La Atlántida no se hundió en el mar, según reza la interpretación clásica a partir del Critias de Platón, sino que alrededor de la isla erigida por Neptuno, con sus círculos concéntricos de islas, murallas y canales, emergió la tierra: es así que la Atlántida se localiza en el macizo del Ahaggar, en medio del Sahara, rodeada por océanos de arena, y allí reina todavía una descendiente de la dinastía atlante, la reina Antinea (nombre cuya etimología significa: «la nueva atlante»).
Ésta es la fabulosa premisa a partir de la cual se construye una magnífica novela, La Atlántida (1919), tan popular durante muchas décadas del siglo XX como hoy casi olvidada. Tanto como su autor, el francés Pierre Benoit (1886-1962), quien fuera uno de los escritores más leídos de su momento, sobre todo en el periodo de entreguerras. A su eclipse contribuyó la acusación de colaboracionismo durante la ocupación nazi del país, que le hizo pasar seis meses en la cárcel en el año 1946, y ver la inclusión de su obra en las listas negras en la inmediata posguerra. Entre las obras conocidas más de su producción figuran novelas muy famosas en su día como Koenigsmark (1918), La castellana del Líbano (1924), pero la más popular de todas ellas siempre fue la segunda que publicó: La Atlántida. Fe de esa popularidad la da el hecho de que entre los años 20 y 60 fuera llevada al cine hasta en cuatro ocasiones (1921, 1932, 1948 y 1961), además en distintos países (Francia, Alemania, Estados Unidos e Italia), siendo las dos primeras, dirigidas por Jacques Feyder y G.W. Pabst, respectivamente, dos películas soberbias.
Asomarse a sus páginas, aunque sea por la curiosidad de haber visto alguna de las versiones, es asomarse a una novela irresistible, maravillosa, fascinante. El mismo título ya atrae y en aquella época más: las elucubraciones místico-científicas en torno a la perdida civilización atlante estaban de actualidad, desde muy diversos puntos de vista: la teosofía (Madame Blavatsky y sus seguidores), la literatura (el florecimiento en Estados Unidos del pulp), la arqueología (con el descubrimiento de Troya y Cnossos muy cercano en el tiempo, estaba en pleno apogeo la fiebre por encontrar las civilizaciones que hasta entonces se creían puramente míticas)…
Benoit parte de dos venerables referentes de la literatura de aventuras. Por un lado, el gran representante nacional del género, el inolvidable Julio Verne, de quien retoma la minuciosa documentación con que la aventura de los protagonistas se imbrica en una previa tradición científica. Así, uno de los personajes con quienes se tropiezan los protagonistas en el palacio de Antinea, el profesor Le Mesge, supone una prolongación, escorada eso sí hacia la pura chifladura, de los sabios renacentistas que jalonan las primeras novelas vernianas, en la estela del doctor Clawbonny de Aventuras del capitán Hatteras o el Paganel de Los hijos del capitán Grant. Por supuesto, esta minuciosidad en señalar los antecedentes de la expedición central de la novela posee tanto un sentido de verosimilitud científica como esa subterránea sugestión mítica tan propia de Verne: el dominio de la historia y de la ciencia es el símbolo del dominio de la naturaleza al que aspiran todos los héroes vernianos.
El propósito de Benoit marcha por otro lado, desde luego. El teniente de Saint-Avit, protagonista y relator de la historia, a la vez valiente soldado y riguroso científico, conforme va cayendo en la irracional fascinación por Antinea, va perdiendo sus vínculos con la razón del hombre. Una aventura nacida bajo el signo de la tradición (genérica, científica) avanza hacia un estadio diferente en el que se disuelven los vínculos que atan al hombre con sus previos signos de identidad para sumirse en la pura consagración a los sentidos, a la sensualidad (en su sentido más turbadoramente sexual) que representa Antinea. De ahí que, en consecuencia, las páginas aventureras de los primeros capítulos acaben convocando la irrealidad pesadillesca de los últimos, del mismo modo que cambia el estilo narrativo (evocativo) de Saint-Avit, que narra su odisea en primera persona, embrujando de paso a su interlocutor, el teniente Ferrières (el portavoz del lector).
