Beau Geste: un entierro vikingo en el infierno

Póster de Beau GesteNo existe una sola película en la historia del cine que posea un inicio más atractivo, misterioso y bello que el de Beau Geste (1939). Un destacamento de legionarios se acerca a un fuerte que se alza en medio del desierto, silencioso y solitario, cuyas almenas están cubiertas de soldados. Sin embargo, cuando el comandante rodea la muralla descubre que todos esos rostros son de hombres muertos, con la expresión desencajada. Enviado un voluntario al interior, desaparecerá sin dejar rastro. El mismo comandante acaba explorando él mismo, descubriendo un dantesco rastro de cadáveres, entre los cuales destaca el de un oficial con una bayoneta clavada en el pecho y una carta cuyo autor se declara autor del robo de un diamante en tierra inglesa. No cesan los enigmas: el cuerpo del oficial se desvanece; y por último, cuando los legionarios se refugian en el oasis cercano ante la llegada de los tuareg, todo el conjunto arde en llamas, condenando al misterio a quedar inexplicado para los restos. Beau Geste no sólo es un clásico del cine de aventuras, sino una obra maestra del cine en general, que ha sufrido el menosprecio por ser considerado parte integrante de un conjunto de películas de aventuras con las que Hollywood glorificó el colonialismo europeo. Y sin embargo, una visión atenta del film nos descubre un planteamiento fascinante, que propone, en el escenario de la mítica Legión Extranjera, una fábula que acaba deslizándose hacia lo existencial en torno al crudo choque de los sueños de honor de unos muchachos y la sórdida realidad.

Si la película hoy es sobradamente conocida por los cinéfilos, en cambio el libro en que se basa —y que en su día fue muy popular en toda una generación de lectores: dos adaptaciones al cine, ambas muy bien acogidas, en sus primeros 15 años de vida así lo reflejan— está bastante olvidado. Lo cual es una injusticia, pues (aunque no alcanza la misma categoría magistral del film) los hallazgos argumentales de éste, lógicamente, proceden del libro y éste tiene su propia personalidad.

La novela fue publicada en 1924 por el escritor británico P. C. Wren (1885-1941). Llegó, por lo tanto, tarde para participar del esplendor de la Edad de Oro de la novela de aventuras, es decir, junto a los Stevenson, Conan Doyle, Conrad, Rider Haggard, Salgari o Verne. Wren pertenece más bien a la época de los Rafael Sabatini, C. S. Forester o Ben Ames Williams, escritores tan consagrados al género aventurero como los antecitados pero que, pese al notable éxito cosechado por sus libros, nunca alcanzaron el renombre de los otros y hoy día son sus obras las que se recuerdan, debido a la fama de algunas de las películas que las adaptan, pero no sus nombres.

Beau Geste, novela de P. C. WrenBeau Geste cuenta la historia de tres huérfanos, los hermanos Geste —Michael, llamado Beau, y Digby (que en la novela son gemelos) y John, el menor—, educados por una pariente adinerada, lady Brandon, en una solariega casa rural del Devonshire, Brandon Abbas. En ella, los tres hermanos, acompañados por dos niñas, Claudia (inexistente en la película) e Isobel, y por Augustus, el desagradable heredero de la propiedad, pasan una infancia presidida por hazañas y juegos marcados por el honor y la idealización, trátense de las hazañas de los vikingos o de las gestas de los caballeros de la Mesa Redonda. Cuando todos alcanzan la juventud, un incidente grotesco acaba con tal paraíso. La única riqueza de su protectora, un zafiro fabuloso llamado el Agua Azul, es robado cuando está siendo examinado por todos: uno de ellos a la fuerza ha de ser el ladrón. Queriendo exculpar a los otros (difícilmente se puede imaginar que él sea el culpable), Michael huye en secreto de la casa, seguido raudamente por los otros dos Geste. Todos acaban reuniéndose en el seno de la Legión Extranjera, el cuerpo colonial del África francesa que siempre fue para los chicos la encarnación de todos los ideales bélicos con los que crecieron. Allí, sin embargo, sus sueños sufren un tropezón con la realidad. La Legión no es sino un sumidero de desheredados, bandidos e infelices que malviven entre un sol sofocante —que provoca cafard, la locura del desierto—, la arena sin fin y el despotismo de los suboficiales. La historia del diamante robado no tarda en llegar a oídos de Lejaune (Markof en el film), el implacable suboficial del que dependen sus vidas en la lejana plaza de Fort Zinderneuf a donde son enviados dos de ellos, en los confines del Sahara. Y será allí donde se desarrolle el drama final de los Geste.

