Los años 40 fueron años de incertidumbre para Disney y su imperio. Como señalaba en la anterior entrega, las buenas expectativas abiertas con Blancanieves y los siete enanitos se tambalearon con el fracaso consecutivo, y en el mismo año de 1940, de Pinocho y Fantasía. Había que remontar con urgencia, y el estudio facturó consecutivamente dos películas, Dumbo (1941), que recibió una buena acogida, y Bambi (1942), que por el contrario volvió a fracasar en taquilla. Más problemas llamaron a la puerta de Disney. El estallido de la guerra en Europa cerró el mercado europeo, de tal modo que el estudio se tuvo que contentar, en el exterior, con el mercado latinoamericano, lo cual explica productos tan específicos, y envejecidos, como Saludos, amigos o el más famoso Los tres caballeros. Una huelga sacudiría los cimientos de la empresa en 1941: sus consecuencias fueron que Disney incrementó su conservadurismo hasta lo indecible —su odio hacia el comunismo lo haría uno de los más tristemente célebres testigos de la caza de brujas que estallaría tras la guerra— y vio además como varios de los mejores talentos que habían ayudado a cimentar su empresa se marchaban de ella, hartos de considerarse postergados. En cualquier caso, el resto de la década Disney eludió riesgos y se contentó con estrenar largometrajes compuestos en realidad por episodios, más baratos por tanto, y solo al final de la misma volvería a acometer una historia «grande». Que, eso sí, sería un gran éxito y abriría ya la época de definitivo esplendor de la compañía: me refiero a La Cenicienta (1950). De todo ello hablaré en las líneas siguientes.
Dumbo y Bambi comparten, en el fondo, el mismo planteamiento: el nacimiento a la vida de dos niños-animales, en un caso un elefantito y en el otro un cervatillo. Aparte de esto, sus diferencias son notables. Dumbo es un producto más clásico en cuanto que buena parte del reparto de animales (salvo los elefantes) reciben un dibujo más o menos antropomórfico, ropas incluidas. En cambio, Bambi juega la carta del realismo: sus animales son animales, aun cuando los anime una expresividad razonablemente humana, y la descripción de su vida se ajusta al devenir del ciclo de la naturaleza. Ambos, indiscutiblemente, son dos films menores en la trayectoria del estudio —Bambi, en mi opinión, es mejor que Dumbo—, pero se benefician de su modestia y, en especial, de la sencillez de sus dos protagonistas, dos personajes quizá poco carismáticos pero trazados de forma lo suficientemente grata.
Dumbo reúne una paradójica combinación. Por un lado, es una de las películas más populares del estudio, y su personaje, uno de sus más famosos iconos, sobre todo porque, al estar basado en una obra infantil hoy ignota —escrita por Helen Aberson y publicada un par de años atrás—, no tiene que competir con el recuerdo de ningún clásico literario. Por otro, su revisión denota enseguida que se trató de un proyecto muy modesto, sin nada que ver con la ambición que impulsó los tres primeros largos de la productora: se advierte en el dibujo, mucho más sencillo; en el metraje (64 minutos, es el clásico Disney de menor duración); y en la complejidad de la historia, que es mínima: de hecho, incluso esa escasa hora tiene más relleno de la cuenta. (No en vano, en un primer momento se pensó para un mediometraje.) El inigualable cromatismo de Blancanieves, la maravillosa profundidad de fondos de Pinocho, incluso el riesgo y experimentalismo de Fantasía, son las grandes ausentes del presente film, que no fue concebido para eso. Lo cual no quiere decir que la animación de Dumbo no tenga el nivel de calidad mínimo exigible en una producción de Disney.
La historia que narra Dumbo no es precisamente original. Al hilo de la historia de ese elefantito cuyas enormes orejotas lo señalan como el hazmerreír de sus crueles congéneres, la película combina una típica, y tópica, historia de superación personal con una variante del clásico El patito feo. Dumbo es un cuento con moraleja edificante muy simple y sencillo (quizá eso explica su popularidad entre padres y niños, ay), construido en torno al clásico personaje diferente —diferencia de aspecto— que acaba conquistando su lugar en el sol al acabar convirtiendo su diferencia en el motor de su triunfo: sus enormes orejazas le permitirán volar.
