Aparecida en 1923, The Rover —término difícil de traducir, algo así como «trotamundos», significado que connota una vida agitada, y que ha motivado que en España, según las ediciones, haya sido reconvertido en El Hermano de la Costa o El pirata, éste último, por ejemplo, en la edición de Alianza en la que yo lo he leído— fue la última novela que Joseph Conrad vio publicada en vida. Su trama está ambientada en los días de la Revolución Francesa, durante la etapa napoleónica del Consulado. Un viejo marino, Peyrol, que ha pasado cincuenta años en el mar, y en especial en la famosa Hermandad de la Costa (una forma honorable de llamar a la piratería) del océano Índico, regresa a su patria para pasar allí ya el resto de sus días. Desembarcado en Tolón, el puerto de la armada francesa en el Mediterráneo, busca un lugar donde retirarse a pasar sus últimos años en la comarca donde nació (aunque de ella guarda poco recuerdo) y encuentra refugio en la granja donde viven dos mujeres, la anciana tía Catherine y su sobrina Arlette, una joven que padece algún tipo de trastorno psicológico que la convierte en una niña sometida a periódicos arrebatos. Junto a ellas vive un torvo individuo, Scevola, antiguo sans-culotte, que se ha arrogado el derecho a «protegerlas», al tiempo que así se aprovecha de la propiedad, y que recibe con gran hosquedad al intruso masculino. Son los días de la guerra entre Francia e Inglaterra, en los cuales la flota mediterránea todavía juega un importante papel, y Peyrol se verá entremezclado, aun sin quererlo, en el conflicto, cuando un teniente de la armada, Réal, llega también a la granja en pos del cumplimiento de una misión de engaño al enemigo inglés que bloquea la costa.
Como la práctica totalidad de las novelas de Conrad —y es algo que, con independencia de sus méritos, lo ha convertido en el más prestigioso escritor de aventuras de la época dorada del género a ojos de aquellos que, en general, menosprecian el mismo—, la acción queda subordinada en todo momento a la descripción psicológica, al planteamiento de las relaciones entre unos personajes fuertemente condicionados por las circunstancias del entorno, lo cual permite al autor filtrar, de modo natural, una honda reflexión sobre múltiples temas: el idealismo, la profesionalidad, el conflicto entre la obligación y el deseo, el anhelo del descanso o el amor.
El pirata es una novela maravillosa, injustamente desconocida al lado de las mucho más famosas (y también espléndidas) Lord Jim o El corazón de las tinieblas, cuyo tono elegíaco resulta tan inolvidable como el retrato de su personaje protagonista. Supongo que Joseph Conrad no inventó el aroma crepuscular para el género de aventuras, que puede rastrearse en obras tan venerables como la Odisea o el Quijote. Pero dentro de la imborrable generación «clásica» del género, la que escribe entre el último tercio del siglo XIX y el arranque del XX, los Stevenson, Verne, Salgari, Rider Haggard, Conan Doyle y Kipling, sin lugar a dudas fue el más templado, el más sereno, el más consciente de lo que es el lado meta-aventurero de esas ficciones a las que aportó varias de sus obras maestras.
No es que los héroes de Conrad fueran más realistas que los de los demás, pero sin duda sí más vívidos, más cotidianos, más comprensibles en el terreno psicológico. No hay que olvidar que Conrad es de todos ellos —aunque la vida de algunos, como Kipling o Rider Haggard, también los llevó a los escenarios donde luego ambientarían sus obras— el único que no fue un aventurero de gabinete, sino un profesional del mar que conoció con hondura y sin idealismo alguno el espacio en el que luego situó a sus personajes, de ahí que sea, de todos ellos, el que mejor supo reproducir un aire cotidiano en sus ficciones. Los comerciantes, los marineros, incluso los aventureros, que aparecen en sus páginas, carecen del aire claramente fabulesco de un Sandokán, un capitán Nemo o un Long John Silver. Y ello porque sus motivaciones (con la excepción, tal vez, de Lord Jim) son las menos sublimes de cuantas pasean por las páginas del género: una mecedora en el frescor de alguna veranda o una buena pipa con la cual saborear mejor una conversación después de cenar.
