En esa edad complicada que es para todos la adolescencia, yo casi me creí que Walt Disney era ese hombre que a punto estuvo de destruir mi infancia, y la de todos los niños, con unas fábulas que eran, a la vez, cursis, terroríficas, relamidas y moralizantes. Afortunadamente, también se madura, y la madurez me reveló lo que era realmente Disney: un genio. Un genio de la imaginación, capaz tanto de poblar la nuestra con estampas que no han podido borrarse como de descubrir muchas otras ocultas bajo la apariencia ingenua de las primeras (las curvas de Campanilla o la altiva condición de dominatrix de Maléfica tal vez no sean captadas por los niños, pero seguro que sí por los adultos). Un genio de la reformulación, capaz de tomar obras tan fascinantes como Peter Pan, Alicia en el País de las Maravillas o Pinocho, por no hablar de los cuentos de hadas de toda la vida, y duplicar su existencia bajo otra forma, sin duda distinta pero a la vez complementaria y (por mucho que suene presuntuoso) igualmente memorable. Un genio de la fascinación visual: se dirá lo que se diga del contenido moralizante de sus películas, pero desde el punto de vista estrictamente cinematográfico, sus grandes obras abundan en momentos sencillamente extraordinarios, desde la lucha final del dragón contra el príncipe en La bella durmiente a la búsqueda de Geppetto bajo el mar por parte de Pinocho, pasando por el incendio del bosque en Bambi o la huida de la protagonista por el bosque monstruoso en Blancanieves y los 7 enanitos. A un repaso por todos los largometrajes que supervisó personalmente quiero dedicar varias de las entradas siguientes del blog.
La gloria de Walt Disney en el campo de la animación arranca en 1928 con el cortometraje Stemboat Willie, lugar de nacimiento además de su personaje más querido (al que él mismo, como se sabe, puso la voz), esto es, Mickey Mouse. Fue el punto de partida de un imperio que sigue existiendo hoy día, diversificado en multitud de actividades, todas las cuales no tienen que ver con el cine. Pues bien, aunque Disney comenzó a forjar su reinado en el dibujo animado con sus irrepetibles cortos, el renombre imperial lo obtuvo gracias a que un buen día decidió hacer algo que no se había hecho: un largometraje. A la altura de 1934 comenzó a barajar el proyecto, y tras distintas opciones decidió que la historia elegida sería la del cuento de los hermanos Grimm Blancanieves. La laboriosidad de su preparación y rodaje acabó extendiéndose a lo largo de tres años, en los que, desde luego, no se descuidó la facturación de los cortos, alguno tan notable como El viejo molino, de 1937, en el que se ensayó la fundamental cámara multiplano que otorgaría a Blancanieves y los siete enanitos (1937) su inigualable sentido de la profundidad.
El resultado es bien conocido: un estreno apoteósico y un éxito sensacional, que fue prorrogándose de década en década con los reestrenos y que ha hecho que la película mantuviera su popularidad hasta la llegada de los reproductores domésticos. Hoy día, de hecho, Blancanieves es una de las pocas películas de su autor que parecen por encima del bien y del mal, tanto en cariño como en valoración crítica. Y es que la complicidad que inspira hace que su irredimible cursilería y su inevitable moralina, nos resulten perfectamente naturales.
El asombro que producen sus imágenes sigue siendo extraordinario (es justo lo que pasa con el siguiente film, Pinocho). Es evidente que en buena parte se explica por la magia de la animación realizada a mano, cuyo mimo, claro, nunca podrá ser igualado por la mejor animación digital. La paleta de colores que muestra la película es genial, con una cantidad de matices que parece infinita, y que inunda la pantalla desde su primera secuencia, la que presenta a Blancanieves cantando ante el pozo y soñando con la llegada del príncipe encantador: ni una sola losa del castillo, ni una mata del jardín, ni una flor ni un cortinaje aparecen tratados bajo un único y plano colorido, sino bajo una miriada de gradaciones de color. El virtuosismo con que nos obsequia ese arranque ya es increíble, y bastaría solamente ese antológico plano filmado desde debajo del agua a la que se asoma la heroína para acreditar la increíble calidad del dibujo.
