Siempre he pensado que la mera lectura de Shakespeare produce una indudable frustración. Se me dirá que no he descubierto América, que por definición la obra teatral, en imprenta, es tan solo el guión —con los diálogos e indicaciones necesarias— de algo nacido para alcanzar la plenitud mediante su representación en vivo. Pero tampoco han terminado nunca de llenarme las veces que he asistido en el teatro a una obra del gran autor inglés. Pues las limitaciones de un escenario, por mucho presupuesto que pueda gastarse en vestuario o decorados, siguen restando la mayor parte de su fuerza a lo que la materia literaria sugiere, y que es especialmente doloroso para el caso de las tragedias, de Macbeth a Otelo, pasando por la que ahora me va a ocupar, El rey Lear. Es decir, considero que el escenario donde Shakespeare puede alcanzar toda la grandeza que sugiere el original literario, y que me perdonen los amantes del teatro, es el cine. Pues Shakespeare necesita que la fúlgida atmósfera que destilan esos diálogos se materialice en imágenes, en miradas, en gestos, en sensaciones, en verdadera naturaleza (bosques, landas, ríos, barrancos…) y en verdaderos espacios humanos (castillos, estancias, callejones…). Por grandiosos que sean los diálogos de Shakespeare, y sea cierto que la imaginación del hombre es tan poderosa que puede hacer vivir todo aquello que señalaba como imprescindible dentro de su cabeza, no lo es menos que la gran lección que transpiran sus escritos es la necesidad de un punto de vista, de una imagen y un gesto que desnude lo que hay más allá de esas palabras, de una capacidad por parte de un adaptador (el director de cine) para hacer que esos fantasmas literarios revivan en apariencia, como buenos fantasmas que son todas las criaturas del hombre que pobló sus páginas de tantos fantasmas y apariciones.
Voy a hablar, a modo de ejemplo, de dos magníficas adaptaciones de una de sus obras más reputadas, El rey Lear. Las películas a que dio lugar no son ni inglesas ni norteamericanas, no utilizan el inglés como base ni los paisajes que pudieron inspirar a su autor. Por ello, resulta especialmente sugerente asistir al modo en que, en dos territorios bastante alejados de la órbita bajo la que fue escrita (sobre todo el segundo), se consiguió dotarla de vida sin traicionar el espíritu original pero personalizando al máximo la visión por medio de aquello que es propio del cine: la imagen. Me refiero a El rey Lear (1970), del ruso Grigori Kozintsev, y la más conocida Ran (1985), del japonés Akira Kurosawa, de quien hace nada comentaba aquí sus magníficas aportaciones al cine policiaco.
El rey Lear fue escrita y representada por vez primera en torno a 1606. Como otras obras del autor, éste parte de un material previo, La verdadera crónica histórica del rey Leir, anónima y publicada en 1605 aunque escrita cerca de 20 años atrás, así como la Crónica de Inglaterra, Irlanda y Escocia de Holinshed (1575). Ahora bien, la verdadera fuente escrita de la existencia de este ahistórico rey es nada menos que la Historia de los reyes de Britania (c. 1136), de Geoffrey de Monmouth, la obra literaria que, bajo forma de crónica fidedigna histórica, dio definitiva carta de naturaleza al personaje del rey Arturo. En concreto, el rey Lear figura como uno de los reyes de Britania anteriores al dominio romano de la isla, y ya aparecen también sus tres hijas Goneril, Regan y Cordelia, jugando el mismo papel que en la obra de Shakespeare (negativo las dos primeras, positivo la tercera). El destino final de los personajes será muy distinto, pues Cordelia llegará a suceder a su padre en el trono.
