El año cero se abate sobre Alemania (II)

Póster, feo, de Alemania año ceroEl grueso más conocido del cine rodado en suelo alemán pertenece a Hollywood. Se trata de un conjunto de películas que, desde diversas perspectivas genéricas, fueron rodadas en terreno germano (muchas de ellas en Berlín) por un conjunto de cineastas de todo tipo, incluidos algunos directores de origen europeo que tuvieron que emigrar a Estados Unidos con la llegada del nazismo. De hecho, la imagen que nos ha dado el cine de la Alemania en ruinas se debe a estas obras antes que a las rodadas por los mismos realizadores germanos y que, como señalé, en la primera entrega, apenas son conocidas en el exterior. Las películas del ciclo respiran un notable aire testimonial por razones evidentes, pero cuentan con un par de inconvenientes. El primero es la reducción de su mirada a la de las fuerzas de ocupación: sus protagonistas siempre son soldados, o personas que trabajan de algún modo para las potencias vencedoras. El segundo es la mirada inevitablemente edulcorada sobre una realidad cuya dureza era imposible de exponer en toda su extensión por muchas razones, de las puramente políticas (la autocensura debió de ser notable) a las morales, de ahí que la mayor parte de estos films, por buenas intenciones que posean, tengan un alcance limitado. Es bien revelador que la película más dura de todo el ciclo (en este caso, más incluso que las nacionales) es un film italiano, el excepcional Alemania, año cero de Rossellini, pues se trata de una obra que no se contenta sólo con ofrecer el testimonio de las imágenes o la descripción de los usos en esas ciudades ocupadas, sino que intenta traducir en términos dramáticos una atmósfera de violencia y muerte que, claro, no se clausuró con el final de la guerra.

La película Los ángeles perdidos (1948), dirigida por el vienés Fred Zinnemann (cuyo título más famoso habría de ser la mítica Solo ante el peligro), es buen ejemplo de todos los aciertos y limitaciones del ciclo. El objeto que centra el film son los esfuerzos de la UNRRA (el organismo de las Naciones Unidas que fue precedente del actual ACNUR, esto es, la agencia encargada de velar por los refugiados en el mundo entero) para paliar las tristes vicisitudes de los niños desplazados por la guerra, muchos de ellos huérfanos judíos que a duras penas han sobrevivido a la muerte de sus padres. La película narra una doble búsqueda: la de una madre en busca de su hijo perdido, y la del mismo pequeño en busca de alguien que le devuelva la confianza en los adultos, esos adultos a los que asocia con la muerte y el dolor. Así, en el inicio del film, unos pequeños, entre los cuales se encuentra el que luego seguiremos, huyen de la ambulancia donde se los traslada a un centro de acogida, sin duda porque todo —empezando por esos adultos que, sin darles la menor explicación, los llevan a lugares vallados y les hacen subir a vehículos de los que quién sabe si saldrán vivos— les recuerda el horror que todavía no se creen que hayan dejado atrás.

Montgomery Clift y el pequeño nómada judío de Los ángeles perdidosDurante su primer tercio, el film ofrece las imágenes más estremecedoras de todo el ciclo (el convoy que lleva a los niños entre las ruinas, el pequeño que se ahoga en el río), bien traducidos por una iluminación magnífica, pero un tanto temperada por la molesta presencia de una voz en off que se esfuerza en incrementar, de modo redundante, el patetismo de las imágenes. Ahora bien, a partir del momento en que el niño se tropieza con un benévolo soldado norteamericano, el film entra en un terreno mucho más blando y tranquilizador, jugando demasiado con el ternurismo. Aunque esto rebaja mucho su alcance, por fortuna no pierde del todo la tensión de su magnífico tercio inicial, e incluso sabe crear un buen suspense acerca del modo en que las trayectorias paralelas de madre e hijo acabarán uniéndose. Y desde luego, se beneficia enormemente de la limpia simpatía que desprende el gran Montgomery Clift, en el segundo papel de su carrera, que hace de lo más convincente la corriente de afecto que enseguida manifiesta el niño por el soldado, reduciendo más de lo que podía esperarse el exceso de sentimentalismo.

