I II
De pequeños, nuestros padres, los adultos y la sociedad en general, se esfuerzan en dotarnos de modelos positivos que adoptar para guiarnos por la vida, y las ficciones destinadas a los niños están muy convenientemente pobladas de todo tipo de héroes y gente noble. Puede suponerse el impacto que para mí constituyó el descubrimiento televisivo de una película francesa titulada A pleno sol (1960), cuyo protagonista era un muchacho simpático y de rostro angelical, con la típica cara de buen chico, que de pronto cometía un crimen terrible y organizaba su vida, sin el menor escrúpulo, mediante la suplantación del asesinado, lo cual acababa enredándolo en nuevos crímenes. Desde entonces, el nombre de Tom Ripley supone para mí (como para tantos otros) la encarnación de esa malsana fascinación que el ser humano siente por la contemplación del mal ajeno, siempre que resulte atractivo. Resulta imposible contemplar esta maravillosa película sin desear, en todo momento, que el joven Ripley se salga con la suya. Hitchcock ya había ensayado antes con la identificación del espectador con un criminal, pero nunca ninguna obra ha llegado, en mi opinión, tan lejos, y menos en nuestros días, en que este tipo de personajes han acabado por convertirse en moneda corriente (y es que cuando la transgresión se convierte en algo cotidiano, deja de ser transgresión). El personaje de Ripley, descubrí después, tenía origen literario, y de hecho es el protagonista de cinco novelas de Patricia Highsmith, la primera de las cuales es la que inspira A pleno sol. Para un amante de las multiplicaciones (nunca miméticas) de una misma historia, la comparación y análisis entre la novela y las dos excelentes películas que ha inspirado —la segunda, que ya recoge el título original del libro, El talento de Mr. Ripley (1999), es complementariamente sugestiva con respecto a la primera— supone una experiencia muy excitante. Porque hay tres versiones de la novela y, por tanto, tres Ripleys.
A lo largo de dos entregas voy a exponer mis impresiones sobre una historia que he llegado a acabar por considerar una especie de tríptico en tres capítulos, o una trilogía de las que ahora están tan de moda, solo que ejecutada a lo largo de casi medio siglo y en distintas circunstancias, que es evidente que influyen de modo notable en su planteamiento final. En este primer artículo voy a centrarme en la novela y en la reelaboración a que es sometido el personaje en las dos películas (otorgando, por ello, especial importancia a la elección de los actores y su aportación particular a Tom Ripley, algo esencial en cine, donde un gesto o un físico definen mucho mejor que un diálogo o una acción). En el segundo, me centraré específicamente en los contenidos de las dos excelentes versiones cinematográficas.
Patricia Highsmith publicó The Talented Mr. Ripley en 1955. Habiendo conseguido su primer éxito con su novela Extraños en un tren (1950), en buena medida gracias a la repercusión que le daría la adaptación realizada por Hitchcock (no es casualidad que estos dos nombres se crucen varias veces en un mismo comentario), la autora pudo sufragarse un largo viaje por Europa en el curso del cual concebiría a su personaje. Perseguida por él, con el tiempo acumularía otras cuatro peripecias suyas: Tras la máscara de Ripley (1970), El juego de Ripley (1974) —más conocido por El amigo americano, a causa de la magnífica adaptación realizada por Wim Wenders en 1977—, Tras los pasos de Ripley (1980) y Ripley en peligro (1991). Por cierto que, en España, la novela fue editada como el rebautizo de la versión francesa, A pleno sol, sin duda debido a su gran impacto. En las ediciones de Anagrama en que pudo encontrarse a partir de 1981 (supongo que alguna editorial se encargaría de publicarla tiempo atrás), venía acompañado del subtítulo El talento de Ripley. A partir del estreno del film de Anthony Minghella, ya siempre se ha editado como El talento de Mr. Ripley.
