Dos fábulas berlanguianas: Novio a la vista y Los jueves, milagro

Luis G. BerlangaAunque de esa década data uno de sus títulos emblemáticos, Bienvenido, mister Marshall (1952), en general me parece que las películas que el cineasta valenciano rodó en los años 50 suelen ser valoradas con demasiada condescendencia, cuando no directamente menosprecio. No sé por qué, pero siempre se intenta convencernos de que fue a partir del encuentro —en 1961, con Plácido— de Berlanga con el guionista (para mí, sobrevaloradísimo) Rafael Azcona, las películas de aquél adquirieron ya su completa identidad. Es decir, Berlanga pasó a ser ya el director con una actitud social que denuncia la hipocresía humana por medio de un regusto por el sainete más negro, expresado sobre todo por medio del relato coral y del gusto estilístico por el plano-secuencia. A falta de revisar El verdugo (1963), de la que guardo un recuerdo muy borroso, yo creo que, en realidad, sus mejores películas las había realizado antes de que Azcona apareciera en su horizonte. Son precisamente esas cinco películas previas: Esa pareja feliz (1951, co-dirigida con Juan Antonio Bardem), Bienvenido, mister Marshall, Calabuch (1955), y los que me parecen los dos mejores trabajos de toda su carrera, sobre los que voy a hablar ahora: Novio a la vista (1953) y Los jueves, milagro (1957).

Las cinco películas tienen en común su condición de fábulas con cierto aire de cuento de hadas, caracterizadas todas por la ligereza de su estructura narrativa, porque su mirada sobre el ser humano todavía es más gentil que sangrante, pese a su regocijante inclinación hacia la sátira. Un Berlanga que todavía no había caído en la tendencia hacia el subrayado que se proyecta en todas sus películas desde la muy cansina Plácido, y que revelan a un autor interesado todavía por el placer de narrar y no de hacer honor a lo que se espera de él. Las dos películas que indico son buenas muestras: dos cuentos poblados por personajes que no por débiles, incluso mediocres, son menos dignos de simpatía, y a los que baña una atmósfera de evanescente indolencia que casi dota a las imágenes de cierto aire fantastique, por extraño que eso parezca en el cine de su autor.

Novio a la vista (1953)

Novio a la vistaLa primera es un film por lo común postergado en la valoración de la carrera de Berlanga. La razón, seguramente, se debe a su condición de film de época, en un director tan asociado a la coetaneidad que nunca situó sus películas fuera del tiempo en que le tocaba vivir, con la postrera excepción de La vaquilla (1985), aunque este film pertenece a la «distinguida» categoría de películas sobre la guerra civil. Es verdad: Novio a la vista transcurre en 1918 y su impronta visual tiene un regusto antañón de lo más evidente (y entrañable), entre otras razones porque está basada en una historia de Edgar Neville (¡y cómo se nota!), para quien el mundo de las primeras décadas del siglo XX siempre constituyó un idealizado remanso donde poder vivir en el cine, como señalan varias de sus mejores películas, de La torre de los siete jorobados (1944) a Domingo de carnaval (1945). Ahora bien, a poco que se examine no es un título que desentone, en absoluto, en la carrera de Berlanga, sino todo lo contrario.

Pues Novio a la vista, bajo su apariencia de miniatura ornamental, encierra igualmente esa mirada tan lúcida como crítica hacia las debilidades humanas que siempre fue el tema central del universo berlanguiano. En este caso, un tema tan universal como el choque entre dos modos absolutamente opuestos de concebir la existencia: el mundo libre y desprejuiciado, anárquico y ante todo lúdico, de los niños, versus el mundo de los adultos, basado en las componendas y los prejuicios, el amor por las apariencias y la hipócrita justificación de la esclavitud de las convenciones bajo el nombre de «responsabilidad adulta». El argumento, para ello, se centra, literalmente, en la guerra que estalla entre pequeños y mayores en una colonia de veraneantes acomodados (la acción tiene lugar en un ficticio edén estival llamado Lindamar) en defensa de una de las muchachas de la pandilla, a la que los adultos quieren imponer la integración en su mundo: es decir, obligarla a vestirse de persona mayor, a dejar para siempre los revoltosos juegos de niños y, sobre todo, a empezar la tarea de buscar un marido con posibles.