Esta historia, resumida a grandes rasgos, sin embargo, no se inicia así ni en libro ni, por tanto, en el film. El rasgo de invención más afortunado del novelista P. C. Wren es iniciarla por el final. En la novela, este prólogo tiene mayor extensión que en la película, pero es igualmente extraordinario, sin duda lo mejor de todo el libro. Entre otras cosas porque se complementan perfectamente. Quien lee el libro advierte enseguida que los guionistas de la película supieron sintetizar de modo magistral las lógicamente más prolijas páginas de la novela: de hecho, leer estas páginas con las imágenes en la cabeza permite saborearlas mejor, por su estupenda interacción. Es una pena que lo que viene a continuación ya no esté a la misma altura: Wren acaba incurriendo en esa prolijidad ausente del prólogo (el libro, en la edición de Valdemar en que lo he leído, con traducción de León Arsenal, tiene más de 400 págs.) e incluso en determinadas partes —como la que narra la infancia paradisiaca de los Geste— se vuelve un narrador relamido e incluso enojoso. Por ejemplo, en el libro no se transmite tan bien por qué el mayor, Michael, llamado por todos Beau, posee ese enorme ascendiente sobre todos. En cine, es Gary Cooper y solo con eso ya es suficiente.

Eso sí, la novela retrata de modo excelente lo que debió de ser el ambiente real de la Legión: un cuerpo formado por los desechos de la sociedad tanto francesa como europea, a cuyo seno iban a esconderse durante los cinco años forzosos que duraba el servicio quienes buscaban un cambio de aires por infelicidad personal o por malos encuentros con la ley, y que eran despreciados por cuantos lo conocían en realidad. No hay que olvidar que el propio Wren formó parte de este cuerpo colonial (aunque ignoro en qué circunstancias).

El inolvidable Gary Cooper, el perfecto Beau GesteLa menor pericia de Wren como narrador frente a la del director William Wellman le resta eficacia al planteamiento: la nobleza de los hermanos Geste es aquí demasiado ostentosa (el lector no puede evitar sentir cierto fastidio ante tipos tan buenos…), de tal modo que esta mirada sobre la Legión no puede escapar de cierta moralina. De hecho, la lectura moral que la novela acaba ofreciendo (quizá no de modo consciente por parte de su autor) no se halla muy lejos de ese tipo de superficiales denuncias liberales al que tan aficionado es, por ejemplo, el cine norteamericano: esas historias aparentemente críticas con el ejército que al final acaban con la empobrecedora conclusión de que las razones de su corrupción no provienen de los condicionantes instintivos que son el sello de la institución castrense —el desahogo legal de los instintos violentos, la posibilidad de que la jerarquía sea el campo abonado para dar curso a la inclinación hacia la humillación que anida en el interior del ser humano, la tentación de querer imponer al resto de la sociedad unos principios que solo tienen sentido en un contexto determinado, además de carácter absoluto— sino de algunas manzanas podridas que, una vez extirpadas, permiten la regeneración de todo el cuerpo (es el caso, por ejemplo, de falsas críticas militaristas como El motín del Caine, De aquí a la eternidad o Algunos hombres buenos).

El gran acierto de la película es que el genial sentido de la abstracción que posee el prólogo nunca es perdido de vista, o al menos el espectador siente que sigue presente sobre todas las escenas, incluso las alejadas del escenario del Sáhara. Así, las secuencias situadas en Inglaterra no pueden librarse del todo de la cursilería heredada del libro, pero el formidable espíritu de síntesis que anima la adaptación hace que transcurran como en un sueño. Y el encanto del trío de actores que forman Gary Cooper, Robert Preston y Ray Milland libra a los tres nobles hermanos Geste de caer en el empalago.