Recuérdese el punto de partida de la obra. El anciano rey de Britania, Lear, anuncia su deseo de dividir su reino entre sus tres hijas y así poder pasar el resto de sus días en el descanso, sin la responsabilidad del gobierno. En la ceremonia de reparto, sin embargo, pide a sus tres hijas que de viva voz le expresen la medida de su amor hacia él. Las dos mayores, Goneril y Regan, regalan sus oídos con desatadas expresiones de cariño; la tercera, Cordelia, la favorita del rey, provoca sin embargo su furia cuando, haciendo honor a que «mi amor es más rico que mi lengua», no quiere o no puede adornar el sincero amor hacia su padre más allá del reconocimiento del deber filial que éste merece. Lear le niega su parte del reino y la casa sin dote alguna con el pretendiente que, pese a ello, y más bien admirado por ello, consiente en desposarla «porque eres más rica siendo pobre»: el mismo rey de Francia. Ese acto será el inicio de la terrible caída de Lear, pues sus dos hijas acabarán deshaciéndose de él, incómodas porque, pese a la renuncia, sigue manteniendo un séquito enorme y exigiendo el tratamiento real. El resultado final es una increíble orgía de destrucción en la cual perece la práctica totalidad de los personajes principales, incluyendo al padre y a las tres hijas, en uno de los finales más alucinatorios de un autor cuyas tragedias ya de por sí concluyen de modo doloroso.
Particularmente, me parece que el rey Lear es uno de los personajes de Shakespeare que menos mueve a la conmiseración (hasta los perversos esposos Macbeth no pueden evitar provocarla). Su desgracia se traba en la inconmensurable vanidad de un anciano que decide dejar la responsabilidad del reino y repartirlo entre sus hijas no porque en realidad esté cansado del poder —como prueban su no renuncia al tratamiento y el mantenimiento de un séquito cuyo número y comportamiento insolente incomoda a quienes se ha cedido, voluntariamente, su mundo sobre el país— sino porque, con tal acto, hace nueva ostentación de su poder que cree omnímodo (la decisión de dar y quitar partes del reino a su antojo) y además da ocasión para que sus seres, que él cree «queridos» puedan adularle a conciencia.
El rey Lear es, claro, una reflexión sobre el poder, y sobre la auténtica profundidad del deber filial cuando choca con la tentación del poder (que afecta no solo a Lear y a sus hijas sino a las contrafiguras del vasallo Gloucester y sus dos hijos, el noble Edgar y el bastardo e infame Edmund). Pero, sobre todo, es una impresionante expresión del caos destructivo que las vanidades humanas y los terribles deseos (no sólo de poder, sino también de lujuria: las dos hijas mayores acaban matándose por la posesión de Edmund) acaban arrojando sobre las sociedades cuando se termina por desatar el reinado del egoísmo. Solo así alcanza su tremenda hondura una trama que, reducida a un esqueleto argumental, y como en tantas otras obras de Shakespeare, puede parecer un conjunto de inconsecuencia y arbitrariedad. El material adecuado para dar pie a magníficas películas, en manos de hombres de talento.
El rey Lear (1970, Grigori Kozintsev)
En activo desde nada menos que 1924, adaptador asimismo del gran contemporáneo de Shakespeare, o sea, Cervantes (Don Quijote, de 1957), el director ruso Grigori Kozintsev, después de más de veinte años de proyecto, ya había conseguido adaptar al autor inglés unos años antes, en 1964, consiguiendo el mejor Hamlet que conozco (de L. Olivier a K. Branagh, pasando por F. Zeffirelli), y seis años después remató su acercamiento al dramaturgo con El rey Lear, que cerró su carrera.