El argumento urdido por la novelista, y que las dos películas siguen con fidelidad en sus trazos generales, sitúa a Tom Ripley, un muchacho estadounidense de magros recursos económicos, en Italia, comisionado por el rico naviero Herbert Greenleaf para que intente convencer a su hijo Dickie (equivocadamente, supone que son antiguos amigos) de que regrese al hogar y a las responsabilidades. Dickie está viviendo una dorada juventud en una pequeña localidad del golfo de Nápoles, Mongibello (inventada por la escritora), bajo la excusa de querer convertirse en pintor, cuando no es más que el clásico muchacho de buena familia y vida parásita que no desea otra cosa que pasárselo bien lejos del castrante entorno doméstico. Tom consigue, en efecto, ganarse la atención de Dickie y convertirse por unas semanas en su favorito, en su nueva atracción, realizando su sueño de vivir sin la menor preocupación y en el ambiente que siempre había deseado. Sin embargo, cuando comprende que Dickie ya quiere librarse de él, lo asesina, oculta las huellas del crimen y acto seguido, aprovechando sus habilidades para la falsificación y la mimetización, lo suplanta, no solo para asegurarse la perpetuación de la vida muelle y distinguida de sus sueños, sino por la necesidad de sentirse como Dickie. Por supuesto, esto solo es el comienzo de una serie de adversas pruebas que el destino (o la imposibilidad de ocultar todas las huellas) le irá enviando, y que acaban obligándolo a cometer otro crimen, ahora en Roma, en la persona de un amigo de Dickie que está oliendo algo turbio en el asunto.
Siempre me ha resultado difícil enfrentarme a esta novela, pese a haberla releído varias veces. En un primer momento, sin duda, se debió a que el inabordable misterio que desprende el Ripley encarnado por Delon se pierde por completo en la novela: yo llegué a la película antes que al libro. Como es evidente, no era intención de Highsmith crear un personaje misterioso (salvo para los personajes de la historia). En primer lugar, porque la autora lo aborda desde un punto narrativo clásico, que (sin recurrir a la primera persona) lo cuenta todo desde la perspectiva de su protagonista, de quien por tanto siempre conocemos hasta el mínimo pensamiento: sus deseos, sus frustraciones, sus momentos de gozo o de profunda ira. Ella siempre defendió la película, señalando que Delon había encarnado el mejor Ripley posible, pero cualquiera que las compare descubrirá que son considerables las diferencias entre ambos, pese a partir de un mismo sustrato personal.
El Tom Ripley de la novela es un ser egolátrico y amoral, cualidades retomadas por el del film francés (no en cambio por el norteamericano), pero cuya incapacidad para sentir o hacer nada que no conduzca a la satisfacción de sus necesidades personales, y su falta de escrúpulos para cruzar la frontera del delito, lo convierte en un ser francamente peligroso cuando el premio al que aspira es máximo y después ya no puede volverse atrás. De hecho, más de un crítico ha señalado que Highsmith describe a un psicópata, y en buena medida la completa falta de empatía de Ripley puede darles la razón. Desde la descripción de su vida más bien sórdida en Nueva York, Highsmith deja bien claro que nos hallamos ya ante un mentiroso sin escrúpulos, un estafador a pequeña escala que aprovecha sus habilidades para los números y la suplantación para cometer nimios fraudes fiscales. Ripley es un joven de 25 años frustrado por un pasado infeliz (huérfano a corta edad, criado por una tía horrible, con escasos estudios) y un presente que no se corresponde con sus deseos de obtener lo mejor. Lo cual no estriba, sencillamente, en poseer el dinero necesario para vivir en la molicie, sino en la posibilidad de adquirir, así, la distinción, el refinamiento y la cultura que él asocia a una buena posición. Tom Ripley, por tanto, es un individuo desesperadamente necesitado por reinventarse a sí mismo, y la oportunidad de hacerlo la encontrará en su viaje en pos de Dickie Greenleaf.
