Antes de Star Wars fue La fortaleza escondida

La fortaleza escondida, de Akira KurosawaTodos los entusiastas de La guerra de las galaxias, ávidos de información desde los mismos días de su estreno, sabíamos de la ristra de influencias que George Lucas manejó a la hora de construir el primer capítulo de su gran saga galáctica: que si El Señor de los Anillos, que si la leyenda de la Tabla Redonda, que si los seriales de space opera del viejo Hollywood… Entre las referencias solía colarse una que nos parecía muy exótica: una película japonesa completamente desconocida titulada La fortaleza escondida (1958), firmada por un director llamado Akira Kurosawa. Es por ella, parecía ser, que se colaba el curioso nombre japonés del caballero jedi encarnado por Alec Guinness: Obi-Wan Kenobi. La razón estribaba en que el primer actor seleccionado por Lucas había sido el protagonista de aquel film nipón, Toshiro Mifune, una de las grandes estrellas del cine de su país. Mucho tiempo después, en la era del dvd, por fin pudimos tener acceso a esa película ignota y el asombro fue grande: pues Lucas «tomó» mucho más que un nombre nipón de esta película. Tomó un argumento (una princesa que atraviesa un buen número de peligros bajo la protección de un dispar grupo de aventureros) y una original estructura narrativa, que otorga un rango protagonista, durante un buen tercio de metraje, a un par de personajes, uno alto y el otro bajo, que se pelean constantemente entre sí pero que no pueden estar el uno sin el otro, que cada vez que aparecen aseguran la diversión y que conducen al espectador hasta los personajes teóricamente importantes de la función. ¿No nos suena este retrato a los entrañables C3PO y R2 D2?

La trama del film, como señalaba, es la siguiente: después de haber sido destronada la dinastía a la que servía, el fiel general Rokurota Makebe debe conducir a la última superviviente de aquélla, la joven princesa Yuki, a lugar seguro, así como el cargamento de oro que llevan consigo para mejor procurar su restauración, para lo cual debe atravesar un territorio hostil en el que son incansablemente buscados. La gran intuición de Kurosawa es la audaz forma de presentar esta intriga y sus personajes, que es justo lo que adoptó George Lucas con sus dos entrañables robots: en vez de situar directamente aquella acción en el objetivo directo de la trama, comienza describiendo las desventuras de un par de pícaros de muy humilde origen, dos campesinos que dejaron su pueblo para marchar a la guerra, creyendo que encontrarían fama y fortuna y, desengañados, se dedican a recorrer el país, tal vez tratando de regresar a su aldea natal, tal vez esperando sorprender por fin la suerte que tan esquiva les ha sido hasta ese momento.

Akira Kurosawa y George LucasPara un aficionado común, La fortaleza escondida es una película de samuráis. Para los degustadores del cine japonés, a los que por tanto fascinan las etiquetas (en japonés) de sus géneros, es un jidai-geki, esto es, una película de época. El primer término también sonará a los aficionados a Star Wars, pues de él extrajo Lucas la palabra jedi, con que designó a sus particulares caballeros defensores de la República galáctica. Las confluencias no acaban aquí: las famosas «cortinillas» que en la saga de las galaxias sirven todo el tiempo para pasar de una secuencia a otra, barriendo la pantalla de modo lateral, también están tomadas de este film. La secuencia final, en que la princesa premia a sus paladines, modesta en Kurosawa y multitudinaria en Lucas, forma parte asimismo de la herencia. Incluso un momento concreto, aquél en que el grupo es sorprendido por unos soldados que en vez de enfrentarse a ellos huyen a caballo para dar la alerta y obliga al general a perseguirlos para impedirlo, sería retomado en El retorno del Jedi (1983), en la secuencia que transcurre en el bosque de Endor y el comando rebelde liderado por Han Solo inicia una caza de soldados imperiales entre los árboles, ahora no a caballo sino en moto voladora.

