El exorcista: ¿una cumbre del horror… o tan solo un horror?

Mítico poster de El exorcistaEl año pasado se cumplieron 40 años del estreno de una de las películas que, por encima de la valoración que merezca, más ha influido en la evolución del cine de terror. Se trata de El exorcista (1973). En su momento, supuso un enorme éxito que vino a ser para el género del terror lo que, justo un lustro antes, había sido 2001, una odisea del espacio (1968) para la ciencia-ficción. Esto es, la película que «dignificó» —en razón del presupuesto invertido, de sus ambiciones y de su envoltura— un género hasta entonces encerrado en el ghetto de la serie B. De su éxito da fe la oleada de imitaciones que desató, ahora sí, en su mayoría encuadrados en el reducto del cine modesto, sobre todo en Italia y, attention, en España. El paso del tiempo, como suele suceder, favorece la revisión sin extremismos de una película que no sólo es de las más conocidas del cine de terror, sino también de las más polémicas. Pues tuvo tanto éxito como sufrió un enorme rechazo crítico. En especial, los aficionados al terror de siempre tacharon el film de sensacionalista y falso, el clásico título que gusta a aquellos que no gusta el género que aborda. Y lo acusaron, en especial, de dos cosas: de haber sido la película que impuso en el género el predominio de los efectos especiales sobre la historia y la atmósfera; y del contenido reaccionario de su propuesta (ya se sabe: el hogar «alterado» por el Diablo es el de una actriz divorciada que, encima, está educando a su hija pequeña en el alejamiento de Dios).

De hecho, durante la mayor parte de esas cuatro décadas, hablar de El exorcista era hablar de una película mediocre, efectista, maniquea, paracatólica… Poco a poco, de modo lento pero constante, fue llegando el reflujo y subió el aprecio por esta película. En esta revalorización, curiosamente, fue importante el estreno, en el año 2000, de la llamada «versión del director». En una época en que las ediciones domésticas ya habían desterrado la práctica de los reestrenos, fue sin duda un acontecimiento el regreso a las pantallas de este título que muchos teníamos casi olvidado. Y el eco crítico, como digo, fue muy superior al esperado.

Lo curioso es que, como ya se dijo en su momento, esta nueva versión es inferior a la de 1973, por cuanto el material nuevo que introduce para justificar el reestreno —no nos engañemos: la mayor parte de estos retoques que padecen las películas, trátense de director’s cut o, peor, de nuevas versiones tridimensionales de títulos que no hace tanto que se estrenaron— no solo no aporta nada sino que incluso entorpece. En concreto, es de lamentar el absurdo final que añade al nuevo montaje —una conversación entre dos personajes secundarios, el policía y el padre Dyer—, por cuanto padece un humorismo inútil y rompe la magnífica sequedad de la conclusión original. Incluso, el mejor inserto que presenta —la poseída Regan caminando como una araña por la escalera— también destroza una de las claves del argumento original: que la amenaza diabólica no salía nunca de la habitación de la niña, de tal modo que el resto de la casa podía considerarse algo así como un santuario. Para colmo de males, esta versión no hace honor a su nombre, puesto que esos fragmentos añadidos habían quedado fuera del montaje inicial precisamente por insistencia del director, William Friedkin, que con buen criterio consideró entonces que nada aportaban a la historia.

El comentario que voy a realizar a partir de aquí, por tanto, se ajusta a la versión de 1973. Reconozco que yo mismo revaloricé El exorcista gracias al estreno del 2000, pero la comparación con el original no deja lugar a dudas: éste es mucho mejor.

El mal se encarna en la niña Linda BlairRecordemos el sencillo argumento. Mientras rueda una película en Washington, la actriz Chris McNeil se aloja en una espaciosa casa del bonito barrio de Georgetown con su hija de doce años Regan (no sólo está separada de su marido, sino que se sugiere que éste apenas se preocupa por la niña, detalle que, por supuesto, es importante en la película y contribuyó a su fama como panfleto conservador). La niña comienza a dar señales de alguna perturbación incierta, que lleva a su madre a someterla a exhaustivos exámenes médicos, que nada encuentran y nada resuelven: no solo el estado de Regan empeora sino que comienza a manifestar síntomas de una doble personalidad que incluso deforma su rostro de modo horrible. Al no obtener ninguna respuesta de la «ciencia», la atea Chris decide recurrir a la Iglesia, en la persona del padre Karras, el psiquiatra de la comunidad jesuita local, quien a su vez está sufriendo una tremenda crisis de conciencia, en la que también tienen un enorme peso sus problemas familiares. Cuando el inicialmente escéptico Karras —cuya primera reacción fue considerar que Regan sufre un trastorno psicológico— convence a sus superiores para poner en marcha el exorcismo, se encuentra con que no será él el sacerdote encargado de dirigir la ceremonia, sino un veterano especialista en arqueología y antropología, el padre Merrin. Ambos iniciarán un combate contra el Maligno que se cobrará su precio…

