Montgomery Clift, la sensibilidad torturada (II)

Montgomery Clift, ya en sus últimos añosEl 12 de mayo de 1956, mientras rodaba El árbol de la vida, de regreso de una fiesta que había dado su buena amiga y pareja en ese film Elizabeth Taylor, Montgomery Clift estrelló su Chevrolet contra un árbol, destrozándose el rostro. Hubo que recurrir a la cirugía estética, pero le quedaron secuelas permanentes, como la menor movilidad en el lado izquierdo de la cara y diversas dolencias crónicas que aceleraron su dependencia del alcohol y las píldoras. Los biógrafos insisten en que este episodio marcó para siempre su vida, en el sentido de que aceleró esa tendencia autodestructiva que ya bullía dentro de él. En cualquier caso, el actor mantendría una carrera estable durante al menos un lustro, hasta que el evidente deterioro que sus sucesivos directores fueron denunciando (y que hizo muy complicados los rodajes, ante la dificultad de Clift para memorizar sus diálogos y cumplir con las indicaciones) fueron apartándolo de las pantallas. Ahora bien, el espectador que ignore estos condicionantes en poco notará las dificultades del actor, pues sus interpretaciones siguieron siendo espléndidas, de tal modo que la galería de personajes que encarnó en esos años en nada desmerece la de sus años de esplendor físico. Montgomery Clift fue uno de esos actores que nunca supo estar mal.

¿Transformó el famoso accidente el estilo interpretativo del actor? Las fuentes hablan de la paralización de la parte izquierda de su rostro, pero confieso que no he conseguido percibir nunca que la tradicional sobriedad de Clift aumente por algún tipo de obligada inexpresividad facial. Su rostro, cierto, denota a partir de entonces el paso del tiempo como si el paréntesis que el actor se dio en las pantallas desde De aquí a la eternidad hubiera sido mayor. Sin embargo, y por mucho que a medida que los años transcurrían un indudable cansancio iba asomando a su rostro, la mayor diferencia que encuentro entre el actor de antes y el de ahora es que su vulnerabilidad parece incrementarse. Diríase que es más fácil herirlo, porque ahora ya no tiene la protección de su insolente juventud y de su inmaculada apostura.

Por supuesto, hay mucho de subjetivo en esta impresión, que tal vez no existiría sin ese terrible hiato que supuso el accidente. Pero la actividad que denotaban sus primeros personajes ahora parece atenuada por cierta indolencia, que aumenta el aire de contemplación con que sus personajes se pasean por el mundo. Más que nada, sus ojos devoran cuanto le rodea, manifestando un indudable malestar por la realidad que contempla pero comprendiendo siempre que la vida está llena de matices que impiden un juicio concluyente. Una maravillosa ecuanimidad emana de sus personajes, nunca jueces severos, y que si parece que preferirían no tener que intervenir, en un momento u otro acaban teniendo que hacerlo. La gentileza se reviste de determinación, de un modo tanto más notable porque ese cansancio vital que ahora impregna al actor no lo disuade a actuar cuando debe hacerse, tal como sucede en sus mejores papeles de esta época: el médico de De repente, el último verano o el agente del gobierno de Río salvaje.

Cartel inglés de El árbol de la vidaEl accidente, desde luego, condicionó el rodaje de El árbol de la vida (1957) y el público, después, recibió con indiferencia este film con el que la Metro, se ha dicho mil veces, quiso repetir el éxito de Lo que el viento se llevó mediante otro melodrama fuertemente condicionado por la guerra civil y con un personaje femenino de incontenible pasión como epicentro dramático. Y es que las imágenes devuelven un film sin duda vistoso, pero de duración injustificadamente larga y de interés muy irregular, en el que fastidia, especialmente, ese mencionado rol que aquí encarna una totalmente excesiva Liz Taylor, en especial los molestos rasgos psicoanalíticos avant la lettre con que se la adorna. En cambio, Clift está excelente en un papel prototípico: el joven noble que encara su acceso a la vida adulta con las mejores esperanzas y al que la vida se encargará de desengañar pero sin que logre amargarlo del todo. Particularmente, le tengo un enorme cariño a este film, tanto porque seguramente fue donde descubrí al actor como por el aire de fábula ensoñadora que posee en sus mejores momentos, muy propio del gusto de Hollywood por la exaltación del mundo rural del pasado. Precisamente, el entrañable rebautizo español (el título original es el nombre del escenario de la acción, Raintree County) se refiere a la leyenda de que, por esos parajes, Johnny Manzana, mítico personaje del folklore estadounidense que arborizó el interior del país, plantó la semilla de ese árbol de la vida, que el protagonista, en sus años jóvenes, se tomará de modo literal, lanzándose a su búsqueda en los frondosos pantanos del condado, y que solo años después descubrirá su valor simbólico (o tal vez real: el plano final de la película, que no detallaré, supuso para mí, en tiempos más inocentes, una conclusión sublime).