Su gran problema es la completa falta de interés de sus personajes y de sus peripecias. Si una de las grandes bazas de las producciones Disney siempre ha sido el atractivo y encanto de sus personajes secundarios, aquí no hay uno solo de ellos que resulte perdurable: el mejor personaje es el sencillo protagonista. Pero Dumbo funciona porque sus trazos son agradables (un rostro que refleja muy bien su inocencia y candor fácilmente dañables, gracias sobre todo a sus inmensos ojos azules y a la gestualidad de su boca, tomada por los animadores de un niño pequeño, como corresponde a la edad del elefantito), no porque lo que hace tenga interés. En cambio, fracasa ostensiblemente el personaje con el que se intentaba repetir el éxito de Pepito Grillo: ese ratón (dibujado en un sentido más realista, curiosamente, que el emblemático Mickey) que viste uniforme de jefe de pista que responde al nombre de Timoteo. Lo mejor de la película se encuentra en su buen arranque, con el vuelo de las cigüeñas y la presentación del circo, pero después entra en una gran atonía y las esperadas escenas en que el elefantito por fin vuela tampoco tienen el atractivo esperable. Diez años después (y con el presupuesto y la técnica adecuada), Disney por fin demostraría visualmente la magia del vuelo animado en la famosa escena del «You Can Fly!» de Peter Pan. Aquí todavía no era el momento.
Por su parte, Bambi es una película que, en el recuerdo, no parece gran cosa pero que cuando se vuelve a ver revela inesperadas sorpresas. La primera es su apuesta por un planteamiento que hoy sería inconcebible: una película de animación —es decir, reservada a niños, es decir, a seres que, al menos en teoría, necesitan ser entretenidos con argumentos muy activos— en la que no pasa absolutamente nada en términos argumentales de acción. Su historia, sencillamente, intenta traducir a imágenes el devenir del ciclo de la naturaleza, a través de un personaje-pretexto (y no precisamente interesante, pero eso era lo que menos importaba a sus responsables), un cervatillo desde que nace hasta que, a su vez, prorroga el tránsito natural mediante su propio cachorro, momento en que, además, «hereda» el liderazgo del bosque del Gran Príncipe, el ciervo de mayor edad y su padre. Los animadores de la Disney, sin una historia férrea a la que sujetarse, se concentran en traducir a dibujos animados lo que difícilmente pareciera que puede ser animado: un estado de la atmósfera y del paisaje (es decir, un estado de ánimo). Bambi retoma el excelso trabajo de paleta que Dumbo había aparcado, algo lógico por cuanto su tema central, el ciclo de la naturaleza plasmado a través del tránsito de las estaciones, requería, más que nunca, una elaboración cromática ajustada al máximo. En el recuerdo quedan el deslumbrante blanco de la mañana en que Bambi despierta para descubrir la nieve y el invierno, o los ocres de las hojas de otoño que el viento arrastra consigo, o la lujuria de colores con que se saluda la llegada de la primavera.
Bambi adapta una de estas historias juveniles que en una época fueron muy célebres y hoy día, en el mundo de la literatura juvenil concebida en los laboratorios de cada editorial, nadie recuerda. Fue escrita por Felix Salten, nombre artístico de Siegmund Salzmann, judío húngaro muy activo en la vida cultural vienesa de su edad dorada, el primer tercio del siglo XX, y muerto en Zurich, adonde emigró por razones evidente a la entrada de los nazis en Viena. Disney encontró en el libro el reto de construir una historia con animales que no estuvieran humanizados al estilo de Mickey, Donald, Goofy o los personajes de sus primeros largometrajes. Pues en Bambi los animales son animales: el propósito realista nunca abandona las imágenes, de ahí la dificultad suprema de construir una película bajo semejante mandato. Ello puede explicar la renuncia consciente a crear personajes carismáticos, aunque al final se intentó compensar con el conejito Tambor (que tampoco resulta muy memorable). Otra renuncia de la película es a las grandes escenas musicales, tan asociadas a Disney, que existen, sí, pero para subrayar ese ciclo natural que es el gran protagonista de la película: la más recordada, sin duda, es Tip, drop, escena de imborrable virtuosismo cuyo son lo proporcionan las gotas de agua de la lluvia que barre el bosque.
Para quienes todavía consideran que el cine de animación se hace exclusivamente uniendo dibujos, Bambi es, asimismo, una lección de narración cinematográfica, que se desarrolla a través de una puesta en escena de las más sutiles y envolventes de la historia del estudio. Solo dos ejemplos bastan para acreditarlo. Uno, la secuencia del incendio en el bosque bastaría para acreditarlo, con ese tratamiento del fuego como un monstruo de raíz sagrada, invulnerable, ante el que sólo queda el recurso de la huida a sitio seguro desde donde admirar la belleza terrible de su esencia. Y dos, la secuencia más justamente famosa, la muerte de la madre de Bambi, que comienza con un magnífico plano lejano en picado, que crea en el espectador una fuerte inquietud por dos razones (su duración y la abstracción que proporciona ese escenario blanco sin mácula en el que se empequeñecen los dos cuerpos de la madre y el hijo), y que encuentra su hallazgo más feliz en que la cámara sigue la carrera de Bambi, ignorante de que su madre ya ha caído bajo las balas de los cazadores. Recuérdese que el Hombre, el gran enemigo de los animales y de la naturaleza entera, nunca aparece en plano: es una presencia, más fatal que maléfica, que no necesita corporeizarse en pantalla para acechar, siempre en la sombra, la vida del bosque. Bambi, por tanto, es una delicia para los sentidos y una película dirigida a ánimos sensibles, que no sensibleros.
