Me apasionan las relaciones entre literatura y cine. Una de las facetas más atractivas que posee el mundo de la narración (visual y escrita) es el descubrimiento de las claves que condicionan cada uno de esos medios a través de la comparación entre un original concebido para ser leído en negro sobre blanco y su traslado a imágenes. No solo es apasionante; es también esclarecedor, a la hora de repartir con justicia los méritos de una obra (¡cuántas veces se los han llevados las películas, por puro desconocimiento del libro en que se basaban!). Por supuesto, cuando una de las dos fuentes, la original o la adaptación, es inmensamente superior a la otra, la comparación carece de valor. Pero cuando ambas son notables —y eso quiere decir que la película no debe contentarse con verter, tal cual, el argumento novelesco a la pantalla—, es una actividad muy enriquecedora. Pues bien, tal vez la primera vez que tuve ocasión de descubrir estas relaciones fue cuando leí la novela de Henry James Washington Square, cuya memorable historia ya había tenido ocasión de conocer a través de una excelente película, La heredera (1949), dirigida por un hombre de gran prestigio en su momento, William Wyler. Siendo bastante similares en la estructura argumental (o sea, siendo fiel la película al libro), ambas presentan las suficientes divergencias —en la forma de narrar los mismos hechos y definir a los mismos personajes, sobre todo, pero también en la atmósfera y en el uso de la tensión dramática— como para que la comparación resulte de lo más estimulante.
Encuentro pocos autores que supongan un reto mayor para un buen adaptador. El mundo literario de Henry James no se caracteriza por los argumentos originales o las situaciones inusitadas, sino por las (siempre ambiguas) relaciones entre las personas, extraídas normalmente de la aristocracia o de la alta burguesía anglo-europeas. Para quien ha leído buena parte de las narraciones de James, las tramas que las sustentan bien pueden confundirse en la memoria: no son lo importante. Lo relevante, y la verdadera aportación del autor a la literatura de finales del XIX y principios del XX (esto es, justamente antes de que se produjera la revolución encabezada por Proust y Joyce, por Virginia Woolf o Franz Kafka, en la que muchos creyeron ver —falsa alarma, claro— la «destrucción» de la novela) fue la desaparición del narrador omnisciente clásico y su sustitución por el punto de vista de un personaje a partir del cual se construye toda la dramaturgia, condicionando con su mirada parcial y subjetiva la interpretación del propio lector.
En las adaptaciones de James —repito, en las que no se limitan a mimetizar sus tramas: éstas lo lógico es que aburran notablemente, y si no, ahí tenemos a James Ivory—, un elemento fundamental es el suministro de información que se da al espectador. Un libro permite describir con mayor extensión; una imagen puede dar toda la información de un vistazo: si en una novela el autor puede concretar la psicología y las motivaciones de sus criaturas, en una película un gesto o una mirada son más reveladores que cualquier explicación prolija. Dicho de otro modo, un libro puede permitirse ser más introspectivo; una película, por lo común, es más concreta. Por supuesto, habría que profundizar mucho en estos asertos, que admiten muy diversas puntualizaciones. Pero sirven bien para situarnos ante las obras surgidas de Henry James, sobre todo porque, en el caso de este escritor, tanto en literatura como en cine, la clave puede ser una cuestión de matices.
Recordemos brevemente la trama de la historia: el conflicto que surge en el hogar de un acomodado médico neoyorquino cuando su única hija, a quien hasta entonces tenía por una pazguata dócil y sin el menor atractivo personal, se empeña en casarse con el seductor individuo, sin oficio ni beneficio, al que aquél toma por un cazadotes, ante lo cual el padre recurre a la amenaza de desheredarla. Se sabe que James se inspiró en un hecho real, que el argumento del libro sigue con fidelidad. El autor escribió la novela en Londres, la ciudad a donde había trasladado su residencia definitiva en 1877, pero con la memoria puesta en un rincón cerca del cual había pasado sus primeros años, la Plaza de Washington, esa Washington Square que hoy constituye el centro de un barrio, Greenwich Village, famoso (al menos en tiempos) por el carácter bohemio de sus habitantes. Este es el lugar donde viven los personajes protagonistas y donde tienen lugar los hechos principales del relato.