Vamos a comenzar por la famosa lectura conservadora, que, adelanto, no solo no me parece que socave la película como se dijo, sino que resulta coherente en función de los elementos dramáticos sobre los que se apoya. Eso sí, antes que la importancia de esa madre moderna que trabaja y contagia su ateísmo a su hija, me parece primordial esa ausencia del padre: una lectura perversa de la película es que la lógica desorientación de la pequeña ante la falta del progenitor es lo que la echa en los brazos de ese gran padre infernal que acabará tomándola entera. Incluso, y respecto al componente paracatólico, también debe reconocerse que el retrato que efectúa de los ministros del señor no es precisamente ejemplar: en concreto, el padre Karras —que, aunque no figura como protagonista de la historia por la escasa relevancia estelar del actor que lo interpreta, es el personaje que más tiempo aparece en pantalla— es un individuo que no solo sufre una fuerte crisis de fe y conciencia, sino que también es dibujado como un sacerdote moderno, que desde luego busca una explicación racional al mal que sufre Regan antes de aceptar la necesidad del exorcismo.

El maniqueísmo que tanto se ha denunciado en esta película creo que también cae por su peso. Es evidente que el Mal que aparece en El exorcista no es, nunca, un mal atractivo ni carismático, sino sencillamente repulsivo (si bien, en este sentido, acaba excediéndose en el uso de tanto fluido asqueroso: incluso creo que la posesión de Regan habría resultado más inquietante sin exagerar tanto la transformación física de la pequeña). Pero quienes se enfrentan a él no son ni mucho menos heroicos paladines de blanca armadura (o de blanco alzacuello), sino personajes falibles, incluso vulgares.

Poster alternativo de El exorcista, centrado en la calle MY antipáticos, profundamente antipáticos. Una de las cuestiones que siempre me ha llamado la atención de El exorcista es que no hay un solo personaje que concite una mediana simpatía, y por lo tanto empatía: en todo caso, podría haberlo sido el padre Merrin, al beneficiarse de que lo encarna el actor con mejor imagen, el gran Max von Sydow, pero realmente ni hay tiempo para familiarizarse con él (aunque es el protagonista del justamente famoso póster del film, sale muy poco en pantalla) ni, al final, es quien consigue derrotar al Maligno. Las dos protagonistas femeninas no poseen ningún interés: en particular, creo, se desaprovecha la condición de actriz de Chris McNeil (podía haber sido editora, o abogada, y no creo que hubiera cambiado gran cosa la historia). Tampoco las dos intérpretes resultan atractivas. Ellen Burstyn/Chris, justamente olvidada, fue una actriz muy típica de esos años 70 (tanto entre hombres como entre mujeres), carentes del glamour que se había asociado a Hollywood desde su creación, y que lo compensaban mediante interpretaciones pretendidamente interioristas (en realidad, histriónicas). En cuanto a Linda Blair/Regan, resulta una elección equivocada porque se queda a medio camino entre la necesaria sensibilidad infantil y la ambigüedad erótica que pretende evocar tan pronto es poseída. En cuanto a los personajes secundarios, o bien carecen de relevancia (la secretaria de la protagonista, encarnada por Kitty Wynn) o bien resultan cargantes (el director de cine borracho e impertinente, el policía cinéfilo, encarnados respectivamente por Jack McGowran y Lee J. Cobb).