Tan pronto la acción se sitúa ya en la Legión, la película alcanza ya el mismo tono inolvidable del prólogo. Y lisa y llanamente, el fortín legionario donde los hermanos Geste acuden a encontrar sus sueños de honor y aventura, es caracterizado como un lugar en el infierno. De modo insólito, Beau Geste encierra dentro de sí tanto el más notable mensaje antimilitarista como la más lírica reivindicación del honor asociado al espíritu guerrero, y lo hace sin incurrir en la contradicción, equilibrando con riesgo admirable ambas dimensiones, haciéndolas igualmente válidas. Es decir, y dentro de los límites de contención obligados por Hollywood, la película respeta el retrato realista y por tanto sórdido que efectuó Wren de la Legión Extranjera, pero consigue salvaguardar los sueños de los Geste dentro de un universo propio e irrenunciable, en el que siempre queda un rincón donde refugiar los viejos sueños de honor. Es decir, los hermanos Geste, sin engañarse sobre la realidad efectiva de lo que han encontrado, no renuncian a su propio entramado idealista.

La clave de que esto se consiga tiene su raíz, en primer lugar, en la propia incrustación del film dentro del arte popular. Es decir, Beau Geste no pretende ser un film reflexivo sino un relato aventurero concentrado en la exposición de una peripecia de acción. Otra cosa es que, como en los mejores ejemplares del género —de Stevenson a Kipling pasando por clásicos del cine como Cuando ruge la marabunta o Scaramouche— consiga hacer reflexionar, y ello sin caer en ningún momento en el énfasis o el didactismo. La segunda clave radica, por supuesto, en su carácter de fábula impregnada de un fuerte aroma de abstracción. Una aventura que juega sus bazas en el terreno de las ideas sin aparentar que lo hace así, por decirlo de otro modo.

Brian Donlevy, el siniestro sargento MarkofDe ahí que el simbolismo que expresa esa condición infernal, pareciendo simple, incluso tópico, deviene arquetípico, que no es lo mismo. Por ejemplo, frente a la nobleza químicamente pura de los Geste se contrapone la maldad absoluta encarnada en el personaje del sargento Markof (un genial Brian Donlevy), y es lo más coherente que éste exprese su villanía interior mediante su misma caracterización física, marcada por una terrible cicatriz, y la altiva crueldad de sus miradas. Del mismo modo, su principal sicario, el rastrero Rasinof, que nunca parece capaz de caminar erguido, es revestido de un modo repulsivamente animal: si hasta revelará risa de hiena…

En el fondo, los hermanos Geste son tan inmunes a la degradación moral como ese diamante robado lo es al deterioro físico. Sin embargo, el ambiente a su alrededor no puede ser más degradado, y aquellos que, sin caer en la villanía como Markof o Rasinof, poseen una voluntad más débil, se convierten en víctimas natas. El aroma existencial que impregna, también, Beau Geste encuentra su más memorable encarnación en el que supone mi instante favorito de toda la película, una escena cuyo protagonista no es curiosamente ninguno de los Geste, sino el comandante del destacamento, mientras agoniza en su camastro. El guión pone entonces en sus labios una frase admirable (que no se halla en la novela de Wren), y cuyo único oyente, irónicamente, es Markof: «Me muero, me moriré solo y me enterrarán en la arena; cuando era pequeño creía que todos los soldados morían en batalla. No sabía que había tantos soldados, tanta fiebre y tan pocas batallas» ¿Hay mejor forma de expresar el sinsentido de la institución militar, la desolación del hombre que —también él, que no es uno de los caballerescos Geste— ha asistido al desmoronamiento de sus sueños idealistas?