El primer film que el actor rodó íntegramente después de este episodio fue otra gran producción, esta vez de la Fox, dirigida curiosamente por el mismo director, el muy reivindicable Edward Dmytrik, rebautizada en España una vez más de modo pomposo y atractivo: El baile de los malditos (1958). La película aborda las trayectorias de tres hombres durante la II Guerra Mundial, dos estadounidenses y un alemán (destinados a encontrarse solo en la escena final), a quienes dan vida, por un lado, Monty y Dean Martin, y por otro Marlon Brando, este último en una de sus interpretaciones más sobrias y convincentes. Aun reconociendo las concesiones obligadas en una película de tan alto presupuesto, lo cierto es que estamos ante una obra mucho mejor de lo que pareció en su día, de cuyas imágenes fluye una densa denuncia contra la guerra y los totalitarismos, contra la arbitrariedad ligada a la institución militar y, sobre todo, contra el verdadero huevo de la serpiente que es la aceptación de «pequeños fascismos» en la vida cotidiana, incluso de sociedades en teoría democráticas, que es lo que permite el triunfo de tipos como Hitler o de ideologías como el nazismo a poco que las circunstancias sociales y políticas coadyuven lo suficiente.

Cartel inglés de El baile de los malditosClift encarna a un hombre corriente, un humilde empleado enrolado en la guerra, que va a encontrarse en el seno de su pelotón con el acoso de su superior inmediato debido a su condición de judío. Por un lado, es evidente, ese tramo argumental (que ocupa un segmento de la historia, pero desde luego no toda ella) tiene el inconveniente de recordar mucho su intervención en De aquí a la eternidad, pero al menos con una coherencia crítica mayor. En particular, esta película contiene en mi opinión uno de los momentos cinematográficos que mejor han sabido exponer que si el prejuicio no es una opción racional, sí lo es la conducta mediante la cual podemos combatir los elementos más oscuros de nuestra personalidad. Se trata de la escena en que la novia de Clift presenta a este a su padre, sorprendiéndole apenas unos segundos antes del encuentro con la noticia de que aquel es judío. La conversación entre ambos expresa de modo magnífico la lucha interior de un buen hombre contra la irracionalidad de su intolerancia, y la firme y honrada decisión de no dejarse vencer por esta y hacer infeliz a su hija. Las sencillas y nada ostentosas palabras con que el progenitor zanja la cuestión, invitando a cenar al joven cuando sus palabras anteriores hacían prever una resistencia al compromiso, despiertan la más lícita y noble emoción, en buena medida por la excelente interpretación de los tres actores que intervienen en la escena. (Atención: en la intolerable versión española este diálogo está manipulado para que parezca que el recelo contra los judíos tiene justificación, y no es la única alteración de un metraje masacrado y distorsionado de modo vergonzante.)

A continuación, Clift afrontó en tres películas consecutivas un mismo rol, el de personaje-testigo que se desenvuelve entre seres afectados por hondos conflictos que le obligarán finalmente a intervenir: a tomar posición frente a la vida. Son dispares: una mediocre, Lonelyhearts (1958, Vincent J. Donehoe), y dos extraordinarias, que figuran entre lo mejor jamás filmado por sus respectivos realizadores: De repente, el último verano (1959), de Joseph L. Mankiewicz, y Río salvaje (1960), de Elia Kazan.

Cartel original de LonelyheartsEl primer título (nunca estrenado en España, pero recuperado en el mítico ciclo dedicado por TVE al actor a finales de los 80 bajo el título de Corazones solitarios) es uno de los productos de «calidad» de ese momento asociados a la llamada generación de la televisión (planteamiento de contenidos sociales y pretensiones morales, sobrio blanco y negro, medios ajustados, magníficos repartos) pero que, por desgracia, promete mucho y no cumple nada. Nuestro actor es un joven aspirante a escritor que tiene a su cargo, bajo el paradójico alias de Miss Corazones Solitarios, una columna de periódico que se hace eco de los problemas de sus lectores. Progresivo abrumado por el dolor que desprenden las cartas que estos le envían, acaba decidiéndose a intervenir en uno de los casos que recibe, con el consiguiente estallido del drama. El planteamiento sin duda interesaba (la derrota de la Inocencia ante la implacable Realidad), pero el desarrollo es inverosímil y finalmente conciliador. Lo más curioso es que Clift (demasiado mayor para el papel, en cualquier caso), tensando al máximo esa empatía instintiva que parecía tener para identificarse con el dolor ajeno, encarna un rol casi crístico, que forzando mucho la comparación anticipa a la Viridiana de Buñuel, mas sin el carácter revulsivo de la película del director aragonés.