El doctor Austin Sloper es un viudo de mediana edad, muy inteligente, si bien con tendencia a contemplar el mundo bajo una mirada de distanciada ironía, seguro de su capacidad de discernimiento: en el fondo, es un escéptico radical marcado fatalmente por la pérdida de su esposa al nacer Catherine (en el relato, al contrario que en la película, se nos cuenta que ya perdió previamente a un primer y prometedor hijo varón, a los tres años de edad), incapaz de expresar el cariño, sobre todo a aquellos a quienes no aprecia. Y es que una de las inquietantes cuestiones que plantea el relato es: ¿se puede querer a quien no se estima, por próxima que sea nuestra relación con esa persona?
Y es que su hija, Catherine, es una muchacha sin especial gracia y, sobre todo, muy tímida, cuya poquedad mortifica al padre en la medida en que su nacimiento le costó la vida a su madre, una mujer de enorme belleza y dotes personales: ese resentimiento soterrado es fundamental a la hora de comprender el trato que el padre le dará a la hija en el curso de la historia. El pretendiente, Morris Townsend, en cambio, es un joven de inmejorables dones externos (porte, hermosura, modales y habilidad para resultar simpático), pero cuya historia personal —dilapidó una pequeña herencia en vivir bien en Europa, tras lo cual ha regresado a su ciudad sin que parezca estar preocupándose mucho por encontrar una ocupación— de inmediato merece la prevención del doctor. Pues éste ha obtenido su riqueza a través del esfuerzo personal (aunque le vino bien, por añadidura, el matrimonio con una joven de la alta sociedad) y que, por tanto, a la hora de juzgar quién puede ser un yerno adecuado para su hija, tiene en mucho esa ética, no sé si llamarla protestante o puritana, del trabajo. Añadamos a estos a una tía viuda que vive con ellos, la tía Penniman, que tomará sobre sus hombros el triunfo de la relación entre su sobrina y el joven Morris, no tanto por consideración hacia aquélla como por poseer una naturaleza tendente a las pequeñas intrigas románticas que compensen la vulgaridad y aburrimiento de su propia vida.
Henry James publicó por primera vez esta novela en el verano de 1880, en una publicación por entregas, reunida al final del año ya en formato de libro. Los especialistas en el autor suelen considerarla como una de las obras con las cuales culmina su primera etapa. El año anterior había conseguido su primer gran éxito con la deliciosa nouvelle titulada Daisy Miller, y justo antes había publicado otra de sus novelas primerizas más conocidas, Los europeos, al tiempo que seguía con su ingente redacción de cuentos. Ahora bien, James consideraba que el verdadero aliento lo estaba poniendo en la trabajosa elaboración del libro con el que contaba con alcanzar la consagración definitiva, y en la que llevaba embarcado varios años: la magnífica novela Retrato de una dama (1881).
El escritor nunca tuvo en mucha estima Washington Square. Tal vez porque la redacción del Retrato absorbía grandemente sus preocupaciones, siempre consideró muy descuidado el trazo dramático de la novela «menor» y de sus personajes, un producto alimenticio que no consiguió decidirse a revisar cuando, treinta años después, procedió a reeditar (y modificar) buena parte de sus primeras obras. No hay por qué hacer caso, desde luego, de las impresiones de un autor con respecto a su obra, pero en este caso hay que coincidir en algunas de las impresiones que de la misma puso por escrito. En concreto, de la debilidad fundamental de uno de los personajes, el del cazador de fortunas, trazado de modo muy tópico y sin el espesor ni la ambigüedad que el autor convertiría en una de sus más reconocibles marcas de estilo. Sin embargo, los defectos del relato no se encuentran solo en ese personaje: aunque siempre me ha sido difícil juzgarlo con absoluta independencia por las interferencias con la película, encuentro que tarda en arrancar, que en su parte central se muestra en exceso repetitivo y que carece de ese toque tan particular del autor en cuanto al punto de vista. A este respecto, en el presente relato nos encontramos, todavía, con un narrador superpuesto a los personajes, que los juzga bajo un notable sentido de la ironía.
Ahora bien, como corresponde a un autor del que todavía no he leído una sola obra mala o discreta (las tiene buenas, muy buenas o geniales), Washington Square presenta una serie de virtudes que le otorgan un notable interés y que hacen que su lectura resulte progresivamente apasionante, pues de hecho es en su tercio final donde se encuentran sus mejores momentos, hasta el punto de estar a la altura de lo mejor escrito por el autor.