Tanto aquí como en Hamlet, Kozintsev entendió bien que cualquier traslación de una tragedia del insigne dramaturgo inglés debe primar, ante todo, la elaboración de una atmósfera visual que proporcione el espacio moral necesario para el desfile de esos tremebundos argumentos que tanto lo deleitaban. Y El rey Lear se pone a ello desde el primer momento, desde su larga secuencia de apertura que, claro, no figura en el original shakesperiano: el largo e inacabable desfile de una multitud de gente humilde, en la que abundan los cojos o los lisiados, que atraviesan un erial pedegroso hasta alcanzar un castillo seco y de rectilínea muralla, donde parecen intuir que se va a producir un gran acontecimiento. Diríase que esos pobres desgraciados se dirigen hacia su rey para que éste cumpla con el poder taumatúrgico atribuido a los reyes medievales: ignoran que están a punto de ser testigos del inicio de su caída, pero pueden intuirlo cuando lo único que llegan a ver de su rey es su figura, asomada al baluarte de la muralla, en el rostro ya atisbando el demonio de la locura, después de haber dado riendo a su furia contra Cordelia. Un estupendo detalle visual remarca la fuerza del momento: en lo alto de cada merlón arde un fuego que provoca una inmensa humareda y, por tanto, anticipa que con ese gesto de enconada soberbia, Lear acaba de dar el primer paso hacia su destrucción y la de su reino.
Ese arranque, y después la caracterización de ese entorno que hace aquí las veces de Inglaterra, tiene como objetivo introducir una idea muy propia de ese imaginario ideológico medieval que Shakespeare recogió muy bien en obras como Macbeth: un reino se agosta si quien lleva la corona es un mal rey. La asociación entre la esterilidad de la tierra y la vileza o el agotamiento de sus gobernantes (véase también el episodio del Santo Grial en mi comentario de Excalibur, de John Boorman). Así, la tierra donde sucede la acción está ceñida siempre por un cielo en el que no parece brillar el sol y manifiesta una naturaleza presidida por el cieno, el barro, las piedras, los árboles secos, las rocas como huesos de un animal pelados al sol: la degradación. Una naturaleza que no parece haber sido creada por Dios, sino por el Maligno, a quien los personajes citan más que al primero, y de hecho aquél parece proscrito de ese territorio: las llamadas a «los dioses» sugieren todavía una latencia del paganismo que, como es lógico en época de crisis y desamparo, renace con mayor fuerza.
En medio de naturaleza tan seca, tan hostil, las cortes que encierra en su seno no pueden presumir de lujo sino de un ascetismo seco y duro: El rey Lear muestra un reino que tiende antes a lo mineral que a lo vegetal, donde el color está negado, donde no hay un solo lujo sino una obligada severidad. Es un reino furiosamente primitivo, en el que no parece haber espacio para otros sentimientos que no sean primitivos, primigenios. Cuando se rompe el frágil equilibrio que deben traer sus gobernantes, no hay más salida que la destrucción… o la locura.
No es anécdota que Kozintsev haga que Lear entre en escena portando una máscara de su propio bufón, de quien no se separa mientras su chambelán lee el decreto del reparto. La misma caracterización del actor Yuri Yarvet anticipa la locura en que no tardará en caer: un rostro apergaminado más que arrugado en el que destacan unos ojos que transmiten fiebre y no dignidad real y unos cabellos de un blanco fantasmal que lleva, incluso antes de que el abandono aumente su desaliño, encrespados como si el viento se los desordenara, incluso en el abrigo de la sala de su castillo.
En la memorable parte final de Lear, la pesadilla se desencadena ya como todas las pesadillas: fundiendo lo onírico con lo real bajo la forma del caos. Utilizando un recurso que luego Kurosawa retomará en su Ran, Kozintsev narra la batalla final haciendo que la música de Shostakovich inunde la banda de sonido, borrando casi cualquier ruido ambiente, obteniendo un toque espectral (llamas, humareda, hombres que corren de un lado a otro sin un aparente sentido), como si fuera una alucinación del mismo Lear, no en vano esa batalla que parecen destinadas a ganar las tropas de Cordelia, acaba en inconcebible derrota ante las insolentes manos de Edmund. Sin embargo, en El rey Lear ni siquiera el mal saca partido de la pesadilla. Los vencedores y los derrotados están destinados a inmolarse unos a otros, el reino a perder a sus gobernantes, el padre a la hija y el hijo al padre.
