El sentido de lo fantástico en Henry James

Portada de una edición inglesa de Otra vuelta de tuercaPese a que parece difícil encontrar, a través de su proyección pública —un hombre que siempre pareció serio y que se paseó por la vida sin querer dar nunca la nota—, un novelista más apegado al concepto de realidad, bien sabemos que en realidad fue todo lo contrario: Henry James fue uno de los mayores conculcadores del concepto de lo real que conoce la literatura. Y lo hizo de modo implacablemente lógico con lo que entendió por esencia de la narración: la ausencia de una certidumbre completa acerca de lo que se está narrando porque depende de la limitada percepción o información del personaje cuyo punto de vista ha adoptado el escritor. De este modo, la realidad queda limitada por una subjetividad de la que no se puede escapar: la realidad supone una interpretación por parte del protagonista. El autor aplicó este principio a su observación de ese mundo de la buena sociedad por el que se movió —con sus reuniones en el campo, sus viajes por la vieja Europa o sus romances por conveniencia— y en donde creó ese universo tan inconfundible que hoy su mero nombre tan bien sabe evocar. Pero con el tiempo acabó no solo cuestionando las certezas de sus personajes sino ingresando directamente en un espacio que el buen conocedor, aun con dificultades, identifica como genuinamente fantástico. Sí, Henry James también fue uno de los mejores cultivadores de lo fantástico. Pero lo hizo a su modo: suave, elusivo, casi inapreciable…

El relato fantástico más conocido de James siempre será Otra vuelta de tuerca (1897), que además fue una de sus novelas mejor acogidas: ya en su momento su interpretación despertó considerable alboroto, que el mismo autor favoreció con su resistencia a explicar su obra. James la escribió poco después de dar por cerrado su intenso pero frustrante intento de convertirse en autor teatral (de éxito, claro) y justo después de alquilar la «casa de sus sueños», Lamb House, en un pueblecito de Sussex llamado Rye. Una importante revista americana le encargó directamente un cuento de miedo, y el escritor recurrió a una anécdota que había atesorado en su cuaderno de notas —algo habitual en él— y que en su día le contara nada menos que el arzobispo de Canterbury.

La historia es bien conocida: una institutriz que tiene a su cargo a los dos sobrinos de un importante caballero de Londres comienza a sospechar que los niños son visitados por los fantasmas de sus antiguos ayos, muertos ambos en circunstancias violentas, y que en vida pervirtieron su inocencia convirtiéndolos en testigos de sus relaciones. El escenario no puede ser más clásico de la ghost story: una apartada mansión campestre, con su jardín, su parque y su estanque. El sitio ideal para unas apariciones… que tal vez solo existan en la mente de la protagonista (narradora en primera persona del relato), quién sabe si impelida por un exceso de celo, por una mente romántica y sugestionable (se citan entre sus lecturas a Emily Brönte y el clásico Los misterios de Udolfo) o por querer hacer méritos ante su empleador, de quien se encuentra inconfesablemente enamorada.

Edición Anaya Tus Libros Otra vuelta de tuercaJames utiliza su técnica narrativa favorita: la absoluta subordinación a un punto de vista cuyas motivaciones y conocimientos, como el de cualquiera, no pueden ser objetivas pese a que todo el tiempo lo proclame. Otra vuelta de tuerca es una obra maestra indiscutible, y por su relativa facilidad de acceso, una inmejorable entrada en el mundo fantástico de Henry James. Pero tiendo a verla como una isla en la obra de James, tal vez por su muy ortodoxa adscripción al género fantástico, lo cual permite que muchos la hayan leído sin preocuparse en extenderse por otras incursiones en la literatura del autor. Y cierto que es tortuosa (las implicaciones sexuales, recónditas pero indudables, así lo señalan), pero es fácil imaginarse a James contemplando su obra desde fuera, como un orfebre satisfecho de un buen trabajo, que incrustado muy dentro de ella, sin casi pretenderlo o incluso sin advertirlo, como sucede en otros relatos que, quizá no tan perfectos, desde luego resultan especialmente fascinantes si queremos saber cosas acerca del autor.

