Una mañana de julio de 1966 la limpia perplejidad con que Montgomery Clift contempló siempre el mundo se apagó para siempre. Oficialmente, murió de una oclusión de la arteria coronaria, pero para quienes lo conocían fue el final inevitable de quien, en palabras de uno de sus profesores del Actor’s Studio, había vivido «el suicidio más largo de la historia de Hollywood». Desde ese famoso accidente sucedido en 1956, durante el rodaje de El árbol de la vida, que obligó a reconstruirle el rostro y que a él, el hombre más inseguro del mundo, le dejó dolores crónicos y traumas permanentes, el actor se había ido deslizando sin freno por una senda que ya había bordeado previamente: los excesos con el alcohol y las drogas, la reclusión en un mundo propio de difícil acceso para los demás, la perpetua zozobra ante el temor de que su homosexualidad fuera conocida por el público. Por ello, en los dieciocho años escasos a los que se ciñe su carrera, Clift apenas interpretó 16 películas, que sin embargo encierran una de las más coherentes trayectorias en cuanto a elección de personajes que recuerda el cine. Una galería de seres caracterizados por una gentileza instintiva que el actor transmitía sin el menor esfuerzo, gracias a la increíble pureza de su mirada, y que sin embargo también expresan una insondable tortura interior. Clift compuso un nuevo modelo de personaje, inédito en Hollywood pero de largo recorrido después: el hombre joven que a duras penas intenta sobrevivir al profundo complejo existencial que le provoca un mundo que contempla con sus limpios ojos, sin entenderlo del todo, y que tiene la capacidad de herirlo todo el tiempo.
En los años de su esplendor físico, el joven intérprete destacaba por su alta y delgada figura y, en especial, por un rostro de notable belleza, de la que, se cuenta, él era muy consciente, gustándose de contemplar en los espejos: y sin embargo, es significativo de la sencillez que siempre pareció bañarle el que su presencia jamás transmita la menor vanidad personal. Ese rostro se caracterizaba por el perfil clásico (en el sentido griego del término), la amplia frente (emblema desde siempre de la inteligencia) y por unos ojos de incontenible sensibilidad, que nos miraban como sabiendo que hay en todos un misterio al que nadie puede acceder. Y es que podría decirse que Montgomery Clift inauguró un nuevo tipo de actuación, que se dirige (queremos creer) en exclusiva a cada uno de nosotros, buscando así una intimidad especial con cada espectador. Se trata, por tanto, de un concepto íntimo de la interpretación que siempre hizo muy cercano a este actor: que crea un curioso deseo de protección en el espectador, que siempre se pone incondicionalmente de su parte, incluso en los casos en que interpretó algún personaje de intenciones turbias.
El nombre de Clift suele citarse en relación con los de Marlon Brando y James Dean. Cierto es que hay vínculos entre ellos: los tres encarnaron (pero el primero fue Clift) un nuevo concepto de la juventud en el cine (en un momento en que los actores jóvenes que iban apareciendo —Burt Lancaster, Kirk Douglas o Robert Mitchum, por ejemplo— siempre parecían mayores), mantuvieron vínculos de diferente grado con el Actor’s Studio, rodaron a las órdenes precisamente del nombre más asociado a esta institución, el director Elia Kazan, y los dos últimos acabaron interpretando roles inicialmente pensados para Monty: Al este del Edén, en el caso de Dean, y Reflejos en el ojo dorado, en el de Brando, que heredó por tanto el papel que nuestro actor preparaba cuando le sorprendió la muerte.
Ahora bien, la comparación no se sostiene. El Brando joven era una fuerza de la naturaleza que imponía su presencia ante el espectador de modo exuberante, casi violento; Montgomery Clift no necesitaba hacer ninguna ostentación para que las miradas se concentraran sobre él e incluso muchas veces su gesto ante los demás personajes casi transmite la sorpresa de que se repare en su persona. Brando, por otra parte, estropeó de modo lastimoso el extraordinario carisma que exudaba en sus primeras películas. En cuanto a Dean, me parece hasta insultante la comparación, porque su extrema artificiosidad interpretativa es justo el reverso negativo de la maravillosa naturalidad de Clift. No me cabe ninguna duda de la inmensa superioridad de este como actor frente a los otros dos.