Ran (1985, Akira Kurosawa)
Después de años erráticos, que llevaron a Kurosawa incluso a tener que salir fuera de su país para rodar (en Rusia: Dersu Uzala, de 1975), el director, con la ayuda financiera de admiradores norteamericanos como George Lucas o Francis Ford Coppola, volvió a recuperar el favor industrial y comercial con un film de época: Kagemusha, la sombra del guerrero (1980). Esto favoreció la puesta en marcha de un nuevo proyecto, aún más ambicioso, también levantado con financiación exterior (el francés Serge Silberman, productor del último Buñuel). Desde sus primeras imágenes, Ran no deja lugar a dudas: está pensada al milímetro para provocar la máxima sugestión visual, para convertirse en el supremo espectáculo que Japón podía dar al cine mundial, pero un espectáculo de denso dramatismo, uniendo con astucia dos referencias del este y del oeste: el cine de samuráis y Shakespeare, autor ya «orientalizado» previamente por Kurosawa en la excelente Trono de sangre (1957).
Ahora bien, desde luego el cambio de escenario cultural obliga al director nipón a realizar una serie de modificaciones que no existen en Kozintsev y que, aquí, otorgan buena parte de su atractivo a su adaptación. En primer lugar, claro, en Ran los vástagos de su Lear, llamado lord Hidetora, no son hijas sino hijos varones: en el Japón feudal, en el que el rango social de la mujer era menos que nada, hubiera sido imposible plantear siquiera una aproximación de ese estilo. La sustitución del universo femenino por el masculino trae consigo una considerable variación en el tratamiento del deber filial.
El delito de Saburo (aquí el equivalente a Cordelia) es hablar con claridad al padre, no de medida del cariño, sino de pura prudencia: no debe correr el riesgo de poner a prueba unos sentimientos de respeto que él nunca se preocupó en inculcar a sus hijos, tan sanguinarios y violentos como él (y bien que se verá…). Eso sí, ya antes se ha preocupado Kurosawa en retratar a Saburo como un hijo que sin duda quiere al padre, como muestra el momento en que, dormido Hidetora en mitad del festejo inicial donde acabará dando a conocer su decisión de renuncia, hace que todos salgan del espacio acotado con telas, no sin antes clavar un par de ramas de un arbusto para darle sombra al viejo.
El entramado psicológico de la fabulosa apertura de Ran deja bien claro que Hidetora no ha sido nunca otra cosa que un fiero tigre que no ha guardado piedad a nadie, y que todo lo ha conseguido a fuerza de ser más fiero e implacable que nadie. (De hecho, no tardaremos en saber que las mismas esposas de sus dos hijos mayores fueron un botín de guerra, tras matar sin piedad a sus respectivas familias.) Hidetora, sin embargo, no hará caso a Saburo, y aquí Kurosawa incide no tanto en la vanidad del personaje, propia del original, como en otro elemento que, también presente allí, sin embargo en Ran ocupa un primer plano: la decadencia de quien antes fue un guerrero cuya firme y clara voluntad era la clave de su poder. Kurosawa alegó en diversas entrevistas que siempre le llamó la atención que en la obra no se diga cómo Lear consiguió o cimentó su reino, pues entendía que eso restaba impacto psicológico a su caída, y él corrige ese error dejando bien claro el peso del pasado.
En el terrible Japón medieval que propone Kurosawa (más aún que en el europeo) no hay espacio ni para el amor ni para la humanidad: es la encarnación de la brutalidad humana. Ran es una increíble, alucinatoria, sinfonía de violencia, de destrucción, de odio desencadenado, donde el hombre es más que nunca un lobo para el hombre… y la mujer, como revelará el más interesante personaje, el más rico y original, de la película, el de lady Kaede, la esposa del hijo mayor de Hidetora. Kaede —quien no solo vio morir a toda su familia a manos de éste sino que tiene que soportar vivir en el mismo castillo donde creció— será quien desencadene la tragedia sobre la familia, incitando a su esposo a dejar bien claro al padre quién tiene ahora la autoridad, y después, cuando el segundo hermano mata al primero, arreglándoselas para seducirlo. (La mejor escena del film es, precisamente, aquélla en que se presenta ante éste y lo seduce, primero dejándolo inerme bajo su cuchillo y desatando en él el más fiero deseo sexual: genial la joven actriz Mieko Harada.) Kaede sólo tiene un objetivo: la destrucción total del clan y la pérdida definitiva de su poder, y así, aunque también le cuesta la vida, puede hablarse de ella como la verdadera triunfadora del drama.