Berlín Express (1948) se pasea por la devastada Alemania desde el punto de vista del thriller (durante buena parte de su metraje a bordo de un tren, conjunción siempre muy atractiva, y que ha dado lugar a clásicos como la hitchcockiana Alarma en el expreso), pero con la intención de ofrecer una parábola, bastante cándida, sobre la concordia entre las naciones (vencedoras y vencidas, democráticas y comunistas) que acababan de salir de la guerra. Para ello, el guión une a representantes de cada una de las naciones en liza (un norteamericano, un inglés, un francés, un ruso y varios alemanes) unidos para salvar a un sabio teutón, comprometido con la pacificación, de las garras de un grupo de irreductibles que no admiten la menor colaboración con las fuerzas de ocupación (y que, justo es decirlo, en ningún momento son descritos como resistentes nazis: no son Werwolfs, vamos). Es una pena que la película sea en casi todo momento muy previsible y que abunde en momentos inverosímiles al plantear su trama de acción (incluso repite uno de los errores de Los ángeles perdidos: un cansino narrador en off que se empeña en contarlo todo). El magnífico director Jacques Tourneur tal vez no era la elección más adecuada para una intriga que parece demandar a un Lang o (tal vez esta sea una fácil asociación, lo reconozco) un Hitchcock, y su estilo elegante y suave hace echar en falta un mayor sentido de la crispación: todo acaba resultando demasiado plácido. A pesar de esta falta de intensidad, sin duda es una película estimable.

Poster norteamericano de Berlín Occidente, de Billy WilderLas dos últimas películas que voy a citar abordan el escenario y sus condicionantes desde el punto de vista de la comedia, no en vano pertenecen a dos de sus más grandes cultivadores, Billy Wilder y Howard Hawks. Al primero pertenece Berlín Occidente (1948). Es una pena, sin embargo, que teniendo en cuenta lo mucho que debía importarle el regreso a la ciudad donde se formó profesional y vitalmente (primero como reportero y más tarde como guionista), el resultado sea tan inconsistente. El objeto de la crítica de Wilder es muy interesante: una mirada sobre la convivencia forzada entre ocupantes y ocupados (o mejor dicho, entre los soldados y las mujeres alemanas que dejaron a un lado, con razón, los escrúpulos en beneficio de la supervivencia), que choca con la hipocresía de la moral bien pensante de quienes cuestionan esas relaciones sin tomar en cuenta el contexto. Hay que recordar que el ejército norteamericano entró en Alemania obligado a cumplir una directiva, so pena de duras sanciones, que les vetaba la confraternización con el enemigo… aun cuando, rendido ante la fuerza de los hechos consumados, tuvo que ceder en ese aspecto.

Pues bien, Wilder narra las peripecias, en el Berlín derruido, de una congresista que integra una comisión que viene a investigar la «moral» de las tropas de ocupación. Orgullosa representante de uno de los estados rurales de su país, por tanto pacata y conservadora, el horror que le produce observar tanta efusión entre sus soldados y las alemanas (a todas las cuales las juzga nazis in pectore) la mueve a realizar una investigación contra una cantante de cabaret (amante hasta poco antes de un relevante jerarca del Partido) al saber que es la protegida actual de un oficial norteamericano. De hecho, la congresista ignora que el hombre al que busca es el mismo teniente de la Oficina de Desnazificación que está encargado de guiarla por la ciudad y que, asustado, decide seducirla para distraer su atención.

Sobre el papel, sin duda era un planteamiento de lo más prometedor la combinación de esta triple mirada, pero toda clase de defectos lastran su desarrollo hasta estropear casi por completo el film, sin duda uno de los títulos más insatisfactorios del gran Wilder.