En primer lugar, si el personaje del pretendiente es cierto que resulta flojo, los otros tres son espléndidos: vívidos, dotados de una autenticidad muy humana, el genio de James consigue que el lector los comprenda a los tres, impidiendo que tomemos un abierto partido por uno sin apreciar las razones de los otros, sobre todo en el duelo entre padre e hija.
El proceso de transformación de la protagonista es inigualable, sobre todo porque James, con extraordinaria precisión psicológica, tiene el acierto de hacer que la Catherine del final de la historia —endurecida por su nueva iluminación con respecto a quienes la rodeaban— surja a partir de los mismos resortes de su personalidad que antes la habían hecho sosa y sumisa. Es decir, su cortedad de imaginación, su lentitud a la hora de reconocer la hondura de cuanto sucede a su alrededor, que han modelado un ser de hábitos y pensamientos sencillos pero firmes; que, cuando arraigan, lo hacen con notable vigor. La ironía es que, si su padre cree que no se parece en nada ni a él ni mucho menos a esa madre adorada, está equivocado: hay en ella la misma tenacidad tranquila, la misma falta de flexibilidad para volver a aceptar el punto de vista ya desechado. De ahí que, mientras Catherine idolatra a su padre como un ser superior, nada hay en el universo que tambalee su pedestal; pero cuando se introducen las dudas, y el irritable doctor extralimita su condescendencia habitual para con su hija revelando la poca estima que tiene por ella, Catherine lo arroja sin dudar de esa posición de privilegio y lo condena a no poder recuperarla jamás.
Entre medias, es fundamental asimismo el sabroso personaje de la tía viuda que vive con ellos, la señora Penniman, a quien, en este caso, todos sus familiares coinciden en el menosprecio: su hermano (también su otra hermana, personaje secundario del drama), el cazadotes que la utiliza sin escrúpulo (las escenas entre ambos, una vez queda bien clara la naturaleza arribista del personaje, son impagables) y, al final, también la sobrina que, sin valorarla mucho nunca —ni siquiera en sus momentos de mayor docilidad—, al menos la estimaba sinceramente. Pues la señora Penimann parece una impenitente lectora de folletines románticos que intenta proyectar sobre una existencia en la que bien advierte su propia insignificancia, así como los pocos estímulos que ha tenido su vida (no solo enviudó muy pronto, sino que no parece que el marido fuera precisamente alguien que inspirara pasiones), entrometiéndose de un modo que acaba perjudicando a todos y que hará que todos, absolutamente todos, acaben juzgándola con desagrado. Al menos, hay que reconocerle que, del principio al fin de la historia (y llegan a pasar hasta casi 20 años), es el único de los protagonistas que no cambia nada, lo cual es prueba de la profundidad de la inconsistencia de su personalidad. El mismo Henry James es implacable y el tono de ironía en que envuelve todo el relato es especialmente sarcástico con ella, como cuando señala que, al hablar, es alguien que siempre pone en cursiva los pronombres personales (y la tipografía, claro, así lo indica: he ahí el sarcasmo), o al indicar que, si le gusta besar en la frente es como reconocimiento de que ahí está la parte intelectual de la persona.
Hay que aclarar que La heredera no es una adaptación directa del libro de Henry James, sino de una versión teatral realizada en 1947 por Ruth y Augustus Goetz, que estaba obteniendo un gran éxito en Broadway. Por entonces, el nombre de Henry James o de su obra decían poco al público, y no mucho más a la Crítica, aunque muy poco después iba a comenzar su revalorización. De hecho, el rebautizo, por una vez, no es culpa de la distribución española sino de los responsables de la obra de teatro, que consideraron más relevante para el interés del público no la ubicación geográfica (que ya no podía tener las connotaciones sociales de su época), sino el personaje sobre el que gira toda la historia. Desconozco en qué términos la película es fiel a la obra, pero puesto que sus mismos autores son los responsables de la adaptación, es lógico pensar que se siguen con bastante exactitud. La única diferencia bien conocida es que Wyler insistió en cambiar los términos del final: las muy famosas imágenes de la conclusión de la cinta, por lo tanto, fueron concebidas por el mismo director.