Ahora bien, la increíble violencia que desata Ran está tratada por medio de un profundo sentido plástico cuyo atractivo también conlleva la tentación del estilismo violentista más inconsecuente. (Tarantino suele zambullirse de pleno en esta opción.) Eso sí, la atmósfera de profunda irrealidad que produce da lugar a momentos imborrables, de los cuales hay que destacar la secuencia de la batalla en que los dos hijos definitivamente se rebelan contra el padre, matan a todos sus hombres y lo conducen a la locura. Esa secuencia está rodada sin sonido ambiente —extremando aún más esa solución ya referida de Kozintsev en su previa película—, sumergiendo las imágenes en la genial música de Toru Takemitsu, y convoca un alucinado e irreal ballet en que los guerreros van cayendo entre increíbles movimientos que magnifican su muerte, entre baños de sangre que acaban desatando un auténtico océano escarlata, dejando como resultado un dantesco espacio de cuerpos acribillados con incontables flechas.
Ran, desde luego, es una magnífica película, pero posee más de un elemento que desequilibra lo que pudo haber sido una obra maestra, de ahí que sea superior la versión de Kozintsev. Parto del protagonismo de un actor para mí muy endeble, Tatsuya Nakadai, pese a ser en los 60 y 70 una de las grandes estrellas del cine de su país: su gestualidad no convence siempre, pues, aunque la indicación del director es convertir su rostro en una máscara progresivamente deforme, Nakadai añade en más de un momento otra careta más, menos convincente. Además, su personaje, fuera de escena la mayor parte del tiempo en la segunda mitad del film, se ve eclipsado en más de un momento por la larga y estupenda galería de personajes secundarios, entre los cuales destaco el del bufón (un personaje ya de gran importancia en la obra de Shakespeare), cuyo juego dramático aquí además añade un nuevo matiz: al estar interpretado por Peter, una drag queen al parecer muy popular en ese momento, añade al personaje un aire andrógino muy inquietante dentro del exclusivista universo masculino de la película.
También hay que señalar un metraje excesivo que provoca considerables arritmias sobre todo en su segunda mitad, donde el exceso ya se hace «excesivo», porque pierde su capacidad de impacto y amenaza con la vacuidad. Pero pese a todo, esta sinfonía cromática que es Ran despierta una considerable fascinación y demuestra la infinita capacidad de adaptación que posee una buena historia en manos de unos buenos artistas, se ruede donde se ruede.
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: El rey Lear / Korol Lir. Año: 1970.
Dirección y guión: Grigori Kozintsev. Fotografía: Jonas Gritsius. Música: Dimitri Shostakovich. Reparto: Yuri Yarvet (Lear), Elza Radzina (Goneril), Galina Volchek (Regan), Valentina Shendrikova (Cordelia), Regimantas Adomaintis (Edmund). Dur.: 139 min.
Título: Ran / Ran. Año: 1985.
Dirección: Akira Kurosawa. Guión: Akira Kurosawa, Hideo Oguni y Masato Ide. Fotografía: Asakazu Nakai, Takao Saitô y Shôji Ueda. Música: Tôru Takemitsu. Reparto: Tatsuya Nakadai (Lord Hidetora), Akira Terao (Taro, el mayor), Mieko Harada (Lady Kaede) . Dur.: 162 min.
