En 1952, la MGM inició un pequeño ciclo de películas de aventuras caballerescas, rodadas en Inglaterra bajo producción de Pandro S. Berman, cuya principal carta de presentación fue el protagonismo de un ya otoñal Robert Taylor siempre en el papel de paladín de causas nobles. Dos adaptaron al venerable Walter Scott: Ivanhoe (1952) y Las aventuras de Quintín Durward (1955); la tercera recurría a la leyenda artúrica: Los caballeros del rey Arturo (1953). Eran días en los que el estudio del león apostaba por la aventura en Technicolor (en ese formato que hoy llamamos «cine para toda la familia»), con Taylor y Stewart Granger como grandes estrellas, y Richard Thorpe como director de la mayor parte de los films. Los tres unirían nombres solamente en una producción, la película de aventuras marinas Todos los hermanos eran valientes (1953), donde los dos actores además interpretaban papeles antagónicos, dando pie a un sugerente duelo estelar. Y hay que recordar, eso sí, que las obras maestras del género en tal formato bajo la égida de la Metro no fueron ninguna de las antecitadas, sino las estupendas y románticas El prisionero de Zenda (1952), dirigida también por Thorpe, y Scaramouche (1952), ídem por George Sidney, las dos no con Taylor al frente del reparto sino con Granger, más dinámico, más divertido, más hábil con la espada y más ambiguo también. Si hablamos de aventura, Technicolor, Metro y Stewart Granger tenemos que concluir con la maravillosa Los contrabandistas de Moonfleet (1955), una película que, sin embargo, muchos no incluimos en el ciclo porque en su día no fue estrenada en nuestro país y, por ello, no fue doblada, como las otras, en los inolvidables estudios de la Metro de Barcelona, bajo la dirección del gran José María Ovies (la voz de Groucho Marx, por ejemplo), con el mismo reparto de voces siempre.
En días más ingenuos, Ivanhoe fue un perfecto ejemplo de «cine de sábado tarde»: muchos cinéfilos nos educamos en el cine de Hollywood (por entonces, el Cine, a secas) con este tipo de películas. Podría pensarse que es cine con fecha de caducidad y es fácil creerlo así cuando se revisa a edad superior, sobre todo después de aprender que el cine se clasifica (o creemos que se clasifica) por autores, ante los cuales Richard Thorpe y las películas de la Metro poco tienen que hacer. Sin embargo, siempre (o casi siempre) somos un espectador diferente, no ya del que pasaba embobado esas tardes de sábado ante la pantalla del televisor, sino del que luego miró con desprecio este tipo de films creyendo que, metidos en este género, las películas de la Metro eran bobadas gazmoñas. Pero está bien crecer con las películas, con todas las películas: Ivanhoe lleva conmigo demasiados años como para haber sido diferentes cosas, desde el film trepidante y encantador que me pareció la primera vez a la antigualla irredimible de las últimas para terminar con la que me gustaría creer que ya justa y definitiva valoración que su revisión me merece.
Es decir, un film ciertamente antiguo pero con cierta pátina de clasicismo; dueño de un noble sentido de la retórica que lo convierte en entrañable —la versión española, única que yo he contemplado todas las veces, resulta inolvidable a este respecto, con esa utilización de un modo de hablar ya perdido, incluso en traducciones modernas del mismo tipo de relatos, amén de un irrepetible conjunto de voces de doblaje: merezca mil veces la gloria Rafael Navarro, la voz de Ivanhoe—; y una aventura ingenua que permite pasar por alto lo mucho que fastidian esos argumentos en que se enfrentan dos «pueblos», uno presuntamente opresor y otro presuntamente oprimido, categorías trabadas dramáticamente del modo más maniqueo. Maniqueísmo que comienza por la oposición, esencial en la trama, entre sajones y normandas, directamente extraída de la leyenda de Robin Hood, que es sobre la cual Walter Scott construye su trama. No por nada, el famoso arquero de Sherwood es un personaje secundario pero importante (aunque se le llama, sencillamente, por su presuntamente histórico apellido: Locksley), así como fray Tuck o la fraternidad refugiada en el susodicho bosque.
Es verdad, sin embargo, que Ivanhoe película no está a la altura de la excelente novela original, publicada por Walter Scott, el creador de la novela histórica, en 1819. Recuérdese su magnífica trama: Wilfred de Ivanhoe, modelo de caballeros, regresa de las Cruzadas, donde ha sido uno de los más destacados paladines de Ricardo Corazón de León, a una Inglaterra sojuzgada por el hermano de éste, el príncipe Juan. Ivanhoe (¡vaya apellido genial!) es miembro de la nobleza sajona que fue derrotada por los invasores normandos en 1066, y aunque la acción transcurre casi siglo y medio después, la división entre sajones y normandos sigue siendo determinante, constituyendo estos últimos una altanera clase que domina y menosprecia a los anteriores. Y como símbolo de esa división, Ivanhoe se enfrentará a los principales caballeros del príncipe Juan, liderados por el noble Brian de Bois-Guilbert, en una lucha sin piedad que tiene fines tanto políticos y sociales como románticos, puesto que en medio del conflicto, los dos antagonistas acabarán compitiendo por la honra de una joven judía, Rebecca de York, deseada con avidez por el normando y defendida hasta poner en liza todo su honor por el sajón (seguramente, aun cuando nunca llega a indicarse explícitamente, porque la ama: amor imposible por su distinta condición religiosa).