En cambio, De repente, el último verano es una película extraordinaria, tal vez la mejor de su director, el gran Joseph L. Mankiewicz, por cuanto aquí este tuvo que amoldarse a una historia procedente de un universo ajeno, y tan absolutista, como el del dramaturgo Tennessee Williams, que abunda en esos elementos que justifican que las películas basadas en este hayan sido siempre acusadas de incurrir sobremanera en el histerismo y favorecer el exceso estético e interpretativo. Y no es para menos, puesto que el argumento cuenta cómo una madura millonaria (sureña, cómo no) intenta convencer a un prestigioso cirujano de la necesidad de practicarle una lobotomía a su sobrina, trastornada de modo supuestamente irremediable tras una traumática experiencia estival (he ahí el sentido del memorable título: los hechos sucedieron suddenly, last summer) en que asistió al turbulento episodio en que perdió la vida el idolatrado hijo de la primera.

Clift aguantando plano nada menos que a Taylor y HepburnCiertamente, estamos ante un Williams puro, pródigo en todos esos ingredientes señalados, incluso todavía más exagerados, pero en manos de Mankiewicz se convierte en un genial estudio sobre la sublimación de los sentimientos que la moral convencional considera sórdidos (la sombra del incesto planea sobre la relación de la millonaria Violet Venable con su hijo Sebastian) y sobre el perpetuo intento del Poder por acallar la Verdad (lo que desea la madre es, lisa y llanamente, silenciar para siempre a su sobrina acerca de la auténtica naturaleza de ese turbio vástago y vengarse de ella por haberla suplantado ese verano en su papel como compañera de las malsanas andanzas del muchacho). El realizador entendió que la clave de la credibilidad dramática se encontraba en el trabajo de atmósfera, que es absolutamente arrebatador por cuanto, además, el escenario más recordado, la decadente mansión de la señora Venable, con ese muy simbólico y venenoso jardín, se prestaba muy bien a los intereses estéticos del hombre que luego dirigiría La huella.

En medio de dos interpretaciones tan intensas como las que efectúan Katharine Hepburn y Elizabeth Taylor, un Montgomery Clift más sobrio que nunca encarna la templanza en su papel de testigo del enfrentamiento. Mankiewicz señaló (como luego hizo Kazan, y ya todos los directores con los que trabajó Clift hasta el final de su carrera) que el estado personal del actor era lamentable, incapaz de memorizar los diálogos o de llegar al rodaje de modo presentable. Sin embargo, su interpretación —no hay que olvidar la enorme ayuda que le prestaron sus compañeras de reparto— no solo no trasluce estos problemas, sino que deslumbra por la luminosidad que aporta a una trama que destaca por lo mefítico de sus elementos argumentales y dramáticos. Y es que estamos ante una de esas actuaciones que deja bien claro que el gran actor no solo se luce cuando es el centro de una escena sino, sobre todo, cuando comparte el plano con el intérprete que en ese momento desborda intensidad. Creo que pocos intérpretes supieron mirar a sus compañeros, sin necesidad de hablar, enriqueciendo así la escena en común, en especial cuando, como aquí, encarna al hombre encargado de indagar una verdad que se presenta ambigua e incluso abstrusa.

Cartel original de Río salvajePor estas ironías que tiene el cine, Río salvaje (1960), una de las mejores películas de la filmografía de Elia Kazan, apenas sí ha recibido nunca la relevante atención que merece. Kazan aborda un hecho real, la enorme obra hidráulica realizada por el gobierno Roosevelt, durante los años 30, en el valle del Tennessee para controlar las catastróficas inundaciones que el río provocaba de modo periódico. Clift encarna a Chuck Glover, un delegado del organismo estatal responsable de la empresa, a quien se envía para tratar de convencer a una irreductible anciana, la señora Garth, que es la última propietaria que se niega a vender su tierra (situada en una isla en medio del río) debido a la vinculación personal que la une a ella. A priori, parece tratarse de un conflicto entre lo viejo y lo nuevo, entre la reacción y el progreso, en principio peligroso en un cineasta cuyas intenciones críticas por lo común elegían para expresarse la vía del subrayado, y por ende el panfleto.

Pues bien, después de tres años de ausencia de las pantallas, y a uno de filmar su obra maestra, la inolvidable Esplendor en la hierba (1961), Kazan acertó al descartar el énfasis en beneficio de un acercamiento esencialmente humanista a personajes y ambientes, preocupándose por hacer comprensible tanto al idealista enviado del gobierno como a esa mujer que no quiere abandonar la tierra donde ella y los suyos han dejado su sangre. Así, Río salvaje se erige como una película admirablemente noble, a la vez sobria y profunda, dueña de un sentido de la ecuanimidad que uno no esperaba en Kazan. Con este propósito, resulta fundamental la capacidad de Clift para componer un personaje que, pese a llegar a ese lugar con ideas preconcebidas, está dispuesto a mirar y a situarse en el punto de vista de la anciana, comprendiendo sus razones y sintiendo una lícita pena por que, aun así, no pueda detenerse el curso del «progreso» material. Es más, la historia de amor que vive con el estupendo personaje encarnado por Lee Remick (la nieta de la anciana, una joven viuda con dos hijos pequeños que había perdido la ilusión de vivir) resulta uno de los romances más bonitos visto nunca en la pantalla.