Un examen de la película revela claramente su condición primeriza. Pues el desarrollo de la historia, en el fondo, no es sino una sucesión de episodios a modo de cortos, sin que llegue a haber una adecuada fluidez para unirlos. Y que, sobre todo, se organizan como un conjunto de números musicales presididos por una canción, no en vano el sello de Disney era la perfecta interacción entre la música y las acciones y actitudes de los personajes. Ese conjunto de canciones, por cierto, es realmente afortunado y muchas de ellas siguen encontrándose entre las más conocidas, y queridas, de la casa, desde el celebérrimo Heigh-ho que cantan los enanos al volver a casa al Whistle While You Work, o sea, Silbando al trabajar, que marca el ritmo y los gags de la escena en que Blancanieves y los animales del bosque limpian la sucísima casa de los enanitos.
Los severos censores de la tranquilidad infantil siempre reprocharon a Walt Disney el sadismo que exhibe este film. Y es cierto que Blancanieves supone una antología de algunos de los momentos más terroríficos del cine, lo cual no exime de culpa a esos bobos guardianes de los traumas ajenos. Hay que recordar ese estupendo adagio de G. K. Chesterton, extraído de su ensayo El ángel rojo con el que, ya en el año 1909, salía al paso de quienes querían vedar los cuentos de hadas a los tiernos infantes: «Los cuentos de hadas no le proporcionan al niño su primera intuición de la existencia de los espectros. Lo que le proporcionan por primera vez es la intuición clara de que es posible derrotarlos».
Dicho esto, uno no puede sino pensar, a la vista de las imágenes de la película, que a Disney lo que realmente le interesaba era el terror gótico, lo cual disimulaba (estamos, no se olvide, en una-película-para-niños) con esas concesiones a lo almibarado en el retrato de las peripecias de su protagonista. Vamos, que a Disney —interprétese como se quiera: yo, desde luego, lo hago sin fruncir el labio ni enarcar las cejas— le interesaba más poner a su heroína en todo tipo de trances y peligros que en brazos de ese enamorado que, por fortuna, solo sale al principio y al final de la aventura y que, por tanto, apenas tiene incidencia en ella.
Y es que salta a la vista que, donde Blancanieves supone una rotunda obra maestra, es en todas y cada una de sus secuencias de terror. Ya es espléndido el prólogo en el que se nos presenta a la fabulosa reina bruja y madrastra de la heroína —primer ejemplar Disney de esa inolvidable galería de villanas a la que pertenecen también Maléfica, Cruella de Vil y la Reina de Corazones— con su fascinante diseño de vestuario, que preside el majestuoso cuello alzado de su capa, del que emerge ese rostro enmarcado por una toca oscura que realza todavía más su belleza fría y desdeñosa. El personaje desprende una maldad químicamente pura que ya no se olvida (el modelo fue la actriz Joan Crawford, por cierto). Sin embargo, la secuencia más justamente recordada es la de la huida de la niña por un bosque en el que cree estar siendo acechada por terribles monstruos arbóreos que se empeñan en lanzar contra ella sus resecas garras o en amenazar con tragársela en sus tremendas fauces. Una secuencia cumbre de toda la historia del cine, de animación o no.
Al lado de estas secuencias —a las que añado, claro, las de la creación de la manzana envenenada en los lóbregos subterráneos del castillo o la persecución final de los enanos a la bruja y la muerte de ésta, castigada literalmente por el cielo bajo la forma de un rayo justiciero—, el resto de la historia no puede evitar palidecer un tanto, por mera cuestión de intensidad (y de sentido de la medida: acaba cansando tanta canción…). Pese a ello, la inventiva de Disney emerge por doquier, sobre todo en el entrañable diseño de todos y cada uno de los enanitos, pero sobre todo de los dos más carismáticos, ese Mudito (el original Dopey, esto es, Atontado —dejado tal cual en el emblemático doblaje realizado por el mexicano Edmundo Santos en los años 60— se le ajusta mejor) dibujado como un bebé crecidito (de ahí que sea el único totalmente calvo y que no hable… porque no lo necesita para expresarse) o el genial Gruñón, cuya reticencia (hasta un punto, claro…) con respecto a la heroína siempre me ha resultado admirable. En fin, Blancanieves y los siete enanitos sigue siendo un film que no merece explicarse, sino disfrutarse.
