que quiere disfrutar de la posición alcanzada y del justo honor con que todos lo tratan: bien sabe que no habrá manera de que las sospechas de actuación sucia no los manchen tan pronto se cometa el asesinato. Es por ello que impresiona tanto la actuación de lady Macbeth en los primeros actos: es posible que ningún personaje femenino deje una huella tan terrible en la historia de la literatura como ella. El mayor hallazgo, la prueba de la amarga lucidez con que Shakespeare sabía examinar el fondo del alma humana, incluso el fondo más oscuro, es que lady Macbeth no actúa por mera ambición personal: la inducción a su marido es una prueba de amor. Porque no tengo dudas: Macbeth es, también, una historia de amor, irremediablemente sórdida en cuanto que su apasionamiento conduce a la muerte, al remordimiento y a la locura, pero historia de amor al fin y al cabo. (De las tres versiones que comento, es en la de Polanski donde está mejor expresado, tal vez porque los dos actores convencen más en su sencillez dramática, sin buscar nunca los grandes gestos más allá del escenario de las parejas de los otros dos títulos.)

¿No advierten los esposos Macbeth que, desde el primer momento, se han dejado atrapar como insignificantes insectos en la tela de araña que las hermanas fatídicas disponen en su camino? ¿Acaso el mismo cumplimiento del primer presagio no encierra ya todo lo que vendrá después, no en vano el primer thane de Cawdor es un traidor que acaba ajusticiado y muerto? Si siempre se ha señalado que el tema esencial de la obra es la ambición, yo más bien pienso que es la sugestión fatalista una vez que la ambición conduce a una primera infamia. Así, una vez Macbeth inicia el camino de la sangre ya no necesitará la guía de su esposa que, como decía líneas arriba, pasa a un segundo plano. El reinado de Macbeth, debido al origen criminal del mismo, no será sino una continua huida hacia delante en la que, una y otra vez, se empeña en el mismo propósito que lo inició: forzar al destino, tratar de inclinarlo ante sí (pese a que, en su interior, algo le dice que el destino nunca se deja forzar más de lo necesario). Después del primer crimen, Macbeth sigue matando (a los criados a los que ha acusado, a Banquo —alguna de las películas incrementa muertes que no se aluden en la obra: en la de Polanski, los asesinos de Banquo son asimismo callados para siempre—, a la familia de Macduff, etcétera) porque ya no puede hacer otra cosa, asumiendo con atormentado pero firme fatalismo que no hay vuelta atrás en su senda.

Fragmento del cuadro Ellen Terry como lady Macbeth, de John Singer SargentPero todo tiene un precio. El de Macbeth lo empieza a pagar la misma noche del asesinato real: el insomnio perpetuo —el lector no vacila en imaginar al protagonista paseando como un pobre sonámbulo a lo largo de los últimos actos, vencido por el cansancio pero sin poder descansar—, que él mismo anticipó en aquel momento fatal al decirle a su esposa que, ante los criados desvanecidos a los que iba a imputar el crimen, creyó oír una voz que decía: «¡No volváis a dormir, pues Macbeth mata el sueño!». Peor aún será el pago de su esposa, devorada por la locura. Aun cuando puede parecer incongruente, ya lo he dicho, que lady Macbeth pierda relieve en la segunda mitad de la obra y mengüen sus apariciones, quizá por ello resulta más impresionante la revelación de su progresiva caída en la alucinación, que sorprenden los sirvientes: como triste ironía, lady Macbeth sí duerme, pero tampoco descansa, pues en sueños se levanta y revive su participación en el crimen, lavándose una y otra vez imaginariamente la sangre real que manchó sus manos al poner los puñales junto a los criados drogados.

No encuentro mejor expresión dramática de la clave de la obra que esa inmortal frase que Shakespeare legó a todos aquellos que alguna vez nos hemos dejado atrapar por algún momento de desaliento existencial: «la vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, y que no significa nada», que el protagonista recita cuando le informan que su esposa ha muerto (sin que sea necesario aclaración, el lector entiende que se ha suicidado). En fin, Macbeth es un torbellino que no se olvida, una furia que no se aplaca, y concluida la obra uno tiene la sensación de que los supervivientes seguirán conspirando y matándose entre ellos porque la llamada de la sangre, en Escocia, no puede ser aplacada.

Las tres versiones cinematográficas que voy a comentar (no son las únicas, pero a falta de que la que va estrenarse este año —con Michael Fassbender en el papel central, buena expectativa—, sí creo que son las más importantes) son muy diferentes entre sí. Una (la japonesa Trono de sangre, de 1957), por razones evidentes: el traslado de los personajes y la acción al Japón medieval, con las obligadas modificaciones culturales, y la ausencia de fidelidad a los diálogos del original. Las otras dos están «escritas» por Shakespeare y, por lo común, están bien pegadas al texto y respetan sus líneas generales, pero se diferencian por una cuestión crucial: la extrema estilización que un artista tan barroco como Orson Welles otorgó a su versión, y el sórdido naturalismo que Polanski dio a la suya.