Entre 1941 y 1950, el estudio estrenó hasta nueve largometrajes compuestos por episodios. Son títulos muy diversos. Algunos alternan imagen real con animación. El primero, The Reluctant Dragon (1941), estrenado incluso antes que Dumbo, fue concebido por Disney para acercar el estudio al público. De hecho, su trama de imagen real consiste en un paseo por el estudio y por el proceso de animación alternado con varios cortos. El propósito de acercamiento al mercado latinoamericano dio origen, primero, a Saludos, amigos (1942), film formado por cuatro cortos, y en especial a Los tres caballeros (1943), film más ambicioso que vuelve a alternar imagen real (con una aparición estelar de Carmen Miranda, la famosa «bomba brasileña» que en esa época era una estrella del musical de Hollywood) con animación, recurriendo al mismísimo Pato Donald como conductor del viaje por América, alternando con una serie de cortos de los cuales el más memorable es el que presenta al Aracuán, un pájaro loco en su sentido más literal, que le roba literalmente la película a cuantos salen en ella.
Tras la guerra, Disney pasa por una época de notable conformismo. Se estrenan hasta seis películas, de las cuales ninguna ha dejado siquiera el eco menor de varias de las señaladas líneas arriba. El formato principal es el de la sucesión de cortometrajes. La película más destacada, sin duda, es Música maestro (1946), y ello por la calidad de varios de sus episodios. En especial, destacan dos de las obras maestras de la compañía. El primero es A Love Story, luego rebautizado como Johnny Fedora and Alice Bluebonnet, cuya feliz trama narra la historia de amor entre dos… sombreros. Bajo el ritmo de una pegadiza canción creada expresamente para el corto e interpretada por las entonces famosísimas Hermanas Andrews, A Love Story va narrando el amor que surge entre un coqueto sombrero femenino y un muy masculino panamá, desde los felices días de romance inicial en el escaparate donde se conocen hasta su traumática separación y la odisea que vive Johnny, elegido para conducir la historia, en busca de su amada por medio país. Todo ello bajo una deliciosa ambientación de las primeras décadas del siglo XX y con un ingenioso recurso narrativo, espléndidamente plasmado en la pantalla: hacer que la cámara siempre se halle en el punto de vista del sombrero, lo cual hace que, por lo común, se sitúe por encima de las cabezas de esos seres humanos que ignoran por completo la historia de amor que tiene lugar «sobre» ellos.
El segundo es Opera Pathetique (luego rebautizado como Willie the Operatic Whale), cuya historia es todavía más original y delirante: nada menos que la existencia de un ballenato (según dice la versión hispana, que las imágenes más bien muestran a un cachalote) que inunda los siete mares con una voz prodigiosa —posee la extraordinaria cualidad de poder reproducir tres tonos operísticos diferentes— lo cual llama la atención de un audaz empresario de ópera que busca una nueva voz, y que llega a la (patéticamente equivocada, de ahí el título original) conclusión de que el animal se ha tragado a un tenor. Los dibujos son Disney en estado puro, de ahí que no sea por el lado de la animación (espléndida, eso sí) por donde llame la atención, sino por el puro surrealismo de la historia, que alcanza su cima cuando el ballenato, Willie, sueña con el triunfo en los escenarios de ópera más prestigiosos de medio mundo: no tiene precio ver al ballenato cantando I pagliacci, Fausto o Tristán e Isolda a lo Pavarotti, con su enorme corpachón disfrazado según las necesidades de cada uno de los personajes protagonistas de esas obras y el público entregado a sus pies.
La culminación de estas películas debía haber sido The Adventures of Ichabod and Mr. Toad (1949), compuesto por dos mediometrajes que adaptan sendos clásicos de la literatura juvenil anglosajona: nada menos que El viento en los sauces, de Kenneth Graham, y La leyenda del Valle Dormido (o de Sleepy Hollow, nombre por el que ahora se lo conoce más), escrito por Washington Irving. El resultado, sin embargo, justifica el escaso renombre de la cinta. Para abreviar, el título del film alude al protagonista de cada una de las respectivas historias, el Sr. Sapo en el primer caso y el maestrillo Ichabod Crane en el segundo, y la película es una mediocridad sólo esporádicamente afortunada, que si empieza con discreción (el segmento Mr. Toad), termina ya rozando el desastre (el segmento Ichabod Crane).