El segundo referente del que parte Benoit es la no menos irrepetible novela Ella, publicada en 1885 por otro emblema de la gran literatura de aventuras del siglo XIX, Henry Rider Haggard. No en vano ambas cuentan, a grandes rasgos, la misma historia: dos europeos, perfectos emblemas de la civilización, se internan en el corazón de África para descubrir una civilización perdida de la que no se tenía la menor idea —cuya descripción estética posee numerosos elementos egipcios, incluyendo la costumbre de la momificación—, donde un conjunto de indígenas es gobernado con férrea mano por una soberana blanca de irresistible belleza. Ambos se enamoran de la reina, pero ella escoge a uno sólo de los dos. Benoit reelabora por tanto la historia de Haggard añadiendo los elementos vernianos y, eso sí, de acuerdo tal vez con la mayor permisividad tanto de la época como de la literatura francesa, incrementa la sugestión erótica, tanto en el plano metafórico como en el literal, y da un paso más allá en la dureza del desarrollo: [—spoiler hasta el final del párrafo—] Saint-Avit matará a su amigo Morhange, símbolo de la pureza inmaculada, sólo porque Antinea se lo pide, y aunque escapa momentáneamente de su influjo deletéreo, desde ese momento se sabe proscrito de la humanidad (y no sólo por el remordimiento de su crimen), vagando como un fantasma hasta volver a tener la ocasión de partir de nuevo hacia el reino escondido, sabedor de que se encamina hacia su postergada muerte.
Benoit ofrece un prodigio de narración a lo largo de la novela, que va elaborando una atmósfera trabada a la vez de fatalismo e irrealidad que resulta imborrable. Ya es un acierto la estructura de la historia. Ésta es revelada por el clásico manuscrito que ha dejado un hombre que ha desaparecido sin dejar rastro: el teniente Ferrières del tercer regimiento de espahíes. Éste, a su vez, escribe la historia que le refiere su camarada y superior el capitán de Saint-Avit, un militar de prestigio como soldado y como científico, quien sin embargo, después de reaparecer siete años atrás de una malhadada aventura en cuyo curso pereció el hombre que lo acompañaba, el capitán Morhange, se ha visto acompañado de la reputación de haber jugado un turbio papel en la muerte de este último. Ferrières escribe mientras se realizan los preparativos para salir en expedición con Saint-Avit hacia un destino indeterminado pero un tanto ominoso, pues su guía es Cegheir-ben-Cheijj, un targui responsable muchos años atrás de una de las más terribles emboscadas efectuadas por los tuareg contra esos soldados franceses que llevan la «civilización» al Sahara. Ferrières, por tanto, no tarda en ceder la palabra al verdadero protagonista del relato, Saint-Avit, quien, desde el momento en que le espeta a bocajarro que él, en efecto, mató a Morhange («es una noche muy pesada, tan pesada como aquella en que maté al capitán Morhange», son sus memorables palabras), comienza la crónica de tal aventura, pero no a modo de justificación sino de necesaria rememoración en voz alta de esa enfermedad que lleva carcomiendo su alma los últimos siete años y que ya sabe irremediable.
Fundamental resulta la oposición de caracteres con que Benoit describe a los dos hombres. Saint-Avit (inferior jerárquico de Morhange, dato que no hay que olvidar y que el mismo relator señalará varias veces, evocando de modo muy subterráneo cierto resentimiento) es un joven oficial que se está haciendo un nombre gracias a su intrepidez, conocimientos geológicos y estratégicos, y a la audacia de sus proyectos. Bajo esta intrepidez, sin embargo, se esconde un hombre ambicioso, muy seguro de sí mismo y de su propio valor, y por tanto poco amigo de ceder el paso ante nadie: su tendencia a la introspección, el aspecto más sombrío de su personalidad (como corresponde a alguien que se sabe íntimamente superior a la práctica totalidad de quienes lo rodean), será fatal para él en un doble sentido. Primero porque luego alentará la sospecha de haber asesinado a Morhange para no compartir con él ninguna gloria; y ante todo porque, en alguien de tal calibre, el desmoronamiento de esa superioridad (al tropezarse con alguien que derriba con un suspiro todas sus defensas, todas sus pretensiones de independencia: Antinea) lo llevará directamente al otro lado del abismo, a la más completa degradación.