El infortunado Petersen de Vencedores o vencidosLa fácil convicción que Clift aporta a este y sus otros personajes resulta tanto más paradójica en cuanto que su estado personal ya se hallaba al borde de la pura degradación. Entonces fue cuando le llegó la oferta de Stanley Kramer para participar en el reparto de campanillas que estaba reuniendo para su visión de los juicios de Núremberg, que en España llevaría el título tendencioso pero bien sonoro de Vencedores o vencidos (1961). Se cuenta que el papel que se le ofreció inicialmente fue el del fiscal, que acabaría interpretando Richard Widmark, pero él respondió al director con la desconcertante propuesta de interpretar un personaje secundario, el del pobre retrasado sometido a la esterilización en el nombre del detestable concepto nazi de la eugenesia. El resultado es sencillamente memorable, pero asimismo estremecedor. En poco más de quince minutos, Clift borda el papel de ese infeliz traumatizado por la brutalidad nazi hitleriana que, ante la tristeza del noble magistrado encarnado por Spencer Tracy, no puede ocultar que el juicio del tribunal que dictaminó su discapacidad mental (es lo que se juzga: a los jueces de Hitler) se ajustó a la realidad. Lo estremecedor es que esa facilidad con que el actor, con maravilloso sentido de la gradación, va dejando entrever el triste patetismo de su personaje simboliza el propio estado en que el actor se encontraba a esas alturas de su vida. El modo en que todos los presentes despiden su declaración, con enorme respeto pero arrasados por una inconsolable lástima, sirve de símbolo perfecto de las sensaciones que a todos nos despierta su interpretación.

Clift, Monroe, Gable, the misfitsEse mismo año de 1961, Clift se vio implicado en uno de los films más irritantes y sobrevalorados que conozco, Vidas rebeldes. Sobre el papel, sin duda su tema era de lo más interesante: la vulnerabilidad asociada, en distinto grado, a la decadencia, que se apoya lícitamente en la iconografía y la ética del western, adelantándose a la temática crepuscular que enseguida invadiría el género. Sin embargo, esa decadencia acaba haciéndose objeto literal no de la expresión de unos personajes (que se convierten en unos monigotes sin entidad alguna) sino de los tres actores que los encarnan, sorprendidos en la recta final de su carrera —Clark Gable y Marilyn Monroe, para quienes constituiría su última película, y Clift, para quien sería la antepenúltima—, cuyo patetismo se subraya de modo deleznable (sobre todo en el caso del Rey). El film es víctima además del abierto desequilibrio entre los distintos objetivos de sus dos principales responsables: John Huston, que vio sencillamente otra oportunidad para plasmar en pantalla su atracción por los personajes inadaptados (los misfits del título original; los «perdedores», según el término que tanto agrada a los incondicionales del director), y el dramaturgo y guionista Arthur Miller, que pretendió brindar a su mujer, Marilyn, por una vez, un rol «artístico» (es evidente el menosprecio que sentía por la carrera de esta, pues en absoluto lo necesitaba), consiguiendo solo crear el más artificial de sus personajes, una mujer a la que, machaconamente, todo el tiempo se le está diciendo lo muy maravillosa que es.

Al lado de los dos protagonistas, y con reservas, puede decirse que Clift sale algo mejor parado, pues si bien su personaje tampoco está bien dibujado al menos se libra del mismo enfatismo y aprovecha con más coherencia la discordancia entre ese aire de juventud, ya muy precaria, que todavía era capaz de desprender y su decadencia física y profesional: un cow-boy errante que diríase que nunca podrá crecer y madurar, pues arrastra el trauma adolescente de haberse tenido que marchar del hogar al casarse su madre con otro hombre. En cualquier caso, Vidas rebeldes (y no era la primera vez en la filmografía de tan sobrevalorado cineasta) exigía a un hombre con una entidad artística y unas cualidades líricas que Huston jamás tuvo.

Un Clift insólitamente barbado, como Freud, y Susannah York como su paciente

A continuación, el mismo director le ofreció a Clift un papel insólito, nada menos que el del padre del psicoanálisis en Freud, pasión secreta (1962). A priori, como mínimo parece una elección irónica: el hombre que, supuestamente, ayudó a aliviar los problemas psicológicos del hombre del siglo XX encarnado por uno de los actores con mayor aureola de neurosis de la pantalla. Además, la credibilidad de la caracterización obligó a que el actor luciera todo el tiempo una barba que, en un actor de sempiterna imagen imberbe, provoca una notable incomodidad visual. En peor estado físico que nunca, angustiado encima por la aparición de unas cataratas cuya operación tuvo que postergar al final del rodaje, sin embargo Clift transmite a la perfección la fragilidad emocional con que el guion retrata a Freud, sorprendido en el trascendental momento en que, embargado por toda clase de dudas, y además descubriendo dentro de sí mismo secretos que siempre se había negado a sí mismo, descubre un modo hasta entonces inédito de penetrar en la mente humana y ayudar a desprenderse de sus traumas internos.