Por encima de cualquier otra reflexión, Novio a la vista es una película de sobrenatural encanto que, a poco que uno se entremeta con complicidad en la acción (pocas historias, como ésta, admiten a cada espectador como uno «más» de sus personajes, lo cual se deriva no sólo de su condición coral sino de la naturaleza abierta y heteróclita de sus peripecias y sucesos), proporciona una de las experiencias más gozosas que ha dado nunca en disfrutar el cine español. ¿Cómo no empezar ya rendidos ante un título con el arranque que posee éste? La acción ya se sitúa en el Madrid de inicios del verano de 1918: un pequeño, atildado hasta decir basta, se examina ante un tribunal de empingorotados profesores que parecen derretirse con sus respuestas, y va recitando, como le han pedido, la lista de los Borbones hasta concluir: «Isabel II, Alfonso XII… y papá», a lo cual uno de los chavales que espera su turno para examinarse señala con fastidio: «Así ya se puede aprobar: ¡que me pregunten a mí por mis abuelos!».

Europa se prepara, sin saberlo, para una guerra, y lo que va a contar Novio a la vista es, precisamente, la historia de otra guerra, más doméstica pero no por ello menos trascendente… al menos para sus contendientes.

Los niños en guerra contra los adultosDe la mano de un magnífico diseño de decorados por parte del gran Sigfrido Burmann, de la estupenda fotografía y del pegadizo y evanescente tema musical del maestro Quintero, la película depara un sabor que va más allá de la mera recreación de una época (en todo caso, de un espíritu, en el que la mano de Edgar Neville tiene mucho que decir) y que parece situar la acción en un espacio intemporal, como una de esas burbujas de cristal que al agitarse revelan un mágico mundo nevado, sólo que aquí sin nieve. Por cierto que el cinéfilo no puede evitar evocar otro encantador título, coetáneo y en blanco y negro, como el maravilloso Las vacaciones de monsieur Hulot (1953), del incomparable Tati, ante esa playa y el hotelito enclavado sobre ella (que, claro, en nada recuerda a lo que hoy entendemos por recreo de playa, fuera del mar y la arena) y la subsiguiente utillería de un pretérito cursilón (casetas de baño, sillas de mimbre con cubierta, gente impecablemente vestida sobre la arena, trajes de baño desde la rodilla al cuello). No es una asociación casual, porque en Novio a la vista también hay la misma evocación del cine mudo, y en un momento dado, Josette Arno/Loli incluso imita los característicos andares de Charlot.

De hecho, nos hallamos ante la película probablemente más visual de Berlanga, aquélla en la que los diálogos (con ser magníficos) tienen menos importancia que las imágenes, que prácticamente se bastan para caracterizar a los personajes y sus psicologías. El sentido de la observación y del detalle de Berlanga, en esta película, es único, y consigue a la vez expresar por sus personajes ironía, incluso sarcasmo, pero también curiosidad, comprensión y cariño. La narrativa del film es de una sofisticación deslumbrante, aprovechando todas las posibilidades de su condición de relato coral. Berlanga y sus guionistas contaban además con una ventaja: saber situarse bien del lado de los niños no con condescendencia sino comprendiendo cuáles son las reglas de su mundo, esas reglas que, por ejemplo, sellan la paz entre Loli y el despechado Enrique con una buena pelea en la que no importa corrección alguna y da igual que se enzarcen chico y chica. Cuando uno acepta su lado infantil, como el «general» Amorós, enseguida sabe cómo convertirse en uno más de aquéllos.

Niños en guerra contra los adultosAhora bien, el planteamiento no se limita a las posibilidades cómicas e incluso aventureras de semejante punto de partida, sino que que cuestiona con sutilidad su aparentemente diáfano presupuesto. Es decir, que aunque los niños vencen en el combate, más que nada porque, claro, están mucho más preparados para unas beligerancias que exigen una mínima actividad física, en realidad la guerra no puede sino perderse, pues los jóvenes defensores, como todos, están derrotados de antemano por la lenta pero segura labor de zapa que es el tiempo: el crecimiento. Ante éste no hay marcha atrás, y la guerra desatada por los niños no podrá evitar que Loli se haga mayor (y las niñas siempre se hacen mayores antes que los niños). Enrique no se da cuenta del cambio, y es estupenda metáfora que, cuando vuelven a examinarlo en septiembre del Imperio Austro-húngaro, aunque recita la lección a la perfección, vuelve a suspender porque, sin haberse enterado… el Imperio Austro-húngaro ya no existe.