Dentro del Ripley de Highsmith bulle, pues, una singular combinación entre el arribista clásico (el joven de aspecto modesto y agradable que sabe adoptar siempre la máscara y los modos que los demás esperan de él, con objeto de beneficiarse cuanto pueda) y el joven frustrado por las circunstancias de su vida. Sin duda, el planteamiento psicológico escogido por la escritora es magnífico. A esto hay que añadir, además, una fuerte ambigüedad sexual, tema que a Patricia Highsmith, lesbiana asumida, le interesaba mucho en esos años: poco antes había publicado una novela titulada El peso de la sal, acerca de la relación sentimental entre dos mujeres muy diferentes de Nueva York, que debió firmar con seudónimo y que tres décadas después asumiría ya como propia, bajo el nuevo título de Carol, que ha sido llevada al cine hace muy poco. Marge, la joven norteamericana que también vive en Mongibello y que está perdidamente enamorada de Dickie, no duda en ver a Tom desde el primer momento como un rival amoroso y será la primera que lo defina como invertido. Ahora bien, en la novela no se llega a aclarar esta condición, si bien en ningún momento Tom mostrará atracción por ninguna mujer y, en cambio, su forma de describir a Dickie resulta harto tortuosa, aunque esto puede interpretarse como una atracción sexual y como una forma de desear apoderarse de la encarnación física y vital de aquél, el modelo de hombre que él desearía ser. De este modo, su suplantación de Dickie vendría a constituir una malsana expresión de autoerotismo.
La gran diferencia que existe entre el Ripley literario y los cinematográficos es la profunda antipatía que despierta el primero. Si el Ripley de Delon provoca una inquietante empatía y el de Damon desprende un patetismo que nos obliga a comprenderlo, el del libro es, lisa y llanamente, un tipo que despierta abierto rechazo. Desde luego, no era propósito de Highsmith el pretender otra cosa. Es más, no se encuentra en todo el libro un solo personaje que desprenda simpatía: tanto el asesino como sus víctimas, tanto la pobre y patética Marge (el personaje más engañado de toda la función) como el estirado padre de Dickie o los otros parásitos con los que se tropieza Ripley, responden al concepto profundamente negativo que tenía la autora de la condición humana, y que le otorgó una considerable reputación de misantropía a lo largo de su carrera. No en vano eso mismo se desprende de buena parte de las imágenes fotográficas que tenemos de ella, sobre todo en su madurez: una mujer que mira a la cámara con desconfianza, la misma que debió de sentir por el mundo y las criaturas que lo pueblan, y que ella eligió mostrar, en toda su descarnada crudeza, a través de sus ficciones.
Ahora bien, en ningún caso el Tom Ripley del libro es un genio del mal. De hecho, sus planes se caracterizan por la improvisación más patética, comenzando por el primer asesinato, el de Dickie, y por la excesiva asunción de riesgos. En más de un momento, la intriga va probando la credulidad del lector, puesto que resulta imposible que Ripley no sea descubierto por cualquiera de los numerosos cabos sueltos que va dejando su trayectoria criminal. Aun cuando uno pueda admitir que sea psicológicamente creíble que Tom vea nublado su juicio por el desesperado aferramiento a esa identidad tan necesaria para él, no lo es en términos narrativos, salvo que la intención de Highsmith sea la de subrayar la estupidez humana, y por tanto también de las instituciones que la sociedad han creado, empezando por la policía. Pero en la parte final de la novela, y ante la progresiva aparición de nuevos indicios muy claros, resulta muy difícil creer que nadie (ni la policía, ni Marge, ni siquiera el detective estadounidense hecho venir a Europa por Herbert Greenleaf) se dé cuenta de que la única solución que da sentido al enrevesado caso es que el culpable tenga que ser ese sujeto sin oficio ni beneficio, que parece estar en todas partes y en ninguna, y que conoce a todos los integrantes del drama. Esto es, Tom Ripley.