Darte otra vez la enhorabuena por una entrada de tu blog empieza ya a a ser un tópico por mi parte pero no me resisto 😉 Nada puedo comentar de las dos películas que analizas puesto que no las he visto pero sí querría apostillar una serie de cosas que apuntas con respecto a Shakespeare y su traslado a otro formato. De Shakespeare me seduce, antes que nada, su verbo, su capacidad de retratar las pasiones humanas y de penetrar en la psicología de los personajes. Y es verdad que en el cine, si a esta virtud de creación le añadimos la puesta en escena, la banda sonora…, todo ello sólo puede redundar en beneficio de la obra que se recrea y en un mayor disfrute por parte del espectador. Ahora bien, en teatro son otros los medios, y para mí sigue siendo primordial que se haga hincapié en el texto al margen de los logros escénicos (que siempre serán bienvenidos, por descontado).
He tenido la suerte de ver unas cuantas adaptaciones de sus obras en teatro y, precisamente, puedo comparar dos que tuvieron un origen común: este «Rey Lear» que analizas. La primera fue perpetrada (y escojo este verbo con toda nocturnidad y alevosía) por Calixto Bieito, con José María Pou encarnando al soberano. Ya había sido testigo anteriormente del gusto por la provocación y la iconoclastia de ese director pero reconozco que con su «Rey Lear» caí como un pardillo: fui al teatro deseoso de descubrir un texto que desconocía y me encontré, nada más arrancar la obra, con un José María Pou tocado con un gorro de cocinero que reparte el pastel (literalmente) entre sus hijas, arrojándoselo a la cara. Y otras lindezas que callo… Es decir: tanta parafernalia diluyó para mí completamente la belleza del texto que iba buscando. Un tiempo después, tuve la maravillosa oportunidad de descubrirlo en la voz y el gesto de Alfredo Alcón, gracias a un montaje muy logrado de la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Y claro, me arrebató. Porque, por encima de logros estéticos en su puesta en escena (no tengo a mano las referencias al director y al escenógrafo, disculpa), me regalaron lo que iba buscando: la fuerza y el poder de evocación de la palabra shakespereana.
Y no me extiendo más, que bastante paciencia tienes conmigo… 😉
Un abrazo.
Oye, pues lo mismo me estoy aficionando a tus felicitaciones jaja :). Tu experiencia con Bieito me suena. Hace ya unos años fui a ver una adaptación en Málaga de «Macbeth» (que es tal vez mi Shakespeare favorito) por este caballero… y a los tres cuartos de hora me salí (bien es cierto que por inducción de una amiga: yo habría aguantado el suplicio con estoicismo). Pero es que convertía la obra en una serie de acrobacias sobre unos andamios con los «actores» arrojándose pintura y haciendo bailecitos cada dos por tres.
Shakespeare en cine para mí es un placer: hay genialidades de Polanski, Kurosawa, Welles, Kozintsev, Olivier, etc, que así lo justifican. En teatro todavía no he disfrutado un Shakespeare a la altura de la intensidad que me han dado las películas. Por otra parte, en teatro es donde más noto mi formación (por el doblaje clásico o los Estudio 1 televisivos) en un tipo de interpretación con la voz que ahora me parece bastante deficiente. Dicho de otro modo, los actores de hoy creo que «sudan» demasiado al hacer Shakespeare… y no emocionan nada con la voz. A Málaga llegó el «Hamlet» de Juan Diego Botto… y sin que fuera tampoco una representación mala, me dejó completamente frío.
De modo que sigo buscando todavía a mi Shakespeare en el lugar para el que escribió sus grandes obras…
Y ahí es donde coincidimos, José Miguel: mi pasión por la palabra y el texto viene de la mano de la emoción y la convicción que sean capaces de transmitir los actores mediante el manejo de la voz. Por eso sigo creyendo que Alfredo Alcón fue mucho mejor actor que José María Pou (Bieito aparte), porque su declamación (y uso intencionadamente este término) contenía matices, vino preñada de sentimiento además de ser clara. Por edad, no he crecido con los Estudios 1 televisivos (pese a que conozco algunos de ellos) pero ya te he hablado alguna vez de mi amor por el doblaje y, claro, palabra y voz se funden armoniosamente y son capaces de hacer sentir siempre y cuando sepan encontrarle el tono y el punto adecuados.