[—spoiler sobre el final de la película—] El final de esta película me parece, sin exagerar nada, el más amargo de toda la carrera de Berlanga: separados de nuevo con el fin de las vacaciones, Enrique sigue dirigiendo sus pensamientos hacia Loli, pero ésta, mientras desdeña el traje de niña que ha lucido el verano y se mira con embeleso, ante el espejo, luciendo su bello vestido blanco de mujer, piensa en el chico con el que ha pasado el verano en Lindamar… que no es sino el atildado joven con quien los adultos han intentado emparejarla y de quien sus amigos intentaron salvarla. Eso sí, Berlanga aún reserva una última toma de partido: Loli tiene ante sí un mundo adulto que espera sin duda con emoción, pero el plano que dedica a esa expectativa adulta es el de una calle lluviosa y sombría…

Los jueves, milagro (1957)

Los jueves, milagroEn la filmografía de Luis G. Berlanga, Los jueves, milagro ocupa una posición francamente incómoda. De todos es conocida la tremenda alteración que sufrió la historia originalmente pensada por su escritor, hasta el punto de que, irónicamente, éste señaló siempre que lo justo hubiera sido que la Censura hubiera firmado la autoría del guión, que en su mayor parte le pertenecía. Por lo que puede saberse, el propósito inicial de Berlanga se correspondería más bien con la primera mitad de la película (que parece, justamente, la más berlanguiana: yo opongo reparos al desprecio que parece concitar su segunda y vilipendiada mitad). Es decir, a imagen de otros títulos del director, y en especial el emblemático Bienvenido, mister Marshall (1952), la crónica de cómo las fuerzas vivas de un pueblecito tratan de revitalizar su decadencia mediante una empresa colectiva, como es la invención de un milagro. Las presiones de unos y otros (la Censura, el Opus Dei, participante en la financiación del film) obligaron a prolongar el argumento inicial de tal modo que el falso milagro acaba desencadenando un milagro verdadero: la aparición del santo «convocado» por los protagonistas, san Dimas, el llamado Buen Ladrón, que viene al pueblecito tanto para escarmentar y corregir a los pergeñadores de la superchería como a devolver la fe a las gentes sencillas.

Por ello, diríase que es de buen tono mostrarse crítico con Los jueves, milagro, por supuesto exonerando a su infortunado director de toda responsabilidad y, en todo caso, salvando la primera mitad de la historia, que es la verdaderamente crítica y corrosiva. La película, además, constituyó un tremendo fracaso y provocó un parón en la filmografía de su director: después de haber encadenado cinco películas en siete años, durante cuatro años, hasta Plácido (1961), no consiguió poner en pie ningún nuevo proyecto.

Al analizar esta película, es lógico ir por partes. El film se inicia con la descripción del pueblecito donde se sitúa la acción por medio de una voz en off, justo como en el antedicho Bienvenido… El narrador (la voz bien modulada del gran actor de doblaje Rafael de Penagos) nos señala que Fontecilla —pequeño pueblo atravesado por una línea férrea en donde, sin embargo, ya ni siquiera para el tren— es un pueblo muerto desde que su principal reclamo, el balneario de aguas cálcico-nitrogenadas ha entrado en decadencia. El dueño, don Ramón (el inolvidable Alberto Romea, en su última interpretación), es un anciano que parece transmitir su decrepitud a todo el entorno: a los muebles y salones medio desvencijados y a la clientela, todos ellos señores de ya avanzada edad —salvo un niñito, continuamente reprimido por sus mayores cada vez que se mueve: nada menos que un infantil Luis Varela; si hasta la criada (la entrañable Concha López Silva) es una vieja que parece a un paso de la tumba… Las fuerzas vivas del pueblo, por lo tanto, deciden que la única forma de librar a Fontecilla de su muerte definitiva es revitalizar el interés por su balneario, y para ello nada mejor que fingir una aparición milagrosa al modo de las de Fátima o Lourdes.

Milagro en FontecillaEn toda esta parte brilla con una luz muy intensa la probada capacidad de Berlanga para dar vida a un conjunto de personajes sencillos pero convencidos de ser mejores de lo que son, a unos pobres diablos que sin embargo no comprenden su condición de tales y que se empeñan en unas pruebas casi quijotescas por demostrarse su valía. Por supuesto, resulta imprescindible la labor del formidable conjunto de actores reclutado: nada menos que Romea, Juan Calvo, Félix Fernández y Manuel de Juan, además del italiano Paolo Stoppa (la película está coproducida por Italia) y de un impagable José Isbert, al que corresponden los momentos más cómicos de toda la película, y en especial de su primera mitad, puesto que él es el elegido para encarnar a san Dimas (¡genial el detalle que inspira a sus compañeros: la imagen del santo en la iglesia local es clavadita a la suya, lo cual es lógico porque está modelada sobre los rasgos de Isbert!).