Lo mejor del libro, desde luego, es el descubrimiento que hace el protagonista de que su camaleonismo supera todas sus expectativas, al reformularse con completo éxito, al borrar a Tom Ripley tan pronto decide ser Dickie Greenleaf, mediante la adquisición de esa distinción, de ese buen gusto que tanto ansiaba y que resulta genuino. Ahora bien, en el último punto de su trayecto, en Venecia, la ciudad del arte y la decadencia por antonomasia, descubre que el triunfo de su empresa lo condena a la soledad más absoluta, pues el esquizofrénico juego de identidades lo obligará a buscar algún rincón del mundo donde nadie conozca ni a Dickie Greenleaf… ni a Tom Ripley.
Como ya he señalado, la circunstancia fundamental que caracteriza al Ripley de A pleno sol, al Ripley encarnado por Alain Delon es la turbadora ambigüedad que nace del contraste entre el aspecto angelical del actor y los actos criminales que comete. Ante todo, el Ripley del film es un individuo impregnado de misterio, del que se desconoce su pasado —con buen sentido, el guion prescinde del prólogo estadounidense y muestra ya al personaje en compañía del joven Greenleaf— y que, por diáfana y aparentemente accesible que sea su apariencia, acaba revelándose como una impenetrable esfinge cuyos pensamientos resultan inescrutables. De él solo se nos cuenta que el padre de Dickie (ahora rebautizado como Philippe, quién sabe por qué) le ha prometido 5.000 dólares si consigue que su hijo retorne a los Estados Unidos. Es más, si en la presentación de los personajes se ha indicado que ambos jóvenes se conocieron en su país natal, ya avanzada la historia, y ante los reproches de Marge por el modo en que trata a su viejo amigo, Philippe le suelta que toda esa historia es una completa invención de ese fabulador. Por lo tanto, una sombra indeterminada rodea el pasado del joven, lo cual en el fondo tiene correspondencia con el propósito del personaje literario de borrar por completo su vida anterior a su viaje a Europa. De hecho, la pregunta fundamental que se acabará haciendo el espectador ante él no es quién es Ripley, sino ¿qué quiere Ripley?
De entrada, no se insistirá lo bastante en que estamos ante un personaje construido, en términos psicológicos, a partir de una apariencia física. Con su suave belleza efébica (que tiene la virtud de no hacer ostentación de ella), su aspecto ingenuo, tierno, incapaz en apariencia de un mal gesto, cuya sonrisa nada impostada es su mejor carta de presentación para rendir cualquier suspicacia, Delon construye un personaje que no parece un monstruo ni siquiera cuando comete los actos más monstruosos: qué mejor ejemplo de que el diablo prefiere mostrarse bajo bellas apariencias.
Años después, al servicio de cineastas del polar o cine policiaco francés como Jean-Pierre Melville, variaría su imagen escogiendo un mutismo expresivo al borde de la pura inexpresividad, igualmente construido en torno al contraste entre su apostura y su gesto ahora de hombre duro (El silencio de un hombre, de 1967, es buen ejemplo de ello), por desgracia revelando en más de una ocasión cierta artificialidad que indica que nunca fue un actor versátil, sino una presencia. En A pleno sol, sin embargo, en él se observa todavía una virginidad interpretativa que otorga una especie de pureza primigenia a su personaje, convirtiéndolo en irrepetible. Nadie que contemple su Tom Ripley podrá evitar desear que salga con bien de su empeño: porque, en el fondo, esos crímenes mediante los cuales se pone en camino de conseguirlo no parecen otra cosa que la travesura de un niño bueno que a veces se cansa de ser siempre ejemplar.
Como concretaré en la próxima entrega, El talento de Mr. Ripley es una adaptación que se despega menos del original que el film francés, y por ello su Tom Ripley está más cercano al creado por Patricia Highsmith. La clave dramática fundamental es que aquí es, sin duda, el menos negativo de los tres propuestos a partir de la misma historia. Es el más comprensible de los tres, el más humano, y por ello el espectador, si no simpatía, no puede evitar sentir una indudable lástima por los sufrimientos, auténticos, que le provocan sus varios crímenes a lo largo de la historia (en este caso, se añade uno apócrifo que no figura en Highsmith, y que resulta fundamental para el dibujo del personaje).