He dicho que Otra vuelta de tuerca es una emblemática ghost story. En cambio, ¿cómo clasificar Maud-Evelyn (1900)? Resumiendo su muy difícil de resumir anécdota, podría decir que cuenta cómo un matrimonio de mediana edad, cuya gran tragedia fue la pérdida de su niña (la cual da nombre al relato), decide recrear el presente como si ella nunca hubiera muerto, y darle la vida feliz que, a sus ojos, sin duda habría tenido, para lo cual encuentran a un muchacho noble y sencillo, con quien la casan. Así dicho, pareciera que esa parejita debe ser harto inquietante, con su capacidad para abducir a una tercera persona en su fantasía personal. Pero en realidad he hecho trampa: los padres de Maud-Evelyn apenas aparecen personalmente en el cuento, pues la crónica de la particular relación de la muchacha con su «amado» es contada por éste, Marmaduke, y por la chica que dejó pasar la oportunidad de casarse con él, Lavinia. ¿Es más sugerente así la historia? Pues tampoco he terminado de ser exacto: el narrador del cuento no es ni Marmaduke ni Lavinia, sino la persona a la que estos van refiriendo los distintos pormenores, y que nunca llega a conocer a los padres de Maud-Evelyn ni su entorno: lady Emma, una dama otoñal y aristocrática, protectora de la muchacha y muy interesada toda la vida en emparejarlo con el muchacho, que mientras cuenta el episodio (que por tanto sólo conoce de modo indirecto) va conduciendo al mismo lector a través de las sensaciones que en cada momento le merece tan desconcertante historia.

John Singer Sargent, un clásico para ilustrar portadas de H. JamesEn manos de otro novelista, Maud-Evelyn sería, como poco, un cuento grotesco, pues la anécdota, relatada sin mediar la prosa envolvente y sutil de James, parece sugerir extrañas perversiones, malignas ambiciones (he de decir que los padres «huérfanos» son personas con dinero) y misteriosas obsesiones. Y de hecho, es lo que va imaginando lady Emma cuando le van llegando los primeros informes de la historia. Sin embargo, su desconcierto (y el del lector) es grande cuando poco a poco se va convenciendo de que el joven Marmaduke, que en efecto era un muchacho indolente sin oficio ni aparentes posibilidades de conseguirlo, participa en esa re-formulación de una vida no bajo el interés de ganar una herencia ni por debilidad de carácter o tendencia hacia lo morboso, sino con plena convicción de que todo es real y, al mismo tiempo, es el mayor regalo que la gentileza humana podría hacer por la memoria de una muchacha que está muerta. Aunque parezca imposible de creer (y mucho menos de ser relatado de modo que resulte convincente), Marmaduke, sabiendo en todo momento que Maud-Evelyn está muerta, al mismo tiempo vive su situación como si en efecto Maud-Evelyn le hubiera estado reservada desde siempre. Y es que, en todo momento bajo la «dirección» de los padres (los guionistas en la sombra o los creadores de ese extraño paréntesis paralelo —es demasiado exclusivo como para llamarlo universo), ella muere joven, como si se supiera que con la boda (y su consumación: James utiliza expresamente este término), la felicidad de la muchacha ya ha quedado sobradamente colmada. Y tras ella, por el mismo principio, son los padres, en pocos meses, los que la siguen a la tumba… y el mismo Marmaduke, con tranquila aceptación, después.

¿Hemos asistido a alguna especie de posesión emocional, inconcebiblemente provocada por una muchacha que, por lo que sabemos, es la persona más inocente de toda esta fábula? ¿A una extraña metamorfosis de la historia de fantasmas? ¿A un tranquilo melodrama necrófilo? Hay un último nivel de comprensión, claro, y es la propia perspectiva de lady Emma, esa señora que ha asistido primero con enfado, luego con impotencia y luego con resignada conformidad a una historia de amor cuando ella estaba interesada en otra muy distinta: la de Lavinia con Marmaduke, eternamente postergada por la intervención de Maud-Evelyn… y sin embargo, irónicamente, concluida con la consecución de la seguridad económica para su protegida. Pues será Lavinia quien herede al final, de su antiguo galán, el dinero de los padres de Maud-Evelyn.