Ivanhoe tiene mucho de relato «odiseico», en cuanto que, como la inmortal obra de Homero, también narra el regreso a casa de un guerrero que tiene motivos para presentarse de incógnito en su hogar. De hecho, la principal cualidad dramática del personaje es su ocultamiento. Durante el primer tercio de la novela, Ivanhoe se presenta bajo la identidad del Caballero Desdichado y así participa en el torneo de Ashby que ocupa gran parte de esas páginas, y en el cual tiene lugar su primera liza contra la caballería normanda, y en particular contra Bois-Guilbert. En ese torneo es herido de gravedad y durante el segundo bloque del libro, mientras a su alrededor tiene lugar el fenomenal asedio del castillo normando de Torquilstone, donde Bois-Guilbert y sus sicarios mantienen secuestrada a Rebecca, Ivanhoe prácticamente aparece postrado y sin poder participar activamente en la peripecia que tiene lugar a su alrededor.
Recuerdo la enorme sorpresa que, en su día, fue para mí que el héroe que daba título a la novela jugara, en su parte más activa y atractiva, un papel tan secundario, al contrario que en el film. Si entonces me decepcionó bastante, hoy lo considero uno de sus grandes aciertos, porque esa ausencia del primer plano durante buena parte de la historia lo que hace es magnificar aún más la expectativa por el momento en que vuelva a participar en la lucha: en el juicio de Dios final que decidirá el destino de Rebecca.
Por supuesto, en la película, su estrella principal no iba a pasarse media historia entre bambalinas, aunque la consecuencia es que se produzca un hiato muy brusco entre su condición de herido tras el torneo de Ashby y su reaparición ante los muros de Torquilstone para intercambiarse por su padre, prisionero de los villanos sajones. Hay muchas otras modificaciones significativas con respecto al libro. Por ejemplo, en la película el rey Ricardo está aún preso en manos del duque Leopoldo de Austria y Ivanhoe es quien se encarga de organizar su rescate con la ayuda del judío Isaac. En la novela, sin embargo, Ricardo es un personaje central y muy activo, si bien bajo el anonimato de una armadura negra: otra vez ese ocultamiento como cualidad dramática central. En cuanto al judío Isaac, en la película posee mucha mayor dignidad (no en vano lo encarna uno de esos actores que mejor ejemplificaron tal cualidad en el cine, el británico Felix Aylmer), mientras que Walter Scott no consigue librarlo de los tópicos antisemitas de la época (avaricia, disimulo, humildad personal fácilmente devenida en servil mezquindad), por mucho que, en general, condene el antisemitismo. En la película, Isaac ayuda a Ivanhoe tanto por agradecimiento a la nobleza de éste como porque piensa que Ricardo puede acabar con la persecución hacia su pueblo, y de ahí esa buena frase ideada por los guionistas y puesta en su boca: «La justicia pertenece a todos o no pertenece a nadie».
Pero por lo demás, hay algo que sí queda, indiscutiblemente, del libro, que incluso se convierte en un foco dramático puesto en primer plano (gracias también al sentido romántico estilo Hollywood) y que es casi lo que otorga su mayor interés a la película. Me refiero, claro, a la nada subterránea atracción que para el protagonista, Ivanhoe, supone la aparición de la bella y discreta judía Rebecca de York, todo un terremoto que pone a prueba su tranquila devoción por su prometida «de toda la vida», lady Rowena, la pupila de su padre, el irascible Cedric el Sajón.
Es verdad que ni Richard Thorpe era el cineasta compulsivamente romántico que necesitaba tal trama ni el concepto que tenía la Metro de lo que debía ser un film de las características de Ivanhoe permiten otra cosa que no sean pequeños destellos aquí y allá. Pero son suficientes, entre otras cosas porque Elizabeth Taylor nunca estuvo más bella ni más radiante en el cine, y porque pocas veces se supo sugerir en pantalla ese amor al tiempo callado y volcánico como hizo la actriz aquí (era una época en la que la actriz todavía no se había convencido de que era una diva «especial»). La escena en que Rebecca, sabiéndose sola mientras atiende al malherido Ivanhoe, no puede resistirse a acariciarlo y besarlo (a «violar» en suma su inconsciencia) posee un aroma de erotismo romántico absolutamente malsano.
Del mismo modo, imágenes como aquella en que Rebecca se sitúa en el borde de la torre almenada amenazando a Bois-Guilbert con tirarse al vacío, o con Rebecca vestida de paje en la habitación de Ivanhoe o con Rebecca espiando la llegada del protagonista tras la cortina de flecos (¿es Thorpe quien sabe expresar el inmediato enamoramiento de la joven, es Elizabeth Taylor o es el espectador rellenando huecos?) o con Rebecca aceptando el homenaje del caballero en el torneo de Ashby. Imágenes todas ellas con Elizabeth Taylor luciendo una belleza impresionante, que poseen una entidad romántica que obliga a pasar por alto el acartonamiento de otros elementos, empezando por el mismo Robert Taylor, que está bien cuando debe lucir nobleza y gallardía pero no cuando debe sugerir ese amor que sus labios no pueden expresar (o cuando debe pelear: el mucho más dinámico Stewart Granger no tenía rival posible con él).