Y es que, pese a la mala fama que arrastra —lo más divertido es que el primer guion se encomendó nada menos que a Sartre… que entregó un mamotreto que exigía seis horas como poco de metraje—, la sorpresa que depara su contemplación es la de hallarnos ante una película francamente estimable, incluso con momentos espléndidos. La clave está en que Huston comprende la inutilidad de cualquier pretensión de divulgación científica, potenciando en cambio el aire más fabulesco de ese método de indagación de la mente que es el psicoanálisis, y presenta a su creador como una especie de Sherlock Holmes de la mente. Así, se consigue hacer muy atractiva su investigación, sobre todo porque, despreciando una vez más el rigor documental en beneficio de la licencia narrativa, concentra todos los famosos hallazgos freudianos —la interpretación de los sueños, el inconsciente, el descubrimiento de la sexualidad infantil o el complejo de Edipo— en un único caso, encarnado en el personaje que interpreta la actriz Susannah York. Y como decía, y en función del planteamiento elegido, la elección de un Montgomery Clift cuya presencia ya tiene mucho de espectro resulta de lo más creíble para encarnar a ese hombre capaz de ver lo que nadie más ve.

El desertor, último papel de Montgomery CliftLa película constituyó un enorme fracaso y la Universal, además, demandó a Clift, acusándolo de haber provocado la dilatación del rodaje y la duplicación de los gastos con su comportamiento en plató. Aun cuando se alzó ganador en esa demanda, la mala fama lo convirtió en auténtico «veneno» para las aseguradoras, lo cual hizo que nadie quisiera contratarlo. Pasarían cuatro años hasta que, por fin, volviera al cine, haciéndolo por medio del que sigue siendo el más desconocido de todos sus trabajos. Se trata de El desertor (1966), una coproducción franco-alemana filmada en inglés por un francés, Raoul Levy, que nadie vio en su día (y poca gente después). El film se incluye en la estela de ese fascinante cine de espionaje provocado por la entrada de la guerra fría en un estado de esclerótico impasse entre las dos grandes potencias, que manifiesta la misma visión desengañada del mundo como un lugar del que ha desaparecido para siempre cualquier humanismo. En concreto, El desertor recuerda mucho a uno de los clásicos del minigénero, rodado ese mismo año: nada menos que el hitchcockiano Cortina rasgada. Así, Clift encarna a un eminente científico occidental que cruza el Telón de Acero como espía amateur para contactar con un importante colega del otro lado, dentro de un film ciertamente desvaído y mal desarrollado argumentalmente pero que, con todo, no es indigno y posee la adecuada textura desengañada.

Es evidente que el actor no está en su mejor forma. Es más, en mayor medida aún que en Freud, diríase que no estamos ante Montgomery Clift sino ante el fantasma de Montgomery Clift. Su rostro ya acusa descarnadamente la decadencia y la edad (contaba con 46 años), y la extrema fragilidad que desprende su presencia acaba pareciendo necesaria en función del carácter de fábula kafkiana que acaba impregnando las imágenes del film, como en tantas obras del género. Él mismo se implicó con entusiasmo en la película, insistiendo en protagonizar personalmente todas las escenas, incluso las más activas, renunciado al doble (por ejemplo, en una escena en que ha de sumergirse en un río para huir de la policía comunista). En conclusión, no puede decirse que estemos ante la despedida que merecía un actor de su talla, pero sí que en absoluto cae en la indignidad. El desertor será un film discreto pero no despreciable, y que encima despierta cierta sugestión cinéfila: no solo fue el último título del actor sino que su director se suicidaría al poco de concluirlo.

Y es que el final estaba cercano, por mucho que Clift pareciera recuperar entonces la ilusión por el cine. Enseguida, le fue reservado un papel en una película con mayor entidad: Reflejos en un ojo dorado, donde iba a estar arropado por su amiga Elizabeth Taylor y dirigido, una vez más, por John Huston, y que incluso podía haber sido la catarsis que necesitaba su inseguridad, al tratarse de un personaje en lucha contra su soterrada homosexualidad. Mas no pudo ser: a poco ya para comenzar el rodaje, su vida se apagó para siempre una mañana de julio de 1966. El dictamen médico señaló que su arteria coronaria se negó a seguir bombeando sangre a su maltrecho corazón. Pero me gusta pensar que fueron sus ojos los que se negaron a seguir contemplando ese mundo feo e incierto en el que su profunda sensibilidad se fue marchitando.

"The Heiress" Montgomery Clift 1949 Paramount Pictures ** I.V.