Aseguro que hay que leer el cuento —por mucho que haya revelado su final, no importa: no es el argumento lo que lo hace tan extraordinario— para aceptar que esa resbaladiza ambigüedad es su esencia, que todas esas interpretaciones o dimensiones que he ido señalando pueden todas ser ciertas. Pero al final lo que queda en el ánimo del lector es una incontenible sensación de melancolía, de haberse asomado a una historia inconcebiblemente absurda… pero real. Pues la cuestión es que, cerradas sus páginas, somos nosotros mismos quienes aceptamos que haya podido suceder.

Edición Valdemar de El altar de los muertosEsa misma sensación de hallarnos ante un tipo de relato difícil de definir impregna muchos otros cuentos de James, incluso cuando, si nos ponemos ortodoxos, no sucede nada «fantástico». Un buen ejemplo es el inolvidable cuento El altar de los muertos (1895) —que François Truffaut convirtió en una de las más creativas, y al tiempo fieles, traslaciones al cine del universo del autor: La habitación verde (1978)—, que desarrolla y magnifica un concepto también presente en Maud-Evelyn como es el de lo mortuorio. El protagonista de este relato es un hombre adentrado en la madurez que va advirtiendo que el mayor número de personas que fueron importantes en su vida ya han muerto. Y decidido a rendirles un homenaje (su gran obsesión parece encarnarse en el famoso verso de Bécquer: ¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!), alquila una capilla en una iglesia apartada para consagrarla a ellos, componiendo un mar de velas en recuerdo de cada una de sus pérdidas. Nada fantástico sucede en este cuento, pero en la atmósfera absolutista que emana del protagonista late el mismo ánimo que ya había inspirado el cuento anterior, y que delata los personales temores del novelista: un hombre, recuérdese, que voluntariamente se transterró fuera del ambiente de su juventud y de su familia y que, aunque hizo muchas amistades en Europa, nunca creó la suya propia ni se le conocen relaciones sentimentales más allá de meras especulaciones. Por muy sociable que fuera, Henry James fue un hombre en definitiva solitario, que a medida que fuera cumpliendo años es lógico que pensara lo mismo que el protagonista de su cuento sobre los muertos: ¿quién encenderá una vela por mí cuando ya no esté: quien recordará que alguna vez he sido?

Otro relato especialmente significativo para asomarnos a lo más recóndito del alma de James y a su concepto de lo fantástico se encuentra en la novela La fuente sagrada, que ahora mismo es más accesible en nuestro país por su edición en Valdemar bajo el título de La fontana sagrada. No es la novela que yo recomendaría para entrar en el mundo de Henry James, aunque, irónicamente, fue mi puerta de entrada a él. Y es que se trata de una obra tan fascinante como irritante.

Su anécdota es mínima: de hecho, inicialmente iba a constituir un relato que el autor poco a poco fue agrandando hasta cambiar su formato. Y lo que engrosó no son peripecias, sino reflexiones y más reflexiones, y rodeos y más rodeos, envueltos además en una ceremoniosidad en las relaciones entre personajes que los vuelve intensamente opacos, que levanta una increíble barrera entre ellos y el lector: que dificulta considerablemente la percepción de lo que se quiere contar. La novela, además, es de 1901, y pertenece ya al periodo más barroco del escritor, iniciado dos o tres años antes, desde el momento en que, debido a unas molestias cada vez mayores en la mano, dejó de redactar personalmente sus obras para dictarlas: los especialistas consideran que es el momento en que su estilo se vuelve más alambicado, más prolijo, dejando que las frases se desarrollen, sinuosas, como una planta que se retuerce en muchos tallos, con periodos muy largos, paréntesis, aclaraciones, aclaraciones dentro de las aclaraciones, etcétera.