Al amparo de ese extraordinario debut en el largo, Walt Disney sin duda se supo capaz de todo y, al mismo tiempo, obligado a todo para estar a la altura de las expectativas generadas por el público que se había rendido a su primer largometraje. El resultado, después de más de tres años de intenso trabajo, fue este Pinocho (1940): todavía hoy el film de animación más asombrosa, más rica, más minuciosa, jamás realizado. Sin embargo, aún no es una obra maestra (habrá que esperar a los años 50 para que el estudio dé lo mejor de sí mismo). Cierto que supera a Blancanieves en cuanto a fluidez entre sus partes (amén, claro, de que la historia es muchísimo más interesante), pero no consigue mantener todo el tiempo el mismo tono. Si el primer tercio es genial —todo el arranque en la casa de Geppetto— y el último —la secuencia bajo el mar y la persecución de la ballena Monstro— es espléndido, las desventuras del personaje en la parte central de la película, aunque contienen momentos excelentes (sobre todo, y al igual que en Blancanieves, cuando la historia vira hacia el terror, con mención especial para el justamente célebre momento de la transformación de Polilla en burro, expuesto mediante sombras), no está a la misma altura. Y encima es en esa parte donde aparece el trivial moralismo que Disney impuso al original de Collodi.
Y es que se entiende que los admiradores de éste hablen de traición: la transgresora aspereza del libro es sustituida por un ejercicio de moralidad sustentado en un maniqueísmo bastante tosco. Sin embargo, justo es señalar que Disney y sus guionistas, más que adaptar la obra de Collodi, lo que hacen es reelaborarla; es decir, toman sus elementos más notorios y, manteniendo un mínimo hilo de contacto, los transforman.
El primer y más notorio cambio es la creación, absolutamente original y al parecer según idea del mismo Disney, del inolvidable personaje de Pepito Grillo (Jiminy Cricket en el original en inglés), con la función no tanto de ser la conciencia de Pinocho —es así como se justifica que el hada una su suerte a la del protagonista— como de ser el verdadero conductor del espectador dentro de la acción. Geppetto pasa a ser, de un carpintero vulgar e irascible, a un anciano mucho más bondadoso —mientras que en la novela no se establece el menor proceso de identificación con el sufrimiento que le provocan las diabluras del muchacho, en la película sí— y, además, con una cualificación profesional mucho mayor. Geppetto es no un mero carpintero sino un maestro fabricante de juguetes, mucho más que un mero tallista de madera: es un genio creador de artilugios mecánicos. De ahí que su necesidad de tener un hijo natural sea mucho más intensa, y de ahí la paradoja de que el hijo que por fin le envía el destino sea todavía en parte artificial, pues debe ganarse una humanidad asociada a la carne.
He señalado ya que el primer tercio de Pinocho posee una magia irrepetible, que brilla desde la primera de sus escenas, cuando Pepito Grillo nos introduce literalmente en la historia, abriendo las páginas del libro que la cuenta. Con un virtuosismo increíble, Pepito se introduce en la ilustración del pueblecito de Geppetto bajo la luz de la luna, que por tanto se convierte en real, mediante un plano subjetivo que reproduce los saltos con que Pepito alcanza la ventana de su taller, a la cual nos acercamos aceleradamente. La secuencia inmediata supone uno de los hitos de toda la historia del cine de animación: se aúnan el precioso detallismo de todos y cada uno de los artilugios y juguetes que guarda el taller; la sencillez con que se consigue dotar de humanidad un espacio (en el que tanta importancia tienen los pequeños animales domésticos, el gatito Fígaro y la pececilla Cleo, desde siempre uno de los sellos básicos del universo Disney: son personajes que, por supuesto, tampoco aparecen en el libro); y la estupenda combinación de dos puntos de vista, el de Geppetto y sus mascotas, y el del pequeño intruso que desde el principio ha quedado encantado del lugar y de sus habitantes. Hay además un homenaje a Chaplin (el más disneyano de los seres de «carne y hueso» que han poblado el cine), y en concreto a una de las escenas más famosas de El circo (1928), que no puede ser más oportuno: Pepito Grillo se finge uno de los muñecos autómatas para pasar desapercibido.