Kurosawa, por tanto, sitúa en primer plano la peripecia de los dos infelices durante todo el largo arranque, sin abandonarlos ya en ningún momento —incluso serán ellos quienes cierren la película—, valorándolos en importancia narrativa a la misma altura que los personajes en principio más heroicos. Es posible que nunca, hasta ese momento, en un film de gran presupuesto, se hubiera concedido tanta importancia a un par de personajes tan vulgares, encarnados además por dos actores secundarios de los de toda la vida, de físico nada noble, que nunca habrían soñado con merecer semejante atención en un film de gran presupuesto. Minoru Chiaki (encarnando al alto Tahei) y Kamatari Fujiwara (ídem al bajito Matashichi), secundarios habituales del cine de su director, espléndidos ambos, arrebatan buena parte del protagonismo a la gran estrella del cine japonés, Toshiro Mifune, por más que éste, claro, demuestre sobradamente su magnetismo cada vez que aparece, brindando asimismo una interpretación espléndida, dentro de ese tono al tiempo seco y expresivo que tan bien sabía lucir. El papel femenino corrió a cargo de una debutante, Misa Uehara (cuya carrera sólo se prolongó en un par de películas más), que increíblemente derrocha un aplomo extraordinario, asumiendo hasta el tuétano esa altivez e impaciente arrogancia que uno espera en una princesa. Por cierto que su caracterización —pantaloncitos cortos que parecen muy modernos, mirada altiva, y una hosquedad perenne y retadora que expresa a través de una fusta— ha generado una comprensible mitomanía fetichista.

Los cuatro personajes centrales de La fortaleza escondida, con la princesa dormidaEn un mundo dominado por la guerra crónica —recorrido por pobres diablos que huyen de todo y de todos, por campesinos empobrecidos y obligados a trabajar contra su voluntad en las minas, o por soldados fanfarrones que abusan cuanto pueden—, Tahei y Matashichi pasean su patética condición de parias supervivientes, vagando de aquí para allá a través de un paraje singularmente desolado, sin otra preocupación que obtener algún botín con el que eludir el regreso derrotados a su terruño natal y a su humillante condición de jornaleros de la tierra. Será su inveterada codicia —la codicia de los que nada tienen y, peor, nunca tendrán— la que los cruzará en el camino de la princesa y su general, uniéndose a ellos en parte por miedo a Rokurota, en parte porque esperan poder huir con todo el oro. Tahei y Matashichi son egoístas, son mezquinos, son envidiosos, son lúbricos, son unos auténticos gafes: ¡si incluso cuando por fin huyen del general y pueden denunciar a éste y a la princesa a fin de cobrar al menos la recompensa que dan por ellos, los soldados ante quienes se presentan sueltan una incontenible carcajada al escucharlos… pues los acaban de capturar!

Y aunque continuamente se lanzan agrios reproches el uno al otro, no pueden soñar siquiera con separarse para siempre, y cuando lo hacen por un rato sin duda es para acabar considerándose más desgraciados todavía al haber perdido al otro. De modo genialmente pícaro, podríamos decir que casi mediterráneo, La fortaleza escondida propone una apología muy sui géneris de la amistad, que desde luego no excluye el hacerse mutuas faenas, y el que a un abrazo bien pueda sucederlo un puñetazo. No extraña saber que Sergio Leone, el hombre que revolucionó el western en los años 60, tuviera muy en cuenta el cine de samuráis de Kurosawa para sus películas, empezando por su magistral El bueno, el feo y el malo (1966). Del mismo modo, es imposible que Ennio Morricone no escuchara a conciencia la música de Masaru Sato, agreste e incluso monocorde para un oído «occidental», antes de revolucionar la banda sonora del cine del Oeste con la inclusión de toda clase de sonidos extraños.