Edición Valdemar de La fuente sagradaPor supuesto, todos estos obstáculos que James planta entre su historia y el espectador son, en buena medida, lo que la hace tan fascinante: al dificultar nuestra exacta comprensión acerca de qué diablos nos quiere contar, nos obliga a leer con toda nuestra percepción alerta, nos enreda, nos hace volver para atrás en un vano intento de confirmar una sospecha: nos hace trabajar.

¿Y para qué? He dicho que La fuente sagrada es un relato fantástico. Lo es porque, lo que cuenta, realmente es un tipo de vampirismo. ¿El serio y convencional Henry James tratando de vampiros?

Veamos. El protagonista (del que no sabremos nunca el nombre) es un caballero acomodado (suponemos: ninguna información recibiremos de él, que es el narrador de la historia) que ha sido invitado a pasar el fin de semana en una gran mansión en el campo llamada Newmarch. En el tren que lo conduce se encuentra con otros invitados, y aquí llegan las sorpresas. Un joven, Gilbert Long, al que siempre había tenido por un ser obtuso y aburrido, con escasos dones sociales, de pronto se ha vuelto agudo e inteligente. Una mujer, Grace Brissenden, de mediana edad y sin ningún atractivo físico reseñable, parece haber rejuvenecido muchos años y se revela como una señora de dones deliciosos. Sorprendido, el narrador no tarda en llevarse un nuevo sobresalto. La señora Brissenden está casada con un hombre mucho más joven que ella: cuando el protagonista lo encuentra en Newmarch, aquél tiene el aspecto de un hombre muy mayor y de hombros cargados. La teoría que se hace, inmediatamente, es que, de algún modo, su esposa le está absorbiendo la juventud, traspasándole su propia decrepitud. Llega a la conclusión natural, de que el «combustible» que ha provocado semejante transferencia es el amor. Y si ha sucedido así en el caso de los Brissenden, lo mismo ha de ser en el de Long. Puesto que éste es un hombre soltero y sin compromiso conocido, el protagonista comienza a buscar, entre los invitados a Newmarch, a la dama a la que está «drenando» sus facultades. (El título del libro, a todo esto, alude a la fuente donde vivía la ninfa Egeria, que por amor insufló su propia sabiduría al rey romano Numa Pompilio.)

Como punto de partida, es genial. Ahora, quien busque en las páginas de la novela el desarrollo normal que le hubiera dado un autor corriente del fantástico, que no pase de la cubierta. James nunca llegará a explicar la causa de esa absorción de cualidades, pues de hecho a su protagonista le importa poco la causa: él busca a la causante. De hecho, lo que parece contar en realidad La fuente sagrada son las intrigas, relamidas y un tanto arteras, de un caballero que, ante la perspectiva de un fin de semana aburrido, encuentra su distracción en la búsqueda de un secreto que él quiere justificar, ante sí mismo y ante aquellos a los que cuenta sus descubrimientos, como algo de misteriosa trascendencia pero que muy bien puede ser tan sólo un cotilleo intrascendente. De hecho, el relato no da a entender que ningún otro invitado repare en lo supuestamente distintos que son las cuatro personas implicadas en el caso de «vampirismo», salvo cuando él mismo lo deja caer, de un modo sutilmente retorcido, el propio de un intrigante maquiavélico.

Ahora bien, tal vez deba admitirse otra interpretación menos malévola: las razones que guían al protagonista son provocadas por una sensibilidad excesivamente refinada, de hecho, por una enfermedad de lo sensible que domina de modo absoluto la personalidad de su narrador, alguien que no se contenta con pasear por el mundo, sino que no puede evitar interpretarlo. Un hombre con una especial percepción para la belleza y para captar lo peligrosa que ésta también puede llegar a ser: tanto por su carencia como por su exceso. Un hombre como Henry James. Un hombre cuya vida fue plácida en acontecimientos, como se sabe: no fue un escritor activo al modo en que lo fueron Stevenson, Conrad o George Bernard Shaw (a todos los cuales conoció y estimó). Tal vez por ello sus admiradores tendemos a convertirnos en detectives que buscamos en su obra esa vida activa que no consumó en la realidad, a encontrar en ella el lugar donde intentó conjurar sus obsesiones, reproducir sus anhelos e incluso culparse (o perdonarse) de las cosas que hizo o, en su caso, no hizo.