Por otro lado, resulta irónico que se haya descrito muchas veces que el concepto que Clift tenía de la interpretación era el propio del famoso Método Stanislavsky que, en mi opinión, tanto daño ha hecho al cine, puesto que su búsqueda de la máxima autenticidad casi siempre desemboca, como suele ser inevitable, en la máxima artificialidad: Paul Newman, Al Pacino, Robert DeNiro, el mismo Brando, al basarse antes en la gesticulación y la ostentación que en la sugerencia y la sobriedad. El siempre inseguro Clift probablemente encontró en esas teorías un sostén al que aferrarse a la hora de encarar los papeles, lo cual lo llevó (en sus primeros años) a parecer un intérprete hermético y caprichoso frente a los directores clásicos (Alfred Hitchcock no acabó nada contento de su relación con el actor en Yo confieso… pero peor opinión referiría años después, a Truffaut, sobre Newman acerca de su prestación en Cortina rasgada). Sin embargo, si nada supiéramos de esa inclinación a construir sus personajes desde la introspección, puro Stanislavsky, nadie relacionaría a Clift con el Método, pues las imágenes nos revelan siempre a un actor que construye sus interpretaciones a partir de la mirada y el movimiento corporal (como John Wayne, Gary Cooper, Robert Mitchum y, en general, la mayor parte de los clásicos), desprendiendo, como ya he dicho, una completa naturalidad. No en vano, y de modo mágico, cuanto más ensimismados son sus personajes, más próximos y transparentes nos parecen.
Es más, una de las más afortunadas cualidades del actor es que sus interpretaciones nunca fueron exclusivistas en el sentido de pretenderse convertirse en el centro absoluto de la pantalla, como los «astros» mencionados. Bien al contrario, enriquecía las interpretaciones ajenas con su forma de complementarse ante cualquier presencia, de tal modo que abundan sus grandes duelos en pie de igualdad con otros actores: desde John Wayne en su debut con Río Rojo al Ralph Richardson de La heredera o la fabulosa pareja formada por Katharine Hebpurn y Elizabeth Taylor en De repente, el último verano.
Clift había nacido en Omaha (Nebraska) en 1920, en el seno de una familia acomodada. Contó con una madre sobreprotectora, rol que tal vez buscaría después en mujeres mayores que él y que gozaron de una considerable influencia sobre sus decisiones. Debutó muy joven en Broadway, y durante una década ciñó su carrera al teatro, resistiendo las primeras llamadas de Hollywood, hasta consolidar una trayectoria de prestigio. Fue entonces cuando, por fin, se volvió al llamado séptimo arte.
El debut en el cine de Monty Clift no pudo ser más deslumbrante: un papel coprotagonista en un western hoy mítico, Río Rojo (1948), convocado por uno de los grandes de Hollywood, el director Howard Hawks, en el que además el neófito brinda la adecuada réplica moral y emocional a un actor de muy superior experiencia, John Wayne, quien además se sabía en un papel fundamental de su carrera. Precisamente, la entraña dramática de este film gira en torno a la relación entre ambos hombres, padre e hijo espirituales que sin embargo acaban enfrentados, presumiblemente a muerte, durante el largo transporte de ganado que efectúan con objeto de salvar su hacienda. Así, el maduro Tom Dunson (un genial Wayne, no se olvide) ha convertido su dureza habitual, la propia del pionero, en despiadada brutalidad sin que esto garantice, bien al contrario, el éxito de la empresa que dirige a través de las peligrosas llanuras del Oeste. En cambio, Matthew Garth encarna esa combinación de carácter y de humanidad que requiere un líder, capaz de saber cuándo hay que forzar a los hombres y cuando destensar la cuerda con que se los guía. No solo la compenetración entre ambos personajes/actores es memorable, sino que esa pureza moral (bañada en sencillez personal) que Clift aporta al suyo es fundamental para hacer creíble el giro final de la historia, en que la tragedia que parecía imposible de evitar para resolver el conflicto desemboca en distensión y, por tanto, en renovación: el hombre que siempre se ha negado a compartir liderazgo, Dunson, reconoce la entrada en la madurez del muchacho y su conquista de los galones.