Es el gran problema que posee Wilfred de Ivanhoe, en literatura y en cine: como personaje no resiste nada a Rebeca de York o a su contrincante, ese Brian de Bois-Guilbert tan bien encarnado por un George Sanders que asimismo hubiera requerido otro director, y otro tono, para sacar lo mejor de sí mismo y de su personaje. Siempre he pensado que Ivanhoe, novela de Walter Scott, hubiera dado para una memorable historia de romanticismo trágico, yendo más allá de lo que se podía pedir tanto al novelista escocés como después a la Metro del Hollywood de las estrellas.
Romanticismo trágico que, con todo, se halla presente en el libro al menos en las dos confrontaciones que tienen lugar entre el arisco Bois-Guilbert y la indomable Rebecca, la primera en el castillo de Torquilstone, cuando la judía deja claro al templario que no es una mujer que piense entregarse a la ignominia; la segunda, que da pie a las páginas más imborrables del libro, en el priorato templario donde se ha de decidir el destino de los dos. Las palabras que Walter Scott pone en boca de ambos personajes poseen un poderoso hálito de fatalismo y tragedia digno de cualquier obra maestra en tal sentido. Quien las haya leído no podrá menos que sentir que George Sanders está a la altura de lo que hubiera demandado una buena traducción a imágenes de ese concepto, magnificando el duelo final con Ivanhoe. Al menos, la película acierta donde Scott acaba cediendo al deus ex machina divino (el templario, pese a que se enfrenta a un Ivanhoe todavía maltrecho, muere «víctima de la violencia de sus propias y contradictorias pasiones»). Aquí es el caballero sajón quien lo vence y hiere mortalmente: nos es lícito pensar que Bois-Guilbert, por amor, refrena, aun instintivamente, su lanza ante aquél.
Pero hay que ceñirse a lo que da Ivanhoe. Apreciar la correcta enunciación de ese concepto de honor que se perdió hace mucho pero sigue vivo en las ficciones, sobre todo aventureras. Gustar de la aparición de Robin Hood (aquí llamado sencillamente Locksley) en un rol secundario y por ello insólito. Disfrutar de la belleza de los exteriores ingleses, tanto la presunta ruta centroeuropea que sigue el protagonista en el arranque del film, buscando a Ricardo Corazón de León bajo el disfraz de juglar cantarín, como el estupendo castillo de Torquilstone. Admirar la categoría del reparto secundario, con intérpretes tan magníficos como Sanders, Robert Douglas —cuya ductilidad siempre se reconoce: no hay sino que comparar villanos tan distintos como los que interpretó en El manantial (1949) o El prisionero de Zenda (1952), que exhudan el mal por cada poro, con esos encantadores pero traicioneros bravucones que también supo hacer, por ejemplo en El halcón y la flecha (1950) y aquí—, Emlyn Williams, Finlay Currie o Felix Aylmer. (Sólo desentona una Joan Fontaine demasiado mayor para su papel, cuya belleza además no puede competir con la de la Taylor, lo cual provoca un indudable desequilibrio dramático: es imposible que alguien entienda que Ivanhoe se quede con ella antes que con Rebecca.)
Sobre todo, lo que complace hoy de Ivanhoe es ese tono perdido irremisiblemente que valoraba el honor por encima de todas las cosas. Si en el momento de escribirse el libro, por mucho que éste transcurriera ocho siglos atrás, esos valores todavía pervivían en el imaginario moral de los lectores de Scott, tanto en 1952 como en el siglo XXI son emblemas de una sensibilidad que ya no existe. Y es tanto la nostalgia como el reconocimiento de la eficacia en su plasmación lo que complace al espectador del film, lo que hace que comprenda que las motivaciones de los personajes y sus decisiones finales no pueden ser otras, y lo que incluso otorga un indudable espesor dramático al duelo final entre Ivanhoe y Bois-Guilbert, ambos enamorados de la misma mujer aunque el único de los dos hombres que está dispuesto a renunciar a todo por ella, en este caso, no sea el héroe ni la bella esté dispuesta a aceptarlo.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Ivanhoe / Ivanhoe. Año: 1952.
Director: Richard Thorpe. Guión: Marguerite Roberts y Noel Langley; novela de Walter Scott adapt. por Aeneas McKenzie. Fotografía: Freddie Young. Música: Miklós Rózsa. Reparto: Robert Taylor (Ivanhoe), Elizabeth Taylor (Rebecca de York), Joan Fontaine (Rowena), George Sanders (Brian de Bois-Guilbert), Robert Douglas (De Bracy), Finlay Currie (Cedric el Sajón), Felix Aylmer (Isaac de York). Dur.: 106 min.