Ante todo, la mirada presuntamente vitriólica de Wilder se va deshaciendo como un azucarillo, pues no se atreve a llegar hasta el final en la dureza de su crítica (como temiendo que solo se puede jugar hasta cierto punto con el tratamiento dado a las sanas tropas de ocupación) y termina convocando la redención de los personajes mediante el triunfo del amor entre la congresista y el teniente. No hubiera sido extraño que ese gran romántico que fue Wilder ofreciera una bonita mirada sobre el amor bajo la apariencia de una fábula dura y sardónica, pero, por desgracia, no estamos ante Sabrina o La vida privada de Sherlock Holmes, dos de las obras maestras del autor. Y es que no solo nada importan los dos personajes protagonistas (peor él, interpretado por el olvidado y melifluo galán John Lund), sino que la evolución de su relación resulta de manual, tan previsible como inverosímil. Francamente, de ninguna manera es posible convencer al espectador de que la congresista cursi pueda distraer ni por un momento al teniente de la sofisticada y archideseable cantante, ni de que la feuchilla Jean Arthur pueda competir en ese terreno con la gran Marlene Dietrich, por mucho que no falte la inevitable (y cargante) escena en que la primera, por fin, se viste como una mujer, demostrándole al militar que también puede resultar atractiva.

Es cierto que, pese a todo, la película posee una serie de guiños regocijantes que son muy de Wilder, en especial su mirada sobre los residuos nazis que revelan esos alemanes cuya actitud intenta desmentir que alguna vez participaran de algún desmán hitleriano (al modo de ese personaje de Uno, dos, tres —el genial desquite del cineasta en su regreso al esquizofrénico Berlín de la guerra fría, éste sí una muestra de corrosión químicamente pura— que asegura que él nunca se enteró de nada porque se pasó la guerra trabajando en el metro). Pero, con franqueza, lo mejor de la película radica justo en lo que, es de reconocer, también es uno de sus elementos más tópicos: la presencia de Marlene Dietrich. Por encima de lo convencional (o emblemático) de su personaje, la Dietrich derrocha encanto, glamour y, por supuesto, convicción interpretativa, de tal modo que cuando ella está en escena el film interesa y cuando no, surge el bostezo. De ahí que uno comprenda que la entrañable Jean Arthur se quejara ante Wilder del trato de favor que le estaba dando a su compañera de reparto: no en vano, el mismo director repetiría película con Marlene, Testigo de cargo, dándole un papel que no parece sino la prolongación en el futuro del mismo personaje que encarna aquí.

Poster americano de La novia era él

La novia era él (1949), por el contrario, es una película espléndida, si bien cabe puntualizar a la hora de su inclusión en este pequeño ciclo que el peso dramático de la mirada sobre la Alemania ocupada es mínimo. De hecho, se nota que la acción se sitúa ya en las postrimerías de la Ocupación (parte de la trama de la historia está vinculada a la repatriación de las tropas norteamericanas), y ni siquiera tiene lugar en Berlín, sino en el oeste del país, en el más plácido Baden-Württemberg, en el terreno limítrofe entre las zonas norteamericana y francesa, no en vano su trama gira en torno al encuentro, desencuentro y por último rendición absoluta al amor entre un soldado francés y una militar estadounidense, unidos por una débil excusa argumental (que a Hawks le interesa bien poco) en torno a la búsqueda de un científico alemán que opera en el mercado negro y al que se le quiere facilitar un contrato en París. Como puede verse, ni siquiera hay una mirada crítica: la Historia (y películas como El buen alemán, que reseñaba en la primera entrega de este artículo) se han encargado de contarnos cómo las potencias aliados reclutaron a la fuerza a todo tipo de talentos nazis, por coacción o directamente por secuestro, para llevárselos a su país sin tanta gentileza como se muestra aquí.