El estudio decidió por fin acometer de nuevo un largometraje, y para ello jugó sobre seguro. Puesto que Blancanieves había sido su mayor éxito, se buscó de nuevo la inspiración en los cuentos de hadas clásicos, hasta encontrar una historia lo más cercana a ella. La elegida fue La Cenicienta, cuyo parentesco con la primera es más que evidente: dos heroínas que son maltratadas por una madrastra que se interpone entre ellas y la felicidad, la cual, en ambos casos, llegará bajo la forma de un príncipe encantador.
En mi opinión, La Cenicienta (1950) ostenta el dudoso honor de ser no ya el peor largometraje del estudio Disney durante la gloriosa etapa en que estuvo bajo la égida de su creador, sino incluso una película pésima y penosa en sentido general, tan sumamente carente de imaginación, tan plena de esquematismo maniqueo que parece mentira que fuera seguida, y de modo consecutivo, por dos de las joyas más creativas del estudio, nada menos que Alicia en el País de las Maravillas (1951) y Peter Pan (1953). La Cenicienta es una heroína aún más sosa que Blancanieves, y por ello su virtud, sin contrapeso alguno que la humanice, se hace tremendamente cargante. Ahora bien, sus rivales, las dos hermanastras son unas bobas vanidosas y estúpidas cuyo aspecto externo, encima, refleja su feo interior: resultan tan caricaturescas que su rivalidad con Cenicienta resulta un mero chiste; mejor hubiera sido, por ejemplo, representarlas como en la versión de los hermanos Grimm, es decir, malas pero bellas. Por último, la madrastra, lady Tremaine, no pasa de ser un proyecto de gran villana: su diseño físico sí resulta inquietante, con ese gesto de malévolo desdén que la caracteriza (incluso en alguna escena se consigue remarcar bien esa amenaza, como el momento en que Cenicienta entra en su dormitorio para llevarle el desayuno, y los animadores muestran su rostro en sombras, con los ojos brillando en la oscuridad), pero luego no desarrolla todo lo que promete, seguramente porque la parquedad de peripecias limita en mucho su campo de acción.
Consciente de lo mínimo de su anécdota argumental, los responsables del film procuran incrementar su interés mediante dos recursos clásicos del estudio. Uno, los números musicales. Dos, el uso de los animales como secundarios carismáticos. En cuanto a lo primero, la decepción es completa: de las escenas canoras sólo se recuerda el Bibbidi-Bobbidi-Boo del hada madrina, que tampoco es una maravilla. Respecto a los personajes secundarios, parece mentira, pero es como si los animalillos que rodean de cariño a Cenicienta se contagiaran de su sosería, incluida la pareja de ratones Jack y Gus-gus. Lo mejor es el gato Lucifer, cuyo diseño es muy afortunado, pero en general se desaprovecha su presencia, y su recurso a él para incrementar el suspense en la escena final se nota que es un desesperado intento por dilatar un poco la acción y rellenar metraje, sin mayor creatividad.
El resultado, por tanto, es desolador: para lo poquísimo que dura (75 minutos), La Cenicienta se hace eterna y sus pocas tonterías cansan considerablemente (la larga y cansina escena en que el lacayo prueba una y otra vez a encajar la zapatilla de cristal en los enormes pies de las hermanastras). Algún detalle sería rescatado para algún futuro título, como la relación entre el rey burgués y su gran duque, que daría pie a los personajes de los dos reyes consuegros de La bella durmiente (película que, por cierto, demuestra cómo dotar de considerable interés un cuento de hadas prototípico protagonizada por otra heroína sosa). Y no hay mucho más de que hablar. Ahora bien, a la vuelta de la esquina (y de la década) asomaban ya las grandes obras maestras del estudio, rodadas todas ellas en los años 50. De ellas hablaré en la siguiente entrega.
Nunca me había planteado la Cenicienta de Disney desde ese punto de vista..también es cierto que la última vez que la vi tenía ocho años, y con lo que se queda en la memoria es la historia mil veces vista y la musiquilla del hada madrina. El resto, otra princesa Disney con la que los de la compañía intentan tirar de su producto vaca lechera. Quizá la Bella durmiente resulta más interesante por su personaje de Maléfica, con un diseño bastante sorprendente para el público y la época.
Respecto a Los tres caballeros y Música Maestro…maldición, recordaba aquellas historietitas breves tan simpáticas, pero tenía las películas enterradas en la memoria.
Ahora mismo, tengo a «La Bella Durmiente» por la obra maestra de la Disney… aunque solo sea por Maléfica (y el cuervo, y el castillo tenebroso, y las peleas de colores entre las tres hadas, y el dragón, y…). «La Cenicienta» es la película Disney que menos veces he visto en mi vida. La vi de pequeño y luego hace un añito o así. Ya me daba que no era gran cosa, pero es que fue aún peor de lo que creía: que ni los secundarios tengan gracia es un delito en Disney