Ahora bien, el público estadounidense contempló por primera vez al intérprete no en este film de Hawks, sino en el que rodó a continuación, Los ángeles perdidos (1958, Fred Zinnemann), por tanto en un vehículo donde el debutante tenía el protagonismo absoluto, sin competencia. Cierto es que, en principio, el film no se centra en el lanzamiento del nuevo actor, puesto que aborda, con pretensiones documentales, el candente tema de los refugiados que recorrían la devastada Europa de la posguerra, entre ruinas y hambre, siguiendo la figura de un pequeño niño judío, superviviente de Auschwitz. Sin embargo, el giro hacia el melodrama y la inevitable blandura de tono que lo acompaña convierte en fundamental el personaje del soldado que se cruza con el niño, de tal modo que, concluida la película, lo que se recuerda, ante todo, es la envidiable facilidad con que Clift transmite una sincera complicidad con el pequeño, la cual sostiene perfectamente la película. No extraña que el actor consiguiera la primera de sus cuatro nominaciones al Oscar con este papel, que además fue la primera de las también cuatro veces en que vistió el uniforme en pantalla (cinco si contamos un breve flash-back en Yo confieso).
El tercer film del actor contiene el que para mí es uno de los mejores papeles de su filmografía, puesto que juega como tal vez nunca en su carrera con la ambigüedad moral que puede esconderse tras su aparentemente «sana» figura. Se trata de La heredera (1949), magnífico melodrama hoy justamente revalorizado del menosprecio que ha sufrido por causa de la expulsión de su director, William Wyler, de las filas de los «autores». La película adapta una novela del siempre sutil escritor Henry James (si bien, por intermedio de una versión para la escena), que gira en torno a una muchacha apocada y de escasos atractivos personales (Olivia de Havilland, que ganó un Oscar) a quien empieza a pretender un joven de magnífica presencia pero ninguna fortuna, ante la alarma de su padre, un acomodado médico de la buena sociedad neoyorquina que no duda en ningún momento de que se las ve con un arribista. ¿Lo es? La grandeza del film, y el principal elemento de su entraña dramática, es que (corrigiendo incluso al mismísimo James, puesto que en su obra no existe la menor duda al respecto: es un cazadotes), bajo los rasgos de un Clift que diríase empeñado en parecer más gentil que nunca, parece imposible que Morris Townsend sea un astuto simulador. Es más, el trabajo tanto del actor como del aquí espléndido director consigue el propósito admirable de que ni siquiera sea necesario cuestionar su sinceridad, puesto que el irresistible atractivo de Morris obliga a ponerse de su lado y en contra del suspicaz e inteligentísimo doctor (soberbio Ralph Richardson, cuyo duelo con Clift es de antología).
Poco después, y tras rechazar el papel protagonista de El crepúsculo de los dioses, que Billy Wilder había pensado especialmente para él, y que lanzó al estrellato al actor finalmente elegido, William Holden, Clift rodó el que sigue siendo uno de los títulos emblemáticos de su filmografía, Un lugar en el sol (1951), de George Stevens. En él encarna a George Eastman, pariente pobre de un rico fabricante de ropa de baño que intenta ampararse debajo de su ala y que, tras ser ignorado inicialmente, parece finalmente conseguir su sueño, simbolizado en el amor arrebatado que hace nacer en una joven que pertenece a ese mundo cómodo y sofisticado (una radiante Elizabeth Taylor, que trabó una gran amistad con él y con quien rodaría otras dos películas). Por desgracia, para conseguir ese sueño descubre que tendrá que sacrificar a la joven proletaria con quien ha tenido previamente relaciones y a la que ha dejado embarazada, y que en efectó morirá en un accidente en un lago con mucho de asesinato, como había planeado inicialmente. Desde luego, la Sociedad, con mayúsculas, así lo interpretará y hará pagar al muchacho su pretensión de ascenso mediante la pena de muerte.