P.S.: También yo vi el «Hamlet» de Juan Diego Botto y comparto tu frialdad. Claro que el que trató de encarnar Alberto San Juan (!!!) hizo que saliera espantado del teatro en el entreacto.
Iñaki, a mí me estremece la mera idea de imaginarme a Alberto San Juan encarnando al príncipe de Dinamarca.
Estremecerse es poco, José Miguel… Espeluznarse y espantarse serían más apropiados 😉
Hola amigos, escribo desde San FErnando del Valle de Catamarca, provincia de Catamarca, Argentina. Excelente las críticas a las dos obras, los felicito. Yo ví las dos películas ,hace varios años a ambas, la rusa de Kozintsev y la japonesa de Akira Kurosawa, a las dos las considero obras maestras, conmocionantes, que te mantienen en vilo durante todo el decurso de la obra.Inolvidable la composición de Lear en la versión rusa,un rey absolutamente desorbitado,insuperable el vagabundeo desorbitado bajo la tormenta y la hermosa música de Dimitri Shostakovich acompañando.La obra de Kurosawa como bien lo dice el excelente comentario es un festival de colores donde primará el rojo de la muerte por todos lados.Todo en esta bella película es admirable, los diálogos, las acciones, los vestuarios, la esposas de los hijos con sus atuendos desopilantes, grande Kurosawa, un requete grande del cine.La obra Rey Lear es la que más amo de Shakespeare y amo profundamente a Cordelia que con su bondad y ternura y su bagaje de amor y perdón es un ícono de los niveles de nobleza a que puede llegar un ser humano.Gracias por enriquecernos el alma con vuestros artículos culturales, un saludo afectuoso, siempre visito esta página, es muy hermosa y de excelente nivel cultural.
Muchas gracias por tus generosas palabras, Ana, y por reabrir un artículo ya de hace un par de años pero que escribí con mucha pasión después de haber visto estas dos magníficas películas y leer la obra original, y genial, de Shakespeare, y verdadera raíz sin la cual, claro, no existirían las otras.
Un saludo aún más afectuoso para ti, de José Miguel.
No he visto la película soviética y haré caso a tu recomendación, si bien imagino que será complicado hacerme con ella (no me bajo nada y no suelo ver nada en el ordenador). Ahora bien, no voy a tolerar bajo ningún concepto que tengas la desfachatez de poner en duda la mejor película de la historia del cine, esto es, mi idolatrada Ran. Ya puedes estar revisándola de inmediato y rectificar esta crónica de cabo a rabo.
Ya en serio decir que todo aquel que no vea en Ran una brutal e inconmensurable obra maestra es que está a años luz de saber de cine. Bueno, dejando las bromas, sí indicar que Ran es una obra de tal calado y magnitud que el día que fui a verla al cine, se repitió ese mismo acto los tres días siguientes. Es por ello que cuando leo en algunos blogs crónicas que matizan en su magnitud esta obra cumbre del maestro nipón, solo puedo esbozar una sonrisa traviesa pensando que desafortunada sensibilidad estará detrás de ese mezquino escrito.
Y definitivamente dejando las ironías, solo comunicar que aquellos amantes del cine que pongan en duda Ran en el más mínimo aspecto, tendrán que vérselas conmigo al amanecer y con arma de fuego.