Y es que en manos de Hawks, la Alemania posbélica es solo el escenario de turno para el replanteamiento del que es el gran tema de su aproximación a la comedia: la eterna guerra entre hombres y mujeres, en la cual son aquellos los que siempre suelen tener las de perder, por cuanto la superior astucia de éstas y la conjura del destino acabarán convocando sobre ellos todo el ridículo posible. El título es sobradamente expresivo: por cierto, pocas veces una película española traduce mejor un título original —Yo fui una novia masculina de guerra, demasiado alambicado en castellano— sin inventarse uno nuevo sino comprendiendo bien que traducir es adaptar. Si además tenemos en cuenta que el director convocó de nuevo como protagonista a Cary Grant, el actor que encajó con más elegancia el elevado número de jugarretas reservado en el cine hawksiano a los hombres, el resultado del film puede deducirse. Eso sí, debe señalarse que si Grant está inevitablemente genial, a la misma altura se encuentra su partenaire femenina, la injustamente olvidada Ann Sheridan.

Antes que nada, en la película brilla con luz propia una de las grandes virtudes de la aproximación del director al género: su capacidad no solo para divertir sino para hacer entretenido el desarrollo del argumento, de tal modo que el espectador sigue con interés la trama, y encima, no puede parar de reír. Y tampoco faltan en el film, como expone Carlos Aguilar con tanta precisión como síntesis, «esas dosis de malicia crítica sin las cuales toda comedia deviene intrascendente pasatiempo»: en este caso, la absurda burocratización en que también puede enredarse la institución que uno imagina como la más activa de todas, el Ejército. Burocratización… y machismo. Porque lo que causa las tribulaciones del protagonista es que las tropas de ocupación no parecen haber concebido más posibilidad de emparejamiento nupcial que entre sus soldados masculinos y las mujeres europeas, alemanas o de cualquier nacionalidad, de tal modo que cuando el amor surge al revés, las ordenanzas no tienen prevista ninguna disposición y obligan al teniente francés a clasificarse como «novia de guerra», provocando una serie progresiva de situaciones absurdas cuya culminación, y la imagen más famosa del film, es su obligado disfraz de mujer para poder subirse al barco donde es repatriada su esposa.

Poster de El tercer hombre, que resalta la implicación en el film de Orson WellesLa aproximación a la arruinada Europa de la Ocupación, desde el punto de vista del cine comercial en lengua inglesa (ahora hablo de una película de nacionalidad británica, si bien concebida con importante participación norteamericana, comenzando por sus protagonistas), no puede cerrarse sin aludir a una de las mejores visiones del tema, El tercer hombre (1949), si bien no está ambientada en Alemania, sino en Viena, ciudad sin embargo en todo punto parangonable a la visión que sobre Berlín dan las otras películas antedichas.

Como ya he dedicado un extenso artículo a la misma, solo voy a dejar apuntadas las grandes virtudes del film en aquello que nos ocupa. En primer lugar, y desde el punto de vista «didáctico», ningún título explica mejor que ésta el funcionamiento de la Ocupación, desde las complicadas transacciones entre las potencias aliadas a la omnipresencia del mercado negro, pasando por la descripción de la azarosa vida de la población civil o la imposible conciliación entre idealismo y cinismo, inocencia y culpabilidad. Todo ello en el curso de una trama que sabe fundir todos esos elementos con una función dramática, en lo que se nota la mano del escritor y guionista Graham Greene, que marchó a documentarse sobre el terreno. De la mano de un inolvidable personaje protagonista —y no me refiero al célebre Harry Lime, encarnado por Orson Welles (más un icono basado en el actor que un personaje en sí), sino a ese escritor de novelas baratas que se cree todo un caballero andante y que inmortaliza Joseph Cotten—, El tercer hombre efectúa un maravilloso recorrido por los entresijos de una Viena habitada por supervivientes que luchan por superar su condición de fantasmas y reclamar, otra vez, su pequeño lugar en el sol, aunque unos lo hagan por medio del crimen, otra por la lealtad a un hombre que le dio amor cuando más hacía falta y algún otro (el infeliz protagonista) por creer que el mundo puede tomar, por un momento, el aspecto de una de sus novelas.