La recensión, y el hecho de que se trata de una adaptación de un clásico de la novela social estadounidense (Una tragedia americana, de Theodore Dreiser, si bien una vez más bajo el paso interpuesto de una versión teatral), hace pensar que estamos ante una fábula crítica sobre el arribismo y el fatalismo social. Sin embargo, desde este punto de vista Un lugar en el sol es francamente insatisfactoria, tanto por la falta de verdadera dureza como por la molesta tendencia del director a subrayar lo obvio. Ahora bien, donde el film adquiere su verdadero sentido es interpretándolo como una especie de estudio sobre el propio Montgomery Clift y su imagen personal. Es irónico que un director, en principio tan poco personal, tan poco visceral, como George Stevens haya sido quien mejor tributo visual haya rendido al actor, complaciéndose en ofrecerle algunos de los mejores primeros planos de su carrera, como el espléndido que abre el film, en el que la cámara se acerca inicialmente a un autoestopista que acaba girándose y ocupando toda la pantalla (pocas primeras apariciones de un actor en una película se recuerdan así) o todos los momentos de intimidad que comparte con la joven Liz Taylor, sobre todo el famoso beso en el balcón, que transmiten una notable intensidad sentimental.
En las manos de Stevens, Clift nunca llega a parecer un arribista (como sí podía interpretarse, aun aceptándolo así, a Morris Townsend), sino un muchacho sencillo que no pretende otra cosa que querer y ser querido (en el ambiente más cómodo y grato posible, claro). George Eastman, realmente, es un muchacho de apariencia muy agradable, incluso no muy inteligente, cuya apostura parece encerrar una densidad mayor que la que realmente posee: un bello adorno, dicho de otro modo. Clift consigue transmitir una vulnerabilidad mayor que nunca, de tal modo que sus ojos consiguen comunicarnos que cada obstáculo que encuentra en su camino (la indiferencia inicial de los ricos Eastman, la obstinación de la obrera Alice por no querer dejarlo libre, el empeño del fiscal por demostrar su vesania) supone una terrible injusticia que hace fracasar sus deseos de felicidad. Diríase que el personaje de Clift es el reverso contrario del Tom Ripley que otro actor que jugaba muy bien con su aspecto limpio e inocente, Alain Delon, compuso en la excelente A pleno sol (1959). Diríase, pues, que para los seres bellos y gentiles lo connatural es obtener una vida bella y gentil, y que nada debería impedírselo. Tom Ripley lo procuraba mediante un astuto plan criminal; George Eastman espera conseguirlo porque es lo natural, sin advertir hasta que es demasiado tarde que la felicidad es solo una ilusión. Un lugar en el sol, por tanto, simboliza muy bien lo que fue la misma vida de Clift: pudo tenerlo todo, y por un instante lo tuvo, porque realmente parecía merecerlo… pero acabó hundiéndose en la ruina y la autodestrucción.