Enlaces a comentarios más detallados de algunas de las películas señaladas:

La brillantez según Mankiewicz: Eva al desnudo y De repente, el último verano

Vencedores o vencidos: jueces que aceptan ser verdugos

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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9 respuestas a Montgomery Clift, la sensibilidad torturada (II)

  1. rexval dijo:

    Me encantó su papel en «Vencedores y vencidos» sobre los juicios de Nurenberg. Hay que decir que la peli es mentirosa llegando a extremos exagerados. Nos presentan un tribunal de pacotilla formado exclusivamente por yankees, los de las bombas atómicas sobre civiles, y se «olvidan» del resto de los jueces y países vencedores y aliados: Unión Soviética, Reino Unido y Francia – la colaboracionista Francia donde los republicanos españoles fueron los que en realidad llevaron la batuta llegando incluso a luchar contra los colaboracionistas franceses. Por eso, el sur de Francia está lleno de monumentos a los guerrilleros españoles, héroes de Dachau y de la división Leclerck que liberó París. De esto no se dice nada en España y ni siquiera se les ha concedido ningún reconocimiento con la excepción timorata de Zapatero.

    • Es cierto que «Vencedores o vencidos» adolece de la blandura didáctica de esa corriente del liberalismo en Hollywood que representa, entre otros, su director y productor, Stanley Kramer, pero el rigor histórico en cuanto a la composición del tribunal no me parece tampoco que perjudique mucho la premisa del film: el cuestionamiento no de los más relevantes líderes, sino de los altos funcionarios que dieron legitimidad a estos al aceptar (en unos casos, por medro personal y en otros, como el juez encarnado aquí por Burt Lancaster, por un concepto de lealtada al propio país que, como sanciona implacable, al final, Spencer Tracy, no justifica la injusticia). Y Montgomery Clift está impresionante, claro que sí, dejando un recuerdo muy superior al tiempo que está en pantalla.

  2. rexval dijo:

    La película entra dentro de las mentiras de la Guerra Fría. Si los juzgadores (ganadores) son únicamente los americanos, están manipulando con embustes. La guerra la ganaron los soviéticos en Stalingrado con millones de muertos. A partir de aquí los alemanes retroceden hasta ser cercados, de nuevo, por los soviéticos en Berlín. El famoso «Día D» y el desembarco en Normandía no cabe duda que tuvo su valor, pero este no se hubiera producido si previamente los alemanes no hubieran sido diezmado en Stalingrado. La peli tiene algo de Historia. Salen los judíos exterminados y auxiliados por los americanos obviando que Auscwich fue liberado por los soviéticos y que estos son los que toman Berlín. En el fondo es un lavado de cerebro. Recuerdo que la rusa que interrogan no es tratada como una aliada, sino como una malvada cuando en esa época – la de los primeros juicios – a Orwell no se le censuraban sus libros en el Reino Unido y el gran Toscanini dirigía orquestas interpretando «La Internacional», como se puede ver en Youtube.
    Concluyo. Fueron los soviéticos los últimos en cerrar los campos o prisiones de los nazis juzgados en Nurenberg cuando murió el último de sus jerarcas, R. H. – como suelen escribir los neonazis actuales – mientras que los occidentales liberaron a unos cuantos ya que los necesitaban para la Guerra Fría en contra de la URSS y satélites.

    • Como señalo en el comentario anterior, Regí, la intención de «Vencedores o vencidos» no es tergiversar la Historia, sino, sencillamente, llamar la atención sobre el hecho de que no podemos reducir, como hacemos tantas veces, la «maldad» de un totalitarismo (de derechas o de izquierdas) a unos pocos líderes, puesto que se necesita la colaboración de muchos, entre ellos, y como aquí se incide, en los responsables de la justicia. En ese sentido, la reflexión me parece valiosa, porque el film ni siquiera exculpa al juez más digno de los acusados, el encarnado por Burt Lancaster (bien al contrario, es demoledora la frase que le suelta Spencer Tracy cuando este indica que no podían imaginar el horror a que se llegaría: «Se llegó a eso la primera vez que usted condenó a muerte a alguien sabiendo que era inocente»). Por lo demás, el uso partidista que hicieron los dos bandos de la «justicia» fue muy similar, guiándose por la conveniencia de la guerra fría. Eso sí, no está de más recordar que Stalin, vencedor de Hitler, primero fue su aliado, lo cual todavía retuerce más la dificultad de trazar fronteras entre héroes y villanos.

      Por cierto, no sé a qué personaje de «rusa» te refieres en los interrogatorios, pues las dos mujeres que declaran son dos alemanas (una de ellas, el personaje encarnado por Judy Garland). En cualquier caso, es irónico que solo en la redacción de estos dos comentarios seguramente hemos empleado más tiempo que el que aparece Montgomery Clift, el «inspirador» de estas reflexiones, en pantalla 🙂 .