No menos irresistible es el fenomenal sentido de la sátira que impregna las andanzas de esos infelices cuyo montaje milagrero no puede ser más pobretón (cutre, se hubiera dicho de haberse rodado mucho después). El sentido del detalle del primer Berlanga es fundamental a la hora de construir tanto la historia como a esos tipos que la pueblan: la irreprimible tiranía con que el maestro (Stoppa) trata a sus alumnos y que le lleva a usar continuamente del pescozón y la amenaza aun en los momentos en que está tratando de utilizar a aquellos como instrumento del milagro; los intentos de don José (Isbert) por endosar a cada uno de sus compañeros la personificación de un santo, pues se barrunta (con acierto) que ese muerto acabará cayéndole a él; la cursi ceremoniosidad con que se tratan los huéspedes del balneario, y que en el fondo sólo esconde un hipócrita sentimiento clasista…

A partir del momento en que fracasa el milagro por la deserción de don José y entra en escena el misterioso forastero que se llama a sí mismo Martino, Los jueves, milagro cambia el tercio, abandona los modos de la sátira más o menos cariñosa y se convierte, abiertamente, en una fábula. Una fábula sin duda pararreligiosa pero que sortea los escollos del posible «cine de estampita» en que pudo haber incurrido por el talento de sus principales artífices. En primer lugar, me parece bastante afortunado ese giro desde la sátira hasta la fábula, en cuanto que no sólo permite proseguir la senda argumental cuando parecía agotado el primer modelo sino que lo hace con una absoluta coherencia, desarrollando del modo más lógico el trazado de personajes tan bien efectuado en su parte inicial. En segundo lugar, ese tono fabulesco es de lo más coherente, como ya he dicho, dentro de la filmografía del primer Berlanga. En tercer lugar, y pese a que, es evidente, el planteamiento de este segmento está cogido con alfileres —empezando por la dispersión de intenciones: tan pronto parece que su pretensión es enjuiciar con severidad los montajes religiosos como adquiere un tono redentor que incluye a los propios protagonistas— asombra la plena convicción con que está ejecutado.

El gran Richard BasehartPara ello, Berlanga utiliza distintos recursos como: un acelerado sentido del montaje que hace suceder vertiginosamente las secuencias (claro, todas excelentes) casi sin tiempo para la reflexión; una complacencia en otorgar un sentido vaporoso a las imágenes (magníficos contrastes de luz, utilización de elementos para enturbiar las imágenes y darles un cariz irreal —nieblas, visillos, reflejos luminosos…—, utilización de una música de «cuento misterioso»), con el evidente propósito de recrear un ambiente sobrenatural; la utilización claramente carismática del actor norteamericano Richard Basehart (inolvidable), que aparece en mitad de la película y desde entonces domina dramáticamente el tono interpretativo; el subterráneo juego con lo sentimental, inevitable para hacer tragar las escenas «milagrosas» (y que funciona porque todos los antedichos elementos ya nos han predispuesto a creer)…

Un misterioso carácter abrupto domina esta segunda mitad —a ratos se diría que faltan planos o incluso escenas enteras; la transición entre unas y otras a veces es muy brusca: ¡lo cual incluso ayuda a hacer creíble lo que hubiera sido increíble, como la rápida claudicación del grupo de fuerzas vivas ante Martino!—, que en parte sin duda se debe a lo accidentado de su ejecución, pero que también puede ser una opción plenamente consciente por parte de Berlanga, que mediante esta fragmentación del tono, de la atmósfera y del montaje recluye su historia dentro de una especie de bucle entre fantastique, religioso y costumbrista que desprende un poderoso sentimiento de fascinación. En cualquier caso, y con todas las inevitables irregularidades que presenta, Los jueves, milagro constituye una delicia de principio a fin, un título que desprende de sobras aquello que el gran Stevenson consideraba que permitía superar cualquier obstáculo para prender en el corazón de sus destinatarios: el encanto.

FICHAS DE LAS PELÍCULAS

Título: Novio a la vista. Año: 1954.

Director: Luis G. Berlanga. Guión: Edgar Neville, José Luis Colina, Juan Antonio Bardem y Luis G. Berlanga; historia de E. Neville. Fotografía: Miguel Mila, Cecilio Paniagua y Sebastián Perera. Música: Juan Quintero. Reparto: Josette Arno (Loli), Jorge Vico (Enrique), Antonio Vico, José María Rodero, Julia Caba Alba, José Luis López Vázquez, Julia Lajos, Antonio Riquelme. Dur.: 83 min.

Título: Los jueves, milagro. Año: 1957.

Director: Luis G. Berlanga. Guión: Luis G. Berlanga y José Luis Colinas; historia de L.G. Berlanga. Fotografía: Francisco Sempere. Música: Franco Ferrara. Reparto: Richard Basehart (Martino), José Isbert (Don José), Paolo Stoppa (El maestro), Juan Calvo, Manuel Alexandre, Félix Fernández. Dur.: 84 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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