Macbeth (1948, Orson Welles)

Cartel del Macbeth de WellesSe suele esgrimir con admiración la precariedad de medios con que Welles abordó la realización de su Macbeth como una prueba suprema de su talento: como si la operación, por tal cosa, hubiera sido algo parecido a sacar agua de un pozo de arena. Sin embargo, la sencillez evidente de la película —rodaje en un estudio tan modesto como la Republic en poco más de una veintena de días, según es fama— no debe incrementar a la fuerza el entusiasmo que se pueda sentir por la película. Este Macbeth wellesiano, en general, es un film tremendamente atractivo pero plagado de irregularidades, de momentos magníficos que conviven, en ocasiones sin solución de continuidad, con otros bastante romos. Y en gran parte creo que se debe a una enorme contradicción de base: la considerable sofisticación de la puesta en escena y de las intenciones dramáticas de Welles chocan en exceso con la precariedad de los medios (sólo hay tres o cuatro decorados), provocando un contraste demasiado brutal, demasiado extremo. Pues ese es el gran problema de la película: el exceso, el subrayado, la redundancia. Optar por el máximo barroquismo a partir de la (obligada) máxima sencillez no es una mala elección. Pero sí que Welles no controle su mano y que se empeñe en repetir una y otra vez el mismo e irritante manierismo. Dicho de otro modo: uno tiene la impresión de que Welles tiene claro que Shakespeare sólo es igualado por un genio: por él mismo.

En cualquier caso, es evidente que amó siempre a Shakespeare y lo conoció bien, que desde sus días escolares es presencia constante en su obra, escénica o cinematográfica, y que incluso no dudó en construir sus propias versiones del corpus del autor: por ejemplo, Campanadas a medianoche (1965), su última película shakesperiana, está compuesta a partir de distintos fragmentos de sus dramas históricos. Y en el mismo Macbeth, Welles hizo anotar su presencia, creando un carácter de importancia (el Santo Padre, un sacerdote con el que introduce la presencia del cristianismo, que brilla por su ausencia en la obra original) al que entrega los diálogos de muy diversos roles secundarios, creando así un muy curioso personaje de continuidad que resulta de lo más coherente en el desarrollo de esta adaptación.

La increíble corona de Welles-MacbethEl gran hallazgo de Welles, a partir de esa señalada precariedad, es haber impregnado toda la historia de un muy conseguido sentido de lo primordial. El medievo de este Macbeth parece todavía más remoto en el tiempo de lo que conocemos. Las vestimentas, las armas, la tosquedad del mobiliario evocan o bien espacios situados entre el mito y la leyenda (el eco estético y dramático de Los nibelungos [1925], de Fritz Lang, me parece muy evidente) o bien remiten a pueblos bárbaros casi en estadio pre-civilizatorio: el trono de Macbeth es un sitial de piedra sin apenas forma; su corona es cuadrangular y su cresta parece rematada por colmillos; los nobles visten pieles como si pertenecieran a un pueblo nómada de las estepas, y el mismo Welles, con esa armadura de piel con placas de hierro circulares, parece extraído de una historia pulp de Robert E. Howard. El castillo de Dunsinane es una mole indeterminada, de muros rugosos, que diríanse orgánicos, que instila un aroma de regresión a estadios ya olvidados del hombre, con detalles tan geniales como ese curso de agua que se desliza por una pared y donde Macbeth, en determinado momento, intenta refrescar su torturada angustia. Puede parecer absurdo, pero al mirar esas paredes no puedo evitar pensar en Lovecraft y sus palacios construidos en tiempo inmemorial por seres inconcebibles, al estilo de En las montañas de la locura.

En este contexto, la historia diríase que relata, en efecto, la pugna entre la civilización y un paganismo primordial que da sus últimos estertores. Las brujas aquí encarnan, claro, ese último hálito de una forma de intentar dominar la naturaleza que se bate en retirada y que sólo puede ser ya escuchada por seres de emociones tan primitivas como el protagonista, a quien sin embargo destruirán con sus profecías, en un acto que también tiene mucho de auto-inmolación: con él probablemente se pierde para siempre el tiempo en que ellas y el mundo que representan reinaban sobre la humanidad. No en vano en su presentación en el film, mientras recitan los famosos conjuros shakesperianos, están modelando, en arcilla corrompida, la figura de Macbeth, que luego se muestra en inserto, durante la pelea final con Macduff, perdiendo la cabeza. Welles las hace comparecer como seres informes, sin mostrar nunca su rostro: en las primeras escenas sólo se vislumbra de ellas sus cabellos cuales púas, e incluso en su segundo encuentro con el tirano ni siquiera se las puede ver. Sin embargo, Welles les concede a ellas el cierre de la película, con ese bellísimo penúltimo plano en que el castillo —que más que nunca parece un monstruo dormido, con sus puntiagudos espolones recortándose contra el brumoso cielo— donde acaba de concluir la tragedia, al fondo, es observado como mudos testigos por las tres brujas, quienes portan sus cayados con forma de i griega, silenciosas, inmóviles, inescrutables…