Entre los muros del infernal Fort Zinderneuf, Beau Geste ofrece tanto cine puro como cualquiera de los títulos más reputados del cine, demostrando de modo mágico cómo ese arte en equipo que desarrolló Hollywood era capaz de crear obras maravillosas. La belleza estética de la película deja sin aliento: las escenas del asedio de los tuareg son memorables, como ese plano elevado que muestra el conjunto del fuerte, la extensión infinita de la arena más allá de sus almenas, los movimientos de los tuareg sobre la sinuosidad de las dunas, que despiertan una indolente sensualidad…

Fort ZinderneufLa tensión que emana de las imágenes en esa parte final es impresionante, pues combina varios niveles argumentales —la pugna entre Markof y los Geste por el paradero del diamante, soterrada pero no olvidada ante la de todos los soldados por su supervivencia frente al anónimo, por tanto deshumanizado, asaltante exterior— con un hálito de grandiosidad moral cuasi conradiana. Por ejemplo, impresiona la insólita ecuanimidad con que se trata a Markof, demostrando sus cualidades militares en esa prueba suprema, obligando a sentir una incuestionable solidaridad hacia su persona en el espectador, aun cuando sea en esos momentos. Él en persona es quien deposita todos los cadáveres en las almenas, sin aceptar la ayuda de nadie, para que el enemigo crea que siguen combatiendo en sus puestos, él quien se mueve de un lado a otro sin desmayo arengando a sus hombres, él quien hace sublime ese momento, que ya existía en el libro, en el que obliga a sus hombres a romper a carcajadas para hacer creer a los atacantes que la moral de los asediados está por las nubes… «Es el mejor soldado que conozco», señalará, admirado, quien es su perfecta antítesis moral, o sea, Beau Geste.

[El lector que no conozca el final de esta genial película debe dejar de leer justo aquí]

El ritmo de esta parte final es perfecto; la acumulación de peripecias, implacable. Y aún más, la excitación domina al espectador puesto que sabe que se acerca el momento en que todos los enigmas del prólogo serán revelados. Y el principal, el más desolador, es el de que el primero de los hermanos en caer fue Beau, que John consiguió huir en el último momento, que el voluntario que desapareció del destacamento que llegó al fuerte al principio de la película era Digby y que, al ver el cuerpo caído del hermano adorado, decidió rendirle el último homenaje según sus sueños infantiles. O sea, un entierro vikingo (con un perro a los pies, como indica la peculiar tradición nórdica de sus juegos: el sargento Markof), cuyas llamas serán las que devoren el fuerte. Es indudable que esta decisión, juzgada por la fría razón, y en ese instante de la trama, no parece sino el colmo de la cursilería. Pero hay que estar dentro de Beau Geste, dejarse atrapar por sus imágenes, comprender que esa sublimidad moral de los Geste se alimenta de la ingenua materia de los sueños y no de la lógica aséptica de la realidad. Ello sí creen, sí pueden creer, y es verosímil, que todo se reduce a unas manzanas podridas. Es por eso que el idealismo sin tacha de los Geste no puede ser destruido, aunque hayan tenido que interiorizarlo: existe en su alma, si no puede existir en la realidad. Es por eso que la escena del entierro emociona del modo más noble, pues es el símbolo de esa cualidad que los hace inmunes a la degradación. Es por eso que no puedo asistir a los instantes en que Digby mira por última vez el rostro de Beau antes de cubrirlo con la bandera o en que entona con su trompeta un himno fúnebre sin emocionarme yo también. Un entierro vikingo en el infierno: en su paradójica grandiosidad, no se me ocurre ningún final mejor para el noble Beau. Yo también lo hubiera seguido al fin del mundo.

Estupendo cartel de Beau Geste

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: Beau Geste / Beau Geste. Año: 1939.

Dirección: William Wellman. Guión: Robert Carson, basado en la novela de P. C. Wren. Fotografía: Theodor Sparkuhl y Archie Stout. Música: Alfred Newman. Reparto: Gary Cooper (Beau Geste), Ray Milland (John Geste), Robert Preston (Digby Preston), Brian Donlevy (Sargento Markof), Susan Hayward (Isobel). Dur.: 112 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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13 respuestas a Beau Geste: un entierro vikingo en el infierno

  1. Alfredo dijo:

    Ese idealismo del que hacen gala los hermanos Geste es, en el fondo, consustancial a la narrativa de aventuras. Las revisiones actuales del género buscan deliberadamente la desmitificación de los valores de la narrativa clásica e ironizan sobre los arquetipos heroicos que proponen (quizá porque, como afirma Fernando savater, los autores actuales no han sido capaces de crear sus propios arquetipos).