  3. Ángel Hernando Saudan dijo:

    Llego tarde, pero quería hacer unos breves comentarios.
    La primera vez que vi a Montgomery Clift, uno de mis actores favoritos, fue cuando mis padres me llevaron a ver Río Rojo en una reposición. Allí fue cuando comenzó mi admiración por ese actor de «la mirada», perteneciente al grupo selecto de Henry Fonda, John Wayne, Dirk Bogarde o Anton Walbrook (¡excelsos!).
    Lamento discrepar contigo en relación con Fred Zinnemann. Este director siempre ha tenido mala suerte con la «intelligentsia» crítica. Hiciese lo que hiciese, todo les parecía mal. No creo que Act of Violence, Teresa, Los ángeles perdidos (a pesar de cierta blandura) o incluso Historia de una monja (con ese plano final tan potente) sean películas acomodaticias. Ni siquiera tu denostada De aquí a la eternidad, a pesar de esa ridícula secuencia de la borrachera. Hay que haber leído la nóvela homónima de James Jones (un vitriólico alegato antimilitarista) para comprobar que Zinnemann hizo lo que pudo para la época. Por no hablar de Solo ante el peligro, en cuyo caso ha tenido más predicamento la opinión de Howard Hawks y John Wayne que su excelencia como película (¡cómo se le ocurre hacer un western a Zinnemann, anatema!).
    Otro director que ha cargado con su sambenito, Edward Dmytryk. Parece que lo único que hizo es Encrucijada de odios y delatar a sus colegas. ¡Y dale! El árbol de la vida es un film muy irregular, innecesariamente largo y con una Elizabeth Taylor insoportable. Menos mal que el intenso lirismo de algunas de sus imágenes y Eve Marie Saint y Monty Clift salvan la función.
    Y seguimos con Dmytryk, en la estupenda El baile de los malditos. ¡Incluso Marlon Brando está muy bien! Otra película subvalorada.
    No puedo más que coincidir en tu apreciación de, a mi modesto entender, dos obras maestras: Río Salvaje, lo mejor de Kazan con Esplendor en la hierba, y De repente el último verano, un malsano y magnífico film, en el que, para ser justos con ella, Elizabeth Taylor hace la interpretación de su vida, Monty, espléndido como siempre.
    No creo para nada que Vencedores y vencidos sea un film sesgado. Stanley Kramer, otro pobre que ha tenido y tiene que cargar con el sambenito de los tópicos. Vean, vean esta misma película, o No serás un extraño o La hora final. ¿Qué le gustaban los temas «fuertes»? ¿Y qué? Y encima le dan el Oscar al peor actor del reparto, ¡a Maximilian Schell! cuando están Monty, Spencer Tracy, Richard Widmark y, sobre todo, Burt Lancaster. La repera. ¿Alguien cree que a Kramer le importaba mucho o poco si salían o no fiscales o jueces rusos, ingleses o franceses? Para eso hay otra película-serie con Alec Baldwin, Los juicios de Nüremberg. Lo que busca es explorar la culpa en la conciencia del pueblo alemán.
    Vidas rebeldes, horrible. Una película absolutamente sobrevalorada, que no sé por qué goza de culto en algunos ambientes. El mejor, Eli Wallach.
    No he visto Freud, pasión secreta, por lo que no puedo opinar y sí, El desertor no es tan mala como dijeron en su momento.
    Monty, ¡qué grande eras!

    • ¡Siempre hay tiempo para poder confrontar pareceres! Veo que la principal divergencia que ambos tenemos es con respecto a Fred Zinnemann, director del que, de todos modos, reconozco magníficas películas: «Act of Violence», thriller rural injustamente desconocido, y la famosa «Solo ante el peligro», donde aquí, curiosamente, ese gusto que yo le encuentro por el énfasis está muy bien justificado dramáticamente. No he visto nunca, eso sí, «Teresa», y de «Historia de una monja» guardo un recuerdo tan lejano que ni siquiera puede llamarse recuerdo. Sí estoy convencido, porque he recabado información, que la novela de James Jones en que se basa «De aquí a la eternidad» es mucho más dura: por ejemplo, el superior de Clift y Lancaster no es castigado nunca por sus abusos.

      Dmytrik es un director que revalorizo cada vez que descubre una nueva película suya: casi creo que «Encrucijada de odios», aun llena de momentos espléndidos, es de las menos buenas suyas. Por ejemplo, la maravillosa «The Sniper» (una de las primeras veces en que el cine recogió un caso de psicopatía criminal sin incurrir en el trazo grueso propio de una película de terror serial), la estupenda «Obsession» (uno de los títulos que rodó en Inglaterra en plena caza de brujas) o el melodrama «Vivir un gran amor» (adaptación de la novela de Graham Greene «El final del romance»),

      Coincidimos en la valoración de la interesantísima etapa final del actor (te animo a ver «Freud», película que yo he visto por completismo y me ha sorprendido gratamente), incluyendo, claro, que «Vencedores o vencidos» en absoluto intenta falsear la Historia con mayúsculas porque, como señalaba en el comentario situado más arriba, esa no es la intención ni desde luego la misión de Kramer, sino la construcción en adecuados términos dramáticos de su denuncia de la corrupción del concepto de justicia durante el III Reich. Que todos los jueces sean estadounidenses tiene como objeto que las escenas que comparten esos personajes los sitúen en pie de igualdad para comprender las dudas que atraviesan al juez protagonista (y que lo distinguen de entre sus compañeros), que habría sido más difícil formular en voz alta de estar ante personas de otra nacionalidad y que hablaran otros idiomas.