Morhange, en cambio, es definido desde el primer momento como un hombre llano y abierto, sencillo y afectuoso, pese a tener las mismas credenciales de preparación que Saint-Avit (quizá más: el docto Le Mesge enseguida identifica a Morhange como el verdadero sabio de los dos) y unos atractivos físicos muy superiores. En mitad del desierto, Morhange acaba sincerándose con su camarada y contándole que él en realidad tomó tiempo atrás la decisión de apartarse del mundo e ingresar en un monasterio benedictino; sin embargo, sus dotes y preparación, así como la necesidad de probarse antes de la retirada definitiva del siglo, llevaron a sus superiores en la muy culta orden a proponerle la misión de encontrar las huellas de un cristianismo primitivo entre los tuareg del Sahara.
Morhange es por lo tanto un monje-soldado, y de ambos posee en grado sumo lo justo para resistir a Antinea: la vocación por la castidad (el fanatismo, revestido de sencillez, de quien se sabe ya al margen de las apetencias mundanas) y la valiente determinación que no retrocede ante la posibilidad de la muerte. Es por ello que Saint-Avit caerá con facilidad en los brazos de Antinea y Morhange no: resistencia que contribuirá en grado sumo a provocar a su vez la fascinación por parte de la soberana a quien nunca se le ha resistido un solo varón.
En el corazón del Ahaggar, por tanto, sobreviven los descendientes de la raza atlante: o mejor dicho, su última descendiente. Es significativo que Benoit no juegue en momento alguno a la fácil mitología y que acabe resultando que Antinea en realidad es el fruto de las relaciones entre un noble francés de origen polaco, el conde Bielowsky, y una cortesana parisina que fue entregada a un príncipe targui ignorante de que la mujer estaba embarazada. Sólo Saint-Avit conocerá ese secreto, de manos del propio Bielowsky, borracho y ya medio enloquecido, quien vive en el mismo palacio (con Le Mesge y un sacerdote protestante), inmunes estos tres por su falta de juventud y, en consecuencia, por carecer del vigor sexual, al hechizo de la soberana. Antes de haberla conocido, Saint-Avit y Morhange son conducidos a una estancia en penumbra donde se yerguen 53 estatuas de un raro metal (el oricalco, el metal citado por Platón para su Atlántida): en realidad, son los cuerpos embalsamados en dicho metal de los 53 amantes previos de la reina. Antinea, símbolo de la suprema sensualidad, vive en el centro de una gigantesca telaraña formada por todo el desierto, haciendo que sus tuareg rapten a cuanto soldado o explorador (joven y vigoroso, esto es) cometa el infortunio de entrar en sus dominios; después de convertirlos en sus amantes, por tiempo oscilante según la «calidad» del ejemplar, éstos son rechazados ante la llegada de uno nuevo. Desde entonces, se limitan a languidecer por las laberínticas estancias del palacio (donde, desde luego, sus prisioneros viven a cuerpo de rey) y a morir de amor: una vez consumada su muerte, quedan inmortalizados bajo el baño de oricalco.
¿Novela misógina, o novela feminista avant la lettre? En cualquier caso, Antinea es un personaje caracterizado como destructora no sólo de hombres, sino del Hombre: Le Mesge les dice a los dos protagonistas que está imbuida por la misión de vengar a todas las grandes víctimas femeninas de la Antigüedad, citando a mujeres notables por haber sido víctimas del engaño masculino (Medea, Ariadna, Calipso o la misma Cleopatra, de quien se proclama descendiente). De ahí que actúe como una depredadora insaciable, haciendo que sus fieles rastreen continuamente el desierto en busca de blancos jóvenes y atractivos que llevar hasta su particular harén (o androceo). Saint-Avit, ciertamente, es destruido por la reina; pero también podríamos decir que en su ensimismamiento erótico-sentimental hacia Antinea es cuando alcanza su plenitud sensorial: no en vano la prosa de Benoit resulta más memorable, más sugestiva, cuando narra la caída de su protagonista que mientras cuenta sus andanzas como soldado civilizado, plenamente consciente de su condición.