germania-anno-zero-1948_xvx_61164Concluyo para cerrar este artículo con la película de la que he tomado su magnífico título (la expresión, que yo sepa, nace aquí): Alemania, año cero (1948). Como bien se sabe, se trata del film que cierra la famosa trilogía que Roberto Rossellini dedicó a la guerra y sus consecuencias, y que abren Roma, ciudad abierta (1945) y Paisà (1946), películas a la que en mi opinión supera netamente. Y es que estos dos títulos me parecen demasiado mediatizados por el propósito del director de levantar acta rápida del despertar de la conciencia italiana adormecida por los años del fascismo (en buena medida, la del mismo Rossellini, para quien suponen un modo de hacer examen de conciencia: y es que, aunque parezca que su filmografía se abre con esta trilogía, durante la guerra había firmado varios títulos de contenido propagandístico): son demasiado enfáticos y didácticos, e irregulares desde el punto de vista narrativo, pese a que desborden fuerza e intensidad.

En cambio, en el film que nos ocupa, a Rossellini se le nota más cómodo por el mero hecho de salir de la italianidad y asomarse a otro país, y no un país cualquiera, sino el gran aliado durante tantos años. Alemania, año cero está rodada en las mismas calles de Berlín por actores alemanes (la versión en que debe contemplarse, por tanto, es la alemana… durante mucho tiempo la más difícil de ver, en beneficio de la doblada al italiano, o la española, que circula con un doblaje sencillamente infame), pero con la ventaja de no verse constreñido por la censura de las autoridades de ocupación.

El gran acierto, de entrada, del autor, es no contentarse con ofrecer el «documento verista» habitual en las otras películas, sino en intentar trascender el mero dibujo de la vida material en tan dantesco escenario. Rossellini parte de un planteamiento harto complejo (porque podía haberse quedado en el superficial acercamiento exterior), como es considerar que el fin oficial de la guerra, como es natural, no ha purificado la atmósfera de destrucción, ante todo moral, que la consintió y justificó. Han de quedar restos deletéreos en el ambiente, y Rossellini muestra cómo estos atacan al ser más vulnerable: no a los adultos que ahora, con el complejo de verse humillados y derrotados (no tanto arrepentidos), malviven entre las ruinas, sino a un niño de once años que por mucho que intenta tomar responsabilidades de persona mayor, sigue siendo un pequeño moldeable, manipulable, intensamente vulnerable.

El pequeño Edmund se ha echado sobre las espaldas el propósito de sacar adelante a su familia, en la medida de sus patéticas posibilidades. Ese núcleo familiar ya es significativo. Dos hombres que son muestra eminente de la impotencia masculina en la posguerra: un padre viejo y enfermo, y un hermano que se esconde de las autoridades temeroso de que por su condición de soldado vaya a ser detenido; además, una hermana que trae algo de dinero a casa pero bajo la acusación de hacerlo de modo inmoral, esto es, confraternizando con el enemigo. De paso, Rossellini esboza un dibujo francamente sombrío de esa sociedad derrotada, en la que solo hay espacio para la mezquindad (los vecinos de la casa donde viven los protagonistas, a los que caracteriza su insolidaridad frente a la desgracia ajena: siempre hay alguien que sufre más, para alivio del otro) o la abyección (los antiguos poderosos, todavía preocupados ante todo por satisfacer sus sórdidas necesidades: el viejo general pederasta con su corte de suministradores de efebos). Nadie se salva de esta mirada acerba: la corrupción infecta incluso a los más jóvenes, a esas pandillas de niños y adolescentes que hacen franca ostentación de su dureza, como acreditación básica de todo superviviente.