Sin duda, el personaje que podría haber sido más interesante es el del padre Karras. Karras es un sacerdote acuciado por una grave crisis, provocada en buena medida por los sentimientos de culpabilidad que le provoca el hecho de que las obligaciones de su estado sacerdotal le han hecho descuidar a su anciana y solitaria madre, incluso reduciéndola al estado de abandono en su desdichada vejez. Complejo de culpa que, claro, es fundamental para la dramaturgia de la película, y que traduce bien el necesario componente católico de la trama. Esta crisis personal da pie a algunos de los mejores momentos de la película: la visita a la madre en su sórdido apartamento neoyorquino de la Cocina del Infierno (significativamente, mientras permanece en él, Karras se despoja de las insignias de su sacerdocio: el hábito y el alzacuellos) o a la sala de los perturbados del hospital donde está internada su madre (es estupendo —en su espontánea falta de caridad cristiana— ese gesto agrio con que se deshace de la pobre desgraciada que se interpone en su camino hacia la cama). Suceden dos cosas, sin embargo, que reducen el interés de Karras. Una es la progresiva pérdida de importancia del personaje. Lo diré: me parece innecesario el personaje del padre Merrin, pues le quita el protagonismo que merecía Karras. Y la otra es la irregular actitud que nos sugiere el actor Jason Miller, a quien beneficia su singularidad (es decir, el hecho de no asociarlo prácticamente con ningún otro papel relevante en cine) pero cuya expresión perennemente hosca acaba pareciendo demasiado un cliché.

El padre Merrin y el demonio PazuzuLo mejor de la película, es indudable, radica en su estupenda atmósfera de pesimismo, casi al borde del puro nihilismo. Un pesimismo abstracto, en el que el peso del Mal resulta todavía más tenebroso mientras no es un mal concreto, de ahí que crea que cuando se encarna en esa niña de rostro tumefacto rebaje mucho su impacto inicial. Un mal que restalla, en especial, en la introducción de la historia que tiene lugar en Irak, en torno al padre Merrin y la excavación de algún enclave mesopotámico cercano a Nínive que dirige. Es significativo que, en el puro plano argumental, ese prólogo nada aporte a la historia de Regan, más que la presentación de quien se encargará de su exorcismo (y ya he dicho que, al final, importa poco que sea Merrin). Resulta genial la forma en que el director William Friedkin consigue que se palpe la amenaza de un mal inconcreto a partir de ominosos presagios: el vapor hondo y pesado del paisaje calcinado del desierto iraquí o el ataque al corazón que ronda al padre Merrin en medio de la algarabía del café (el malestar físico que siente el personaje casi podemos sentirlo nosotros, tanto como el calor del lugar o incluso el mal olor que debe desprender). El prólogo concluye con el soberbio instante del enfrentamiento (por supuesto, no literal sino espiritual, aunque está contado de tal modo que nos hacemos cargo de su literalidad) entre Merrin y el demonio babilonio Pazuzu, cuya escultura se yergue sobre las ruinas (el rostro deformado por una mueca demoniaca, las alas desplegadas o el miembro enhiesto), en un plano presidido por un enorme sol rojo, que diríase frío, incapaz de quemar, infernal por tanto, contienda que ha sido preludiada antes por signos de lo más inquietante: el ojo ciego de un herrero tropezado en un callejón, los perros rabiosos que se pelean en la excavación…

La película ya no recobrará en ningún momento esa capacidad de inquietud, pero sí exhibirá aquí y allá otros momentos afortunados. Por ejemplo, esa otra magnífica secuencia que no posee más función narrativa que deparar un formidable trabajo de atmósfera, en que la protagonista recorre las tranquilas calles de la ciudad en dirección a su casa (las hojas del otoño mecidas por un viento melancólico, las monjas con sus hábitos agitados por el aire…) bajo los sones del «Tubular Bells» de Mike Oldfield, música metálica que en su imbricación con las imágenes consigue inquietar como no lo hace la mera audición del disco original. (Por cierto que una de las virtudes de El exorcista se encuentra en su banda sonora, tanto la música, que incluye asimismo excelentes fragmentos de Penderecki, como los efectos de sonido.)