Para los interesados, RBA acaba de publicar una nueva edición de la novela, que puede consultarse en el enlace de abajo. La edición que yo tengo, tampoco tan antigua (es de 1994 en Debate), cuenta con una bonita traducción nada menos que de Rafael Cansinos-Assens.
http://www.sellorba.com/la-atlantida_pierre-benoit_libro-OAFI752-es.html
Mis felicitaciones por el artículo, muy bien escrito.
Sólo añado un dato: Benoit siempre negó la relación de su novela con el personaje de Ayesha. Afirmaba basarse en la figura histórica de Tin Hinam, una reina de los tuareg cuya tumba se descubrió en el siglo XIX. Además, la obra de H. Rider Haggard que más concomitancias muestra con la historia del francés es una novela titulada «The Yellow God» (1908) -inédita en España, que yo sepa- en la que una fémina inmortal, procedente de una antigua civilización, conserva momificados a sus amantes.
Concepto este último que, por cierto, también coincide con la película «El ansia» de Tony Scott.
Un saludo y mis felicitaciones por la calidad del blog.
Muchas gracias por tus palabras, Alfredo. Y también por el dato acerca de esa reina tuareg, que desconocía. Por desgracia, no he leído ninguna otra novela de Benoit, al ser un autor que, salvo «La Atlántida», parece bastante olvidado por las ediciones actuales. No sé si has visto las varias versiones de esta novela en cine, aunque supongo que sí si te interesa el libro: la muda de Jacques Feyder y la de principios de sonoro (con dos versiones, francesa y alemana) de G. W. Pabst, son excelentes. Varias de las fotos y carteles del artículo proceden de ellas.
Un saludo.
Gracias por la recomendación. Sí he visto las versiones de Feyder y Pabst (y también Siren of Atlantis de 1949, un adaptación protagonizada por María Montez, que no me pareció mala aunque no llega de ningún modo a la calidad de las otras dos).
Si se quiere leer más novelas de Benoit, hay que recurrir al mercado de libros de segunda mano. Era un escritor de aventuras, y ese es un género que hoy no goza de mucha popularidad. Por ejemplo, el mencionado Rider Haggard está casi olvidado y es difícil conseguir alguna obra suya que no sea «Las minas del rey Salomón» y una novela que ha publicado F. Arellano.
La falta de interés actual por ese tipo de narraciones se puede ver en el periplo editorial de la novela de «La Atlántida» (dieciocho años desde su anterior edición, la de Destino en 1994). Ni el público adulto ni el juvenil se sienten atraídos ya por esta clase de historias.
Un saludo para tí también.
Estoy de acuerdo contigo en el desinterés actual por el tipo de literatura al que pertenecían las obras de Benoit, y que hace que hoy muchas de ellas sean muy difíciles de encontrar, salvo en el océano de la Red. El problema es que durante mucho tiempo se las etiquetó como literatura «juvenil», a veces incluso «infantil», y al cambiar la edición para ese arco de desarrollo (de modo absurdo: con acotaciones muy concretas por edades), ha quedado bastante arrinconada, sobre todo aquellos autores cuya fama se apagó antes que las de los clásicos Verne, Stevenson, etc.
Rider Haggard para mí es un grande, en sus mejores obras a la altura de los anteriores. Por cierto, la novela a la que te refieres, «El Deseo del Mundo», que la escribió con la ayuda del erudito clásico Andrew Lang, es una joya desconocida. Y la edición de Arellano, preciosa.
Por suerte encontré en una librería de usados dos tomos de las obras Benoit el 2 y 3 y según sé la obra a que haces referencia viene en el tomo uno. Sin enbargo leí la novela «La isla Verde». Una novela soberbía y profunda que trata sobre la obsesión. Muy recomendable, aunque dificil de encontrar.
Cierto, el gran problema para redescubrir a Pierre Benoit es que, fuera de «La Atlántida», es muy difícil encontrar su obra en librerías que no sean de antiguo. Gracias por la recomendación!
Yo poseo los 4 tomos de las obras completas de Benoir, el novelista poeta. Los atesoro porque su prosa es excelsa.
Si tiene más obras a la altura de «La Atlántida», desde luego merece la pena. Es una lástima que no parezca un autor contemplado por las editoriales actuales: creo que hace ya muchos años que no se publica nada de él, y lo último sería, precisamente, esta novela.