En este sentido, las páginas finales de la novela —en las cuales la señora Brissenden, a lo largo de una larga y tensa conversación, desmonta todas y cada una de las teorías de su antagonista, llegando a tildarlo de loco— tal vez suponen una terrible confesión indirecta: a través de esa dama que ha estado a punto de ser víctima de su protagonista (de sí mismo), James se acusa sin paliativos de extremar su inclinación por el famoso punto de vista, de buscar tres pies al gato, vamos, de convertir cualquier observación en un síntoma de su extrema sensibilidad.

Estupenda ilustración de Peter Milton para El rincón felizEste mismo empeño encuentra el más eminente ejemplo en uno de los últimos relatos del autor, El rincón feliz (1908). Su origen se encuentra en su regreso a su país natal, Estados Unidos, después de una ausencia de veinte años, en el verano de 1904. Estuvo un año completo, y lo recorrió de una punta a otra, pero por supuesto se detuvo especialmente en las ciudades de la costa este a las que había estado ligada su vida, sin faltar, por supuesto, Nueva York, la ciudad donde nació. Ya de regreso en Inglaterra, escribió (dictó) el cuento.

James parte de un personaje que vive la misma situación que él, solo que aumentando el tiempo entre la partida y el regreso a 33 años. Spencer Brydon regresa a su Nueva York natal, reencuentra a una amiga de su juventud, Alice Staverton, que ha permanecido soltera todos esos años, pasea por las calles y, en especial, visita una y otra vez la gran casa en la que nació, y a la que él llama el «rincón feliz». Brydon comunica a su amiga Alice cuál es el pensamiento que da vueltas en su cabeza, hasta convertirse en obsesión, desde que regresó: ¿qué habría sido de él de no haber abandonado nunca su ciudad? Y decide que la respuesta se encuentra en su antigua casa, cuyas habitaciones están ahora completamente vacías, de tal modo que comienza a marchar a ella todas las noches, sin más luz que la de una vela, para recorrer sus estancias durante un par de horas, en busca de su alter ego.

El relato, por tanto, cuenta la historia de la búsqueda de un fantasma. Un fantasma que se le ha antojado a Brydon que debe existir, y que sería el suyo propio. Lo busca noche tras noche, y en esas salas apenas iluminadas por su vela o por la luz de la luna que se filtra a través de la gran claraboya central… presiente que una figura lo está observando, lo está vigilando. Finalmente, una noche memorable por fin cree encontrar una señal de que ese esquivo alter ego se ha rendido y lo está esperando: la puerta de una habitación que él sabe que se dejó abierta, está cerrada. Brydon, sin embargo, decide no abrirla: se dice que no por miedo, sino porque de pronto su curiosidad le parece aplacada. Sin embargo, adivina que algo inexpresable lo acecha en el ambiente, que convierte en una odisea el regreso desde el piso alto donde se halla hasta la puerta de entrada (ese descenso, y las reflexiones que le merecen al personaje, constan entre las mejores páginas nunca escritas por el autor, y son parangonables a cualquier secuencia de terror ortodoxo construido sobre el tránsito de un personaje a través de un lugar donde su vida se expone al mayor peligro). Y allí es donde, por fin, se materializa la «aparición»: un individuo que inicialmente esconde su rostro con las manos (lo cual le permite advertir que le faltan dos dedos), y que cuando por fin se descubre, revela una faz tan «extraña y oscura», tan distinta a lo que él esperaba, que se desmaya. Cuando despierta, está en el regazo de Alice, que había tenido la intuición de ese encuentro y había corrido a la casa. Al protestar Brydon de que esa aparición pueda ser su alter ego, su sabia amiga le hace ver su error: es él, o al menos eso que él buscaba, es decir, el hombre en que se habría convertido de quedarse en los Estados Unidos. Y con suprema ternura, ante el horror con que él recibe esa revelación, le señala que «yo lo habría aceptado».