El dueño de ese lugar es un niño con aspecto de anciano, que vive rodeado de juguetes y de mascotas que también son juguetes, y que desea con toda su alma un niño de verdad (¿para jugar con él?). No podemos extrañarnos de la ingenuidad de Pinocho —cuyo defecto no es ser malo, sino dejarse influenciar por cualquiera: por ser exageradamente inocente— cuando su padre lo envía al mundo a la misma mañana siguiente de haber sido creado, para aprender en la escuela, sin preocuparse por darle alguna indicación ni tener en cuenta de que es muy probable que todo el mundo considere un portento realmente curioso un títere que se mueve sin hilos. ¡¿Cómo extrañarnos de que enseguida caiga en las manos del primer truhán que se cruza en su camino?! Por otra parte, si Pinocho nunca se convierte en un ser insufrible (como Blancanieves…) es por esa genuina ingenuidad que los animadores supieron darle a ese rostro caracterizado por unos ojos enormes que no parecen haber sido creados sino para expresar todo el tiempo un alborozado asombro.
El mismo asombro del espectador. Resulta imposible describir con palabras el efecto conseguido por los animadores de la Disney a la hora de representar la textura del mar en cuyo fondo se internan Pinocho y el fiel Pepito: la reverberación que produce en los personajes que se mueven por el agua y el memorable trabajo con el sonido consiguen trasladarnos a un imposible mundo submarino en el que se puede caminar y se puede hablar, y cuyos habitantes contemplan con perpleja curiosidad, a ratos juguetona, a esos intrusos que preguntan, del modo más inconveniente, por el terror de esos mares, la temible ballena Monstro. Del mismo modo, son regocijantes las numerosas pinceladas surrealistas que adornan la película: el pastel que Geppetto ha servido a Cleo en su pecera y que no se deshace en el agua; la voluta de humo que Gedeón moja en su café como un donut que engulle con delectación; el renglón con su rotundo punto final que este mismo traza en el aire cuando se le acaba la libreta donde está «escribiendo» el diagnóstico médico del Honesto Juan… Y el mayor delirio de todos, que en una misma historia puedan aparecer sin que resulte incoherente un gato «normal» como Fígaro y un gato antropomórfico como el inefable Gedeón. ¿No tenía Mickey un perro como mascota, Pluto, y otro perro como amigo íntimo, Goofy?
Irónica y tristemente, en su momento supuso un fracaso comercial mayúsculo —que luego atemperaron, claro, las periódicas reposiciones—, y esto, unido al inicio de la guerra mundial, a los problemas salariales, a la imposibilidad de mantener costes tan altos para un solo proyecto (con el consiguiente riesgo para el estudio), hizo que Pinocho se convirtiera en una experiencia irrepetible.
Si el fracaso de Pinocho es desoladoramente inexplicable, el de Fantasía (1940) es de lo más lógico: echa sus raíces en la patética necesidad de reconocimiento que respira por sus cuatro costados. Y es que el gran creador de sueños populares que era Disney creyó que era necesario «dignificar» su arte mediante el recurso a la Alta Cultura: unir animación y música clásica mediante un conjunto de cortos elaborados a partir de algunas de sus composiciones más célebres. El resultado no gustó prácticamente a nadie: a los guardianes del Arte con mayúscula les disgustó su osadía, considerando el film una vulgaridad y al gran público le desconcertó un film que, salvo el famoso corto de Mickey como El aprendiz de brujo, en nada se correspondía con sus expectativas.