Las geniales brujas de MacbethLa ausencia de decorados —el castillo es ante todo un espacio vacío con una gran escalinata tallada en la piedra, un arco que representa la puerta y unos monolitos que se supone constituyen la muralla de la fortaleza de Dunsinane— y de exteriores hizo que Welles utilizara a raudales la niebla para disimular la nada, pero también para crear una formidable atmósfera de incertidumbre (en más de un momento los personajes son incapaces de ver lo que sucede a su alrededor, en sentido simbólico pero también literal). Este recurso, tan propio del cine barato, claro, no lo inventó él y muchos otros lo usarían en el futuro (pienso en Roger Corman y sus adaptaciones de los relatos de terror de Poe), pero Welles, satisfecho del uso estético y dramático que le da, lo convierte en ostentoso sello de estilo, volviendo a cansar por acumulación.

Aun así, es justo reconocer la fuerza visual con que Welles hace virtud de la necesidad: la multiplicación hasta el infinito de objetos para aparentar multitudinarios ejércitos, como las lanzas adornadas con cruces célticas o los cuernos de los cascos de los guerreros, en la llegada del ejército inglés. A veces incluso se combinan la niebla y la multiplicación, y el efecto es muy sugestivo, como esos imborrables planos que muestran cómo «el bosque de Birnam sube hasta Dunsinane». Mérito especial debe reconocerse a la fotografía de John L. Russell, con sus expresionistas contrastes de luz y oscuridad (sobre todo, mucha oscuridad).

El resultado es que este Macbeth posee un sentido de la concentración que entronca magníficamente con el del original —incluso aumentando esa sensación de que todo cuanto sucede es un mal sueño, y como todos los sueños, breve y fugaz— y que asimismo multiplica hasta el infinito el toque de irrealidad que demandaba. Una fantasía abstracta, una pesadilla sobre la deformidad.

El problema, lo que acaba minorando en mucho la fascinación que poseen muchos de sus momentos, es que la extrema estilización acaba convirtiéndose en un fin en sí mismo, algo en lo que Shakespeare nunca incurre. Welles no sabe ponerse límites a sí mismo, desde su propia interpretación «antinaturalista» (no se relaciona con el resto de personajes, sino que declama para la platea) a la ampulosidad de los movimientos de cámara (que en más de un momento piden un corte, un cambio de encuadre, un respiro para el espectador). En especial, acaba cayendo en la pura caricatura su eterna debilidad por los encuadres en contrapicado —cuyo sentido, por lo común, es magnificar el peso dramático de un personaje, pero que aquí trata a todos y a todo por igual, perdiendo buena parte de su efecto— y que los que son menos amigos de Welles caricaturizan como su «debilidad» por mostrar siempre los techos del decorado. Como siempre, el principal enemigo de Orson Welles fue Orson Welles, encargado de minar sus cuantiosos hallazgos por su incontrolable pasión por el exceso: no es lo mismo una atmósfera febril que rodarlo todo en perpetua fiebre.

Geometría y abstracción para Macbeth-Welles

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: Macbeth / Macbeth. Año: 1948.

Dirección y guión: Orson Welles. Fotografía: John L. Russell. Música: Jacques Ibert. Reparto: Orson Welles (Macbeth), Jeanette Nolan (Lady Macbeth), Dan O’Herlihy (Macduff), Roddy McDowall (Malcolm). Dur.: 92 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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4 respuestas a Tres versiones de Macbeth: Welles, Kurosawa, Polanski (I)

  1. rexval dijo:

    De todas las versiones que citas, la que me cautivó fue la de Orson Welles, con su imponente blanco y negro. Este señor era un genio tanto de la dirección como actuando. La peli, bastante teatral es uno de los clásicos del cine. Excelente

    • Welles es genial, desde luego, pero como ya he comentado alguna vez, lo peor es que quería ir de genio en cada segundo de sus películas, y eso acaba agotando. Aun así, nunca deja indiferente. Eso sí, de sus tres Shakespeares, los otros dos me gustan más: «Otelo» y «Campanadas a medianoche».

      • rexval dijo:

        Recuerdo su Otelo, bastante teatral, soberbio. Sí, es cierto que «iba de» genio. En algo disiento con la mayoría, si «ciudadano» Citizen Kane, que me parece un rollo aunque la crítica tenga el film como de lo mejor.
        Saludos

  2. «Ciudadano Kane» el el típico film que produce el efecto de irritar a quien no entre en su presunta genialidad. Yo me reservo la opinión pues hace mucho años que no la he vuelto a ver, aunque el recuerdo que tengo sí es inmejorable. Pero ahora mismo, la película que suya que tengo por mejor es «El cuarto mandamiento».

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