La principal diferencia que hay entre el relato y la película es que ésta (salvo en un solo elemento, que eso sí, es fundamental) carece de la sutileza que asociamos a Henry James, ofreciendo, a cambio, una mirada frontal sobre las características y limitaciones de sus dos personajes centrales, padre e hija. No es que el director, William Wyler, careciera de don para la sutileza: pero ésta debe hallarse, antes que nada, en la puesta en escena, en su forma de distribuir actores y objetos por el encuadre, no en la atención que le presta a los hechos concretos de sus películas. Desde los personajes encarnados por Bette Davis en su famosa colaboración con el director a Ben-Hur, la princesa de incógnito en Roma o a ese joven maniaco y coleccionista de mariposas (y mujeres) de su última película importante, los protagonistas de Wyler serán sólidos e interesantes, pero no sutiles ni ambiguos.
El personaje que más sufre la falta de sutileza es el femenino, encarnado por la gran Olivia de Havilland (que fue quien interesó al director por la obra, y que tuvo como premio su segundo Oscar a la mejor actriz principal). En el libro, Catherine tiene 22 años; la intérprete tenía 33, y esa diferencia, por supuesto, aunque no se indique la edad exacta que supuestamente tiene el personaje en el film, le da un matiz del que (todavía) carece en la novela: el de ser una muchacha al borde de convertirse en una solterona. Es mérito de Olivia de Havilland, por supuesto, que alguien tan sobrado de encanto y desenvoltura (como prueban sus películas con Errol Flynn que la lanzaron a la fama) consiga parecer tan insignificante. Eso sí, el guión extrema (a veces de forma excesiva) la manera de dejar bien sentada la extrema timidez de Catherine: su comportamiento en el baile en que conoce a Morris (en el libro queda bien claro que, puesto que conoce de toda la vida a sobrados parientes e invitados, no se encuentra tan desplazada como se señala en el film: incluso el ser más tímido se siente mínimamente arropado en un ambiente familiar) o su reacción al ser presentado por su padre a la hermana de Morris (escena que no tiene lugar en el relato y que tiene por objeto dejar bien claro a ésta que el joven no puede haberse enamorado de sus dones, y conseguir que reconozca su interés).
Ahora bien, esto no es culpa de la actriz, que está espléndida. Resulta verdaderamente inquietante cómo cambia su mirada después del abandono por parte de Morris, y cómo, de pronto, su expresión alcanza la edad que tiene realmente y se llena de una intensidad psicológica de la que antes carecía. Si bien, una vez más, la transformación resulta un tanto precipitada, la Catherine que se sienta hacia el final en su silla de bordar —el único talento que le reconoce su padre y que, en un acto de orgullo, asume como símbolo de su identidad (y soledad)— es un personaje que ya poco tiene que ver con el del principio, y es mérito de la actriz que, sin forzar la composición, resulte completamente natural.
Del mismo modo, el inglés Ralph Richardson realiza una interpretación verdaderamente genial del cáustico doctor Sloper. Richardson no necesita más que su mera presencia y la utilización de la mirada para expresar un modo de concebir la existencia: la sensación de que la clase es algo más que una posición social, es una forma de comportamiento ante la vida que no encuentra en su hija. Resulta inolvidable, por ejemplo, en aquella escena en que aguarda a Catherine sentado en la terraza de un café en un París frío e invernal (es buen detalle, con el que se presagia su futura muerte), y en su mirada advertimos que ha regresado al lugar y al momento que disfrutó con su esposa durante la luna de miel, que enseguida estropeará su hija al llegar, rompiendo el encanto precisamente al recordar esa circunstancia: es muy triste, pero al doctor le desagrada la verbalización de la mera asociación (para él, intolerable) entre ambas.
Hablaba líneas arriba de la mayor frontalidad del guión con respecto al relato, y el principal ejemplo lo supone el estallido final del conflicto. En el relato, Catherine va descubriendo poco a poco cómo es su padre, y lo inexorable de su decisión: la primera y amarga revelación es la falta de cariño que siente por ella (lo que ya es sobradamente terrible, al ser ella, ante todo, un ser que, por ser consciente de las limitaciones que tiene para ser querida, necesita un cariño extremo: cuánto hay de esa imperiosa necesidad y cuánto de su inexperiencia y de su credulidad natural en la aceptación de Morris es una cuestión de lo más interesante).