La grandeza dramática de La fortaleza escondida se manifiesta de muchas maneras, pero en especial por medio del uso del contraste, por ejemplo entre la falta del menor principio moral en la conducta de los pícaros (aunque, eso sí, nunca llegan a incurrir en ninguna indignidad irreversible) y la ética samurái que anima al general y a la princesa. Y si es la dignidad de Rokurota —al perdonar la vida de un antiguo compañero de armas al que ha vencido en duelo singular, el general Takodoro, que más tarde los salvará de la ejecución— lo que les permitirá llegar sanos y salvos a territorio seguro, será la capacidad para la trapisonda de los dos pícaros lo que estimula a aquél a seguir adelante. Siendo tan distintos —en inteligencia, en valor, en celo—, el general no podrá evitar sentir una indudable simpatía por aquéllos, quienes no solo le inspiran el plan para moverse por el territorio (camuflados de burdos campesinos) sino que incluso algunas de sus meteduras de pata los salvarán de apuros.

La princesa,Por su parte, en el caso de la princesa habrá una muy coherente transformación moral, más sabrosa si tenemos en cuenta que su retrato inicial la ajustaba de modo prototípico al modelo que se espera de alguien de su rango. Por ejemplo, antes de partir en su peligroso recorrido por el país, Rokurota la convence para que se finja muda, pues una princesa de incógnito a la fuerza ha de revelar su condición de tal en cuanto abra la boca, del mismo modo que la princesa de Andersen no podía disimular la delicadeza de su piel sintiendo el guisante debajo de múltiples colchones. La aventura también supondrá una prueba para su integridad moral, al obligarla al contacto directo con ese pueblo al que, encerrada en su palacio, nunca había visto. Y lejos de sentirse degradada por este contacto, acabará accediendo a una comprensión más profunda de sus necesidades, que en primer lugar se manifiesta al obligar a Rokurota a «comprar» a la joven criada cuyo maltrato presencia en una posada (y que, además, es de su mismo país, lo cual la obliga a protegerla). La relación entre la princesa y su guerrero alcanza su más imborrable momento en el contenido pero emotivo gesto de fidelidad y respeto que se cruzan antes de hacer frente al asalto final de los soldados que los persiguen, cuando él le entrega a ella su propia katana para poder defenderse.

La fortaleza escondida es el primer film que Kurosawa rodó en el nuevo formato en CinemaScope (llamado TohoScope en el seno de la productora en la cual estaba bajo contrato), y en el cual rodaría durante la siguiente década. El director descubrió que su sentido del espacio se encontraba especialmente cómodo dentro ese alargadísimo encuadre, como demuestran momentos como la larga secuencia del duelo entre Rokurota y Tadokoro, que comienza con el estupendo momento de la elección de una lanza por parte del primero: el encuadre ancho sirve tanto para situar bien al espectador en el lugar donde tendrá lugar el combate, como para describir que la cualidad de un buen guerrero no radica solo en su valor o en su habilidad con la espada, sino en la elección de un arma, cuyo temple tendrá que hacer honor al del combatiente que la ha de portar.

La impronta visual del film  revela ese extraordinario talento que tuvo Kurosawa para hacer que el paisaje cobre una fuerza especial, alucinatoria, convirtiéndolo en un integrante más del drama que transcurre en su seno. Sólo que, al contrario que su justamente previa, y trágica, Trono de sangre (1957) —traslación de Macbeth al mundo especialmente violento y terrible del medievo japonés—, aquí esa naturaleza, agreste unas veces, exuberante otras, no es enemiga declarada de esos seres que la recorren, sino que las más de las veces es su aliada. Pues el genio de Kurosawa consigue una perfecta combinación entre la intensidad dramática de una aventura que nunca va en broma —triste diferencia con el cine de aventuras futuro, por ejemplo el de sus admiradores Lucas y Spielberg: cf. los Indiana Jones— y el tono lúdico y sardónico que depara de modo riquísimo la peculiar pareja de escuderos, así pues entre tensión y distensión. Sirva como genial ejemplo el momento en que, aprovechando una ausencia de Rokurota, ambos se juegan a la pajita más larga quién va a «disfrutar» de los encantos de la princesa que duerme indefensa a su lado: divertidamente, quien desbaratará sus lujuriosos propósitos no será el general… sino la fiel criada, que se impondrá, de modo humillante, ante los cabizbajos antihéroes.