    La clave creo que radica en que para batirse en duelo junto a los mosqueteros de Dumas, recorrer los mares de Malasia con Salgari, blandir la espada por la dama que se ama con Walter Scott o creer en los ladrones justicieros de Maurice Leblanc hay que tener cierta pureza de corazón, aunque sólo sea durante el tiempo que se leen esa páginas. Creer que cosas como la valentía, el honor o la fidelidad son valores que deben ocupar un alto puesto en la vida, que son más importantes que la vida misma («por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida» que dijo el hidalgo), es algo que casa muy mal con el cinismo posmoderno.

    Y pienso que ese es uno de los motivos del olvido que hoy sufre el género de aventuras.
    Por cierto, a ver cuando los de Valdemar se deciden a publicar las dos otras novelas de la trilogía de Wren.

    • Estoy completamente de acuerdo contigo, Alfredo. La aventura clásica exige una suspensión de nuestro cinismo que no todos están dispuestos a conceder. Lo cual me parece bien en un lector, pero cargante en quien intenta recrear los antiguos modelos pero con ese barniz posmoderno que señalas. De ahí que incluso amantes declarados de lo clásico como Spielberg actúen ante el género con una mala conciencia (no sé si inconsciente, y valga el juego de palabras) que los lleva a extremar la ironía y el toque meta-estúpido como si quisiera dejar claro que él bien sabe que las cosas no son así, no lo vayamos a tomar por un ingenuo. Me refiero, claro, a Indiana Jones, cascarón hueco que nunca he conseguido soportar, por entretenidas que puedan ser sus películas.

      Y, en efecto, sería estupendo que se concluyera la trilogía de Wren.

  2. Alfredo dijo:

    Por cierto, se suele señalar al western como fuente inspiración para otros géneros cinematográficos.

    Pero en el caso del asalto al fuerte por los tuareg de esta película, fue tomado con frecuencia como modelo para las luchas entre la caballería y los indios.

    • No es casualidad que dentro del western, y ya en la época en que declinaba (1967), exista una espléndida película, «Chuka», que supongo que conoces y que parte de un planteamiento muy similar al de «Beau Geste»: un inicio en el que un pelotón de soldados llega a un fuerte en el que solo encuentra muerte y desolación, y a partir de ahí se narra la historia para saber cómo se concluyó así.

  3. Alfredo dijo:

    No había caído en la similitud entre ambas películas, pero es cierto. Además, «Chuka» recuerda a la Legión extranjera en el sentido de que los ocupantes del fuerte -una posición muy peligrosa- están allí como castigo por haber cometido alguna falta. De igual manera que el cuerpo colonial francés se nutría de criminales y desesperados.

    • Y si me apuras, el mismo director de «Chuka», Gordon Douglas, había rodado quince años atras un western mucho menos conocido (pero que a mí me gusta más) que también va sobre un pelotón de soldados más bien indeseables aislados en un fuerte y rodeados del enemigo. Es «Solo el valiente», con Gregory Peck, que supongo que también conoces, aunque ésta es menos accesible que «Chuka».

  4. José Cázares dijo:

    Muy buen análisis de esta maravillosa película…felicidades!

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  6. Ana Isabel Arroyo dijo:

    Preciosa película yo la vi hace muchísimo tiempo en un ciclo a Gari Cooper

  7. i dijo:

    Acabo de ver la película -version del 39, cine mudo- con mi hijo de doce años, quien la disfrutó muchísimo, como yo a su edad.

    • ¡Hola! La versión de 1939 no es muda. Hay una película anterior, cierto, y que sí es del cine mudo, pero de 1926, con Ronald Colman como protagonista. En cualquiera de los dos casos, que un chaval de doce años sea hoy capaz de disfrutar de una película tan «antigua» es para felicitarse, claro.

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