En la película, en cambio, diríase que Catherine está ciega ante la falta de amor del padre y quiere creer hasta el último momento en que acabará aprobando su felicidad. El film busca un momento de shock en la escena en que el doctor, ya enfermo y por ello todavía más irritable ante la obstinación de su hija al regreso del viaje a Europa, explota sin piedad y le hace saber a Catherine que Morris solo busca en ella el dinero… porque no hay ninguna otra cualidad (¡salvo el bordado!) que ella posea. El guión precipita a continuación la frustración de la muchacha al descubrir que éste tenía razón (en el relato, con mayor espacio, pasa más tiempo y sin recurrir a ningún incidente concreto), cuando Catherine decide fugarse esa misma noche con Morris y ve pasar las horas interminables hasta que comprende que el joven —a quien, en su ingenuidad (imprudencia, en palabras de la tía Penniman) le había contado el imposible acuerdo que podrá haber nunca con su padre, que tan mortalmente la ha ofendido, y la pérdida de su herencia—, frustrado en sus ambiciones, no va a aparecer. Es más, siguiendo el mismo objetivo de concentración de la intensidad, la película precipita entonces la irreversible caída del doctor en la enfermedad y la muerte. Es memorable el momento en que la criada acude a Catherine, sentada en el parque frente a la casa, con la mirada perdida en el vacío, para decirle que su padre, en sus últimos momentos de vida, pide que acuda a su vera. «Es demasiado tarde», es la respuesta implacable de ella.
Frontalidad a cambio de sutileza, repito. Ahora bien, esta decisión no implica que La heredera sea una película mucho más pobre que la novela (la cual, como he señalado, también tiene sus defectos, si bien de otra naturaleza), sino que elige una opción que tiene sus riesgos —el principal, el del siempre antipático subrayado— pero a cambio consigue ofrecer una notable intensidad a partir del encaramiento entre los personajes principales, que se resuelve en un conjunto de secuencias de enorme fuerza (la conversación entre el doctor y Morris, cuando éste acude a pedirle la mano de su hija; la reveladora escena entre padre e hija al volver de Europa), que dejan una desoladora sensación de pérdida en el espectador. Y que no renuncia a la elegante agudeza, como decía, a través del modo en que Wyler concibe el modo de pasear a los personajes por la casa (por ejemplo, el uso de espejos para señalar la falta de verdadera comunicación entre ellos, o la ambigüedad de unos y el exceso de malentendidos entre todos) o de sugerir la resolución de los conflictos (la forma en que filma el abrazo entre Catherine y Morris después del regreso de Europa: en vez de recurrir a un primer plano, como sería esperable para sugerir la intensidad del reencuentro, los encuadra a distancia y bajo la noche lluviosa, señalando que algo ha cambiado, y que tal vez sea la última vez que ella va a sentirlo así a él).
Pero por encima de todo, la principal diferencia entre relato y película, y la piedra sobre la cual La heredera erige la dramaturgia que le otorga su propia personalidad frente a Washington Square es en el tratamiento del personaje de Morris Townsend. En el relato enseguida se procede a su desenmascaramiento (revelando además a un tipo verdaderamente antipático cuando deja a un lado su careta encantadora), y el mismo doctor ve confirmados sus temores de labios de la hermana del joven (lógicamente, en el film esto se elude). Pero en la película, al menos hasta la parte final, hay una notable ambigüedad en torno a la verdadera naturaleza de sus intenciones. No solo es que el guión nunca nos deje ver a ese Morris vulgar de la novela: la clave se encuentra en el formidable acierto en la elección del inolvidable actor Montgomery Clift, en esos años iniciales de esplendorosa juventud de su carrera antes de su caída en la decadencia física y mental: el accidente que le destrozó el rostro, las drogas, la neurosis…
La encantadora sonrisa de Clift, atractiva e inocente al tiempo, y la pureza de su mirada profunda (unos ojos que parecen dolerse instintivamente ante cualquier sospecha de acusación en su interlocutor) obligan a creer en la sinceridad de sus actos. El actor, genial, sabe cómo introducir de pronto la nota discordante, con un mero ademán, con una lección de interpretación gestual: cuando, en las veladas que pasa con la tía Penniman (por cierto, espléndida también Miriam Hopkins) en la casa de los Sloper mientras padre e hija están en Europa, su cuerpo se relaja y se complace en la perspectiva de saberse el pronto dueño de todo (lo cual, por otra parte, no revela doblez sino, sencillamente, una inclinación natural hacia el hedonismo y la vida muelle). La excelencia del retrato que Clift hace de Morris Townsend obliga a replantearse al personaje: ¿es realmente el calculador cazador de dotes que cree el médico, tal y como su huida final parece indicar? ¿O tan sólo un encantador sibarita, en el fondo demasiado débil y cobarde como para arrostrar hasta el final las dificultades presentadas por el doctor Sloper? Por otra parte, y en mayor medida la película que el libro, debido a la gracia que transmite Clift, aunque Morris sea un cazadotes, ¿no es preferible la perspectiva de la felicidad, aunque sea engañosa, que la amargura de la soledad y el rechazo?