El director y guionista del film, Anthony Minghella, retoma varios rasgos psicológicos del libro, como su tendencia a la reacción infantil, incluso histérica, sugiriendo cierto desequilibrio interior sin llegar a la condición psicopática: es un buen chico que va embrollando su trayecto por su doble deseo de dejar de ser un don nadie y de recibir el afecto auténtico de los demás. Lo cual, por supuesto, no quita que acabe convirtiéndose en un criminal: pero un criminal a pesar suyo, y de hecho por una vez el asesinato de Dickie (el personaje aquí recupera su nombre auténtico) es completamente impremeditado, una reacción de ira ante el dolor que le provoca el desagradable desahogo de aquél contra su persona, que casi cabe interpretar como el abuso de un adulto sobre un niño pequeño… un niño pequeño muy peligroso.
Minghella retoma, por tanto, el objetivo seminal de todos los Ripleys: la necesidad de reformularse y convertirse en alguien mejor, pero va más lejos que Highsmith al afirmar ya directamente la homosexualidad del personaje, un rasgo fundamental de su personalidad, puesto que la muerte de Dickie resulta un acto de auténtico despecho al verse rechazado e incluso humillado por el ser al que más adora en el mundo.
Aun cuando se trata de un actor por lo común mediocre, unidimensional hasta la exasperación (y eso que, curiosamente, buena parte de sus papeles han sido de muchacho inteligente y sensible), un Matt Damon todavía en los inicios de su carrera brinda una adecuada encarnación de tan formidable personaje. Suele indicarse en estos casos de buenas actuaciones de malos actores que se debe a estar «muy bien dirigidos». No quiero incurrir en esta injusticia: Damon es un actor de dotes personales corrientitas, las justas como para haber podido hacer papeles propios de un galán apuesto, pero que le facilitan cierta maleabilidad para la caracterización física, de la que aquí hace buen uso. Bajo sus rasgos, Ripley parece realmente un tipo más bien feúcho (haciendo honor al concepto que de sí mismo manifiesta en la novela, donde declara, con disgusto, que tiene un aire inexpresivo y por ello fácil de olvidar), pero encarnando a Dickie de pronto resulta agraciado. En cualquier caso, justo es reconocer que nunca Damon ha sido tan (adecuadamente) expresivo como en esta película, que contiene la interpretación de su vida… por mucho que rara vez haya estado siquiera cerca de conseguir los mismos resultados.
A Ripley lo conocí directamente por la novela, sin haberme atrevido a ver ninguna de las versiones (es uno de esos personajes que pueden ofrecer a cada lector una versión tan particular que quizá nos alejamos de la que se pueda dar en una versión cinematográfica), y su comienzo me pareció muy ambivalente: sus primeros pasos en la vida, donde se hace evidente que no ha sido el más favorecido, despiertan la simpatía hacia un personaje muy poco afortunado que se mueve entre otros que, pese a asumir posteriormente el papel de víctimas, producen el efecto contrario: Dickie o Marge presentan también una falta de empatía, distinta a la del protagonista, pero muy propia de su caracterización como niños bien acostumbrados a las novedades. La falta de conexión con ellos hace mucho más fácil el sentir fascinación por el avance de Ripley como asesino a sangre fría, y como llega a reinventarse no una, sino dos veces: el Ripley que interpreta posteriormente es casi una caricatura de cómo él cree que el mundo puede verlo.
Como mi acercamiento a la novela fue posterior a las películas (de ahí que deba reconocer que esto pueda haber influido mis múltiples reparos hacia el personaje literario), me resulta difícil situarme en la perspectiva contraria que es la tuya. De ahí que te anime a que veas los films: ha de ser muy interesante comparar las modificaciones y/o variantes sobre el personaje, en su adecuado orden cronológico. Por lo demás, también tengo pendiente leerme todo el ciclo completo del personaje (de las otras cuatro novelas, solo he leído «El juego de Ripley», la tercera, que no me gustó mucho). Anagrama ha reeditado recientemente todas ellas, creo que en un solo volumen.