El proyecto nació cuando Disney pensó en dotar a su personaje más querido, Mickey Mouse, de un vehículo estelar en un momento en que el triunfo de los largos o, en el terreno del corto, del «advenedizo» Pato Donald, lo habían hecho pasar a un segundo plano. Reclutado el prestigioso director de orquesta Leopold Stokowski para la dirección musical del corto, éste convenció al llamado Mago de Burbank para ampliarlo a otras ilustraciones de joyas de la música universal. Disney se entusiasmó con el proyecto, le dedicó lo mejor del estudio y, en sus momentos de mayor optimismo, incluso pensó en ofrecer periódicas reformulaciones del film resultante, manteniendo los sketches más populares y planteando otros nuevos a cada reestreno. La tibia acogida de la película frenó sus expectativas, y solo sesenta años después, en 2000, y bajo el impulso de Roy Disney, sobrino de Walt, el estudio daría origen a una segunda Fantasía, manteniendo, para resaltar la continuidad entre ambas, el emblemático corto protagonizado por Mickey y añadiendo el resto.
Por mucha simpatía que despierte un proyecto como Fantasía, lo cierto es que no podemos incluirlo entre las buenas películas de su autor. No es solo por la típica irregularidad de los films de episodios —en la década siguiente, el estudio rodaría unos cuantos más, sin que ninguno, por bien acogido que fuera, consiguiera obtener la repercusión del título que nos ocupa. Es que, sencillamente, el proyecto se le escapa de las manos a sus promotores y cae en aquello de lo que sus detractores los acusaron: es una película pretenciosa, ampulosa, recargada, trabajosa (las prolijas explicaciones del musicólogo Deems Taylor, encargado de introducir cada nuevo segmento, llegan a ser cargantes) y que incluso, en algún sketch —el que ilustra la Sinfonía Pastoral de Beethoven, con sus insoportables faunos, ninfas y unicornios voladores—, acaba incurriendo en un mal gusto atroz. Además, se hace inacabable en sus dos horas de metraje: no extraña que una de las primeras consecuencias del desconcierto que provocó en el momento de su estreno fuera la drástica reducción a menos de 90 minutos.
Eso sí, hay que reconocer que Disney se esforzó en ofrecer una diversidad de soluciones gráficas y tonales. Del intento de abstracción del episodio que ilustra la Tocata y fuga en re menor, de Bach (a base de ondas, chispas, manchas de luz o de color…) a la animación clásica de El aprendiz de brujo, de Dukas. De lo paródico (La danza de las horas, de Ponchielli, con su ballet de hipopótamas, avestruces y elefantas) a lo solemne (La consagración de la primavera, de Stravinsky, con su curso de historia de la evolución terrestre). De lo ligero (la Suite del Cascanueces, con las entrañables criaturas que escenifican las famosas danzas) a lo terrorífico (Una noche en el Monte Pelado, de Mussorgsky, con su inolvidable Diablo membranoso que surge de la montaña). Con resultados, repito, irregulares.
Y es que, es significativo, el episodio que mejor resiste el paso del tiempo, el que mejor une música e imágenes, el más divertido y también el más terrible, el más Disney, en suma, sea el concebido antes de meterse en el embolado posterior. O sea, El aprendiz de brujo. Una auténtica pesadilla siniestra, que además arranca del insólito aprovechamiento de un personaje como Mickey Mouse, cuya bondad proverbial y cualidad simpáticamente inocua aquí se convierte en el mejor vehículo para la aparición de lo bizarro, lo extraño, lo misterioso: quién puede olvidar la escena del «asesinato» de la escoba animada por parte del aprendiz que intenta ocultar su irresponsabilidad del modo más irresponsable, y que está relatada de un modo indirecto que, por ello, resulta aún más espeluznante, las sombras que sobre la pared muestran los hachazos que el amable Mickey proporciona a su esclavo…