Todo, claro, es una cuestión de matices. Matices de los que Henry James hizo una regla ética y estética a lo largo de 40 años de carrera en los que casi siempre pareció contar lo mismo, solo para revelar que el ser humano, incluso en la similitud de reacciones, siempre se manifiesta dolorosamente débil. Matices que Montgomery Clift era capaz de sugerir con solo una mirada de sus ojos (ambiguamente) inocentes, o Ralph Richardson con su forma de templar un gesto de rabia, admirado ante la habilidad de su oponente. Matices que siempre enriquecerán el arte por encima de lo obvio, aunque algunos de los momentos de mayor intensidad que podemos experimentar sabemos que nacen de la necesidad de dejar a un lado toda matización y expresarse en voz alta.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: La heredera / The Heiress. Año: 1949.
Dirección: William Wyler. Guión: Augustus y Ruth Goetz, a partir de su versión teatral (La heredera) de la novela de Henry James (Washington Square). Fotografía: Leo Tover. Música: Aaron Copland. Reparto: Olivia de Havilland (Catherine Sloper), Montgomery Clift (Morris Townsend), Ralph Richardson (Austin Sloper), Miriam Hopkins (Tía Penniman). Dur.: 115 min.
A mí también me apasiona la relación novela/película. Hay veces que empiezo por la peli y al revés. Lo que parece muy complicado es que en ambos casos la satisfaccioón sea la mishttps://lamanodelextranjero.wordpress.com/tag/montgomery-clift/ma. Por ejemplo, me gustó «La pasión turca» de Gala y vi la peli dirigida por Antonio Aranda. La peli me defraudó y eso que Aranda está especializado en la dirección de señoras por cierta carga erótica. No sabría decir por qué, quiza Ana Belén no respondía a la imagen que yo tenía de la protagonista de la novela.
Sin embargo, «El nombre de la Rosa» me gusta en ambos formatos, cada uno con su propia metodología. También empecé con la novela
Un caso muy especial, de culto,para mí fue «La chica más guapa de la ciudad» de la que hablé en mi blog. No sabía quién era Bukowsli, ni ideaa pero Marco Ferreri, Gen Gazara y Ornella Muti me llegaron muy dentro, me produjeron casi un estado de skock. Lloré con la peli y no paré hasta que leí los libros en que se basa y aún sigo con ello, Bukowski es sin duda uno de mis poetas y narradores fetiche, incluso he traducido cosas suyas. El director, Marco Ferreri, que había trabajado en España años atras, supo reflejar lo que escribió el americano. Curiosamente, ninguna otra película de Ferreri me ha gustado tanto como esta.
Lo mismo pasa en ópera, el libreto es fundamental. Quitando a Wagner, Daponte y algún otro, los libretos buenos proc vienen de obras de teatro o novelas. Por ejemplo: Salome, basada en Oscar Wilde tiene su reflejo perfecto en la ópera de Strauss, otro de mis fetiches.
Saludos.
Hola, Regí, perdona la tardanza en contestar, pero acabo de volver de un viaje por el norte. En efecto, la comparación entre libro y película es interesantísima, empieces por uno o por otra. A mí también me gusta bastante «El nombre de la rosa». En el caso de «La pasión turca» no he llegado al libro porque la película directamente me pareció malísima, pero es algo que en general me pasa con el cine del recientemente fallecido Vicente Aranda, un director para mí sobrevaloradísimo.
Un abrazo.