Ya he señalado que Hitchcock no quedó contento con la actuación de Clift, más pendiente de las indicaciones de la mujer que por entonces era su principal influencia, la profesora de actuación Mira Rostova, que del director, en Yo confieso (1952). Sin embargo, resulta difícil concebir otro actor para el papel de ese sacerdote católico al que el empleado de su propia rectoría revela en secreto de confesión el crimen que ha cometido, y luego se empeña en incriminarlo mediante pruebas y testimonios falsos. En los días de su estreno, en que el peso del catolicismo todavía era enorme en la sociedad, el morbo de este motor argumental se bastó para otorgarle un gran impacto, pero si la película hubiera sido un mero juego de intriga en torno a esta trama, hoy día sería una antigualla. Ahora bien, es indudable que el elemento católico que conforma la entraña fundamental de la historia da pie a Hitchcock para proponer toda una serie de temas que no han perdido nada de su vigencia. Por ejemplo, es una de las mejores películas que se han hecho nunca sobre el tema del sufrimiento: los personajes centrales (el sacerdote, la mujer ligada irremisiblemente a él, el propio asesino y su infeliz esposa) sufren con una intensidad pocas veces vista, hasta el punto de conformar una espesa atmósfera de dolor absoluto que parece envolver toda la ciudad donde transcurre, la canadiense Montreal. De hecho, el film no solo cuenta una intriga criminal sino una bellísima historia de amor contrariado, la que unió en el pasado al padre y a la mujer de su vida (Anne Baxter, cuyo desgarro sensual es inolvidable), que no lo esperó cuando él se fue a la guerra y que es quien ahora precipita que el sacerdote se convierta en sospechoso del crimen. Otro concepto muy católico, por tanto, el pecado, que ese malsano explorador de traumas y perversiones que fue el Mago del Suspense retuerce de modo imborrable.
Pero, en especial, es una reflexión sobre el problema del mal, y ahí es donde la presencia de Clift resulta fundamental. El asesino es un refugiado alemán que debe su nueva vida al hombre al que ahora quiere arruinar, incluso con perversa contumacia, de tal modo que diríase que a este individuo (genial O. E. Hasse) su sufrimiento, en vez de dignificarlo, lo ha destruido moralmente, de tal modo que la bondad congénita del padre Logan lo enerva: a sus ojos, diríase que es una burla a la falible humanidad en que este asesino, pese a todo, se incluye. En este sentido, ¿quién si no Montgomery Clift hubiera sabido encarnar esa nobleza inmaculada? El mismo Truffaut, en su famosa entrevista con Hitchcock, acertó al señalar que ya su mera forma de moverse con la sotana, y más en un actor de semejante delgadez, simboliza la rectitud que lo caracteriza. Más que nunca, los ojos del actor, obligatoriamente mudos, expresan el reproche ante la suciedad de un mundo en el que seres como él son seres extraños y, por lo tanto, intolerablemente molestos para los demás.
Clift cerró la primera mitad de su carrera con otro de sus papeles más conocidos, que le valió una tercera nominación al Oscar (entre medias, la segunda había sido por Un lugar en el sol). Se trata de De aquí a la eternidad (1953), de Fred Zinnemann, uno de esos títulos míticos del Hollywood clásico, al que acompañó en su día una notable aureola de película crítica y adulta, incluso en el plano erótico. Ambientada en Pearl Harbor en los días justo anteriores al bombardeo japonés (que, por tanto, actúa a modo de definitivo catalizador del destino de los personajes: un planteamiento muy de Hollywood), el intérprete encarna a un soldado, Robert E. Prewitt, acosado por su intrigante superior al negarse a formar parte del equipo de boxeo de la unidad (arrastra el trauma de haber matado de un golpe a un sparring), el cual ordenará a sus oficiales que le hagan la vida imposible, pues espera conseguir el ascenso gracias al brillo deportivo de sus hombres.
He visto unas cuantas veces en mi vida este film, y confieso que nunca he encontrado los valores que todavía la sitúan en un puesto alto en la memoria cinéfila, hasta tal punto que lo que más me gusta de él es su título, con esa debilidad que tenían los best-sellers de antaño (la base del film es un superventas de James Jones) por los nombres ostentosos y con pretensiones simbólicas. En primer lugar, su presunto cuestionamiento del Ejército me parece falsamente crítico, puesto que el abuso de poder que sufre Prewitt en ningún momento es siquiera esbozado como un elemento tristemente consustancial a toda institución basada en el poder jerárquico, la represión de la libertad y la exaltación del honor viril. Bien al contrario, todo se limita a la existencia de unas cuantas manzanas podridas que, una vez extirpadas, dejarán limpia de toda mancha a la institución. Un mensaje de lo más hipócrita, que abunda en el cine pseudoliberal de Hollywood, y que se encuentra en títulos como El motín del Caine (1954) o Algunos hombres buenos (1993).