Esas son las motivaciones del viejo pirata que retrata The Rover: un hombre que sólo desea perderse en un rincón agradable, sin mucha gente que contraríe su espíritu de gran solitario, pero sí la suficiente como para compensar su anhelo de no sentirse, todavía no, al pie de la tumba. Peyrol no ofrece grandes gestos, no protagoniza memorables gestas, y ni siquiera pronuncia ninguna frase perdurable. Sencillamente, acepta que la vida no puede concluir para él en esa dorada atonía que alguna vez soñó en sus noches de arrebato pirático en el Índico, y decide sin mucho vacilar jugar su último papel activo, tal vez también para desmentir esa indolencia fatal que ya sentía apoderarse de su espíritu. El pirata, en consonancia, no es una novela que despierte ninguna memorable fascinación, sino una compañera para toda la vida, que hojear de cuando en cuando, que releer en esos momentos en que desaparece el ansia de conocer historias nuevas para volver a descansar dentro de las antiguas. Una obra sencilla y sentida: magnífica literatura.
Me gusta que las grandes novelas sean llevadas al cine, pero que lo hagan ofreciendo una nueva perspectiva, no mimetizando sin más los valores del original (este tipo de adaptaciones, por lo común, se queda en la letra, nunca en el espíritu). Y The Rover posee una adaptación que merece mucho la pena, complementaria con respecto al libro pero al mismo tiempo dueña de su propia personalidad, siempre en términos cinematográficos y no meramente literarios.
Se trata de una coproducción anglo-italiana del año 1968, con director inglés, un par de estrellas norteamericanas (Anthony Quinn y Rita Hayworth), un actor inglés hoy olvidado pero entonces cotizado (Richard Johnson), y el resto de nombres técnicos y artísticos, amén de la ambientación, a cargo de la parte transalpina. A imagen del libro original, se trata de un film bastante desconocido, quizá por el escaso eco con que fue acogido en su día y por la falta de alicientes para el redescubrimiento posterior: su director, el inglés Terence Young, aun cuando su carrera abarca 40 años y en ella hay de todo, es relacionado sobre todo con la saga de James Bond, de la cual dirigió sus tres primeros títulos.
Sin embargo, El aventurero es un film magnífico. Rodado con medios adecuados pero sin alcanzar el rango de superproducción (lo cual, seguramente, permite que se salvaguarde el tono intimista del relato conradiano sin caer en concesiones al cine de gran presupuesto), El aventurero sabe traducir muy bien la sustanciosa entraña psicológica de El pirata, en gran parte gracias a un magnífico aprovechamiento visual del escenario buscado para situar a sus personajes: un bonito y melancólico paraje junto al mar, en el que destaca la estrecha lengua de tierra donde se encuentra la antigua casa de la joven Arlette (una ruina cuyas paredes calcinadas sugieren un tormentoso pasado a la sombra de los días más trágicos de la Revolución), rodeada por ambos lados por el mar (y que permite a Young la construcción de muy atractivos encuadres, dotados además de un fuerte sentido narrativo: véase la secuencia en que un pequeño grupo de ingleses desembarca por una orilla mientras Peyrol maniobra, junto a su barco, por la otra).
El Peyrol de Anthony Quinn es un hombre maduro (no tanto como en el libro, eso sí, donde tiene 58 años: el rebajamiento de edad aquí es fundamental para sugerir la posibilidad del amor entre su personaje y la joven Arlette, que en la novela no existe), en cuya segura forma de manejarse se intuye la agitada construcción de un carácter independiente a lo largo de una vida de acción (y que no necesita exhibirse apenas para imponer tal intuición). En su regreso a casa, se ve sometido a las habituales sensaciones en quien ha estado tanto tiempo fuera de ella: la convicción de haberse apartado de la corriente del tiempo, que ha seguido fluyendo sobre su tierra natal, junto a la tentación del refugio final en un lugar que reclama con fuerza esa debilidad por la nostalgia que casi todos sentimos. El tema musical de Ennio Morricone (excelente, aunque se usa demasiado) refuerza sonoramente, con su triste cadencia, ese aire de nostálgico crepúsculo. Sin embargo, el Peyrol que dibujan Jo Eisinger y Luciano Vincenzoni no ha venido a Francia para buscar un retiro (aunque aduce su cansancio más de una vez, ya hemos dicho que aquí no es un hombre tan viejo: los 50 años que ha pasado ausente en el libro se reducen aquí a 30), sino que espera regresar tan pronto como sea posible a su amada mar, y son las circunstancias las que se lo impiden y acaban mezclándolo con los anhelos y problemas de los habitantes de la granja de Arlette.