      Un abrazo. Es un placer comparar impresiones sobre actores y directores tan grandes.

  4. rexval dijo:

    Como me siento aludido, respondo. La película es buena pero mentirosa. Tratándose del tema que trata no se puede evitar la referencia histórica. El tribunal era cuatripartito, pero en plena Guerra Fría no se quiso que aparecieran jueces soviéticos. No todo era English. Se os olvida comentar un hecho histórico. No todo era American English. Debido a la alianza entre los aliados con Franco a partir del 53, se omite que hubo un superviviente llamado Francesc Boix, el fotógrafo español de Mathausen, cuyas fotos sirvieron como prueba de cargo para que los jerarcas nazis fueren condenados. Hay documentales donde sale el momento. Le preguntan en francés, no en inglés, y él contesta en esa lengua señalando con el dedo a los que sin su proeza quizá no hubieran sido condenados o con penas menores. Es vergonzoso que esta escena no aparezca y que ni siquiera se mencione como si Franco estuviera por aquí aún.

    En cuanto a la culpabilidad del pueblo llano, no podemos reducirla a los alemanes como si los mismos polacos no hubieran participado en el genocidio como otros pueblos de toda Europa. Lo que sucedió, como denuncia un judío americano descendiente de supervivientes era que el poderoso lobby judío americano quería cobrar sin haber pasado el martirio y eso solo podía hacerlo con un pueblo «culpable», o sea, el alemán. Esto es así, numerosos judíos que realmente revieron en los campos no recibieron ni un céntimo – en algún youtube se puede ver todo esto. Y no olvidemos que Hitler o Mussolini llegaron al poder porque los países capitalistas lo propiciaron para acabar con los comunistas. Lo mismo que con Franco y el Pacto de no Intervención.

    Solo de manera ingenua o naíf se puede pensar que las pelis solo son pelis y más si tratan temas como este.

    Por otra parte, tengo un amigo que es abogado de prestigio y prefiere mantener el anonimato que afirma que los juicios de Núrenberg no se ajustan a la ley de ninguna manera aunque sí que sentaron precedente para casos posteriores aunque siempre politizados y nunca ecuánimes. La masacre de Dresden, donde fueron asesinados miles de civiles por los bombardeos aliados, nunca fueron juzgados. Incluso las fotos fueron ocultadas. Tampoco fue Truman juzgado por genocidio tras tirar las bombas atómicas. Al pueblo americano o al británico no se le hizo sentir sentimiento de culpa. Al contrario.

    • Te contesto y ya cierro este hilo, Regí, que el propósito de esta entrada era hablar de la carrera de Montgomery Clift y no de las posibles tergiversaciones de la visión de la Historia en el cine. Como te indicaba en los anteriores comentarios, el film no pretende ser un documento histórico, por lo tanto no creo que deba pedírsele que incluya todo el catálogo de referencias «silenciadas» que señalas, ya sea el fotógrafo de Mauthausen (¿en serio te parece vergonzoso que no lo mencionen??), la denuncia de Truman como genocida o la mención de la dictadura de Franco (ya puestos, tampoco hablan de Stalin). Ni es su intención ni es su función. Lo que pretende Kramer ya lo he señalado líneas arriba: una denuncia de la facilidad, universal, con que el ser humano es capaz de rebajarse a la infamia realizada en función de un caso particular, el del juicio a los jueces del Tercer Reich. Y en este sentido me parece lícito y encomiable el uso que Kramer hace de los juicios de Núremberg. Si el film no es tan bueno como podía haber sido es porque, en su función como director (es decir, como narrador), Kramer ya adolece de distintos defectos que reducen el alcance de la película.

      Un abrazo y, como siempre, gracias por tu participación.

      • rexval dijo:

        Pues nada doy también por terminado el tema. Lo que sí que te respondo es que es vergonzoso que en un film que trata del Holocausto no se mencione al fotógrafo español Boix ya que sus fotos sirvieron como pruebas para condenar a muerte a los principales jerarcas nazis. Se jugó la vida por ello junto a sus compañeros. Si hubiera sido inglés o francés seguro que saldría hasta en la sopa, pero como era catalán, republicano y comunista fue silenciado. La mayoría de los españoles actuales no lo conocen a pesar de la peli que se está pasando o se ha pasado hace poco por los cines.

        Saludos cordiales

        PD. Stalin no es santo de mi devoción aunque hay que reconocer que la guerra la ganaron bajo su mando en Stalingrado los soviéticos.

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