Pero es más, el interés argumental del film o está desaprovechado o es inexistente. Los personajes de Clift y de Burt Lancaster (encarnando al sargento mayor que es quien verdaderamente lleva la unidad sobre sus hombros) parecen pertenecer a películas diferentes, pues por mucho que de cuando en cuando compartan escenas (incluso una muy falsa de complicidad etílica), podrían no haberse encontrado en todo el metraje y nada habría cambiado. En cuanto a las dos historias sentimentales, la más interesante (la del sargento con la esposa de su superior, encarnada por Deborah Kerr) es irónico que pierda todo sentido de la progresión después de la mítica escena de la playa. La otra, la que une a Prewitt con la prostituta (en la novela; en el film se pasa de largo sobre su condición) encarnada por Donna Reed, ya carece de cualquier interés. Y del cargante personaje encargado por Frank Sinatra, que le valió un Oscar como secundario, mejor no hablar: se subraya hasta la extenuación que va a ser víctima del sistema, y la verdad es que a la vista de su comportamiento puede decirse que se lo gana a pultso.
Por último, debo señalar que tampoco me complace aquí mucho la presencia de Clift, pues acaba siendo atrapado por la convencionalidad de la historia. A esas alturas de carrera, el rol de Prewitt nada añade a la estupenda galería de personajes previos. Es más, al menos para este espectador a quien no le gusta nada el film, casi parece que lo interpreta por pura inercia, al tratarse de un rol que él hubiera podido encarnar con los ojos cerrados. Es un buen ejemplo de cómo hasta el mejor actor, en una mala película, puede cansar dentro de un registro que resulta admirable en otras.
En cualquier caso, después de este gran éxito, en la cúspide de su carrera, Montgomery Clift se retiró de las pantallas durante tres años. Transcurrido ese tiempo, aceptó el papel protagonista de una gran producción con la cual, se dijo, la Metro-Goldwyn-Mayer pretendía reverdecer los laureles de la mítica Lo que el viento se llevó. Se titulaba Raintree County, pero en España llevó el para mí entrañable título de El árbol de la vida, y durante su rodaje se produjo el accidente que cambiaría para siempre la vida de Clift.
Enlaces a comentarios más detallados de algunas de las películas señaladas:
– Río Rojo, manantial del western
– El año cero se abate sobre Alemania (II)
– Una cuestión de matices: de Washington Square a La heredera
Hola profe!
Pues vaya que si que era fascinante el buen y triste Monty, conincido contigo en que su desempeño interpretativo estaba por encima del de Jimbo, pero no tanto en lo tocante al intenso e inmenso Brando.
Espero con ansias y si es que se puede que le dediques un espacio a «De repente el ultimo verano» pelicula que por angas o por mangas nunca he podido ver.
Un saludo y un fuerte abrazo profe y cuidate mucho.
La verdad es que es un placer poder cumplir tan rápido un deseo. En el siguiente enlace tienes un comentario extenso de «De repente, el último verano»:
https://lamanodelextranjero.com/2016/02/05/la-brillantez-segun-mankiewicz-eva-al-desnudo-y-de-repente-el-ultimo-verano/
Otro abrazo para ti 😉 .
El gran M.Clift, Para mi, injustamente casi olvidado hoy día, he visto pocos homenajes o recuerdos a su memoria, por parte del séptimo arte, en fin. Uno de los grandes.Coincido en que : De aquí a la eternidad, esta demasiado mitificada, aunque sólo por él,merece la pena, nadie podrá superar sus miradas, su vulnerabilidad misteriosa , lo que transmite en , Un lugar en el sol, me fascinó de niña su interpretación, la vi con 12 años y me marcó, y ya por último, sino recuerdo mal, su última película, vidas rebeldes, donde se adivinaba su decadencia, pero seguía transmitiendo la misma melancolía e inocencia vulnerable.Un saludo.