Para ello, el guión inventa un prólogo que no figura en el libro: antes de alcanzar el puerto de Tolón, Peyrol burla el bloqueo de una corbeta inglesa para poder llegar a él. Este prólogo —por otro lado, rodado de forma más bien torpe: las escenas navales, se indica en los títulos, pertenecen a Marc’Antonio Bragadin— tiene varios sentidos. Primero, muestra desde el primer momento la habilidad del marino (crea una pantalla de humo con un bote ardiendo que le permite despistar a su perseguidora), lo que le valdrá para que, más tarde, el teniente Réal pretenda reclutarlo para volver a burlar a los ingleses, sólo que ahora dejándose atrapar convincentemente para que así determinada información falsa caiga en sus manos. Segundo, otorga a esa corbeta inglesa (y sus tripulantes: su capitán está encarnado por el gran secundario inglés Anthony Dawson, con su perpetuo rictus de desagrado) un peso dramático y argumental visual de cara a ese nuevo enfrentamiento final.
Y tercero, introduce una novedad con respecto al original. En este, las circunstancias del regreso a Francia de Peyrol no reciben mayor atención. Pero en El aventurero, Peyrol y sus hombres, antiguos piratas del Índico como él, están cumpliendo una misión para la Armada revolucionaria cuyo premio es el indulto de sus pasadas andanzas. Eso sí, ellos creen que es hacer pasar un mensaje a través del cerco inglés, cuando en realidad era ser atrapados por sus enemigos: ese mensaje contiene un señuelo para que la flota británica de Nelson se dirija a Gibraltar y deje libre el camino a casa de Napoleón, quien se encuentra atrapado en Egipto (esto data de modo muy concreto el momento cronológico de El aventurero). Esta misión es la que después heredará el teniente Réal.
Es por ello que, frustrado por las autoridades en quien había confiado para rehabilitarse y entrar al servicio de su país, y dado de lado por sus hombres —que se niegan a unirse a él en la nueva aventura que les propone: buscar otro barco para volver al mar, pues alegan cansancio de su vida proscrita—, Peyrol burla el cerco de los corrompidos funcionarios de la Convención y, reafirmado en su condición de proscrito, marcha a esconderse en los paisajes en los que vivió como niño.
La llegada de Peyrol al escenario donde ya se concentrará toda la acción es inolvidable. El primer lugar adonde lo llevan sus pies, siempre cargando al hombro su arcón, es a un cementerio, en el que encuentra la tumba de su madre, con el nombre ya medio borrado, lo cual es una sencilla pero efectiva forma de indicar el largo tiempo transcurrido desde la última vez que estuvo allí. Es en verdad harto sugerente la forma en que el director Terence Young consigue transmitir la melancolía que, inevitablemente, siente Peyrol en ese momento. Allí mismo, además, los guionistas introducen el encuentro con dos personajes: con Michel, un joven lisiado que se convertirá en el asistente del marino durante toda la reparación de la tartana y, en especial, con Arlette (memorable la sensualidad animal de Rosanna Schiaffino), a quien se introduce en la historia perseguida por un grupo de lugareños que la hostiga llamándola «bruja», y a la cual protegerá de los hostiles lugareños.
El interés y atractivo de los personajes urdidos por Conrad y la acertada manera en que Young y sus guionistas los trasladan a imágenes consiguen que El aventurero se impregne, desde el primer momento, de una conseguida densidad dramática. Las andanzas del marino Peyrol se revisten de un bello tono elegíaco —que Terence Young transmite a la perfección mediante un estupendo sentido del encuadre que hace que personajes y escenarios se integren en términos dramáticos con una inolvidable armonía— en el que se atiende de modo especial a las relaciones afectivas que el personaje traza con todos los demás. Así, el respeto y cariño con que atiende al joven lisiado es el mismo que hace que Arlette lo convierta en su protector pero, también, en posible objeto amoroso.