Y es que, tan pronto Chris y Regan entran en escena, la historia baja de interés, recuperándola cuando la acción pasa al padre Karras. Dicho de otro modo: me parece que William Peter Blatty —escritor de la novela original, guionista y productor del film, y por tanto su alma mater— no supo escoger un buen caso para ofrecer ese enfrentamiento entre un mal absoluto y un bien quebradizo y frágil. Por otra parte, es evidente, cuando se ve el film más de una vez, la discordancia entre las diferentes perspectivas de Blatty y el realizador Friedkin (que acababa de triunfar, recuérdese, con French Connection [1971], con el que comparte la misma mirada sórdida y pesimista sobre el mundo que describe). El primero se erige en estandarte de lo explícito y el segundo de lo sugerido. Y quien acaba ganando es Blatty, pues el argumento acaba pesando más que la dirección, sobre todo en esa señalada parte final.

[El lector que no haya visto la película o no conozca nada de su final debe dejar de leer aquí]

Las siniestras escaleras de la calle MY es que, me ratifico en cada revisión, lo peor de la película radica en lo más famoso de ella, en el larguísimo exorcismo. En efecto, aquí es donde se encuentra el festival de efectos especiales (y el espeluznante maquillaje de Linda Blair) que, teniendo en cuenta la época en que se hizo, no han envejecido nada. El problema no son ellos sino que la película olvida ya su apoyo en la atmósfera para ofrecer un match entre el diablo y los dos sacerdotes que termina siendo muy cansino, pues no se basa en otra cosa que en forzar al límite la perturbación que para el espectador de la época podía ser ver a una niña haciendo y diciendo tales cosas. (Solo me gusta de esa parte final los momentos en que los personajes descansan de la tremenda prueba a que se ven sometidos, por ejemplo sentados en los peldaños de la escalera, sin fuerzas ni deseos siquiera —como habría sucedido de recurrirse al tópico— para las confesiones entre los dos hombres: significativamente, en la versión de 2000 sí se añadió una conversación.) Tampoco se consigue que nos interese la minuciosidad con que se describe el ritual practicado por Merrin (que se alarga demasiado…) y, en cambio, se pierde demasiado de vista a Karras… por mucho que recupere el peso dramático con su sacrificio final: obligar al diablo a que pase del cuerpo de la niña al suyo para suicidarse arrojándose por la ventana que conduce al empinado callejón trasero de la casa. Y eso sí, me parece excelente la sobriedad de ese final en que, sin énfasis, madre e hija abandonan la casa ante la mirada triste del padre Dyer, el dicharachero sacerdote que implicó a Karras en el caso, y que cuando se marchan se asoma al lugar donde el pobre sacerdote sacrificó su vida. El mero recuerdo de las escaleras enclaustradas entre dos paredones, al pie de las cuales acaba el cuerpo desmadejado de Karras, sigue componiendo una imagen sobradamente poderosa y terrorífica.

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: El exorcista / The Exorcist. Año: 1973.

Dirección: William Friedkin. Guión: William Peter Blatty, según su propia novela. Fotografía: Owen Roizman. Música: Temas de Mike Oldfield, Gustav Penderecki y otros. Intérpretes: Ellen Burstyn (Chris McNeil), Max von Sydow (Padre Merrin), Jason Miller (Padre Karras), Linda Blair (Regan), Lee J. Cobb (Teniente Kinderman). Dur.: 122 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 respuestas a El exorcista: ¿una cumbre del horror… o tan solo un horror?

  1. Renaissance dijo:

    Es curioso como una película que entonces no tuvo unas críticas redondas se consideró después un clásico…al menos, hasta hace poco, lo que había que ver como «terror moderno» eran, entre otras, La noche de los muertos vivientes, La matanza de Texas, y El exorcista, claro está.
    Lo más fascinante es efectivamente la atmósfera de la película (además, sobre la posesión demoniaca y todo eso…¿¡Qué demonios!? ¡¡A mí lo que mas me aterrorizó fue esa máquina de hacer scanners ruidosa y setentera!!), porque lo que es el libro, que leí unos años después, me pareció bastante plano: ni personajes, ni historia, y esa extraña manía de perderse entre los chistes sobre cine del policía o los comentarios xenófobos del director de cine.

  2. Yo de Blatty leí hace años «Legión», una novela que creo luego él mismo utilizó como base para «El exorcista III», que él mismo dirigió. La novela recuerdo que no estaba mal, y la película tiene un gran reparto (George C. Scott, Brad Dourif, Nicol Williamson, incluso vuelve Jason Miller en otro papel), pero no la he visto nunca. Como tampoco «El exorcista 2», aunque sea de John Boorman…

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