Es estremecedor el acierto de Rossellini al elegir al niño protagonista, el pequeño Edmund Moeschke, cuyo rictus inexpresivo en su físico «ario» provoca un indudable escalofrío desde el primer momento que aparece en pantalla. Sus ojos, oscuros, fríos, muertos como los de un pez, lo miran todo como corresponde a la personalidad de un niño inquieto que se esfuerza en estudiar el mundo que le rodea para poder sobrevivir mejor, pero no registran ni un átomo de calidez, de inteligencia, de ternura: de humanidad. De ahí que el elemento argumental que tensa más la credibilidad de la película —influido por las palabras de su antiguo profesor, un nazi imbuido por las ideas de que, especialmente en tiempos duros, los débiles deben ser sacrificados, Edmundo envenena a su padre—, resulte perfectamente creíble en términos dramáticos.

El vacío habitual que siente el hombre corriente después de realizar la transgresión definitiva (el asesinato) resulta todavía más angustioso personificado en un niño que no termina de entender del todo lo que ha hecho, puesto que el mundo, descubrirá, no solo no ha cambiado nada después de su acto, sino que todos parecen empeñados en rechazarlo aún más: hasta sus supuestos iguales (los niños que juegan entre los cascotes) lo rehúyen. En la memorable parte final de la película, vagando horas y horas de un lado a otro, perfecta imagen de la imposibilidad de que pueda hallar un refugio, el pequeño acaba convertido literalmente en un fantasma en una ciudad fantasma que al final se acabará cobrando, como es natural, su vida. Esa mirada sobre la imposibilidad de la redención y de la inocencia en un mundo que todavía no puede desprenderse de la semilla del mal es la herencia más perdurable que proporciona esta película impresionante que es Alemania, año cero.

Un niño solitario en un mundo en ruinas, la imagen de Alemania, año cero

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 respuestas a El año cero se abate sobre Alemania (II)

  1. Ángel Hernando Saudan dijo:

    José Miguel, esta entrada que combina cine e historia generaría un debate que excedería con mucho la finalidad de este blog, pero ahí van unos rápidos apuntes.
    El tema de la culpabilidad, colectiva o individual, es un asunto de suma complejidad y controversia, como tú bien sabes, que lleva decenios preocupando a los historiadores. Efectivamente, como bien dices, la Segunda Guerra Mundial no terminó con la muerte de Hitler. Todos somos deudores de ella en cierta medida y el mundo actual es un reflejo de aquel cataclismo (al que se podrían añadir algunas de las consecuencias de la Primera Guerra Mundial). Era obligado y necesario que los alemanes «reclamasen» su parte de sufrimiento, como bien describe el libro de Giles MacDonogh, parte que se les ha negado durante muchos años por muchos motivos. Sin embargo, eso no nos debe hacer caer en un «revisionismo» estéril. Ese sufrimiento, sobre todo las atrocidades causadas por los rusos, no debe «redimir» las atrocidades que cometieron los alemanes. Así ocurre también con Japón y la bomba atómica. Hoy día, con nuestra concepción moral, la bomba atómica nos parece una barbaridad (y lo es). Pero en aquella época, muchos no pensaban de esta manera y, en todo caso, la atrocidad de la bomba atómica no «exime» las numerosas atrocidades cometidas por los japoneses. A este respecto, recomiendo un libro de Ian Buruma, denominado «El precio de la culpa».
    Una mujer en Berlín es un libro espeluznante que narra con fiero dramatismo las barbaridades que tuvieron que sufrir las mujeres alemanas. Hay una serie de televisión de dos capítulos basada en el libro, que no es desdeñable pero no tiene la fuerza del texto.
    Los ángeles perdidos es uno de los mejores films y más sinceros de Fred Zinemann, un director que nunca ha contado con el beneplácito de la crítica y al que siempre se le ha puesto a parir. Yo debo ser uno de los pocos al que le gustan algunas de sus películas. Como bien dices, la primera parte tiene una enorme fuerza dramática y describe muy bien lo que debieron ser aquellos momentos, fuerza que se recupera al final de la película.
    Berlín Occidente no es de los mejores Wilder y en algunos tramos es incluso un poco cargante. Desde luego, lo mejor es Marlene Dietrich.
    Berlín Express es un film bienintencionado pero deslavazado que tal vez en otras manos, como tú dices, habría sido mejor.
    Hace muchos años que no veo La novia era él, por lo que prefiero no opinar. En cambio, sí diré que El tercer hombre es una de mis películas favoritas y una verdadera obra maestra. Dejando aparte la matraca de la participación de Orson Welles (ya se ha demostrado repetidas veces que el responsable real de la película fue su director, Carol Reed), está llena de momentos sublimes que valen por sí mismos toda la película.
    Y, finalmente, quería referirme a Alemania año cero. En este mundo actual, invadido por la cultura anglosajona, dudo que mucha gente sepa quién es Roberto Rosellini y que alguien haya visto varias de sus películas. O que alguien se acuerde del cine italiano de aquella época, Sin embargo, Rosellini, en mi modesta opinión, tiene un puñado de obras maestras, como esta película que nos ocupa, Viaggio in Italia (Te querré siempre), Stromboli, terra de Dio, La Paura, Paisá, etc. etc. Alemania año cero es una obra demoledora que te deja clavado en el sillón cuando terminas de verla. Con eso se dice todo,