Melancolía, sensibilidad, inocencia, vulnerabilidad… Esas son las palabras que, en efecto, definen a Montgomery Clift en la práctica totalidad de sus personajes, por lo cual hablo de esa coherencia que tiene su carrera, y que no se encuentra en casi ningún otro intérprete, aun cuando en ello tuviera mucho que ver lo breve de su filmografía. Estos días he intentado recordar cuál fue el primer papel en que lo conocí, y he llegado a la conclusión de que tuvo que estar entre «La heredera» o «El árbol de la vida», antes de llegar al magnífico ciclo que TVE le dedicó a finales de los 80.
Excelente artículo y cuándo no, pero está vez discrepamos sobremanera. Nunca me gustó este actor y lo que para ti es talento y contección, para mí es un registro corporal y facial insostenible. Siempre me transmitió la sensación de estar terriblemente forzado, de redimensionar los personajes desde gestos de angustia existencial casi patéticos. También con los brazos, las manos y movimientos. Una suerte de exceso tormentoso efectista en su enferma introspección. Nunca he sido de carreras y sí de interpretación concretas. De Niro jamás me gustó y siempre lo vi anodino y muy reiterativo, con escasísima registro. Pero en Taxi Driver está en su papel. Pacino es muy superior, si bien tiende al exceso. No obstante, en el Padrino I está sencillamente insuperable y curiosamente frio como nunca. Brando tiene de todo, desde lo peor y ridiculo a su contrario. Pero quien es capaz de componer el personaje don Corleone tiene directamente ganada la gloria, traspasando el personaje el film y convirtiéndose en el estereotipo universal e icónico de un concepto ya atemporal. Newman siempre está correcto pero jamás notable, salvo en contadas excepciones. Y Cliff es un atormentado existencialista que me sofoca. Estuvo en magníficas películas y en algunas secuencias puede que viniese bien algo de su registro facial tormentoso, pero su sistemática no. Un gran abrazo
Ciertamente, discrepar contigo siempre me parece un buen ejercicio porque me obliga a revisar mis propios planteamientos, o al menos a afinarlos. Todo radica en que donde yo veo naturalidad tú ves artificio. Yo mismo reconozco que el registro de donde parte Clift es diferente al de los otros actores clásicos de Hollywood, pero al final, y por distintos caminos, llegan a la misma meta: la prueba, creo, se encuentra en «Río Rojo», enfrentamiento entre dos actores en principio tan diferentes como Wayne y Monty que, finalmente, se revelan perfectamente complementarios. Puede que me digas que, al ser su primer personaje, todavía tiene una frescura que después irá perdiendo (o lo mismo tampoco te gusta aquí jaja), pero yo creo que, con los matices que le fue otorgando su propia degradación personal, siempre transmitió la misma naturalidad. En fin, no es por responder a tus críticas a Clift con un «pues ahora te vas a enterar» (o sí 🙂 ), pero la actuación de Brando en «El Padrino» —a expensas de que no la he revisado en más de 25 años: es un film que me dejó indiferente en su día— me parece no ya artificiosa sino del todo distanciadora. Creo que es un error de casting otorgar a un actor todavía joven y vigoroso, en lo que cabe (como demuestra su otro papel de ese mismo año, en El último tango en París) el papel de un anciano, lo que le obliga a una caracterización que, y más siendo Brando, obliga a atender, antes que otra cosa, al pretendido virtuosismo de esa creación. Además (¡y siendo Brando…!) el exceso es mayor, con esos rellenos que se metió en la boca y esa forma de susurrar para parecer viejo. En serio, ¿no había actores de la edad adecuada con el carisma necesario? ¿Qué tal un Burt Lancaster?