La redención como viaje hacia el tormento o mecanismo de amputación de la lucidez al ser inundada la razón por los mas atroces espectros paridos por los pecados. La ambición como miseria del ignorante a lomos de lo inalcanzable. El amor como monstruo siniestro de mil cabezas y escasas luces, aún menos risas y grandes desencuentros, pero siempre primitivamente fascinante y lacerante. La ausencia de barandas, bastones, apoyos o prótesis divinas o espirituales capaces, veraces o auténticas, por su inexistencia. Y la violencia, la traición, la locura, la contienda… meros hijos del caos. De esta obra maestra del creador japonés podemos extraer inagotables reflexiones sobre la condición humana y su terca incapacidad de novación. Si la introspección es prodigiosa, el arrebato con la que nos la muestra y la belleza con que la filma son alucinados en su sustancialidad. La utilización de la estética como instrumento ético, el manejo del color cual pincel abarrotando la paleta humana en su dimensión descriptiva, la naturaleza como madre presagiando el desastre y emitiendo el mas brutal de los alaridos, la ausencia o presencia de sonido como elemento dramático y batuta de director de orquesta, tan solo sean meros atisbos de lo que esta colosal odisea hacia lo humano es capaz de mostrarnos.
Cuando Kurosawa filma la guerra desaparece el sonido, aparece el silencio y la pantalla es tomada por el teatro en su dimensión exacerbada respecto al cine, mas aún sería una representación operística sin voces, un inmenso parqué de soldados plagados de símbolos de color y perfecta coreografía al servicio de una estética desolada, de un mar de olas secas, de un caos humano de belleza difunta.
La arquitectura estructural es perfecta en lo narrativo, sin concesión alguna al mercado y su visión del tiempo necesario para contar la odisea humana. Aquí, el maestro, se derrama en la que pudo ser su última locura fílmica, y nos regala una radiografía del ser humano de una lucidez aterradora. Asistimos al gran quirófano de la vida, al periplo de la historia y su tozuda reincidencia y a nuestra incapacidad para mirarnos de otra manera. Su cuento moral es un cuento intemporal y, tal vez, la locura sea el único lugar donde refugiarse, donde algunos vómitos no salgan de la caverna. Los encuadres se suceden primorosos, inamovibles, perseverantes en un aparente clasicismo no solo académico, están premeditadamente alejados como medio de distanciamiento. Y su final es el final. El final mas desolador que conozco en el cine. El hombre solo, como siempre ha estado, frente al precipicio, frente al caos que ha creado, en el que nada, en que habita. Ese lugar del que solo cabe o seguir como hasta ahora y abalanzarse al vacío o reconducir, reflexionar, imaginar, soñar y habitar de otra manera.
Ran constituye una obra sin par, un ejercicio genial dentro del cine en su faceta técnica, visual y considerando. Ran, desde el propio cine, lo abandona y se derrama en el arte, sin forma, sin limitaciones.
Un fuerte abrazo y nos vemos al amanecer del próximo lunes, en el lugar y hora que usted tenga a bien indicarme.
No hace falta añadir más sino leerse bien tu impresionante valoración de esta película que es claro que tienes por algo más que una mera película. El duelo, por supuesto, es aceptado pero estimo que, por ser yo el retado, tengo derecho a elegir las armas.Y claro, no puede ser otra: cruzaremos nuestras katanas.
Y recuerda: no hay mayor soledad que la del samurái, a no ser, tal vez, la del tigre en el corazón de la selva.
Un abrazo.
José Miguel, te veo venir con una katana y salgo corriendo como alma que lleva el diablo. Por tanto doy el duelo por perdido antes de celebrarlo. Y sí, supongo que el samurái y el tigre peden sentir una gran soledad, pero no como la del amado sin su amada. Cuídate y seguiré disfrutando de este blog que es un auténtico lujo.
Tenía 15 años, hoy tengo 40 largos, cuando vi Ran en el cine, ese día proyectaban dos películas y yo fui a ver la otra, no tenía ni idea de que trataba Ran. Salí maravillado del cine, ese día aprendí que existía otro cine aparte del norte americano
Y además que el cine japonés, cuando se bucea en él más allá de los nombres conocidos, encierra verdaderas sorpresas, en todos los géneros (el de samuráis cuenta con films irrepetibles), y revela magníficos directores.