    • Ángel, empiezo a pensar que hay una comunión de intereses bastante fuerte entre nosotros 🙂 . Ese libro de Buruma, «El precio de la culpa», maravilloso (como todos los que he podido leer de este autor: ha publicado hace poco, sobre el mismo tema, otro excelente, «1945»), me lo estoy releyendo precisamente para ilustrar la parte literaria de esta incursión en que estoy metido ahora mismo sobre este tema. Buruma expone de modo magistral las peculiaridades de la expiación, la búsqueda de la responsabilidad y la reconstrucción del «espíritu» nacional en esas dos sociedades que fueron las grandes responsables de la guerra. Porque es evidente: todas las atrocidades (múltiples y, por desgracia, también a cargo de aquellos que tenían que haber sido, para todo, los «buenos») tienen como punto de partida las políticas de expansionismo totalitario, militarista o sencillamente criminal de Alemania y Japón. Buruma consigue exponer con compartible ecuanimidad el tratamiento de la culpa propia y el intento de pasar por alto los errores de esas dos sociedades, resultando especialmente interesante su reflexión sobre la que es menos conocida por nosotros, la japonesa.

      En cuanto a «Alemania, año cero», comparto tu misma apreciación, aunque en mi caso ninguna otra película de Rossellini ha conseguido resultarme tan imprescindible. Comparto contigo la duda de que su nombre sea muy conocida entre las nuevas generaciones de cinéfilos (¿sigue pudiéndose aplicar el mismo concepto? Hoy día resulta tan «facil» atribuírselo por parte de cualquiera que confunda la afición de ver películas con la profunda implicación que para mí significa aquel término…). Pero yo añado más: los críticos amantes de las etiquetas y de las mitomanías «autorales» ya consiguieron hacer creer que la historia del cine (sobre todo fuera de Hollywood, donde ya ha habido menos facilidad para acceder al inmenso legado de países como Italia o Inglaterra…) se reducía a unos cuantos nombres y etiquetas. En el caso del cine italiano, casi fuimos privados de saber que, además de Rossellini, De Sica y Visconti (o luego, Antonioni y Pasolini), existieron los Luigi Zampa, Alberto Lattuada, Renato Castellani, Mario Soldati, Valerio Zurlini y otros magníficos directores cuyas películas, menos manoseadas por los clichés, poseen una frescura deslumbrante.

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