P.D. No te preocupes por las erratas provocadas por manejarse desde un móvil: cosas peores han salido del mío.
No puedo asumir naturalidad en la confección de personajes cuando el actor me transmite de forma sistemática un infierno físico e interior parecido a una enfermedad mental, psicológica o corporal. Sufrimiento de un ser extraño, depauperado, al borde del abismo en demasiadas ocasiones. Si hay un grupo de personas en la escena él parece que está aislado. Si está conquistando a una chica parece que estamos antes un psicótico o, por el contrario, a un tímido enfermizo. Por no hablar de una pobre capacidad de registros.
Pero claro si la composición de Brando en El Padrino te parece excesiva, impropia y directamente mala es que no nos entendemos. Jamás tuve la sensación de que Brando estuviese excesivamente maquillado para aparentar más edad. Jamás sentí que su voz no fuese la voz y que sus rellenos en ambas mandíbulas no fuesen una caracterización brillante que le otorgaba aún más poder visual y presencia. Máxime cuando en toda la película está bastante comedido y su presencia supone que lo demás empequeñecido queda a su lado. Negar a Brando en El Padrino se me antoja un barbaridad. Pero todo es posible. Un abrazo.
La cuestión es que, sabiendo que en efecto Clift era el ser torturado que a ti te transmiten sus interpretaciones (para mal, en tu caso), aun así creo que ese «desgarro existencial» no se denota al exterior salvo en interpretaciones concretas, y ni siquiera en sus peores momentos (por ejemplo, en las películas que rodó con Mankiewicz y Kazan, cuando ya estaba fatal, sus dos personajes transmiten una notable sencillez, que contrasta con los personajes que le rodean, Hepburn y Elizabeth en un caso, Lee Remick y su anciana abuela en el otro, que sí sufren especialmente). Por cierto, me entra curiosidad por saber en qué película lo ves mejor, o por lo menos más correcto.
En cuanto a Brando, me parece el ejemplo prototípico de actor que se desperdició asimismo. La fuerza que desprendía al inicio de su carrera se fue estropeando, tanto por la pésima elección de papeles como porque acabó haciendo de su actuación el centro del universo en cada película. Desde «El rostro impenetrable», realmente, deja de interesarme, incluyendo el Padrino y el Tango, los dos papeles del año que pudo ser el de su resurgimiento… y que tampoco tuvieron continuidad. De hecho, en su única película buena (incluso genial) después de 1972, «Apocalypse Now» (ya me dirás que es que le tengo manía jaja), aun cuando Coppola utiliza bien su presencia, no termina de convencerme del todo: realmente, el reparto de esta gran obra me parece lo peor de la misma.
En La Heredera está notable, mejor que ella por su relamida candidez, y en Rio Rojo. También me parece acertado en De aquí a la eternidad. Es mas un mito que una realidad, un exceso que un intérprete solido. Y sí Brando es igualmente un mito creado con interpretación recreadas y casi esperpénticas. Ahora bien, también es El Padrino, Julio César, La ley del silencio o Un tranvia llamado…
Bien, compartimos al menos impresión sobre «La heredera», un papel diferente, por su ambigüedad, a los que solía interpretar. Y estoy de acuerdo con que Olivia de Havilland excede un tanto su interpretación de chica candorosa: problemas de cuando una intérprete atractiva y con encanto tiene que pasar por feílla y sosota… Sobre Brando, igualmente nada que oponer a «Julio César» o «Viva Zapata». Las otras de Kazan hace mucho que no las veo, tengo pendiente una revisión…
Un icono y referencia obligada de la época de oro de Hollywood
Un actor irrepetible, cierto.
grande Monty, es mi actor favorito, lastima por su trágica vida y muerte
Su carrera, indudablemente, pudo llegar más lejos (siendo ya espléndida) de no haber sido por esos condicionantes vitales que tanto pesaron sobre él. Pero lo que tenemos es tanto…