El rincón feliz enlaza con otro cuento biográfico de James, La bestia de la selva (que ya cité en mi anterior entrada sobre el autor), la historia de ese hombre que se pasa toda la vida esperando a que suceda el destino inmenso al que se cree convocado desde su infancia y que, cuando ya ha consumido casi toda su existencia en la espera, descubre que no fue otra cosa que dejar pasar el amor fiel y tierno de la amiga que afrontó con él esa continua postergación en que transcurrió su existencia. En el terrible final del cuento, el protagonista alcanza esa revelación en el cementerio donde descansa su amiga (la cual, antes de morir, sí había descubierto la clave, finalmente atroz, de ese destino), sin más posibilidad que dejarse caer, medio desmayado, sobre la tumba de la persona a la que nunca pudo abrazar en vida.

En El rincón feliz, escrito cinco años después de ese final, es como si Henry James, después de haber sido tan terriblemente crítico consigo mismo —sus biógrafos hablan de alguna oportunidad sentimental (una prima muerta en su juventud, a cuyo tránsito final no asistió al marcharse a Europa; una amiga, también escritora, cuyo suicidio en Venecia más de una vez pensó que había sido por su reticencia a aceptar su cariño) que no llegó a nada, y dejo aparte las especulaciones sobre su homosexualidad frustrada— decidiera concederse a sí mismo, en las páginas de su cuento, esa segunda oportunidad que se negó antes. Pues Brydon sí tiene tiempo de rectificar, de advertir el error de esa postergación (dejar a un lado a Alice Staverton que, sin embargo, siempre lo ha esperado) y abrazarla cuando ha estado a punto, como el John Marcher de La bestia, de ser otra vez la víctima de su ceguera.

La institutriz que busca muertos que no quieren morir, la muchacha muerta que recibe la oportunidad de vivir la intensa experiencia sentimental a que tenía derecho, el hombre obsesionado por el olvido de los que ya han dejado este mundo, el invitado que no puede escapar de su absorbente sensibilidad, el expatriado que está a punto de no darse cuenta de que el anhelo interior que buscaba en su propia vida estaba más cercano a él de lo que creía… todos ellos, tal vez, avatares de un señor que siempre tuvo aspecto antañón y respetable pero que escondía en el interior de su alma, como todos, fantasmas de posibilidades de vida que nunca se concretaron. Y que él, bajo un leve barniz fantástico, sabiéndolo o sin saberlo, sacó de allí y nos los entregó, para que también nos sirvieran como fantasmas propios. Un señor llamado Henry James.

NPG x18720; Henry James; William James

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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4 respuestas a El sentido de lo fantástico en Henry James

  1. Renaissance dijo:

    De James me quedé únicamente en Otra vuelta de tuerca, y por el momento, sin intención de ver ninguna de sus adapciones al cine. Me parece una de esas obra que, como Cumbres borrascosas, puede tener tantas versiones y lecturas, desde las más interesantes hasta las más cutres, que prefiero quedarme con la mía, la que supone mi propia lectura y no la versión cinematográfica.
    Lo cierto es que el resto de su obra me era desconocida, una lástima viendo que esa maestría a la hora de narrar aprovechando al máximo la perspectiva de los personajes y la ambigüedad entre la explicación racional y la fantástica no era patrimonio único de su novela más famosa.

    • Te entiendo muy bien: mientras no nos asomamos a ninguna versión en imágenes de una obra literaria que nos atrapa, el vínculo parece más personal e íntimo, porque podemos imaginar como se nos antoje a sus personajes o los rincones en los que se mueven (aunque hasta esto, en este universo tan visual en que vivimos, cada vez es más difícil: siempre se cuela alguna fotografía, alguna referencia). Una vez que aceptamos las versiones ya nunca recuperamos esa intimidad inicial: y peor es cuando, encima, la versión no nos gusta.

      Eso sí, en el caso de «Otra vuelta de tuerca», la película «¡Suspense!» es una de las mejores adaptaciones que puedan concebirse. (Claro: cuando releo el libro los niños ya son, a la fuerza, Pamela Franklin y Martin Stephens…)

  2. Muy buen artículo, como es habitual. Los leo siempre con gusto. Muchas gracias.

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