Pues en El aventurero es fundamental la atracción que Peyrol acaba sintiendo por la joven, y que le hace replantearse si es posible, a su edad, una segunda oportunidad (o, sencillamente, la primera) en el terreno sentimental, convirtiéndose en el padre-amante que necesita la indefensa muchacha. Situación que se ve enriquecida por la llegada del teniente Réal (un efectivo Richard Johnson, que sabe hacer simpático un personaje que, por su condición de intruso, podía haberse ganado la animadversión del espectador), que enseguida enamora a Arlette, provocando los celos de Peyrol, y la presencia, en segundo término, de la misma Catherine. La elección de Rita Hayworth, claro, cambia bastante el dibujo que del mismo personaje se hace en el original, pues introduce una nueva posibilidad sentimental: demasiado tarde advertirá Peyrol del amor que la mujer siente hacia él, y que le llevará a lamentar no haberse enamorado él de la persona correcta.
[El lector que desee conocer por sí mismo el final tanto de la novela como de la película debe dejar de leer aquí]
Peyrol acaba convirtiéndose en uno de los personajes cinematográficos que mejor simbolizan la soledad: sin amigos, sin posibilidad para el amor, situado fuera del tiempo y de la vinculación con las gentes que viven a su lado, asociado visualmente a lisiados o a perturbadas, a ancianos o a villanos violentos, a un barco que se pudre varado en la orilla y a una casa arruinada por el fuego, todo en Peyrol huele a muerte y es lógico que acabe comprendiendo que sólo la muerte es lo que espera después del fugaz espejismo que para él ha supuesto la presencia de Arlette. Es por ello que, al final, y para que Arlette pueda tener al teniente Réal a su lado, Peyrol no sólo decide cumplir la misión ante los ingleses sino hacerlo en soledad, manejando sin ayuda la tartana, en una última singladura que todos intuimos que será mortal, hasta componer ese triste plano final en que su cuerpo, atado al timón, se bambolea de un lado a otro mientras las olas golpean la pala. El aventurero es, por encima de todo, una inolvidable elegía fatalista, que hace que resulte muy emotivo el epitafio final del capitán inglés, después de la muerte del protagonista: «Un barco es el mejor ataúd para un marino, y éste era buen marino».
Título: El aventurero / The Rover / L’avventuriero. Año: 1968
Director: Terence Young. Guión: Jo Eisinger y Luciano Vincenzoni; historia de éste último, según la novela de Joseph Conrad. Fotografía: Leonida Barboni. Música: Ennio Morricone. Reparto: Anthony Quinn (Peyrol), Rita Hayworth (Tía Catherine), Rosanna Schiaffino (Arlette), Richard Johnson (Teniente Réal). Dur.: 103 min.
Leí hace mucho tiempo El pirata, y por cierto, tuve tambien problemas porque han habido ediciones que lo tradujeron como El hermano de la costa. Esa novela tiene mucho en común con otra novela corta que ha recibido varios títulos en castellano: El fin de la atadura, Con la soga al cuello, En las últimas (título original: The End of the Tether, 1902) Si puedes, léela. En Valdemar la editan en un libro que agrupa novelas cortas o relatos junto a El Corazón de las Tinieblas.
En tu artículo veo que te centras más en la película basada en la novela. No recuerdo haber visto esa película. Si te digo la verdad, temo un poco las películas realizadas en los años sesenta, resisten muy mal el paso del tiempo, por lo general, aunque hay honrosas excepciones.
Esta película es una excepción, créeme, y además complementa de modo estupendo el libro. «El final de la cuerda» (es el título de la edición en que tengo la obra que mencionas, en Impedimenta) sí la he leído, pero no es de mis favoritas de Conrad, aunque ahora mismo estoy dispuesto a darle una oportunidad a todo lo que haya escrito 🙂 .