La princesa Leia del medievo japonés

[El lector que no conozca el final de esta espléndida película debe dejar de leer aquí]

La fortaleza escondida, en conclusión, es un film de aventuras que sabe que, siendo fiel y coherente con el dramatismo intrínseco de su narrativa, es justo que todo acabe bien para sus esforzados protagonistas. El reaparecido Tadokoro descubre admirativo que la razón y la lealtad están del lado de su viejo amigo Rokurota y los libera, uniéndose a ellos en la fuga en vez de sacrificarse vanamente: «¡Perdón por la deserción!», grita jubiloso cuando salta a caballo (y otro detalle excelente: Rokurota tiene tiempo de subir a su grupa a la leal sirvienta). Y todavía hay tiempo para que reaparezcan los dos bribones: atrapados cuando volvían a creer tener en su poder el oro, serán conducidos ante la princesa y el general, que ya han recuperado todo el boato de su atavío (y ellos, por una vez mudos, casi no pueden creerlo: la joven al fin viste las ropas —demasiado recatadas, ay— de su rango y el vagabundo el uniforme acorazado de general). Y no habrá para ellos el castigo tan temido, si bien su premio final, claro, no será todo ese tesoro por el que tanto penaron, sino una pequeña pieza de oro. Y se marchan sonrientes, regalándosela con tono emotivo el uno al otro, embargados por el rayo de nobleza que les ha iluminado un instante, enriquecidos incluso… aunque podemos pensar que esto es sólo un breve intervalo y que, quizás un día o dos después, volverán a pelearse por esa pieza que ahora palidece tanto ante el recuerdo de los elogios de la princesa ante los esfuerzos compartidos. Esa es la bella lección moral de esta sublime pieza: que la picaresca y la nobleza pueden marchar la una al lado de la otra, mientras haya un cineasta cuya sabiduría y humanismo consiga enhebrarlas, sin impostación ni miradas a la galería, dentro de una aventura maravillosa, telúrica, gozosa, a veces también triste, sorprendente siempre. La fortaleza escondida, por tanto, es una maravilla del Séptimo Arte, de uno de los cineastas que glorifican su historia.

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: La fortaleza escondida / Kakushi-toride no san-akunin. Año: 1958.

Dirección: Akira Kurosawa. Guión: Shinobu Hashimoto, Ryuzo Kikushima, Akira Kurosawa y Hideo Oguni. Fotografía: Kazuo Yamasahi. Música: Masaru Sato. Intérpretes: Toshiro Mifune (General Rokurota Makabe), Minoru Chiaki (Tahei), Kamatari Fujiwara (Matashichi), Misa Uehara (La princesa Aki). Dur.: 139 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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5 respuestas a Antes de Star Wars fue La fortaleza escondida

  1. Guillermo dijo:

    Dejo esto acá, ojalá guste

  2. delmiro dijo:

    Rokurota, creo que no le da una espada a la princesa por si le atacan, le da creo que una daga ceremonial para hacerse el hara-kiri…

  3. Gómez García Rosario dijo:

    Rokurota, antes de ir a la que parece va a ser su lucha final, cosa que impide la criada al adelantársele e ir Rokurota a salvarla de la muerte segura, da a la princesa un «tantõ», para que esta pueda usarlo para su propia muerte si llegaran a capturarla. No es una katana. Es curioso que el general Rokurota no lleve encima más que ese tantõ y solo use la espada en la escena de su persecución a caballo de los dos soldados que huyen.

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